"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)

Primera parte. La aventura dela Boca del Infierno

Capítulo Primero. Una visita intempestiva

Sherlock Holmes era la última persona a la que esperaba encontrar en la puerta de mi casa aquella tarde de finales de 1931. Plantado en el umbral, me miraba con el mismo brillo socarrón de siempre en los ojos y me saludó como si no hubieran pasado más de cinco años desde la última vez que nos habíamos visto.

– Debería refrenarse, Watson -me dijo una vez lo hube invitado a entrar-. Ya no está usted en edad de perseguir jovencitas.

– No diga tonterías, Holmes -le respondí-. Le aseguro que…

– Mi querido amigo -dijo mientras se sentaba frente a mí-, es inútil que intente convencerme de lo contrario. ¿De verdad pretende que crea que nadie se ocupa de usted estos días? Hace mucho que nos conocemos y sus hábitos de solterón empedernido me son lo bastante familiares para esperar encontrar huellas de ellos en su domicilio. Sin embargo, a la vista salta que alguien se ocupa de la casa. Y desde luego no es usted.

Abrí la boca, pero me lo impidió con un gesto de la mano.

– Sé lo que va a decir, pero dudo que sea cosa del servicio o de alguna abnegada ama de llaves ya bien adentrada en la madurez. Hay una mujer joven detrás de este orden; joven y de gustos modernos. Es evidente para cualquiera que sepa mirar.

Me encogí de hombros.

– Es cierto que cuento con ayuda femenina -dije-. Y también que se trata de una mujer joven. Pero de ahí a lo que insinúa usted…

– Bien, mi querido amigo, no insistiré. Pero créame que me resulta difícil de creer que su acicalamiento personal sea por pura vanidad y no para impresionar a su joven asistente.

– Es usted libre de creer lo que quiera, Holmes, pero le aseguro…

– Será mejor que no me asegure nada, Watson. Dejémoslo estar. Al fin y al cabo, no es asunto mío, y si usted no fuera tan indulgente como lo ha sido siempre con mis excentricidades, así me lo habría hecho notar desde el principio. Me disculpo, amigo mío; la naturaleza de sus relaciones con la señorita… Violet (confieso desconocer su apellido) le incumben a usted y sólo a usted.

Traté de mantenerme impasible ante el nombre que acababa de mencionar, aunque estoy seguro de que no tuve demasiado éxito. Holmes, sin embargo, no le dio ninguna importancia a sus propias palabras y se limitó a sacar su bolsita de tabaco y liarse un cigarrillo con una media sonrisa asomando a su rostro anguloso.

Violet Hunter llevaba un tiempo ocupándose de mi casa, ayudándome a mantener las cosas en su sitio y asegurándose de que todo estaba como debía. Hija como era de unos viejos amigos, la conocía prácticamente desde niña y es cierto que siempre había manifestado una inclinación (de carácter totalmente inocente) hacia mi persona. En cierto modo, creo que fue mi influencia lo que la decidió a emprender los estudios de medicina, y confieso que sentía cierto orgullo por ello. En cuanto a lo que Holmes pretendía insinuar con sus comentarios… No diré que por una vez su afilada mente había visto más de lo que había, pero ni el más sagaz de los hombres está libre de cometer una equivocación.

Holmes terminó de liar su cigarrillo y, mientras yo me preguntaba cómo habría hecho para deducir el nombre de mi joven amiga, lo fumó con placidez. Como he dicho, hacía algo más de cinco años desde la última vez que nos habíamos visto, y en aquel tiempo no había cambiado gran cosa. Lejos de aparentar su verdadera edad, se mantenía en una espléndida e indefinida madurez que no parecía tener ninguna prisa en abandonar. Mientras los demás envejecíamos (y los achaques de la edad nos iban ganando y mermando nuestras fuerzas), daba la impresión de que el paso del tiempo no existía para él. Ya no era el joven estrafalario que me había presentado Stanford más de cincuenta años atrás, pero era como si envejeciera a un ritmo más lento que el resto de nosotros.

