"Historia de Mayta" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)

I

Correr en las mañanas por el Malecón de Barranco, cuando la humedad de la noche todavía impregna el aire y tiene a las veredas resbaladizas y brillosas, es una buena manera de comenzar el día. El cielo está gris, aun en el verano, pues el sol jamás aparece sobre el barrio antes de las diez, y la neblina imprecisa la frontera de las cosas, el perfil de las gaviotas, el alcatraz que cruza volando la quebradiza línea del acantilado. El mar se ve plomizo, verde oscuro, humeante, encabritado, con manchas de espuma y olas que avanzan guardando la misma distancia hacia la playa. A veces, una barquita de pescadores zangolotea entre los tumbos; a veces, un golpe de viento aparta las nubes y asoman a lo lejos La Punta y las islas terrosas de San Lorenzo y el Frontón. Es un paisaje bello, a condición de centrar la mirada en los elementos y en los pájaros. Porque lo que ha hecho el hombre, en cambio, es feo.

Son feas estas casas, imitaciones de imitaciones, a las que el miedo asfixia de rejas, muros, sirenas y reflectores. Las antenas de la televisión forman un bosque espectral. Son feas estas basuras que se acumulan detrás del bordillo del Malecón y se desparraman por el acantilado. ¿Qué ha hecho que en este lugar de la ciudad, el de mejor vista, surjan muladares? La desidia. ¿Por qué no prohíben los dueños que sus sirvientes arrojen las inmundicias prácticamente bajo sus narices? Porque saben que entonces las arrojarían los sirvientes de los vecinos, o los jardineros del Parque de Barranco, y hasta los hombres del camión de la basura, a quienes veo, mientras corro, vaciando en las laderas del acantilado los cubos de desperdicios que deberían llevarse al relleno municipal. Por eso se han resignado a los gallinazos, las cucarachas, los ratones y la hediondez de estos basurales que he visto nacer, crecer, mientras corría en las mañanas, visión puntual de perros vagos escarbando los muladares entre nubes de moscas. También me he acostumbrado, estos últimos años, a ver, junto a los canes vagabundos, a niños vagabundos, viejos vagabundos, mujeres vagabundas, todos revolviendo afanosamente los desperdicios en busca de algo que comer, que vender o que ponerse. El espectáculo de la miseria, antaño exclusivo de las barriadas, luego también del centro, es ahora el de toda la ciudad, incluidos estos distritos —Miraflores, Barranco, San Isidro— residenciales y privilegiados. Si uno vive en Lima tiene que habituarse a la miseria y a la mugre o volverse loco o suicidarse.

Pero estoy seguro que Mayta nunca se habituó. En el Colegio Salesiano, a la salida, antes de subir al ómnibus que nos llevaba a Magdalena, donde vivíamos los dos, corría a darle a Don Medardo, un ciego harapiento que se apostaba con su violín desafinado a la puerta de la Iglesia de María Auxiliadora, el pan con queso de la merienda que nos repartían los Padres en el último recreo. Y los lunes le regalaba un real, que debía ahorrar de su propina del domingo. Cuando nos preparábamos para la primera comunión, en una de las pláticas, hizo dar un respingo al Padre Luis preguntándole a boca de jarro: «¿Por qué hay pobres y ricos, Padre? ¿No somos todos hijos de Dios?». Andaba siempre hablando de los pobres, de los ciegos, de los tullidos, de los huérfanos, de los locos callejeros, y la última vez que lo vi, muchos años después de haber sido condiscípulos salesianos, volvió a su viejo tema, mientras tomábamos un café en la Plaza San Martín: «¿Has visto la cantidad de mendigos, en Lima? Miles de miles». Aun antes de su famosa huelga de hambre, en la clase muchos creíamos que sería cura. En ese tiempo, preocuparse por los miserables nos parecía cosa de aspirantes a la tonsura, no de revolucionarios. Entonces sabíamos mucho de religión, poco de política y absolutamente nada de revolución. Mayta era un gordito crespo, de pies planos, con los dientes separados y una manera de caminar marcando las dos menos diez. Iba siempre de pantalón corto, con una chompa de motas verdes y una chalina friolenta que conservaba en las clases. Lo fastidiábamos mucho por preocuparse de los pobres, por ayudar a decir misa, por rezar y santiguarse con tanta devoción, por lo malo que era jugando fútbol, y, sobre todo, por llamarse Mayta. «Cómanse sus mocos», decía él.

Por modesta que fuera su familia, no era el más pobre del colegio. Los alumnos del Salesiano nos confundíamos con los de los colegios fiscales, porque el nuestro no era un colegio de blanquitos como el Santa María o La Inmaculada, sino de chicos de estratos pobres de la clase media, hijos de empleados, funcionarios, militares, profesionales sin mucho éxito, artesanos y hasta obreros calificados. Había entre nosotros más cholos que blancos, mulatos, zambitos, chinos, niseis, sacalaguas y montones de indios. Pero aunque muchos salesianos tenían la piel cobriza, los pómulos salientes, la nariz chata y el pelo trinche, el único de nombre indio que yo recuerde era Mayta. Por lo demás, no había en él más sangre india que en cualquiera de nosotros y su piel paliducha verdosa, sus cabellos ensortijados y sus facciones eran los del peruano más común: el mestizo. Vivía a la vuelta de la parroquia de La Magdalena, en una casita angosta, despintada y sin jardín, que yo conocí muy bien, porque durante un mes fui allí todas las tardes a que leyéramos juntos, en voz alta, El conde de Montecristo, novela que me habían regalado en mi cumpleaños y que a los dos nos encantó. Su madre trabajaba de enfermera en la Maternidad y ponía inyecciones a domicilio. La veíamos desde la ventanilla del ómnibus, cuando abría la puerta a Mayta. Era una señora robusta, de cabellos grises, que daba a su hijo un beso expeditivo, como si le faltara tiempo. A su papá nunca lo vimos y yo estaba seguro que no existía, pero Mayta juraba que andaba siempre de viaje, por su trabajo, pues era ingeniero (la profesión reverenciada de aquellos tiempos).

