"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)

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En mi vida ha habido varios internados. Trabajo a diario en reprimir su recuerdo y, durante largos períodos de tiempo, lo consigo. Sólo se manifiesta algo así como un destello cuando un recuerdo específico logra salir a la luz del día. Como, por ejemplo, aquella sensación tan especial que se respira en los dormitorios. En Stenhoej, cerca de Humlebaek, dormíamos en dos dormitorios, uno para las chicas, otro para los chicos. Por la noche se abrían las ventanas. Y nuestras mantas eran demasiado finas.

En el depósito de cadáveres del distrito de Copenhague, situado en el sótano del Instituto Forense del Hospital del Reino, duermen los muertos, en dormitorios refrigerados a una temperatura levemente superior al punto de congelación; allí les ofrecen un último y frío sueño.

Todo está limpio y es moderno y definitivo. Incluso en la sala de exposición, que está pintada como si se tratara de un salón particular, han colocado un par de lámparas de pie y una planta, en un empeño, por lo demás inútil, de levantar los ánimos.

Una sábana cubre a Isaías. Sobre ella alguien ha depositado un pequeño ramo de flores, como en un intento de acompañar a la pobre planta. Está totalmente cubierto pero es fácil ver que es él, por su cuerpo menudo y su cabeza grande. Los medidores de cráneos franceses se encontraron con enormes problemas en Groenlandia. Partían de una teoría según la cual existía una relación lineal entre la inteligencia de un ser humano y el tamaño de su cráneo. Entre los groenlandeses, a quienes ellos consideraban como una forma de transición entre el hombre y el mono, encontraron los mayores cráneos del mundo.

Un hombre con bata blanca retira la sábana de su cara. Parece intacto, como si toda la sangre y el color hubieran sido cuidadosamente drenados y lo hubieran acostado para que durmiese.

Juliana está de pie a mi lado. Viste de negro y continúa sobria por segundo día consecutivo.

Mientras andamos por el pasillo, la bata blanca nos acompaña.

– ¿Es usted pariente suyo? -sugiere-. ¿Una hermana?

No es más alto que yo, pero es ancho y fornido y con un porte como el de un carnero a punto de embestir.

– Soy el médico -dice. Señala el bolsillo de su bata y descubre que no hay ningún letrero que pueda identificarle- ¡Mierda! -exclama.

Continúo por el pasillo. Está justo detrás de mí.

– Yo también tengo hijos -agrega-. ¿Sabe si fue un médico quien lo encontró?

– Un mecánico -le respondo.

Nos sigue en el ascensor. Siento una necesidad repentina de saber quién ha tocado a Isaías.

– ¿Lo exploró usted?

No me contesta. Quizá no me haya oído. Se apresura a adelantarnos. Cuando ya estamos llegando a la puerta de cristal, saca un trozo de cartulina de uno de sus bolsillos, como un exhibicionista que se abre el abrigo.

– Mi tarjeta. Jean Pierre, como el flautista, Lagermann, como la marca de regalices.


Juliana y yo no nos hemos dirigido la palabra. Pero cuando ya está sentada en el taxi y estoy a punto de cerrar la puerta, se aferra a mi mano.

– Esa Smila -dice, como si hablara de una persona que no estuviera presente- es una dama distinguida. Al cien por cien, para que te enteres.

El coche se aleja y yo me incorporo. Son cerca de las doce del mediodía. Tengo una cita.


Centro de autopsias del reino para Groenlandia reza en la puerta de cristal a la que he llegado, después de pasar por la calle de Federico V, traspasar el edificio Teilum y el Instituto Forense hasta el nuevo anexo del Hospital del Reino, donde he cogido el ascensor, saltándome las plantas en las que se encuentran la Sociedad Médica Groenlandesa, el Centro Polar, el Instituto de Medicina Artica, hasta que he llegado a la quinta planta, que es una azotea.

Esta mañana he llamado a la comisaría, y allí me han pasado a la sección A y he podido hablar con la Uña.

– Puede verlo en el depósito de cadáveres -me dice.

– También quiero hablar con el médico.

– Loyen -dice-. Puede usted hablar con Loyen.

Detrás de la puerta de cristal hay un pasillo corto que lleva hasta un letrero en el que pone profesor y, en letras más pequeñas, J. Loyen. Debajo del letrero hay una puerta y, tras la puerta, un guardarropa. Detrás de éste, un despacho luminoso con dos secretarias bajo unos fotostatos de icebergs en aguas azules iluminadas por un sol brillante, y detrás de esta pieza, el verdadero despacho.