– Parece que las cosas le van bien, amigo mío.

Sus palabras interrumpieron mis pensamientos y, ante ellas, no pude evitar una sonrisa.

– No me puedo quejar, Holmes. Y en buena medida se lo debo a usted. El público aún gusta de sus historias. Y a mí aún me gusta escribirlas.

Holmes meneó la cabeza.

– Son sus historias, Watson, no las mías. Es usted quien hace que los lectores las aprecien.

– Gracias -respondí, sorprendido ante un cumplido tan inesperado por su parte.

– No me las dé. En realidad, mis palabras no pretendían ser halagadoras. Sabe lo que pienso de sus crónicas sobre mis actividades: siempre ha insistido en centrar la atención sobre los aspectos más… emocionales del asunto, en lugar de limitarse a detallar la inevitable cadena de deducciones que me han llevado a resolver el caso. Tenía ante usted una oportunidad de oro, Watson, sus historias podrían haber sido el libro de cabecera de generaciones enteras de detectives. Podría haber escrito el manual definitivo del arte de la deducción detectivesca. Y en lugar de eso, ha preferido convertirlo todo en intrigas novelescas que poco o nada aportan a lo esencial.

Pese a los años transcurridos, aún me dolían las críticas a mi trabajo. Así que no pude menos que removerme incómodo en la butaca y decir:

– Los lectores parecen opinar de otro modo.

– Así es -asintió él-. De ahí que afirmara que son sus historias y no las mías. Es su modo de contarlas lo que las ha hecho populares. Algo que deploro, pero que a usted parece haberlo colocado en una situación más que desahogada.

– No me puedo quejar.

Holmes sonrió.

– Es la segunda vez que dice eso, amigo mío, lo cual no deja de resultar curioso. Además, las personas siempre pueden quejarse, no importa lo bien que les vayan las cosas. Me temo que eso es una verdad universal. Pero le entiendo, Watson. Desde luego, parece usted un hombre satisfecho de sí mismo y de sus circunstancias.

Dejó que la sonrisa muriera lentamente en el rostro y me di cuenta que me miraba con una expresión que sólo pude calificar de nostálgica. Una vez más, tras aquella apariencia fría y arrogante, Holmes desvelaba que no estaba exento de flaquezas humanas y que también él era permeable a la emoción. Comprendí que echaba de menos los viejos tiempos y así se lo hice notar.

– ¿Echarlos de menos? -Se encogió de hombros-. Sin duda fueron épocas más sencillas, donde todo parecía estar más claro para todo el mundo. Y es cierto que fue una buena época.

– «Era la mejor de las épocas…»

– «Era la peor de las épocas» -dijo él, terminando la cita de Dickens-. Sí, en cierto modo, esa antítesis define a la perfección mis años de actividad como detective consultor. Fue, sin duda, la mejor y la peor de las épocas, la edad de la razón y la edad de la locura, la estación de la luz y la estación de las tinieblas. Así que, en cierto modo, y por seguir el juego, digamos que la echo de menos y me alegro de que ya haya pasado.

Creo que fue en ese momento cuando empecé a sospechar que Holmes no había venido a visitarme por el puro placer de charlar conmigo. Cierto que, desde que se había retirado a principios de siglo, venía a verme de vez en cuando; nunca muy a menudo, pero lo bastante para no perdernos del todo la pista. Alguna vez he dicho que para él yo era una más de sus costumbres, como el tabaco en pipa, la zapatilla persa, los experimentos químicos o las improvisaciones de violín; y supongo que, de vez en cuando, necesitaba una «dosis» de Watson, al igual que la había necesitado de cocaína, mucho tiempo atrás.

Otras veces, sin embargo, nos habíamos encontrado por razones profesionales, como en el caso del asesino fingido, en el que yo le hice venir a Londres, o cuando me pidió ayuda para detener a Von Bork, el espía al servicio del Kaiser en los días que precedieron a la Gran Guerra.