He terminado de correr. Veinte minutos de ida y vuelta entre el Parque Salazar y mi casa es decoroso. Además, mientras corría, he conseguido olvidar que estaba corriendo y he resucitado las clases en el Salesiano y la cara seriota de Mayta, sus andares bamboleantes y su voz de pito. Está ahí, lo veo, lo oigo y lo seguiré viendo y oyendo mientras se normaliza mi respiración, hojeo el periódico, desayuno, me ducho y comienzo a trabajar.

Cuando su madre murió —estábamos en tercero de media—, Mayta se fue a vivir con una tía que era también su madrina. Hablaba de ella con cariño y nos contaba que le hacía regalos en la Navidad y en su santo y que lo llevaba a veces al cine. Debía ser muy buena, en efecto, pues la relación entre él y Doña Josefa se mantuvo después de que Mayta se independizó. A pesar de los percances de su vida, la siguió visitando regularmente a lo largo de los años y fue en casa de ella, precisamente, que tuvo lugar aquel encuentro con Vallejos.

¿Cómo es ahora, un cuarto de siglo después de aquella fiesta, Doña Josefa Arrisueño? Me lo pregunto desde que hablé con ella por teléfono y, venciendo su desconfianza, la persuadí que me recibiera. Me lo pregunto al bajar del colectivo que me deja en la esquina del Paseo de la República y la Avenida Angamos, a las puertas de Surquillo. Éste es un barrio que conozco bien. Venía de chico, con mis amigos, en noches de fiesta, a tomar cerveza en El Triunfo, a traer zapatos a renovar y ternos a darles la vuelta, y a ver películas de cowboys en sus cines incómodos y malolientes: el Primavera, el Leoncio Prado, el Maximil. Es uno de los pocos barrios de Lima que casi no ha cambiado. Todavía está lleno de sastres, zapateros, callejones, imprentas con cajistas que componen los tipos a mano, garajes municipales, bodeguitas cavernosas, barcitos de tres por medio, depósitos, tiendas de medio pelo, pandillas de vagos en las esquinas y chiquillos que patean una pelota en plena pista, entre autos, camiones y triciclos de heladeros. La muchedumbre en las veredas, las casitas descoloridas de uno o dos pisos, los charcos grasientos, los perros famélicos parecen los de entonces. Pero, ahora, estas calles antaño sólo hamponescas y prostibularias son también marihuaneras y coqueras. Aquí tiene lugar un tráfico de drogas aún más activo que en La Victoria, el Rímac, el Porvenir o las barriadas. En las noches, estas esquinas leprosas, estos conventillos sórdidos, estas cantinas patéticas, se vuelven «huecos», lugares donde se vende y se compra «pacos» de marihuana y de cocaína y continuamente se descubren, en estos tugurios, rústicos laboratorios para procesar la pasta básica. Cuando la fiesta que cambió la vida de Mayta, estas cosas no existían. Muy poca gente sabía entonces en Lima fumar marihuana, y la cocaína era cosa de bohemios y de boites de lujo, algo que usaban sólo algunos noctámbulos para quitarse la borrachera y continuar la farra. La droga estaba lejos de convertirse en el negocio más próspero de este país y de extenderse por toda la ciudad. Nada de eso se ve, mientras camino por el Jirón Dante hacia su encuentro con el Jirón González Prada, como debió hacerlo Mayta aquella noche, para llegar a casa de su tía–madrina, si es que vino en ómnibus, colectivo o tranvía, pues en 1958 todavía traqueteaban los tranvías por donde ruedan ahora, veloces, los autos del Zanjón. Estaba cansado, aturdido, con un leve zumbido en las sienes y unas ganas enormes de meter los pies en el lavador de agua fría. No había mejor remedio contra la fatiga del cuerpo o del ánimo: esa sensación fresca y líquida en las plantas, el empeine y los dedos de los pies sacudía el cansancio, el desánimo, el malhumor, levantaba la moral. Había caminado desde el amanecer, tratando de vender Voz Obrera en la Plaza Unión a los trabajadores que bajaban de los ómnibus y tranvías y entraban a las fábricas de la Avenida Argentina, y, luego, hecho dos viajes desde el cuarto del Jirón Zepita hasta la Plaza Buenos Aires, en Cocharcas, llevando primero unos esténciles y luego un artículo de Daniel Guérin, traducido de una revista francesa, sobre el colonialismo francés en Indochina. Había estado horas de pie en la minúscula imprenta de Cocharcas, que, pese a todo, seguía editando el periódico (con pie de imprenta falso y cobrando por adelantado), ayudando al tipógrafo a componer los textos y corrigiendo pruebas, y, luego, tomando un solo ómnibus en vez de los dos que hacía falta, ido al Rímac, donde, en un cuartito de la Avenida Francisco Pizarro, dirigía todos los miércoles un círculo de estudios con un grupo de estudiantes de San Marcos y de Ingeniería. Y después, sin darse un respiro, con el estómago que protestaba porque en todo el día sólo le había echado un plato de arroz con menestras en el restaurante universitario del Jirón Moquegua (al que aún tenía acceso por un carnet del año de la mona, que cada cierto tiempo falsificaba, actualizándolo), había asistido a la reunión del Comité Central del POR(T), en el garaje del Jirón Zorritos, que había durado dos horas largas, humosas y polémicas. ¿Quién podía tener ganas de una fiesta después de ese trajín? Aparte de que siempre había detestado las fiestas. Las rodillas le temblaban y sus pies parecían pisar ascuas. Pero ¿cómo no ir? Salvo por ausencia o cárcel, nunca había faltado. Y en el futuro, cansado o no, con los pies deshechos o no, tampoco faltaría, aunque fuera sólo para una visita veloz, el tiempo de decirle a la tía que la quería. La casa estaba llena de ruido. La puerta se abrió en el acto: hola, ahijado.

—Hola, madrina —dijo Mayta—. Feliz cumpleaños.

—¿La señora Josefa Arrisueño?

—Sí. Pase, pase.

