"Sueños de perro" - читать интересную книгу автора (Orsi Guillermo)

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Tres docenas de perchas en el armario de la habitación, y yo sin un traje decente que colgar. Condolido por mi aspecto, el botones se fue sin esperar propina.

Descorrí los pesados cortinados que cegaban el ventanal y ahí estaba el mar, catorce pisos más abajo, sereno y lúcido como un filósofo en ayunas a esa hora de la mañana. Poca gente en la playa, a pesar del día espléndido, barcas de pescadores volviendo al puerto y un carguero dibujado en el horizonte.

El baño parecía el camarín de una top model. Encendí sus infinitas luces, me miré al espejo de frente, de perfil y examiné mi nuca desde la visión del peluquero o del que dispara por la espalda. Después clavé los ojos en mis ojos y dije: ¿qué carajo estás haciendo aquí?

En la planta baja me informaron de que la convención de operadores turísticos se desarrollaba en un salón bautizado «Los Andes». No me fue fácil encontrarlo porque, bajo la superficie, esos hoteles para holgazanes con plata hierven de actividades que no agregan un centavo al producto bruto nacional: convenciones y congresos para cada gusto y necesidad se repartían en salas del tamaño de playas de estacionamiento, distribuidas por tres subsuelos. La gente que ama el turismo y trabaja hasta el agotamiento por fomentarlo en la Ar gentina se apiñaba en el segundo nivel, pasillo a la izquierda.

Frente a la puerta de ingreso a las salas estaba instalado un trío de chicas uniformadas con chaquetitas y minifalda azul, blusas blancas con transparencias. Mirándolas primero a una por una como lobo sin dientes que se relame frente al rebaño de ovejas clonadas, y disparando después al voleo como un cazador de patos con tortícolis, pregunté por la señora Victoria Zemeckis.

– La coordinadora del encuentro está en la sala -me sorprendió una de las chicas.

– Olvidó ponerse su credencial -me avisó otra.

Farfullé que la había dejado en la habitación mientras me palpaba con expresión de contrariedad, y entré diciéndoles que mi nombre era García, sin darles tiempo a ubicar un inevitable García en la larga lista de anotados. Después de todo, no me estaba colando en un recital de U2 ni de los Redonditos de Ricota: el único beneficio de entrar sin pagar a congresos y convenciones de lo que sea es ligar, a la hora del refrigerio, una o dos copas de champán o martini con saladitos.

Alguien que sabía cómo sacarle el jugo a las bellezas inexplotadas del sur estaba hablando adentro, e ilustraba su discurso con proyecciones de video y juegos de computadora. El auditorio parecía fascinado, aunque más de uno estuviera sacando cuentas en su calculadora después de enterarse, durante el breakfast, de la cotización más reciente de la cocaína en Frankfurt.

Mientras el experto en redescubrir las bellezas del sur argentino aconsejaba talar el diez por ciento del bosque de arrayanes para levantar un complejo cinco estrellas -cuya oferta principal sería reconciliar el turismo ecológico con el confort que exige el viajero tradicional-, llamé a una de las asistentes de sala que repartían y recogían papelitos con preguntas o comentarios de los concurrentes y le rogué que ubicara con urgencia a la señora Zemeckis. La chica se acercó a mí para no levantar la voz, turbándome con sus perfumes, su juventud y el tintinear de sus pulseras: no me reclamaba un beso sino que le dijera quién pregunta por la señora Zemeckis. «García», dije, abusando de mi provisoria identidad, «Secretaría de Turismo de la Nación». Solícita y embriagadora, meneando sus caderas en la penumbra, la asistente se fue y volvió seguida por una señora mayor, pelo recogido y tirante hacia atrás, traje sastre, poca pintura. La niña me señaló y la señora se acercó con profesional interés, en uso la sonrisa indicada por el catálogo para cuando se es reclamada en una reunión tan trascendente y por asuntos muy urgentes aunque todavía ignorados.

En esos momentos el conferencista introducía a un tal Jean Baptiste Sorel, de quien dijo que conocía la Patagonia como la palma de su mano francesa, y pensé en lo que se estaban perdiendo por no haber invitado al camionero que compartía el departamento pero no la cama con Gloria la Pe cosa: él sí podría haberles dado un preciso panorama del estado de relaciones entre la naturaleza y su depredador natural, el operador turístico.

Pero Zemeckis ya estaba frente a mí y con sonrisa número tres del catálogo me preguntó:

– ¿A quién representa el señor…?

– Al Chivo Robirosa -le dije, en un susurro gentil.

Palideció y pareció a punto de desvanecerse, como Blancanieves al morder la manzana envenenada por la bruja, ante el estupor impotente de los enanitos.