Aquella noche, mientras mi amigo parafraseaba a Dickens, tuve la sensación de que aquella visita no obedecía a ninguno de los dos motivos que acabo de relatar. O quizá, en cierto retorcido modo, obedecía a ambos.

– No se equivoca, Watson -me dijo, sacándome una vez más de mis pensamientos y, de paso, demostrando de nuevo que los había seguido como si él mismo los hubiera formulado-. Ésta no es una simple visita social. Pero tampoco es enteramente profesional. No vengo a pedirle ayuda en uno de mis casos. Vengo para…

Vaciló y, durante un instante, fue incapaz de sostener mi mirada. El asombro que experimenté en ese momento es difícil de describir. Pero más aún lo es el temor que me embargó. ¿Qué estaba pasando?

– Tengo algo que contarle, Watson, viejo amigo. Si creyera en estas cosas, le diría que tengo algo que confesar. No sé si es propiamente un pecado, pero sin duda es cierto que necesito la absolución. Quizá usted no pueda dármela, pero me temo que no tengo nadie más a quien acudir.

No supe qué contestar a lo que acababa de decir y, en realidad, creo que él no esperaba respuesta. De pronto, como si nada hubiera pasado, alzó la vista y dijo:

– Somos casi los únicos supervivientes de nuestra época, Watson. Como dinosaurios atrapados en un valle sobre el que el tiempo no se ha atrevido a pasar. Como una de esas historias que contaba mi estrambótico primo Challenger.

Nos sentábamos frente a la chimenea, después de una cena fría que habíamos compartido en silencio. Holmes acunaba en sus manos una generosa copa de brandy y no apartó los ojos del fuego mientras hablaba.

– ¿Qué nos hace seguir adelante? ¿Por qué nos empeñamos en continuar con vida mientras a nuestro alrededor todo lo que conocíamos se va desvaneciendo? Vivimos en mitad de una niebla que lo devora todo, Watson. Fría, húmeda y sin piedad alguna. Y sin embargo, seguimos en pie. No nos rendimos. ¿Por qué?

Sé que mi amigo no esperaba respuesta alguna, pero no pude evitar dársela:

– Porque aún no es nuestro momento -dije-. Porque miramos a nuestro alrededor y todavía hay cosas que nos conmueven.

Sonrió y me miró a los ojos. Parecía tranquilo, a gusto, en calma como hacía mucho tiempo que no lo veía.

– Ah, Watson, Watson, optimista hasta el final, ¿verdad?

– Hasta el último día, Holmes.

Asintió y tomó un trago de brandy.

– Sí, no dudo que para usted esa respuesta sea cierta. Sé bien que mira a su alrededor y todavía encuentra cosas que lo conmueven. Pero yo… ¿qué motivo tengo para seguir adelante?

– No caeré en su trampa, Holmes. Lo tiene, es así de sencillo. Sigue aquí, y eso es prueba más que suficiente.

– ¿Sí? Me temo que su razonamiento es deficiente, viejo amigo.

– Los razonamientos no lo son todo.

– ¿No? Quizá no. Y sin embargo, yo he basado mi vida en ellos. Soy una máquina de razonar, Watson, soy una mente pura, analítica y desapasionada.

– Eso no es cierto.

Se encogió de hombros.

– El cuerpo tiene sus necesidades, es cierto -dijo-, y a veces la mente tiene que rendirse a ellas, por más que quiera. Sin embargo, salvando eso…

Ahora fue mi turno de sonreír.

– Quizá eso es lo que no podemos salvar, Holmes. -Meneé la cabeza-. No, lo siento, no lo creo. No es usted una desapasionada máquina de razonar. Ése era el profesor Moriarty, y usted no es como él.

– Pude haberlo sido.

– Quizá. De haber ocurrido lo adecuado en el momento oportuno. Pero lo cierto es que no fue así. Puede ocultárselo a sí mismo, amigo mío, puede negarlo ante el mundo entero, si quiere. Y si así lo desea, no volveré a decirlo nunca más. Pero, Holmes, de todos los objetivos a los que usted pudo haber dedicado su prodigiosa mente, eligió precisamente aquél que, además de razón, necesitaba compasión. Y en eso, como en todo lo demás que hizo, sobresalió sobre el resto del mundo.