Es una mujer que se conserva bien, pues tiene que haber dejado atrás los setenta. No lo delata en absoluto: su piel no luce arrugas y en sus cabellos trigueños hay pocas canas. Es regordeta pero bien formada, con unas caderas abundantes y un vestido lila ceñido por una correa roja. La habitación es amplia, oscura, con sillas disímiles, un gran espejo, una máquina de coser, un televisor, una mesa, un Señor de los Milagros, un San Martín de Forres, fotografías en la pared y un florero con rosas de cera. ¿Fue aquí la fiesta en la que Mayta conoció a Vallejos?

—Aquí mismo —asiente la señora Arrisueño, echando una mirada circular. Me señala una mecedora atiborrada de periódicos—: Los estoy viendo, ahí, conversa y conversa.

No había mucha gente, pero sí humo, voces, retintín de vasos y el vals ídolo a todo el volumen del picup. Una pareja bailaba y varias seguían el ritmo de la música batiendo palmas o canturreando. Mayta sintió, como siempre, que sobraba, que en cualquier momento metería la pata. Nunca tendría desenvoltura para alternar en sociedad. La mesa y las sillas habían sido arrinconadas de modo que hubiera sitio para bailar y alguien tenía una guitarra en los brazos. Estaban las gentes previsibles y otras más: sus primas, sus enamorados, vecinos del barrio, parientes y amistades que recordaba de otros cumpleaños. Pero al flaquito parlanchín lo veía por primera vez.

—No era un amigo de la familia —dice la señora Arrisueño—, sino enamorado o pariente o algo de una amiga de Zoilita, la mayor de mis hijas. Ella lo trajo y nadie sabía nada de él.

Pero pronto supieron que era simpático, bailarín, bueno para el trago, contador de chistes y conversador. Después de saludar a sus primas, Mayta, con un sandwich de jamón en una mano y un vaso de cerveza en la otra, buscó una silla donde derrumbar su cansancio. La única libre estaba junto al flaquito, quien, de pie, accionando, mantenía atento a un corro de tres: las primas Zoilita y Alicia y un viejo en zapatillas de levantarse. Tratando de pasar desapercibido, Mayta se sentó junto a ellos, a esperar que corriera el tiempo prudente para irse a dormir.

—Nunca se quedaba mucho —dice la señora Arrisueño, revolviendo sus bolsillos en pos de un pañuelo—. No le gustaban las fiestas. No era como todo el mundo. Nunca lo fue, ni de chico. Siempre serio, siempre formalito. Su madre decía: «nació viejo». Ella era mi hermana ¿sabe? El nacimiento de Mayta fue la desgracia de su vida, porque, apenas supo que había quedado embarazada, su novio se hizo humo. Hasta nunca jamás. ¿Usted cree que Mayta sería así por no haber tenido padre? Sólo venía a mí santo por cumplir conmigo. Yo me lo traje aquí cuando murió mi hermana. Fue el hombrecito que no me dio Dios. Sólo hijas tuve. Zoilita y Alicia. Las dos en Venezuela, casadas y con hijos. Les va muy bien allá. Yo hubiera podido casarme de nuevo, pero mis hijas se oponían tanto que me quedé viuda nomás. Un gran error, le digo. Porque, ahora, vea usted lo que es mi vida, sola como un hongo y expuesta a que los ladrones se metan aquí cualquier día. Mis hijas me mandan algo todos los meses. Si no fuera por ellas, no pararía la olla ¿sabe?

Mientras habla, me examina, disimulando apenas su curiosidad. Tiene una voz con gallos, parecida a la de Mayta, unas manos como tamales, y, aunque sonría a veces, ojos tristes y aguanosos. Se queja de la vida que sube, de los atracos callejeros —«No hay una sola vecina en esta calle que no haya sido asaltada por lo menos una vez»—, del robo a la sucursal del Banco de Crédito con un tiroteo que causó tantas desgracias, y de no haber podido irse también a Venezuela, donde al parecer sobra la plata.

—En el Salesiano, creíamos que Mayta se metería de cura —le digo.

—Mi hermana también lo creía —asiente, sonándose—. Y yo. Se persignaba al pasar por las iglesias, comulgaba cada domingo. Un santito. Quién lo hubiera dicho ¿no? Que terminara comunista, quiero decir. En ese tiempo parecía imposible que un beato se volviera comunista. También eso cambió, ahora hay muchos curas comunistas ¿no? Me acuerdo clarito el día que entró por esa puerta.

Avanzó hasta ella con sus libros del colegio bajo el brazo y, cerrando los puños como si fuera a trompearse, recitó de un tirón lo que venía a anunciarle, esa decisión que lo había tenido en vela toda la noche:

—Comemos mucho, madrina, no pensamos en los pobres. ¿Sabes lo que comen ellos? Te advierto que, desde hoy, sólo tomaré una sopa al mediodía y un pan en la noche. Como Don Medardo, el cieguito.

—Por esa ventolera terminó en el hospital —recuerda Doña Josefa.

La ventolera le duró varios meses y lo fue enflaqueciendo, sin que en la clase adivináramos el porqué, hasta que el Padre Giovanni nos lo reveló, lleno de admiración, el día que lo internaron en el Hospital Loayza. «Todo este tiempo ha estado privándose de comer, para identificarse con los pobres, por solidaridad humana y cristiana», murmuraba, pasmado con lo que la madrina de Mayta había venido a contar al colegio. A nosotros la historia nos dejó confusos, tanto que no nos atrevimos a hacerle muchas bromas cuando volvió, repuesto a base de inyecciones y tónicos. «Este muchacho dará que hablar», decía el Padre Giovanni. Sí, dio que hablar, pero no en el sentido que usted creía, Padre.

—En mala hora se le ocurrió venir esa noche —suspira la señora Arrisueño—. Si no hubiese venido, no habría conocido a Vallejos y no habría pasado nada de lo que pasó. Porque fue Vallejos el invencionero, eso lo sabe todo el mundo. Mayta venía, me daba el abrazo y al ratito se iba. Pero esa noche se quedó hasta el último, habla que habla con Vallejos, en ese rincón. Habrán pasado veinticinco años y me acuerdo como si fuera ayer. La revolución para aquí, la revolución para allá. Toda la santa noche.

