"El Vuelo De La Reina" - читать интересную книгу автора (Martínez Tomás Eloy)

Diez

No le iba a ser tan fácil liberarse de la mujer. Al tenderse de nuevo en su catre monacal de la calle Reconquista, Camargo creyó que había exorcizado para siempre la traición y la ingratitud de Reina. Sin embargo, no conseguía relajarse. ¿Como, por un instante, había supuesto que era posible abandonar a un hombre como él? ¿Con qué derecho esa mierdica pretendía darle lecciones de desdicha? Se levantaba, iba al baño, volvía a examinar el glande, por si asomaba alguna mancha, y de tanto en tanto miraba por la ventana.

A veces, cuando ya no toleraba más la tensión de los últimos días, Camargo se acostaba y cerraba los ojos, confiando en que el cansancio iba a derrotarlo. La ansiedad era siempre más fuerte. Daba vueltas alrededor del telescopio Bushnell, resistiendo la tentación de mirar, pero al final cedía: lo que pasaba en la ventana de enfrente era un imán más poderoso que su desinterés por todo lo que no fuera él. ¿Y acaso lo que pasaba allí no era también él: su construcción, su decisión, su destino?

La indecisa luz de la madrugada empañaba las formas y no era fácil ajustar el lente. Por lo que se podía discernir, la mujer seguía durmiendo en una posición mortificante para sus vértebras: con el cuello ladeado, casi rozando un hombro, y la espalda curvada hacia arriba, como si hubiera tenido una almohada demasiado tiempo en el arco de la columna y alguien se la hubiera quitado. A la altura de las caderas, las sábanas estaban manchadas de sangre. Debió de suceder cuando a Momir se le reventaron unas ampollas de la ingle. No la he tratado mal, se había justificado. No la golpeé. Sólo le hice lo que usted me pidió, Gospodin Cro.

De vos, Camargo, no ha quedado ahí ninguna huella: estás seguro. Tal como en la noche de la filmación, también esta vez vaciaste los cartones de jugo en la pileta de la cocina, dejando que corriera el agua un largo rato, y metiste los envases vacíos en una bolsa que arrojaste luego en la calle. Ya nada se podía hacer para eliminar la sangre. Que la mujer imaginara lo que le diera la gana. No te importó tampoco que Momir usara las toallas del baño para limpiarse. ¿Quién podría identificar al vagabundo Witold Witkiewicz, ciudadano polaco que dentro de tres horas se embarcaría rumbo a Santiago de Chile, con el miserable que había asaltado a una periodista reconocida? Era improbable que la mujer denunciara el hecho a la policía. Ni siquiera podía estar segura de que la hubieran violado. No había visto a nadie. Quizás hasta se sintiera culpable. Había olvidado cerrar con traba la puerta del departamento y llamar a un cerrajero para que colocara un mecanismo de seguridad, tal como Sicardi le había aconsejado. Iría al médico: eso era previsible. Los análisis de sangre revelarían que estaba infectada. Cuando llegara ese momento, ¿cómo haría para contárselo al amante? Y él, ¿qué haría? Si Camargo estuviera en el lugar de ese hombre, oiría la historia con desconfianza. Era una idiotez tomar en serio a una mujer que se desnudaba delante de una ventana sin cortinas, exponiéndose a miradas intrusas, y que mecía el cuerpo de manera provocadora. ¿Se puede confiar en una mujer así?

Camargo apartó esos cálculos de su mente porque él estaba fuera de toda sospecha. Había visto varias veces una película de Elio Petri que se llamaba de manera parecida, Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto, en la que un policía fascista asesinaba a su amante y confundía a sus colegas con pistas falsas: una de esas obras maestras de la inteligencia criminal en la que los hechos se acomodan, casi por sí mismos, de un modo que permite imaginar a la víctima coma la única culpable. Pero el personaje, que en la película estaba encarnado por Gian Maria Volonté, carecía del refinamiento intelectual de Camargo y cometía errores fatales de arrogancia, tal vez porque representaba a un régimen autoritario y confiaba en su protección. Camargo, en cambio, se bastaba a sí mismo: estaba por encima de toda sospecha y también por encima de toda autoridad.