– Me abruma, Watson.

– Eso espero, Holmes.

El silencio volvió a caer sobre ambos. El fuego crepitaba en la chimenea y afuera se oía caer la lluvia.

Vi que Holmes meneaba la cabeza.

– Es usted único, Watson -dijo de pronto-. Para usted todo está siempre claro, no hay dudas. No hay grises.

– No en lo que se refiere a usted -respondí-. En eso, nunca.

Removió lo que quedaba en la copa y lo apuró de un trago. Se incorporó en la silla y se calentó un rato las manos al fuego.

– Me temo que voy a abusar de su hospitalidad un poco más -dijo-. Creo que ambos nos hemos ganado una buena noche de sueño.

Lo acompañé a la habitación de invitados y allí lo dejé, mientras yo me iba a mi propio cuarto.

Apagué la luz, pero tardé en conciliar el sueño. Tuve la sensación de que Holmes tampoco dormiría mucho aquella noche.

Sin embargo, a la mañana siguiente, aún no se había levantado para la hora del desayuno. Preocupado, me acerqué a su cuarto y entreabrí la puerta. Tras comprobar que seguía dormido, bajé al piso de abajo y me preparé un café y un par de tostadas.

Violet había acordado venir aquel día, pero juzgué conveniente que Holmes y yo estuviéramos solos, así que la telefoneé para cancelar nuestra cita. La criatura pareció decepcionada, pero se conformó tras prometerle que le contaría todo lo ocurrido. Sabía bien quién era Sherlock Holmes, por supuesto, y de hecho nunca se cansaba de oír historias sobre el detective. No importaba que ya las hubiera leído en alguno de mis relatos publicados; decía que cuando yo las contaba de viva voz adquirían un nuevo colorido para ella.

Supongo que no era más que una joven agradecida halagando la vanidad de un viejo. Pero no me importaba.

Terminé el desayuno y mientras hojeaba el periódico fumé el primero de los escasos cigarrillos que me permitía.

Holmes despertó un par de horas más tarde y, cuando bajó al salón, vi que estaba de un humor inmejorable.

– Hace un día espléndido -dijo, atisbando por las ventanas nuestro tristón tiempo inglés-. Un día espléndido para estar vivo, ¿verdad, Watson?

– ¿Acaso no lo son todos? -pregunté, siguiéndole el humor.

– Muy cierto, amigo mío, muy cierto. Sé que no son horas, pero confieso que desfallezco de hambre.

– Estoy seguro de que en la cocina encontraremos algo.

Así fue, y Holmes dio cuenta de un tardío y copioso desayuno mientras no paraba de canturrear y de soltar bromas. Estaba acostumbrado a aquellos bruscos cambios de humor, así que no me sorprendió.

– Estupendo -dijo cuando terminó-. Y ahora ha llegado el momento de que le ponga al día de mis últimas andanzas, ¿no cree?

– Si considera que es así, soy todo oídos.

– Es usted el más discreto de los hombres, querido Watson.

Fuimos al salón y allí nos acomodamos. Holmes lió un cigarrillo y lo fumó con placidez, recostado en la butaca.

– ¿Sabe? Uno nunca se retira del todo. Han pasado casi treinta años desde que abandoné la profesión de detective consultor y, sin embargo, en todo ese tiempo no me ha faltado trabajo. A veces, alguien me traía algo tan interesante que no podía evitar investigarlo. Otras… bueno, otras simplemente los acontecimientos insistían en interponerse en mi camino. Y otras, el encargo venía de alguien a quien no le podía decir que no.

Si esperaba que yo le preguntase algo, debió de quedar chasqueado, porque me limité a mirarlo y a asentir.