¿La revolución? Mayta se volvió a mirarlo. ¿Había hablado el muchacho o el viejo en zapatillas?

—Sí, señor, mañana mismo —repitió el flaquito, elevando el vaso que empuñaba en la mano derecha—. La revolución socialista podría empezar mañana mismo, si quisiéramos. Como se lo digo, señor.

Mayta volvió a bostezar y se desperezó, sintiendo cosquillas en el cuerpo. El flaquito hablaba de la revolución socialista con el mismo desparpajo con que, un momento atrás, contaba chistes de Otto y Fritz o la última pelea de «nuestro crédito nacional, Frontado». A pesar de su cansancio, Mayta se puso a escuchar: eso que estaba pasando en Cuba no era nada comparado con lo que podría pasar en el Perú, si quisiéramos. El día que los Andes se muevan, el país entero temblará. ¿Sería aprista? ¿Sería rabanito? Pero, un comunista en la fiesta de su madrina, imposible. Mayta no recordaba haber oído jamás hablar a nadie de política en esta casa.

—¿Y qué está pasando en Cuba? —preguntó la prima Zoilita.

—Ese Fidel Castro juró que no se cortará la barba hasta derrocar a Batista —se rió el flaquito—. ¿No has visto lo que hacen por el mundo los del 26 de Julio? Pusieron una bandera en la estatua de la libertad, en Nueva York. Batista se hunde, es ya un colador.

—¿Quién es Batista? —preguntó la prima Alicia.

—Un déspota —explicó el flaquito, con ímpetu—. El dictador de Cuba. Lo que pasa allá no es nada comparado con lo que puede pasar acá. Gracias a nuestra geografía, quiero decir. Un verdadero regalo de Dios para la revolución. Cuando los indios se alcen, el Perú será un volcán.

—Bueno, pero ahora bailen —dijo la prima Zoilita—. Aquí se viene a bailar. Voy a poner algo movido.

—Las revoluciones son cosa seria, yo por lo menos no soy partidario —oyó Mayta decir al anciano en zapatillas, con voz pedregosa—. Cuando el levantamiento aprista de Trujillo, el año treinta, hubo una matanza de padre y señor mío. Los apristas se metieron al cuartel y liquidaron no sé cuántos oficiales. Sánchez Cerro mandó aviones, tanques, los aplastó y fusilaron a mil apristas en las ruinas de Chan Chan.

—¿Usted estuvo ahí? —abrió los ojos el flaquito, entusiasmado. Mayta pensó: «Las revoluciones y los partidos de fútbol son para él la misma cosa».

—Yo estaba en Huánuco, en mi peluquería —dijo el viejo en zapatillas—. Hasta allá arriba llegaron ecos de la matanza. A los pocos apristas que había en Huánuco, los correteó y metió en cintura el Prefecto. Un militarcito de mal genio, muy enamoradizo. El Coronel Badulaque.

Al poco rato, la prima Alicia también se fue a bailar y el flaquito pareció desanimarse al ver que se había quedado con el anciano de único interlocutor. Descubriendo a Mayta, le estiró el vaso: salud, compadre.

—Salud —dijo Mayta, chocando su vaso.

—Me llamo Vallejos —dijo el flaquito, estrechándole la mano.

—Y yo Mayta.

—Por hablar tanto, perdí a mi pareja —se rió Vallejos, señalando a una muchacha con cerquillo, a la que Pepote, un lejano primo de Alicia y Zoilita, trataba de pegarle la cara mientras bailaban Contigo en la distancia—. Si la aprieta un poco más, Alci le manda su sopapo.

Parecía de dieciocho o diecinueve, por su esbeltez, su cara lampiña y su pelo cortado casi al rape, pero, pensó Mayta, no debía ser tan joven. Sus ademanes, tono de voz, seguridad, sugerían alguien más cuajado. Tenía unos dientes grandes y blancos que le alegraban la cara morena. Era uno de los pocos que llevaba saco y corbata, y, además, un pañuelito en el bolsillo. Sonreía todo el tiempo y había en él algo directo y efusivo. Sacó una cajetilla de Inca y ofreció un cigarrillo a Mayta. Se lo encendió.

—Si la revolución aprista del treinta hubiera triunfado, otro gallo cantaría —exclamó, echando humo por la nariz y por la boca—. No habría tanta injusticia ni desigualdad. Se habrían cortado las cabezas que hay que cortar y el Perú sería otro. No creas que soy aprista, pero al César lo que es del César. Yo soy socialista, compadre, por más que digan que militar y socialista no cuadran.

—¿Militar? —respingó Mayta.

—Alférez —asintió Vallejos—. Me recibí el año pasado, en Chorrillos.

Carambolas. Ahora entendió de dónde salían el corte de pelo de Vallejos y sus maneras impulsivas. ¿Era eso lo que llamaban don de mando? Increíble que un militar hubiera dicho esas cosas.

—Fue una fiesta histórica —afirma la señora Josefa—. Porque Mayta y Vallejos se conocieron y también porque mi sobrino Pepote conoció a Alci. Se enamoró de ella y dejó de ser el vago y mataperro que era. Buscó trabajo, se casó con Alci y se fueron a Venezuela también, quién como ellos. Pero parece que andan ahora cada uno por su lado. Ojalá que sean sólo chismes. Ah, lo reconoce ¿no? Sí, es Mayta. Hace un montón de años.