Dentro no han construido una pista de tenis. Pero no por falta de espacio. Seguramente es porque Loyen ya dispone de un par de pistas en el jardín trasero de su casa en Hellerup, y dos más en la calle de las Dunas, en Skagen. Y porque la grave solemnidad de la sala hubiera sufrido una degradación.

Una gruesa alfombra se extiende en el suelo, los libros cubren dos paredes enteras, hay dos ventanas panorámicas con vistas sobre la ciudad y el parque Faelled, una caja fuerte empotrada, cuadros en marcos dorados, un microscopio sobre una mesa iluminada, una vitrina con una máscara dorada que parece proceder de un sarcófago egipcio, dos sofás, dos monitores apagados, cada uno sobre su zócalo y, aun así, sigue sobrando espacio como para que el profesor pueda echarse unas carreras, en caso de que llegara a cansarse de estar sentado tras su escritorio.

La mesa de escritorio es una gran elipse de caoba, y desde allí se levanta y viene a mi encuentro. Mide dos metros y tiene unos setenta años. Anda muy erguido, lleva una bata blanca y está bronceado como un jeque árabe. De hecho tiene una expresión amable como la de quien, montado sobre un camello, contempla complaciente cómo el resto del mundo se arrastra por la arena del desierto.

– Loyen.

Aun obviando el título, éste está implícito. Éste y el hecho de que no debemos olvidar que tiene al resto de la población del mundo, como mínimo, una cabeza más abajo, y que aquí, bajo sus pies, tiene a un montón de médicos que no han llegado a profesores y que, sobre su cabeza, sólo hay el techo blanco, el cielo azul y nuestro Señor. Y, tal vez, ni tan siquiera eso.

– Siéntese, señora.

Irradia condescendencia y dominio y debería sentirme feliz. Otras mujeres antes que yo se han sentido felices y muchas más lo estarán porque no hay nada mejor, en los momentos difíciles de la vida, que contar con un aplomo médico enlustrado de dos metros en el que apoyarse, especialmente si es en un ambiente tan sosegado como éste.

Sobre la mesa hay una foto enmarcada de la esposa del médico, del terrier de Airedale y de los tres chicos de papá que, sin lugar a dudas, estudian medicina y sacan matrícula de honor en todas las asignaturas, incluso en sexología clínica.

Nunca he dicho que yo fuera perfecta. Delante de personas que tienen poder y que disfrutan utilizándolo, y, de hecho, lo utilizan, me convierto en una persona distinta, más despreciable, fútil y miserable.

Pero no lo muestro. Me siento en el canto de la silla y deposito los guantes negros y el sombrero con velo oscuro en el borde de la mesa de caoba. Ante sí, con ojos interrogantes, llenos de inseguridad, el profesor Loyen tiene a una mujer enlutada.

– ¿Es usted groenlandesa?

Gracias a su experiencia profesional puede adivinarlo.

– Mi madre era de Tule. ¿Fue usted quien… hizo la autopsia de Isaías?

Asiente con la cabeza.

– Me gustaría saber de qué murió.

La pregunta le sorprende un poco.

– De la caída.

– Pero, ¿eso qué significa, desde el punto de vista fisiológico?

Se lo piensa durante unos instantes, desacostumbrado a tener que formular lo evidente.

– Cayó desde una sexta planta. El organismo sencillamente sufrió un colapso en su totalidad.

– Pero de alguna manera parecía ileso.

– Es normal en accidentes de esta índole, señora mía. Pero…

Sé lo que va a decir. «Es así sólo hasta que los abrimos. Entonces, todo son astillas de hueso y hemorragias internas.»

– … pero no lo están -acaba por decir.

Se incorpora. Tiene otras cosas que hacer. La conversación está llegando a su fin sin tan siquiera haberse iniciado. Como tantas otras conversaciones antes y después de ésta.

– ¿Había señales de violencia?

No se sorprende lo más mínimo. A su edad y con su profesión, no se deja sorprender tan fácilmente.

– No, en absoluto -dice.

Permanezco sentada en silencio. Siempre resulta interesante abandonar a los europeos al silencio. Para ellos, es un vacío en el que la tensión sube y converge hacia lo insoportable.

– ¿Qué le hace suponer eso?

Esta vez ha obviado lo de «señora». No me doy por enterada e ignoro su pregunta.

– ¿Cómo puede ser que un lugar y un servicio como éste no se encuentren en Groenlandia? -pregunto.