La mujer seguía respirando a ritmo normal. Tenía la boca más abierta que de costumbre, acaso porque faltaba el aire en el cuarto. De vez en cuando intentaba débiles cambios de posición, y eso tranquilizaba a Camargo. La había obligado a beber un vaso de agua antes de marcharse, sosteniéndole la cabeza con los guantes de látex que había usado todo el tiempo, y no se vetan signos de que hubiera vomitado. Sin duda iba a sonar muchas veces el teléfono durante la mañana, pero ella no tendría conciencia suficiente para oírlo. La llamaría Sicardi para reprenderla por no haber asistido a la reunión de editores, y luego la llamaría Maestro, pidiéndole que cubriera las dos nuevas renuncias que esa mañana habían sacudido el frágil árbol del gabinete. En vano, en vano. Pensarían que, ofendida por las recriminaciones de Sicardi, había decidido adelantar el viaje a Río.

También la llamaría la madre, se dijo Camargo, y al no encontrarla dejaría una lista de esas recomendaciones inútiles que ella le había permitido escuchar una vez: no salgas desabrigada -repetía eso, aunque fuera verano-, no te acostés tarde, ponete la cartera cruzada sobre el pecho porque vos andás sola en la calle por las noches, nena, y ya has visto qué inseguro se ha vuelto Buenos Aires. La llamaría el amante, extrañado de que no respondiera a sus emails. Y vos también, Camargo, sentías ansiedad por su voz, aunque sabías que no iba a contestar el teléfono: querías oír su mensaje grabado, sus instrucciones concisas. Pero y si la mujer moría? ¿Si, cuando la mujer muriera, rastreaban todas las llamadas?

A Camargo le asombró el cúmulo de horas que podía estar inmóvil ante el telescopio sin sentir el paso del tiempo. A veces se le acalambraban las piernas y le hormigueaban los dedos. Cambiaba de posición, sin apartar los ojos del lente, y persistía. Pensaba que, apenas descuidara la vigilancia de la mujer, ella dejaría de respirar. Más de una vez le había sucedido que, al poner su atención en una perro, en la calle o en el teatro, sentía que esa persona dependía de su mirada. Si por casualidad se distraía, a la persona le pasaba siempre algún desastre: se golpeaba la cabeza contra el marco de una puerta, o tropezaba y se caía, o era atropellada por un auto.

Ahora no podía dejar de mirar a la mujer ya no sólo porque deseaba que sobreviviera -si no sobrevivía, el castigo que le había infligido no serviría de nada-, sino porque la mujer y su atención se habían fundido hasta el punto que era difícil distinguir la una de lo otro: entre ambos se tendía un cordón umbilical del que tal vez dependiera toda la realidad. Si dejaba de mirarla, no sólo ella quedaría fuera del orden de las cosas, sino también lo que estaba alrededor y a lo mejor él mismo. Todo lo que se pierde en la vida es porque uno quiere perderlo o porque las cosas quieren perderse y separarse de uno. Para consolarnos, se nos ha enseñado que las pérdidas son involuntarias, pero nunca lo son. Buscamos en la realidad lo que ya se ha retirado de ella, pensó Camargo, y también buscamos lo que nunca podría estar. Sus ojos eran abejas obreras que, para seguir viviendo, debían alimentar sin detenerse a la reina de la colmena.

No quería que nada lo interrumpiera. Los celulares estaban apagados y sólo volvería a encenderlos a mediodía, cuando la ausencia de la mujer empezara a llamar la atención. La atmósfera de la calle, abajo, estaba saturada de personas desagradables, casi todas del sexo masculino, que se movían afanosas de un lado a otro y no pertenecían a ninguna parte: Camargo sintió que, si cualquiera de ellos se desvanecía en el aire, la vida de los demás no cambiaría en absoluto. Podían desaparecer todos, y la realidad, aun así, continuaría intacta, porque en aquel momento los dos únicos seres imprescindibles eran él y la mujer de enfrente, unidos por las ondas magnéticas de su mirada.