En la imagen, esfumada en los contornos, amarillenta, parece de cuarenta o más. Es una instantánea de fotógrafo ambulante, tomada en una plaza irreconocible, con poca luz. Está de pie, una bufanda suelta sobre los hombros y una expresión de incomodidad, como si la resolana le hiciera cosquillas en los ojos o lo avergonzara posar ante los transeúntes, en plena vía pública. Lleva en la mano derecha un maletín o un paquete o una carpeta, y, a pesar de lo borroso de la imagen, se advierte lo mal vestido que está: los pantalones bolsudos, el saco descentrado, la camisa con un cuello demasiado ancho y una corbata con un nudito ridículo y mal ajustado. Los revolucionarios usaban corbata entonces. Tiene los cabellos alborotados y crecidos y una cara algo distinta a la de mi memoria, más llena y ceñuda, una seriedad crispada. Ésa es la impresión que comunica la fotografía: un hombre con un gran cansancio a cuestas. De no haber dormido lo suficiente, haber caminado mucho, o, incluso, algo más antiguo, la fatiga de una vida que ha llegado a una frontera, todavía no la vejez pero que puede serlo si atrás de ella no hay, como en el caso de Mayta, más que ilusiones rotas, frustraciones, equivocaciones, enemistades, perfidias políticas, estrecheces, malas comidas, cárcel, comisarías, clandestinidad, fracasos de toda índole y nada que remotamente se parezca a una victoria. Y, sin embargo, en esa cara exhausta y tensa se trasluce también de algún modo esa probidad secreta, incólume ante los reveses, que siempre me maravillaba reencontrar en él a lo largo de los años, esa pureza juvenil, capaz de reaccionar con la misma indignación contra cualquier injusticia, en el Perú o en el último rincón del mundo, y esa convicción justiciera de que la única tarea impostergable y urgentísima era cambiar el mundo. Una foto extraordinaria, sí, que atrapó de cuerpo entero al Mayta que conoció Vallejos aquella noche.

—Yo le pedí que se la tomara —dice Doña Josefa, volviendo a colocarla en la repisita—. Para tener un recuerdo de él. ¿Ve esas fotos? Todos parientes, algunos lejanísimos. La mayoría muertos ya. ¿Ustedes eran muy amigos?

—Dejamos de vernos muchos años —le digo—. Después, nos encontrábamos algunas veces, pero de cuando en cuando.

Doña Josefa Arrisueño me mira y yo sé lo que piensa. Quisiera tranquilizarla, disipar sus dudas, pero es imposible porque, a estas alturas, sé tan poco de mis proyectos sobre Mayta como ella misma.

—¿Y qué va a escribir sobre él? —murmura, pasándose la lengua por los labios carnosos—. ¿Su vida?

—No, su vida no —le respondo, buscando una fórmula que no la confunda más—. Algo inspirado en su vida, más bien. No una biografía sino una novela. Una historia muy libre, sobre la época, el medio de Mayta y las cosas que pasaron en esos años.

—¿Y por qué sobre él? —se anima la señora Arrisueño—. Hay otros más famosos. El poeta Javier Heraud, por ejemplo. O los del MIR, de la Puente, Lobatón, esos de los que se habla siempre. ¿Por qué Mayta? Si de él no se acuerda nadie.

En efecto ¿por qué? ¿Porque su caso fue el primero de una serie que marcaría una época? ¿Porque fue el más absurdo? ¿Porque fue el más trágico? ¿Porque, en su absurdidad y tragedia, fue premonitorio? ¿O, simplemente, porque su persona y su historia tienen para mí algo invenciblemente conmovedor, algo que, por encima de sus implicaciones políticas y morales, es como una radiografía de la infelicidad peruana?

—O sea que tú no crees en la revolución —simuló escandalizarse Vallejos—. O sea que eres de los que creen que el Perú seguirá tal cual hasta el fin de los tiempos.

Mayta le sonrió, negando.

—El Perú cambiará. La revolución vendrá —le explicó, con toda la paciencia del mundo—. Pero tomará su tiempo. No es tan fácil como tú crees.

—En realidad, es fácil, yo te lo digo porque lo sé —Vallejos tenía la cara brillante de sudor y los ojos tan fogosos como las palabras—. Es fácil si conoces la topografía de la sierra, si sabes disparar un Máuser y si los indios se alzan.

—Si los indios se alzan —suspiró Mayta—. Tan fácil como sacarse la lotería o el pollón.

La verdad, nunca soñó que el cumpleaños de la madrina resultara tan entretenido. Había pensado, al principio: «Es un provocador, un soplón. Sabe quién soy, quiere jalarme la lengua». Pero unos minutos después de estar conversando con él, estuvo seguro que no; era un angelito con alas, no sabía dónde estaba parado. Y, sin embargo, no sentía ninguna gana de tomarle el pelo. Lo divertía oírlo hablar de la revolución como de un juego o proeza deportiva, algo que se lograba con un poquito de esfuerzo e ingenio. Había en el muchacho tanta seguridad e inocencia, que provocaba seguir oyéndole esos disparates toda la noche. Se le había quitado el sueño y estaba en el tercer vaso de cerveza. Pepote bailaba siempre con Alci —el chotis Madrid, de Agustín Lara, coreado por la concurrencia— pero al Alférez parecía importarle un pito. Había arrastrado una silla junto a Mayta y sentado a horcajadas le explicaba que cincuenta hombres decididos y bien armados, empleando la táctica de las montoneras de Cáceres, podían encender la mecha del polvorín que eran los Andes. «Es tan joven que podría ser mi hijo, pensó Mayta. Y tan pintoncito. Debe tener todas las chicas que quiera.»

—¿Y tú a qué te dedicas? —dijo Vallejos.

Era una pregunta que siempre lo ponía incómodo, aunque estaba preparado para responderla. Su respuesta, media verdad media mentira, le sonó más falsa que otras veces:

—Al periodismo —dijo, preguntándose qué cara pondría el Alférez si lo oyera decir: «A eso de lo que hablas tanto, meando fuera de la bacinica. A la revolución, qué te parece».

—¿Y en qué periódico?

—En la Agencia France Presse. Hago traducciones.

—O sea que hablas franchute —hizo una morisqueta Vallejos—. ¿Dónde lo aprendiste?

—Solito, con un diccionario y un libro de idiomas que se ganó en una tómbola —me cuenta Doña Josefa—. Usted no me lo creerá pero yo lo vi con estos ojos. Se encerraba en su cuarto y repetía palabras, horas de horas. El párroco de Surquillo le prestaba revistas. Él me decía: «Ya entiendo algo, madrina, ya voy entendiendo». Hasta que lo entendió, porque se pasaba los días leyendo libros en francés, créame.

