"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)Capítulo VII. Un paseo por la costa– Va a ser esta noche -le dijo Wiggins a Holmes, un par de días después de que éste le hubiera revelado los motivos por los que estaban tras la pista de Crowley. Holmes asintió. Había estado siguiendo al ocultista de lejos, pero lo que había visto en él y en su troupe de adoradores corroboraba las palabras de su pupilo. Intentaban comportarse como si aquél fuera un día más, pero había cosas que a un ojo entrenado no se le escapaban: la impaciencia, la anticipación ante lo que estaba por ocurrir era tan evidente para quien supiera mirar que mi amigo a veces no podía evitar preguntarse cómo era que el resto del mundo no lo veía. – Los demás vemos, pero no observamos -le dije, conteniendo una sonrisa-. Usted mismo me lo ha hecho notar a menudo. – Cierto, viejo amigo, muy cierto. Sonreía, pero vi que estaba molesto ante mi interrupción. Sin duda estábamos llegando al punto central de su historia, el momento de la resolución del caso. Y, como recordé en aquel instante, siempre había habido mucho de actor de vodevil en mi amigo, de comediante que odia ser interrumpido cuando está a punto de ofrecer su mejor número. No podía hacer mucho para remediar mi pifia, más allá de parecer convenientemente avergonzado e implorarle que continuara. Así lo hizo. Wiggins podía haber llegado a la conclusión de que algo iba a pasar aquella noche por los mismos motivos que Holmes, pero el detective lo dudaba. Su pupilo estaba en un estado evidente de agitación, como quien acaba de descubrir de pronto algo inesperado, no como el tranquilo razonador que llega a una conclusión inevitable tras haber sopesado todos los datos. Wiggins, en cierto modo, acababa de sufrir una revelación. – Es una forma de decirlo, señor Holmes -dijo, cuando el detective le inquirió acerca de ello-. Es cierto que, tal y como usted dice, había pistas suficientes para darme cuenta de que hoy sería el día. Pero confieso que… bueno, mi atención estaba distraída. – Así que has visto de nuevo a la señorita Jaeger. Wiggins asintió. – La impaciencia siempre ha sido mi mayor defecto, usted lo sabe. Y, francamente, en los últimos días… – Lo sé. Lo había notado. – Claro, cómo no. El caso es que esta mañana… Bien, me dije a mí mismo que por qué no volver a sacar a Frederick Scott del armario y ver qué podía averiguar. – En realidad, Wiggins, me estaba preguntando por qué tardabas tanto en hacerlo. Wiggins no se molestó en disimular su sorpresa. – Bien, supongo que sigo siendo un alumno torpe -dijo, esbozando una media sonrisa-. Se me ocurrió que quizá pudiera pillar al enemigo con la guardia baja. Al fin y al cabo, si sabían que los estábamos espiando, lo último que iban a esperar era que apareciéramos ante ellos con un disfraz que ya conocían. Y, al mismo tiempo, pensé que… – Que era una buena oferta de paz, ¿no es así, muchacho? Una forma de decirles que no era necesario seguir fingiendo, pues todos éramos parte de la misma farsa, por así decir. – Siempre estaré un paso por detrás de usted, Holmes -dijo Wiggins. – No, muchacho, sólo eres joven. Los años se encargarán de curar eso. Wiggins sonrió, y el detective no pudo menos que notar que había un deje de amargura en su sonrisa. Al fin y al cabo, Wiggins no era precisamente un mozalbete, sino un hombre maduro con los pies recién plantados en la cincuentena. Pero para Holmes seguía siendo el muchacho que había dirigido a sus Irregulares de Baker Street. Y siempre lo sería. – Pero tendremos tiempo de sobra cuando esto acabe para las irrelevancias -dijo el detective-. Ahora será mejor que me pongas al día. Su pupilo no se hizo de rogar. En realidad, su idea tenía el toque justo de simplicidad y osadía para resultar brillante. Caracterizado de la misma guisa que en el barco que los había llevado a Lisboa y bajo la misma identidad supuesta, se había acercado a la señorita Jaeger en el vestíbulo del hotel. Ella había parecido sorprendida unos instantes, antes de saludarlo con una inclinación de la cabeza y una sonrisa desconfiada. – Vaya, señor Scott -dijo, después de que él hubo estrechado su mano-. No esperaba verlo por aquí… Al menos, no de este modo. Wiggins fingió que ignoraba de qué estaba hablando ella, pero lo hizo de un modo deliberadamente poco creíble. – Nunca me