En el celular del diario se habían acumulado quince mensajes. Estaba seguro de que todas eran consultas de Enzo Maestro sobre el tratamiento que se debía dar a la crisis de gabinete. Cuando lo llamó, sin embargo, el tono de voz sombrío le hizo pensar en algo peor.

– ¿Por qué no contestabas? -dijo Maestro-. Llevamos horas buscándote por todas partes. Sicardi fue a San Isidro y la mucama dice que no has aparecido por ahí en toda la semana.

– Ya te avisé que no estaría a mano. ¿Nunca van a aprender en ese diario a equivocarse solos?

– No es el diario, Camargo. Es tu hija.

– Brenda ha vuelto a llamarte?

– Esta madrugada, a eso de las dos. Ángela murió a la medianoche. Brenda no te encontraba, no sabía qué hacer. Me dio la impresión de que estaba desesperada. Me preguntó si podrían enterrar a tu hija por la tarde, pero le advertí que no ibas a llegar a tiempo. Te esperan hasta mañana por la mañana. Sicardi te ha reservado ya el pasaje: salís esta noche y a las seis vas a estar en Chicago. Lo lamento, Camargo. Todos acá estamos desolados.

Se le cruzaron como una ráfaga las imágenes de Ángela. La había visto por última vez hacía ocho meses, ¿o ya nueve?, pero no lograba retener casi ningún recuerdo de ese día. podía representarse a sí mismo caminando por los pasillos interminables del aeropuerto O'Hare, en Chicago, y buscando el cuarto de hospital donde Ángela había vuelto a caer postrada, después de una fugaz ilusión de mejoría. Pero la memoria de la visita se le había evaporado. Ni siquiera había podido acariciar las manos de la enferma, inflamadas por las agujas de los sueros, pero a lo mejor la había besado en la frente. ¿Eso había sido todo? Era más fácil retener la imagen feliz de la infancia de Ángela, cuando se sentaban juntos al piano y él, Camargo, fingía que tocaba Para Elisa, aunque no tenía la menor idea de cómo hacerlo, sólo para que la hija lo apartara del teclado y lo corrigiera: «No, papá, así no. Fijate en mis dedos. Ves que no hay nada más fácil en el mundo?». Es más fácil morir que vivir, ¿no es cierto, Ángela?: es más seguro no nacer que existir. En la existencia hay siempre un recuerdo, por mínimo y fugaz que sea, y ese recuerdo siempre te convertirá en otro ser, en otra cosa. No hay forma de quitarse los recuerdos como quien se quita una camisa, y por eso jamás querés recordar nada, Camargo: para que los recuerdos no te modifiquen y te impidan ser quien sos. ¿Para qué quieren que vayas a ver el cuerpo muerto de tu hija? Ángela llevaba meses en la cama y debía de haber adelgazado mucho. «Apenas treinta y dos kilos, papá: parece un pajarito», re había dicho Diana. Si la recordabas así, exangüe, quedarlas atrapado por la fijeza invencible de esa imagen y todas las demás se borrarían. Cada vida deja un recuerdo, uno solo, y Camargo prefería conservar los que ya estaban en él, sin añadir uno nuevo que, además, podía ser terrible.

– Acaso he dado yo alguna orden de que me compren pasajes? -dijo-. Que Sicardi los devuelva va mismo.

– No vas a ir, entonces -admitió Maestro.

– No. voy a ir después, cuando todo haya pasado.

– Ahí, donde estás, te hace falta algo? -No. Quisiera hablar con Diana, pero voy a tropezar con Brenda.