—Por supuesto que la creo —le digo—. No me extraña que lo aprendiera solito. Cuando se le metía algo, lo hacía. He conocido pocas personas tan tenaces como Mayta.

—Hubiera podido ser un abogado, un profesional —se lamenta Doña Josefa—. ¿Sabía que ingresó a San Marcos a la primera intentona? Y con buen puesto. Muchachito todavía, de diecisiete o dieciocho a lo más. Hubiera podido sacar su título a los veinticuatro o veinticinco. ¡Qué desperdicio, Dios mío! ¿Y para qué? Para hacer política, para eso. No tiene perdón de Dios.

—¿Estuvo muy poco en la Universidad, no es cierto?

—A los pocos meses o, a lo más, al año, lo metieron preso —dice Doña Josefa—. Ahí empezaron sus calamidades. Ya no regresó a esta casa, se fue a vivir solo. Desde entonces de peor a pésimo. ¿Dónde está tu ahijado? Escondido. ¿Dónde anda Mayta? Preso. ¿Ya lo soltaron? Sí, pero lo andan buscando de nuevo. Si le dijera todas las veces que la policía vino aquí a revolverlo todo, a faltarme el respeto, a darme sustos, creería que exagero. Y si le digo cincuenta veces me quedo corta. En vez de estar ganando juicios, con la cabeza que le dio Dios. ¿Es vida ésa?

—Sí, lo es —la contradigo, suavemente—. Dura, si usted quiere. Pero, también, intensa y coherente. Preferible a muchas otras, señora. No me puedo imaginar a Mayta envejeciendo en un bufete, haciendo todos los días una misma cosa.

—Bueno, eso quizá sea verdad —asiente Doña Josefa, por educación, no porque esté convencida—. Desde chiquito se podía adivinar que no tendría una vida como los demás. ¿Se ha visto nunca que un mocosito deje un buen día de comer porque en el mundo hay gente que pasa hambre? Yo no me lo creía ¿sabe? Se tomaba su sopa y dejaba lo demás. Y en la noche, su pan. Zoilita, Alicia y yo nos burlábamos: «Te das tus banquetes a escondidas, tramposo». Pero resulta que era cierto, no comía nada más. Si de chico le daba por eso, por qué no iba a ser de grande como fue.

—¿Viste Deshojando la margarita, con Brigitte Bardot? —cambió de tema Vallejos—. Yo la vi ayer. Unas piernas largas, largas, que se salen de la pantalla. Me gustaría ir a París alguna vez y ver a la Brigitte Bardot de carne y hueso.

—Déjate de hablar tanto y bailemos —Alci acababa de zafarse de Pepote y a tirones quería levantar a Vallejos de la silla—. No voy a pasarme toda la noche bailando con ese pesado que se me pega. Ven, ven, un mambo.

—¡Un mambo! —cantó el Alférez—. ¡Qué rico mambo!

Un momento después, giraba como un trompo. Bailaba con ritmo, moviendo las manos, haciendo figuras, cantando, y, animadas por su ejemplo, otras parejas comenzaron a hacer ruedas, trencitos, a intercambiarse. Pronto el salón fue un remolino que aturdía. Mayta se levantó y pegó su silla a la pared, para dejar más espacio a los bailarines. ¿Alguna vez bailaría como Vallejos? Nunca. Comparado con él, hasta Pepote era un as. Sonriendo, Mayta recordó la desagradable sensación de haberse convertido en el hombre de Cro–magnon que lo invadía cada vez que no le quedaba más remedio que sacar a bailar a Adelaida, incluso los bailes más fáciles. No era su cuerpo el torpe, era esa cortedad, pudor, inhibición visceral, de estar tan cerca de una mujer lo que lo volvía un muñecón. Por eso había optado por no bailar sino a la fuerza. Como cuando la prima Alicia o la prima Zoilita lo obligaban, lo que podía ocurrir ahora en cualquier momento. ¿Habría aprendido a bailar León Davidovich? Seguramente. ¿No decía Natalia Sedova que, descontando la revolución, había sido el más normal de los hombres? Padre cariñoso, esposo amante, buen jardinero, le encantaba dar de comer a los conejos. Lo más normal de los hombres normales era que les gustara bailar. A ellos el baile no les parecía, como a él, algo ridículo, una frivolidad, perder el tiempo, olvidar lo importante. «No eres un hombre normal, recuerda eso», pensó. Terminado el mambo, hubo aplausos. Habían abierto las ventanas a la calle, para que se aireara la sala, y, entre las parejas, Mayta podía ver las caras aplastadas contra los postigos y el alféizar de los mirones, ojos masculinos que devoraban a las mujeres de la fiesta. La madrina hizo un anuncio: había caldito de pollo, que vinieran a ayudarla. Alci corrió a la cocina. Vallejos vino a sentarse de nuevo junto a Mayta, sudando. Le ofreció un cigarrillo.

—En realidad, estoy y no estoy aquí —le guiñó un ojo con burla—. Porque debería estar en Jauja. Vivo allá, soy el jefe de la cárcel. No debería moverme, pero me doy mis escapadas cuando se presenta la ocasión. ¿Conoces Jauja?

—Conozco otras partes de la sierra —dijo Mayta—. Jauja, no.

—¡La primera capital del Perú! —hizo el payaso Vallejos—. ¡Jauja! ¡Jauja! ¡Qué vergüenza que no la conozcas! Todos los peruanos deberían ir a Jauja.

