"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

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Todas las cosas se truecan en fuego; y el fuego, en todas las cosas, como las mercaderías en oro y el oro en mercaderías. Heráclito (h. 535-475 a. de C.)

A veces, Louis sueña con el Hombre Quemado. Aparece ya en noche cerrada, cuando incluso los sonidos de la ciudad se apagan, pasando de un crescendo sinfónico a un nocturno amortiguado. Louis ni siquiera sabe si de verdad está dormido cuando el Hombre Quemado deja sentir su presencia, porque le parece que lo despierta la respiración acompasada de su compañero, que yace en la cama a su lado, y percibe entonces un olor familiar y desconocido a la vez: es el hedor de la carne carbonizada en descomposición, de la grasa humana crepitando entre las llamas. Si es un sueño, es un sueño en estado de vigilia, que se desarrolla en ese submundo entre la conciencia y la ausencia.

En otro tiempo el Hombre Quemado tenía nombre y apellido, pero Louis ya no puede pronunciarlos. El nombre no basta para abarcar su identidad; es demasiado exiguo, demasiado restrictivo, para lo que ahora representa en el ánimo de Louis. No piensa en él como «Errol» ni como «señor Rich», ni siquiera como «señor Errol», que es como se dirigía a él cuando vivía. Ahora es más que un nombre, mucho más.

Aun así, en su día fue el señor Errol: puro músculo y fuerza bruta, la piel del color de la tierra húmeda y fértil recién arada; amable y paciente casi siempre, bajo ese carácter plácido en apariencia subyacía una rabia latente, una rabia que en ocasiones, si uno lo pillaba desprevenido, podía llegar a atisbarse en sus ojos antes de escabullirse como una bestia extraña que ha aprendido la importancia de permanecer fuera del alcance de las armas de los cazadores, de los hombres blancos con trajes blancos.

Porque los cazadores siempre eran blancos.

Dentro de Errol Rich ardía un fuego, una ira contra el mundo y sus costumbres. Procuraba mantenerla bajo control, consciente de que si le daba rienda suelta, existía el peligro de que lo consumiera todo a su paso, incluso a él mismo. Quizás en aquella época esa clase de rabia no era ajena a muchos de sus hermanos y hermanas: era un negro atrapado en los ritmos y rituales de un mundo de blancos, en un pueblo donde a él y aquellos como él no se les permitía andar por la calle después de ponerse el sol. El resto del mundo estaba cambiando, pero no aquel condado, ni aquel pueblo. Allí los cambios llegarían más despacio. A decir verdad, tal vez nunca llegasen, no del todo, pero eso incumbiría a otros, no a Errol Rich. Para cuando algunos empezaron a hablar de derechos en voz alta, sin miedo a represalias, Errol Rich ya no existía, no de una forma identificable para aquellos que lo conocieron. Su vida se había extinguido años antes, y en el momento de su muerte sufrió una transformación: Errol Rich abandonó este mundo y en su lugar apareció el Hombre Quemado, como si aquel fuego interior hubiese encontrado por fin la manera de aflorar en vivas tonalidades de rojo y amarillo, estallando desde dentro para devorar su carne y consumir su conciencia anterior, y así todo su ser quedó reducido a lo que en otro tiempo había sido una parte oculta de él. Quizás otros acercaran a su cuerpo la antorcha o vertieran la gasolina que lo empapó y cegó en sus últimos momentos, pero Errol Rich ya ardía entonces, incluso mientras, colgado de un árbol, les pedía que le ahorraran el suplicio final. Siempre había ardido, y al menos en ese sentido derrotó a los hombres que le quitaron la vida.

Y, a partir de su muerte, el Hombre Quemado acechó los sueños de Louis.