– El Instituto sólo existe desde hace tres años. Antes no había ningún centro de autopsias para Groenlandia. El fiscal de Godthaab solía avisar al Instituto Forense de Copenhague cuando era necesario. Este lugar es nuevo y provisional. Nos trasladaremos a Godthaab el año que viene.

– ¿Y usted? -digo.

No está acostumbrado a ser interrogado y unos instantes más tarde dejará de contestarme.

– Dirijo el Instituto de Medicina Artica. Pero originalmente soy médico forense. En esta primera fase de consolidación ejerzo las funciones de jefe interino de autopsias.

– ¿Realiza usted todas las autopsias de los groenlandeses?

He estado dando palos de ciego. De todas maneras debe de haber sido un golpe fuerte porque ni tan siquiera pestañea.

– No -contesta, y ahora habla con lentitud-, pero de vez en cuando presto mi ayuda al centro de autopsias del Estado danés. Reciben miles de casos cada año desde todos los puntos del país.

Estoy pensando en Jean Pierre Lagermann.

– ¿Realizó la autopsia usted solo?

– Tenemos una rutina fija que habitualmente seguimos, salvo en los casos muy especiales. Hay un solo médico asistido por un técnico de laboratorio y, a veces, por una enfermera.

– ¿Sería posible ver el informe de la autopsia?

– De todas maneras no lo entendería. ¡Y lo que sí podría entender, no sería de su agrado!

Por un instante ha perdido el control sobre sí mismo. Pero inmediatamente lo recobra.

– Estos informes pertenecen a la policía, que es la que formalmente solicita las autopsias. Y la que, además, decide cuándo se podrá celebrar el entierro, pues ella misma tramita los certificados de defunción. La publicidad en la Administración sólo tiene vigencia para los casos civiles, no para los penales.

Está metido en el partido y ha bajado a la red. Su voz se hace reconfortante y tranquilizadora.

– Tiene que entender que en un caso como el que aquí tratamos, en el que puede existir alguna duda sobre las circunstancias que rodearon al accidente, tanto la policía como nosotros estamos necesariamente interesados en obtener un informe lo más detenido y minucioso posible. Lo examinamos todo. Y lo encontramos todo. En casos de agresiones, es prácticamente imposible no dejar rastro. Se dejan marcas de dedos, ropa desgarrada, el niño se defiende y tiene restos cutáneos bajo las uñas. Pero en este caso no encontramos nada. Nada en absoluto.

Ésta era, pues, pelota de set y partido. Me levanto y me pongo los guantes. Él reclina su asiento y se acomoda en él.

– Siempre leemos el informe policial, por supuesto -dice-. De él se desprende claramente que se encontraba solo en el tejado cuando todo ocurrió. A juzgar por las huellas que había sobre la nieve.

Emprendo el largo camino hasta el centro de la estancia y allí me doy la vuelta y lo observo. He dado con algo pero no sé qué es. Sin embargo, el profesor Loyen ha vuelto a subirse al camello.

– No dude en llamar de nuevo, señora.

Pasa algún tiempo antes de que el mareo se disipe y desaparezca.

– Todos tenemos -le digo- nuestras fobias. Algo que realmente nos produce miedo. Yo tengo las mías. Usted probablemente tenga las suyas, una vez despojado de la bata antibalas. ¿Quiere saber cuál era la fobia de Isaías? Las alturas. Corría hasta llegar a la primera planta, pero desde allí, gateaba, con los ojos cerrados y las manos sujetándose a la barandilla. Imagíneselo, cada día, por la escalera interior, con el sudor resplandeciente en la frente y temblando, mientras sus rodillas se doblaban bajo el peso del miedo. Cinco minutos tardaba en llegar desde el primer piso hasta el tercero. Su madre había solicitado que les bajaran de planta, incluso antes de que se mudaran al bloque. Pero usted ya sabe lo que pasa cuando se es groenlandés y se percibe el subsidio social.

Transcurren unos segundos antes de que se decida a contestar.

– Sin embargo, él estuvo allí arriba.

– Sí -le contesto-, así es, estuvo. Pero, mire, usted hubiera podido traer un montacargas. Hubiera podido traer la grúa flotante Hércules y, sin embargo, nunca hubiera conseguido que se subiera a ese andamio, ni un solo metro. Lo que realmente me extraña, lo que no paro de preguntarme a mí misma en las noches de insomnio es qué fue lo que, en esta ocasión, le indujo a subir.

Todavía veo su pequeño cuerpo ante mis ojos, tal como yace allí en el sótano. Ni tan siquiera miro a Loyen. Simplemente me largo.