Y, casi sin transición, Mayta lo oyó enfrascarse en un discurso indigenista: el Perú verdadero estaba en la sierra y no en la costa, entre los indios y los cóndores y los picachos de los Andes, y no aquí, en Lima, ciudad extranjerizante y ociosa, antiperuana, porque desde que la fundaron los españoles había vivido con la mirada en Europa y en Estados Unidos, de espaldas al Perú. Eran cosas que Mayta había oído y leído muchas veces, pero sonaban distintas en boca del Alférez. La novedad estaba en la manera despercudida y sonriente que las decía, arrojando argollas de humo gris. Había en su manera de hablar algo espontáneo y vital que mejoraba lo que decía. ¿Por qué este muchacho le traía esa nostalgia, esa sensación de algo definitivamente extinto? «Porque es sano, pensó Mayta. No está maleado. La política no ha matado en él la alegría de vivir. No debe haber hecho jamás política de ninguna clase. Por eso es tan irresponsable, por eso dice todo lo que se le viene a la cabeza.» En el Alférez no había el menor cálculo, segundas intenciones, una retórica prefabricada. Estaba aún en esa adolescencia en que la política consistía exclusivamente en sentimientos, indignación moral, rebeldía, idealismo, sueños, generosidad, mística. Sí, esas cosas todavía existen, Mayta. Ahí las tenías, encarnadas —quién lo hubiera dicho, carajo— en un oficialito. Oye lo que dice. La injusticia era monstruosa, cualquier millonario tenía más plata que un millón de pobres, los perros de los ricos comían mejor que los indios de la sierra, había que acabar con esa iniquidad, alzar al pueblo, invadir las haciendas, tomar los cuarteles, sublevar a la tropa que era parte del pueblo, desencadenar las huelgas, rehacer la sociedad de arriba abajo, establecer la justicia. Qué envidia. Ahí estaba, jovencito, delgado, buen mozo, risueño, locuaz, con sus invisibles alitas, creyendo que la revolución era una cuestión de honestidad, de valentía, de desprendimiento, de audacia. No sospechaba y acaso no llegaría nunca a saber que la revolución era una larga paciencia, una infinita rutina, una terrible sordidez, las mil y una estrecheces, las mil y una vilezas, las mil y una… Pero ahí estaba el caldito de pollo y a Mayta se le hizo agua la boca al sentir el aroma del plato humeante que Alci puso en sus manos.

—Qué trabajo y, también, qué gastadera, cada cumpleaños —recuerda Doña Josefa—. Quedaba endeudada un montón de tiempo. Rompían vasos, sillas, floreros. La casa amanecía como después de una guerra o un terremoto. Pero yo me daba el trabajo cada año porque ya era una institución en el barrio. Muchos parientes y amigos se veían ese único día al año. Lo hacía también por ellos, para no defraudarlos. Aquí, en Surquillo, la fiesta de mi cumpleaños era como las fiestas patrias o la Navidad. Todo ha cambiado, ahora no está la vida para fiestas. La última fue el año que Alicita y su marido se fueron a Venezuela. Ahora, en mi cumpleaños, veo un rato la televisión y me acuesto.

Pasa una mirada tristona por el cuarto sin gente, como reponiendo en esas sillas, rincones, ventanas, a los parientes y amigos que venían a cantarle Happy Birthday, a festejar su buena mano para la cocina, y suspira. Ahora sí parece de setenta años. ¿Sabía si alguien, algún pariente, conservaba los cuadernos de apuntes y los artículos de Mayta? Renace su desconfianza.

—¿Qué parientes? —susurra, haciendo una mueca—. El único pariente que Mayta tenía era yo, y aquí nunca trajo ni una caja de fósforos, porque cada vez que lo perseguían éste era el primer sitio que la policía venía a rebuscar. Además yo nunca supe que fuera escritor ni nada que se le parezca.

Sí, escribía, y alguna vez yo leí los artículos que aparecían en esos periodiquitos — hojas, más bien— donde colaboraba, y que eran siempre, por supuesto, los que él mismo sacaba, y de los que ahora no parece quedar rastro ni en la Biblioteca Nacional ni en ninguna colección privada. Pero es normal que Doña Josefa no se enterara de la existencia de Voz Obrera ni de ninguna de las otras hojitas, como, por lo demás, la inmensa mayoría de gentes de este país, en especial aquellos para quienes eran escritas e impresas. De otro lado, Doña Josefa tenía razón: no era un escritor ni nada que se le parezca. Pero, por más que le pesara, un intelectual sí que lo era. Todavía recuerdo la dureza con que me habló de ellos, en esa última conversación, en la Plaza San Martín. No servían para gran cosa, según él:

—Los de este país al menos —precisó—. Se sensualizan muy rápido, no tienen convicciones sólidas. Su moral vale apenas lo que un pasaje de avión a un Congreso de la Juventud, de la Paz, etc. Por eso, los que no se venden a las becas yanquis y al Congreso por la Libertad, se dejan sobornar por el estalinismo y se hacen rabanitos.

Notó que, Vallejos, sorprendido por lo que había dicho, y por el tono con que lo había dicho, lo miraba fijo, la cuchara inmóvil a medio camino de la boca. Lo había desconcertado y en cierta forma alertado. Mal hecho, Mayta, muy mal hecho. ¿Por qué se dejaba ganar siempre por el mal humor y la impaciencia cuando se hablaba de los intelectuales? ¿Qué otra cosa había sido León Davidovich? Lo había sido, y genial, y Vladimiro Illich también. Pero ellos, antes y sobre todo, habían sido revolucionarios. ¿No despotricabas contra los intelectuales por despecho, porque en el Perú todos eran reaccionarios o estalinistas y ni uno solo trotskista?

—Lo único que quiero decir es que no hay que contar mucho con los intelectuales para la revolución —trató de arreglar las cosas Mayta, alzando la voz para hacerse oír en medio de la huaracha La negra Tomasa—. No en primer lugar, en todo caso. En primer lugar están los obreros, y, luego, los campesinos. Los intelectuales a la cola.

—¿Y Fidel Castro y esos del 26 de Julio que están en las montañas de Cuba no son intelectuales? —replicó Vallejos.

—Quizá lo sean —admitió Mayta—. Pero esa revolución todavía está verde. Y no es una revolución socialista, sino pequeño–burguesa. Dos cosas muy distintas.

El Alférez se lo quedó mirando, intrigado.

—Por lo menos, piensas en esas cosas —recuperó su aplomo y su sonrisa, entre cucharadas de sopa—. Por lo menos, a ti no te aburre hablar de la revolución.

