"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)
La ciudad
I 1
Hace un frío espantoso -18 °C bajo cero-, y está nevando. En el idioma que ya ha dejado de ser el mío, este tipo de nieve se llama qanik: grandes cristales, casi ingrávidos, que caen en forma de copos cubriendo el suelo con una blanca capa de escarcha en polvo.
La oscuridad de diciembre sale de la tumba y se eleva en el aire. Parece ser tan ilimitada como el cielo sobre nuestras cabezas. En esta oscuridad, nuestros rostros no son más que simples esferas que resplandecen con luz pálida, pero, aun así, percibo la reprobación del pastor y del sacristán dirigida a mis medias negras de rejilla y a los gemidos de Juliana, agravados por el hecho de que ha tomado disulfiram esta mañana y tiene que afrontar el dolor casi sobria. Piensan que ni ella ni yo hemos respetado el tiempo, ni tampoco sus trágicas circunstancias. Y, en realidad, tanto mis medias de nailon como las pastillas son, cada cosa a su manera, un tributo al frío y a Isaías.
Tanto las mujeres que rodean a Juliana como el pastor y el sacristán son groenlandeses, y cuando entonamos el Guutiga, illimi, «¡Oh, Señor!», las piernas de Juliana ya no la sostienen. Y cuando inicia un llanto cuyo volumen lentamente va ascendiendo, y cuando el pastor empieza a hablar en groenlandés occidental, tomando como punto de partida el pasaje de san Pablo preferido de los Hermanos moravos sobre la redención por la sangre, entonces, a poco que te descuides, puedes llegar a sentirte transportada hasta Upernarvik o hasta Holsteinsborg o hasta Qaanaaq, en Groenlandia.
Pero fuera, en la oscuridad, como la proa de un barco, emergen los muros de la prisión de Vestre. Estamos en Copenhague.
El cementerio de los groenlandeses forma parte del cementerio de Vestre. Un cortejo fúnebre sigue a Isaías en su ataúd. Son los conocidos de Juliana, que ahora la sostienen en pie, el pastor y el sacristán, el mecánico y un pequeño grupo de daneses, de entre los cuales únicamente logro reconocer al asistente social y al detective.
El pastor dice algo que me sugiere que ha debido conocer a Isaías, a pesar de que Juliana, por lo que tengo entendido, nunca ha ido a la iglesia.
Luego desaparece su voz, porque ahora las demás mujeres lloran con Juliana.
Ha venido mucha gente, quizás unas veinte personas, y dejan que el dolor y la pena los inunde como un negro río en el que se sumergen y por el que se dejan llevar de una manera que ningún extraño puede llegar a entender. Al menos, nadie que no haya crecido en Groenlandia. E incluso puede ser que ni tan siquiera eso sea suficiente. Porque yo tampoco puedo seguirlos.
Por primera vez observo con atención el ataúd. Es hexagonal. Los cristales de hielo adoptan, en ciertos momentos, esa forma.
Ahora depositan su cuerpo en tierra. El ataúd es de madera oscura. Es tan pequeño que ya lo cubre una capa de nieve. Los copos son grandes como pequeñas plumas y, de hecho, así es la nieve; no tiene por qué ser fría. Lo que en realidad está ocurriendo es que el espacio celeste llora por Isaías y las lágrimas se convierten en plumones de escarcha que se posan sobre él. Es el universo el que así lo arropa con un edredón para que nunca más vuelva a tener frío.
En el momento en que el pastor ya ha arrojado un puñado de tierra sobre su ataúd, cuando se supone que volveremos sobre nuestros pasos y nos alejaremos del lugar, cae un silencio que no parece tener fin. En él las mujeres enmudecen, nadie se mueve. Es un silencio que parece esperar que algo se rompa. Desde el lugar en que me encuentro, ocurren dos cosas.
La primera es que Juliana cae de rodillas, apoya su rostro contra el suelo y las mujeres la dejan a solas.
El otro episodio es interior, ocurre dentro de mí, y lo que se rompe es un entendimiento.
Será que debo de haber mantenido un extenso pacto con Isaías para nunca dejarlo en la estacada. Nunca, tampoco ahora.