Louis recuerda cómo sucedió: una discusión con unos blancos. Por alguna razón, esas cosas a menudo empezaban así. Los blancos creaban las reglas, pero las reglas cambiaban una y otra vez. Eran inestables, venían definidas por las circunstancias y la necesidad, no por unas palabras plasmadas en un papel. Lo más extraño del caso, pensaría Louis más tarde, era que los blancos que mandaban en el pueblo siempre negarían ser racistas. «No odiamos a la gente de color», decían, «simplemente nos llevamos mejor con ellos cuando no se mezclan con nosotros.» O: «Si vienen al pueblo de día, bienvenidos sean, pero no conviene que pasen aquí la noche. Tanto por su seguridad como por la nuestra». Es curioso. Por aquel entonces era tan difícil como ahora encontrar a alguien dispuesto a admitir que era racista. Al parecer, incluso los racistas se avergonzaban, en su mayoría, de su propia intolerancia.

Con todo, algunos lucían dicho epíteto como una insignia de honor, y en el pueblo también los había. Según contaban, el problema empezó cuando un grupo de lugareños lanzó una pesada jarra llena de orina contra el parabrisas agrietado de la furgoneta de Errol, y él reaccionó en consonancia. Aquel genio vivo suyo, aquella furia reprimida en su interior, entró en erupción y, en represalia, lanzó un grueso tablón contra la cristalera del bar de Little Tom. Eso bastó para que aquellos blancos actuaran contra Errol, eso y el miedo a lo que él representaba. Era un negro que hablaba mejor que la mayor parte de los blancos del pueblo. Tenía una furgoneta. Sabía reparar cosas -radios, televisores, aparatos de aire acondicionado, cualquier artefacto eléctrico-, y sabía repararlas mejor que nadie y por menos dinero, con lo cual incluso quienes no le permitían pasearse por las calles del pueblo de noche lo dejaban entrar de día en sus casas gustosamente para que les arreglase los electrodomésticos, aun cuando, después, algunos ya no se sentían tan cómodos en sus salas de estar, a pesar de que tampoco ellos eran racistas. Sólo que no les gustaba la presencia de extraños en su casa, en particular si eran extraños de color. Si le ofrecían agua para calmar la sed, se cuidaban de dársela en la taza de hojalata reservada para tal eventualidad, la taza barata en la que nadie más bebía, la taza guardada junto con los productos de limpieza y las brochas, de manera que el agua siempre tenía un ligero regusto químico. Decían que tal vez pronto estaría en situación de dar empleo a otros como él, de formarlos y transmitirles sus habilidades. Y además era un hombre apuesto, un «macho negro», como lo describió Little Tom una vez, sólo que, cuando lo dijo, acunaba en los brazos la escopeta de caza que solía tener colgada encima de la barra y quedó claro lo que significaba ser un macho negro en el mundo de Little Tom.

Así las cosas, no necesitaban grandes excusas para arremeter contra Errol Rich. En todo caso, él les había dado una, y antes de acabar la semana lo habían rociado de gasolina, colgado de un árbol y abrasado.

Y de esa manera Errol Rich se convirtió en el Hombre Quemado.

Errol Rich tenía una mujer en una ciudad a más de ciento cincuenta kilómetros al norte. Ella le había dado un hijo y, una vez al mes, Errol viajaba hasta allí en su furgoneta para verlos y asegurarse de que no les faltaba nada. Su mujer trabajaba en un gran hotel. Errol había sido el encargado de mantenimiento de ese mismo hotel, pero ocurrió algo -otra vez ese genio vivo, se rumoreaba- y tuvo que separarse de su mujer y su hijo para buscar empleo en otra parte. Los fines de semana que no visitaba a su familia se lo veía por las noches bebiendo tranquilamente en un pequeño cobertizo de los pantanos que hacía las veces de bar y centro de reunión para la gente de color, tolerado por la policía local siempre y cuando no hubiese alborotos ni prostitución, o al menos no demasiado ostensibles. La madre de Louis iba allí a veces con sus amigas, pese a la desaprobación de la abuela, Lucy. Ponían música, y a menudo la madre de Louis y Errol Rich bailaban juntos, pero en sus ritmos se advertía tristeza, desconsuelo, como si aquello fuese ya lo único que les quedaba, y lo único que tendrían durante el resto de sus vidas. Mientras los demás bebían matarratas o, como seguía llamándolo la abuela Lucy, «zumo de tembleque», la madre de Louis tomaba un refresco y Errol se mantenía fiel a la cerveza. Aunque sólo una o dos. Según acostumbraba decir, nunca fue muy aficionado a la bebida, y no le gustaba olería en el aliento de los demás a primera hora de la mañana, y menos en un trabajador, si bien nada más lejos de sus intenciones que vigilar los placeres de los demás, eso sí que no.