– Aún recuerdo el modo melodramático en que le hablé de mi hermano una vez. Le dije, ¿lo recuerda?, que él era el gobierno de Inglaterra. Y en cierta forma estrambótica, así es. Al menos, es uno de los hombres que mantienen unido el país. A veces diría que casi en contra de la voluntad de buena parte de sus ciudadanos, a juzgar por las cosas que en muchas ocasiones hacemos. En su momento, no podía decirle mucho más…

– Tampoco es necesario, Holmes -le interrumpí-. Hay cosas de las que hasta yo me doy cuenta. Sé que Mycroft ocupa un puesto importante en nuestros servicios de inteligencia.

– Importante dice, mi querido amigo. Y así es, aunque me pregunto si sabe hasta qué punto. En cualquier caso, saber eso es suficiente para lo que quiero contarle. Le decía que hay veces en que me hacen un encargo al que no me puedo negar. Si Mycroft me dice que Inglaterra me necesita, sabe que obtendrá de mí lo que quiere. Así que en los últimos tiempos he sido una especie de agente libre en el engranaje del espionaje inglés.

Asentí de nuevo. Ninguna de sus palabras me tomaba por sorpresa. Al fin y al cabo, era algo que sospechaba desde hacía tiempo.

Holmes terminó su cigarrillo, lo arrojó a las brasas de la chimenea y entrelazó los dedos bajo su afilado mentón, en un gesto que yo conocía bien.

– Hace algo más de un año yo estaba en Portugal -dijo- siguiendo a alguien que interesaba mucho a nuestros servicios de inteligencia. Hay detalles sobre el motivo de ese interés que me temo que aún no puedo confiarle, Watson, pero no saberlo no afectará a lo esencial de nuestra historia. La persona a la que seguía… usted la conoce. Nuestros caminos ya se entrecruzaron en el pasado, y presiento que volverán a hacerlo en el futuro. Supongo que recuerda al señor Aleister Crowley.

Cómo no recordarlo. Crowley se había ganado una más que merecida reputación como el hombre más corrupto de su época. Holmes y yo habíamos tenido ocasión de conocerlo brevemente muy al principio de su carrera, antes de volverse una figura célebre, mientras investigábamos la desaparición de James Phillimore en el caso que, con el tiempo, acabé llamando "La aventura de la sabiduría de los muertos" y que tuvo lugar en la primavera de 1895. No hacía mucho que, precisamente a petición de Holmes, había pasado aquellos extraordinarios acontecimientos al papel, así que el caso seguía fresco en mi memoria. La participación de Crowley en aquella intriga había sido mínima, un personaje secundario de escasa importancia, aunque seguramente él no lo vería así. Recuerdo perfectamente el desagrado que me causó nada más verlo y sé que Holmes compartía ese desagrado, si bien nunca me lo manifestó. Crowley era un joven por entonces, poco más que un adolescente, pero ya estaba extendiendo sus tentáculos por el mundo del ocultismo y adquiriendo una considerable, aunque poco notoria, influencia.

Holmes volvió a encontrarlo unos años más tarde, cuando trabajaba con Charlie Chaplin en uno de sus casos tardíos. Su presencia tampoco tuvo gran relevancia en lo que ocurrió, si bien Holmes siempre sospechó que sabía más de lo que le había contado.

– Crowley no estaba solo en Portugal -siguió diciendo Holmes-. No sólo le seguía su habitual corte de adoradores, sino que alguien lo esperaba allí. Alguien con quien él contaba, pero también alguien que no. Y, por supuesto, yo le seguía los pasos. -Aquí hizo una pausa, como si lo que fuera a decir a continuación le costara trabajo-. Wiggins me acompañaba.

Enarqué una ceja, sorprendido. ¿Wiggins? Holmes asintió.

– Sí, mi sucio tenientillo de Irregulares, ahora convertido en el famoso detective de las estrellas de Hollywood. Mi sucesor, en cierto modo.

Volvió a guardar silencio.

– Está bien, ¿verdad? -pregunté-. El joven Wiggins está bien, ¿no?

Pero Holmes tardó en responder. Y, cuando lo hizo, sus palabras no me tranquilizaron demasiado:

– Llegaremos a eso a su debido tiempo, Watson. A su debido tiempo.