ha gustado dejar las cosas a medias, señorita Jaeger. Y, si no recuerdo mal, nuestra conversación anterior terminó de un modo un tanto abrupto. – Eso no quiere decir que no hubiera terminado. Algunas cosas terminan así. – Otras no. Un rápido intercambio de ingenio verbal terminó desembocando en una invitación para dar un paseo por la costa. Ella apenas dudó antes de aceptarla. Pasaron casi todo el resto del día juntos. Hablando de prácticamente todos los temas posibles excepto del único en el que los dos estaban pensando: el señor Aleister Crowley y sus planes. Al oír aquellas palabras, Holmes enarcó una ceja. – Quizá no era el único en el que estabais pensando -dijo. – Puede que no. Pero, como usted mismo ha dicho, tendremos tiempo de sobra para las irrelevancias cuando esto acabe. – Cierto, muchacho. Continúa. Al fin, a base de muchos rodeos, vueltas atrás y falsos caminos, habían terminado llegando a una especie de entendimiento, una suerte de código verbal en el que ninguno de los dos decía la verdad directa, pero al mismo tiempo era consciente de que el otro comprendía lo que había tras sus mentiras. Wiggins nunca reconoció ser un agente al servicio secreto de Su Majestad y Anni Jaeger no afirmó en ningún momento que lo que Crowley había ido a hacer a Lisboa tendría lugar aquella noche. No fue necesario. – Ella quería que lo supiéramos -dijo Holmes, como si hablase consigo mismo-. Diría que tu presencia le vino como anillo al dedo. – Pienso lo mismo, señor Holmes. Pero había algo que Wiggins le ocultaba, y al detective no se le escapó. – Es una criatura fascinante, ¿verdad? No, no hace falta que respondas, muchacho, lo sé bien. Cuando inteligencia, belleza y carácter se combinan en una sola persona, el peligro es más que evidente. Wiggins no respondió. Parecía incómodo. – Lo siento, muchacho. No es de mi incumbencia. Sé bien que no vas a permitir que tu fascinación por la señorita Jaeger se inmiscuya en el cumplimiento de nuestra misión. Y el resto no es asunto mío. Reitero mis disculpas. – Eso no es necesario, señor Holmes. – Yo creo que sí lo es, pero no discutamos por una fruslería. En estos momentos lo verdaderamente importante es saber por qué la señorita Jaeger quiere que estemos presentes y, sobre todo, si es ella quien lo quiere o se ha limitado a transmitirnos los deseos de Crowley. Wiggins frunció el ceño. – ¿No sería igualmente importante saber dónde va a tener lugar el asunto? -preguntó-. Sé que será en algún lugar de la costa, al norte de la ciudad, pero eso es todo cuanto pude averiguar. – No te preocupes, muchacho. Eso no será ningún problema. Ese indicio es más que suficiente. – ¿Cómo? – Vamos, Wiggins, no pensarás que me he pasado todos estos días limitándome a cambiar una y otra vez de disfraz y a seguir a nuestras presas sin hacer nada más. No, en cuanto estuvo claro que sólo esperaban algo, dejé que tú te encargaras de la mayor parte de la vigilancia y me dediqué a otras labores. Encontrar un lugar, por ejemplo. – Holmes, le aseguro que… – Vamos, ya habrá tiempo para que te maravilles ante mi genio -le interrumpió el detective con un brillo socarrón en la mirada-. Ahora no es el momento. Aunque desconocemos la naturaleza exacta de los planes del señor Crowley, sí que sabemos unas cuantas cosas sobre él. Y quizá la más interesante de todas sea su carácter exuberantemente teatral. Es un histrión, Wiggins, y necesita público para lo que hace, sí, pero también el escenario adecuado. En los pasados días he dado con varios lugares en los alrededores que podrían servirle para sus propósitos. Y ahora, gracias a ti, creo que tengo un candidato firme. – ¿Gracias a mí? – Has dicho que sería en algún lugar de la costa, al norte de la ciudad. Y, si no recuerdo mal tus primeras palabras, será por la noche. Sólo hay un escenario en mi lista que cumpla esas condiciones. Está al norte, no muy lejos, en la misma costa. Y tiene las connotaciones adecuadas para que Crowley lo haya elegido por encima de los otros. Comprobó la hora en su reloj. – Creo que será mejor que nos pongamos en marcha. – ¿Hacia dónde? – Hacia Boca do Inferno. La Boca del Infierno, muchacho. ¿Hacia dónde, si no? ¿Qué otro lugar podría elegir Aleister Crowley como escenario para su representación, sea ésta la que sea? |
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