Las noches cálidas de verano, cuando el zumbido de los saltamontes vibraba en el aire y los mosquitos, atraídos por la embriagadora mezcla de sudor y azúcar, se alimentaban de los hombres y mujeres presentes en el club, y cuando la música sonaba a tal volumen que sacudía el polvo del techo y la concurrencia se distraía con el ruido y el perfume y el movimiento, Errol Rich y la madre de Louis ejecutaban su lento baile, ajenos a los ritmos circundantes, atentos sólo a los latidos de sus propios corazones, sus cuerpos tan juntos que, al final, esos corazones latían al unísono y eran una sola persona, los dedos entrelazados, las palmas de sus manos deslizándose, húmedas, una contra otra.

Y a veces les bastaba con eso, y a veces no.


El señor Errol siempre le daba a Louis una moneda de veinticinco centavos cuando sus caminos se cruzaban. Hacía algún comentario sobre lo alto que estaba Louis, el buen aspecto que tenía, lo orgullosa que debía de sentirse su madre de él.

Y Louis, sin saber por qué, pensaba que el señor Errol también se enorgullecía de él.


La noche en que Errol Rich murió, Lucy, la abuela de Louis, la matriarca de la casa de mujeres donde Louis se crió, le dio a la madre de éste bourbon y una dosis de morfina para ayudarla a dormir. La madre de Louis llevaba toda la semana llorando, desde el momento en que se enteró de lo sucedido entre Errol y Little Tom. Tiempo después a Louis le contaron que ese mismo día a las doce de la mañana ella había ido a casa de Errol, con su hermana a rastras, y que le había suplicado que se marchase, pero Errol no estaba dispuesto a huir, otra vez no. Le aseguró que todo se arreglaría. Le explicó que había ido a ver a Little Tom para ofrecerle sus disculpas, y que le había pagado más de cuarenta dólares que a duras penas podía permitirse para reparar los daños y en compensación por los problemas ocasionados; Little Tom, malhumorado, había aceptado el dinero y le había dicho a Errol que lo hecho hecho estaba, y que le perdonaba el arranque de mal genio. A Errol le había dolido pagar ese dinero, pero quería quedarse donde estaba, vivir y trabajar con personas por quienes sentía simpatía y respeto. Y amor. Eso le dijo a la madre de Louis, y eso le contó a él su tía muchos años después. Le explicó que Errol y la madre de Louis hablaron agarrados de la mano, que salieron al aire fresco para disfrutar de un poco de intimidad.

Cuando la madre de Louis se marchó por fin de la cabaña de Errol, estaba muy pálida y le temblaban los labios. Sabía lo que iba a ocurrir, y Errol Rich lo sabía también, al margen de lo que hubiese dicho Little Tom. Volvió a casa y lloró tanto que se quedó sin aliento y se desmayó sobre la mesa de la cocina. Fue entonces cuando la abuela Lucy decidió darle algo para aliviar su sufrimiento, y por eso la madre de Louis dormía mientras prendían fuego al hombre a quien amaba.