– Yo puedo arreglar eso. Puedo decirle a

Brenda que tenés una crisis nerviosa y que el médico no te deja viajar. Puedo pedir que me pase a Diana y transferir la llamada a tu celular. ¿Estás de

acuerdo?

– Si. No sé. No estoy en condiciones de pensar ahora.

Hasta que la mujer no despertara no podía moverse de allí: ésa era su mayor tragedia. En el departamento guardaba botellas de whisky, queso y galletas, pero no tenia sed ni otro deseo que acercar la mirada al lente del telescopio y ver la respiración de la mujer: arriba, abajo, arriba, abajo. A veces notaba que las aletas de la nariz se le abrían un poco más, algo casi imperceptible que tal vez fuera un suspiro. Trataba de verificarlo observando el pecho, que también debía expandirse, pero atender a un movimiento le hacia perder el otro: eran transformaciones demasiado sutiles, que la distancia confundía. Todo el tiempo sentía la tentación de cruzar la calle y sentarse junto a la cama de la mujer, para poder concentrarse mejor en ella y darle un poco de agua de vez en cuando, pero no podía arriesgarse a que se despertara de golpe y, al verlo, se diera cuenta de todo. A la vez, tenía miedo de que, en el rápido tránsito de un departamento a otro, alguien lo reconociera. Si al menos hubiera podido averiguar cuánto duraba el efecto del fenobarbital, estaría más tranquilo. ¿No se le habría ido la mano? Quizá la mujer había entrado en un coma del que no saldría. De pronto, sintió terror. El no era un criminal. No había querido hacerle más daño del que se merecía Quizá debía buscar un teléfono público y hacer una denuncia anónima. Pero en ese caso, la mujer yaciendo entre manchas de sangre se convertía en un escándalo policial.

Poco después del mediodía, Maestro lo llamó para decirle que tardaban en dar con Diana. Los médicos le habían recomendado sedantes y ahora estaba dormida.

– Lamento agregarte un problema, Camargo. Remis volvió a faltar.

– Estará enculada. Le habrán molestado los reproches de Sicardi. Vos sabés cómo son las mujeres.

– No quiero meterme, pero ¿ha pasado algo entre ustedes dos? Yo hasta pensé que en algún momento se iban a casar.

– Dijiste que no querías meterte. Es lo mejor que podés hacer.

– Soy tu amigo, Camargo. Soy lo más parecido a un amigo que vos podes tener.

– ¿Qué me querés decir con eso?

– Que soy leal y no me callo lo que pienso. Estás exagerando con esa chica. Cometió un error, ya sé. Hizo que Fleet Air le pagara el viaje a Caracas. No es nada del otro mundo. Quería conseguir un documento y lo consiguió. No era para vendérselo a otro diario. Era para dárnoslo a nosotros. No la podemos echar por algo que se hace todos los días. ¿Querés que se la lleven los de El Heraldo? Antes de que ella les toque el timbre ya van a estar abriéndole la puerta.

– No volvás a joder con eso, Maestro, o te voy a arrancar la cabeza también a vos. Soy una persona de principios. ¿Alguna vez entendiste lo que quiere decir eso? No tolero la corrupción. No tolero la mentira. ¿Dónde está ahora esa mujer, decime? Cree que el diario es de ella. Hace lo que se le da la gana. Viaja a Caracas, viaja a Río, llama a Karachi, a Mozambique o a donde sea desde los teléfonos que yo pago. Y encima desaparece cuando quiere. Ya me cansé. En El Heraldo nadie la va a contratar, quedate tranquilo. Voy a ocuparme de eso personalmente.