—No, no me aburre —le sonrió Mayta—. Al contrario.

Él sí que no se «sensualizó» nunca, mi condiscípulo Mayta. De las vagas impresiones que me dejaban de él esas rápidas entrevistas que teníamos a lo largo de los años, una de las más rotundas que guardo es la frugalidad que emanaba de su persona, de su atuendo, de sus gestos. Hasta en su manera de sentarse en un café, de examinar el menú, de ordenar algo al mozo y aun de aceptar un cigarrillo, había en él algo ascético. Era eso lo que daba autoridad, una aureola respetable, a sus afirmaciones políticas, por delirantes que pudieran parecerme y por huérfano de adeptos que estuviera. La última vez que lo vi, semanas antes de la fiesta en que conoció a Vallejos, tenía ya más de cuarenta años y llevaba lo menos veinte militando. Por más que se hurgara en su vida, ni sus más encarnizados enemigos podían acusarlo de haberse aprovechado, en una sola ocasión, de la política. Por el contrario, lo más constante de su trayectoria era haber dado siempre, con una especie de intuición infalible, todos los pasos necesarios para que le fuera peor, para atraerse problemas y enredos. «Es un suicidario», me dijo de él, una vez, un amigo común. «No un suicida, sino un suicidario, repitió, alguien que le gusta matarse a poquitos.» La palabreja chisporrotea en mi cabeza, inesperada, pintoresca, como ese verbo reflexivo que estoy seguro de haberle escuchado aquella vez, en su diatriba contra los intelectuales.

—¿De qué te ríes?

—Del verbo sensualizarse. De dónde lo sacaste.

—A lo mejor acabo de inventarlo —sonrió Mayta—. Bueno, tal vez hay otro mejor. Ablandarse, claudicar. Pero, te das cuenta a qué me refiero. Pequeñas concesiones que minan la moral. Un viajecito, una beca, cualquier cosa que halague la vanidad. El imperialismo es maestro en esas trampas. Y el estalinismo también. Un obrero o un campesino no caen fácilmente. Los intelectuales se prenden de la mamadera apenas la tienen delante de la boca. Después, inventan teorías para justificar sus chanchullos.

Le dije que estaba poco menos que citando a Arthur Koestler, quien había dicho que «esos diestros imbéciles» eran capaces de predicar la neutralidad ante la peste bubónica, pues habían adquirido el arte diabólico de poder probar todo aquello que creían y de creer todo aquello que podían probar. Esperaba que me contestara que era el colmo citar a un conocido agente de la CÍA como el señor Koestler, pero, ante mi sorpresa, le oí decir:

—¿Koestler? Ah, sí. Nadie ha descrito mejor el terrorismo psicológico del estalinismo.

—Cuidado, por ese camino se llega a Washington y a la libre empresa —lo provoqué.

—Te equivocas —dijo él—. Por ese camino se llega a la revolución permanente y a León Davidovich. Trotski para los amigos.

—¿Y quién es Trotski? —dijo Vallejos.

—Un revolucionario —le aclaró Mayta—. Ya murió. Un gran pensador.

—¿Peruano? —insinuó tímidamente el Alférez.

—Ruso —dijo Mayta—. Murió en México.

—Basta de política o los boto —insistió Zoilita—. Ven, primo, no has bailado ni una. Ven, ven, sácame este valsecito.

—Bailen, bailen —pidió socorro Alci, desde los brazos de Pepote.

—¿Con quién? —dijo Vallejos—. He perdido a mi pareja.

—Conmigo —dijo Alicia, arrastrándolo.

Mayta se vio en el centro de la salita, tratando de seguir los compases de Lucy Smith, cuya letra Zoilita tarareaba con mucha gracia. Trató también de cantar, de sonreír, mientras sentía los músculos acalambrados y mucha vergüenza de que el Alférez viera lo mal que bailaba. La salita no debe haber cambiado gran cosa desde entonces; salvo el deterioro natural, éstos debían ser los muebles de aquella noche. No es difícil imaginarse el cuartito atestado de gente, humo, olor a cerveza, el sudor en los rostros, la música a todo volumen, e, incluso, descubrirlos haciendo un aparte en esa esquina, junto al florero de rosas de cera, sumidos en esa charla sobre el único tema importante para Mayta —la revolución— que los demoró hasta el amanecer. El paisaje exterior —caras, gestos, atuendos, utilería— está ahí, muy visible. No, en cambio, lo que pasó dentro de Mayta y del joven Alférez en el curso de esas horas. ¿Brotó una corriente de simpatía desde el primer momento entre ambos, una afinidad, la recíproca intuición de un denominador común? Hay amistades a primera vista, acaso más que amores. ¿O la relación entre ambos fue, desde el principio, exclusivamente política, una alianza de dos hombres empeñados en una causa común? En todo caso, aquí se conocieron y aquí comenzó para los dos —sin que, en el desorden de la fiesta, pudieran sospecharlo— el hecho más importante de sus vidas.

—Si escribe algo, no me mencione para nada —me ruega Doña Josefa Arrisueño—. O, por lo menos, cámbieme el nombre y, sobre todo, la dirección de la casa. Habrán pasado muchos años pero en este país nunca se sabe. Hasta lueguito.

—Espero que hasta lueguito —dijo Vallejos—. Sigamos conversando alguna otra vez. Tengo que agradecerte porque, la verdad, contigo he aprendido un montón de cosas.

—Hasta lueguito, señora —le doy la mano y le agradezco su paciencia.

Regreso a Barranco andando. Mientras cruzo Miraflores, insensiblemente, la fiesta se desvanece y me descubro evocando aquella huelga de hambre que hizo Mayta, cuando tenía catorce o quince años, para igualarse con los pobres. De toda la conversación con su tía–madrina, ese plato de sopa a mediodía y ese pedazo de pan en las noches que fueron su alimento por tres meses, es la imagen que prevalece: nítida, infantil, profética, borra todas las otras.

—Hasta lueguito —asintió Mayta—. Sí, claro, claro, ya seguiremos conversando.