Esa noche el cobertizo no abrió y los negros que trabajaban en el pueblo se marcharon mucho antes del anochecer. Se quedaron en sus casas y en sus chozas, cerca de sus familias, y nadie habló. Las madres velaron a los niños mientras dormían, o sujetaron de la mano a sus hombres por encima de mesas desnudas o sentadas junto a chimeneas vacías y estufas apagadas. Aquello se veía venir, como se ve venir una tormenta por el calor que la precede, y todos habían huido, furiosos y avergonzados por su propia incapacidad para intervenir.

Y así esperaron la noticia de que Errol Rich había abandonado este mundo.


La noche en que Errol Rich murió, Louis aún recuerda que se despertó al oír unos pasos de mujer frente a la minúscula habitación en que él dormía. Recuerda que se levantó de la cama y, sintiendo el calor de las tablas de madera bajo los pies descalzos, se acercó a la puerta abierta de la cabaña. Allí ve a su abuela en el porche, con la mirada fija en la oscuridad. La llama, pero ella no contesta. Se oye música, la voz de Bessie Smith. A su abuela siempre le ha gustado Bessie Smith. La abuela Lucy, con un mantón en los hombros encima del camisón, baja descalza al jardín. Louis la sigue. Ya no está todo oscuro. Se ve una luz en el bosque, algo que arde lentamente. Tiene forma de hombre, un hombre que se retuerce en su tormento, consumido por las llamas. La figura atraviesa el bosque y va dejando las hojas ennegrecidas a su paso. Louis huele la gasolina y la carne abrasada, ve cómo la piel queda carbonizada, oye el chisporroteo y la crepitación de las grasas corporales. Su abuela tiende una mano hacia atrás, sin apartar la mirada del Hombre Quemado en ningún momento, y Louis acerca la palma de su mano a la de ella, sus dedos a los de ella, y mientras su abuela cierra la mano en torno a la de él, el miedo de Louis se diluye y sólo siente dolor por el padecimiento de ese hombre. Sin ira. Eso vendrá más tarde. De momento siente sólo una abrumadora tristeza que cae sobre él como un manto oscuro. Su abuela dice algo en susurros y se echa a llorar. Louis llora también y, juntos, sofocan las llamas mientras la boca del Hombre Quemado articula unas palabras que Louis no alcanza a oír mientras el fuego se apaga y la visión se desvanece, hasta que sólo quedan el olor y una imagen grabada en la retina de Louis como la secuela del flash de una cámara fotográfica.


Y ahora, mientras Louis yace en una cama lejos del lugar donde se crió, con el hombre a quien ama dormido profundamente a su lado, huele a gasolina y a carne abrasada, y vuelve a ver cómo se mueven los labios del Hombre Quemado, y cree comprender parte de lo que dijo aquella noche hace tantos años.

«Lo siento. Dile que lo siento.»

Se le escapa casi todo lo que dice a continuación, envuelto en fuego. Sólo se distinguen dos palabras, y ni siquiera ahora Louis tiene la certeza de interpretarlas correctamente, de que el movimiento de esa grieta sin labios se corresponde de verdad con las palabras que cree, o quiere creer, que se pronunciaron.

«Hijo.»

«Hijo mío.»

Dentro de Errol Rich ardía un fuego, y algo de ese fuego pasó al niño en el momento de la muerte de Errol. Ahora arde dentro de él, pero si bien Errol Rich encontró la manera de negar su presencia, de moderar sus llamas hasta que al final, quizás inevitablemente, se propagó y lo destruyó, Louis lo ha hecho suyo. Lo mantiene vivo, y el fuego, a su vez, lo mantiene vivo a él, pero es un equilibrio delicado. El fuego tiene que ser alimentado para que no se alimente de él, y los hombres a quienes mata son los sacrificios que le ofrece. El fuego de Errol Rich era de un rojo intenso, abrasador, pero las llamas dentro de Louis arden blancas y frías.

«Hijo.»

«Hijo mío.»


De noche, Louis sueña con el Hombre Quemado. Y en algún lugar el Hombre Quemado sueña con él.