Colgó con alivio. La vida le parecía recta y simple. Cuanto más hablaba, con la mirada fija en el cuerpo tenso y desnudo de la mujer, más firme le parecía su razón. Si hubiera podido contarle a Maestro los detalles de la historia, sin duda lo habría entendido. Pero también él estaba enredado en un tejido de apariencias y confusiones. Maestro no había sido testigo del principio de la relación, por ejemplo, de la época en que la mujer era nadie y él la había educado lentamente en un oficio donde todo la desorientaba: el misterio de los títulos, el cortejo de las fuentes, el minué de los adjetivos y de la sintaxis. No sabía distinguir el rumor de la verdad, Maestro: no sabía discernir cuál era la mejor de dos verdades que parecían decir lo mismo. Apenas Camargo le abrió los brazos, ella se le clavó como una hiedra. Le copió hasta la manera de respirar, anotaba en un cuaderno las ideas que él descartaba y las frases que dejaba por la mitad para desentrañar qué saberes diferencian a un periodista genial de un periodista del montón. A Camargo lo halagaba que lo oyeran, y hablaba, hablaba, sin darse cuenta de que, cuanto más conocimiento le cediera, menos lo iría necesitando ella.

La paseó por las calles de Steglitz, cerca de Berlin, donde Franz Kafka vivió los meses más felices de su vida junto a Dora Diamant, poco antes de morir. «He terminado la obra y me parece bien lograda», recitaba Camargo en alemán, repitiendo las primeras líneas del cuento que Kafka había escrito en el 2526 de la calle Heide, sobre una mesa junto a la estufa, bajo una lámpara de petróleo que arde maravillosamente. Kafka imaginaba que, al llegar a Berlin -eso era en setiembre de 1923-, se alejaba de idas fuerzas demoníacas)), cuando, en verdad, su movimiento era inverso: los demonios -o «el enemigas, como lo llamaba él-le habían tendido un cerco de galerías subterráneas y allí, en Berlin, se le acercaban, dibujando, ellos también, un laberinto gemelo al de su vida, coma se narra en ese penúltimo cuento, «La construcción»,. La mujer lo ola extasiada y luego, en los trenes en que recorrían Europa de un extremo a otro, leía los otros relatos que Kafka había esbozado antes del final, mientras Camargo recitaba en alemán, de memoria, el comienzo y el fin de «Josefina la cantante», que era el último y el más conmovedor de todos.

La llevó a Amherst, Massachusetts, para que viera la casa y el escritorio mínimo donde la solterona Emily Dickinson había escrito algunos de los mejores poemas del siglo XIX, aislada del mundo, en una comunidad que tenía poco más de cuatro mil habitantes, ¿te das cuenta, Reina?, mientras recitaba al entrar en la ruta 116, ya llegando a Amherst, algunos de los versos con los que esa mujer tímida, aquejada de nefritis, había cambiado para siempre el orden de los sentimientos: ¿Por qué apurarnos por qué, en verdad? /A cualquier lugar que vayamos / Nos molestará por igual / La inmortalidad

Una noche de primavera la invitó a comer en un restaurante de Picadilly junto a los novelistas ingleses con los que él, Camargo, había forjado una amistad laboriosa. Reunió a Kazuo Ishiguro, Martin Amis, Ian McEwan y Julian Barnes, luego de vencer el recelo que algunos de ellos sentían por sentarse en compañía de otros con los que llevaban años sin saludarse. Al término de una conversación animada, en la que Reina no abrió la boca, ella los acosó para que le dieran los teléfonos personales y las direcciones electrónicas, con un descaro que avergonzó al anfitrión.

Cogía como una diosa, era verdad, y lograba que Camargo creyera, al acostarse con ella, que su cuerpo se había vuelto joven e insuperable. A veces iba al baño después de las salvajes funciones de amor, en las que ella gemía sin cesar y, al observarse de reojo en el espejo, le parecía que el abdomen se le había endurecido y que la espalda cargada, que lo obligaba á caminar con la cabeza baja, como un viejo, volvía a estar erguida, en armonía con el cuello de toro. Ni siquiera en los momentos de éxtasis la mujer le decía que lo amaba. Emitía sonidos que denotaban placer, como «ya, ya», «así» o «mío, pero rara vez lo miraba. Sólo una noche, en San Isidro, había dejado caer la cabeza sobre su pecho y le había pedido que la acariciara.

– Camargo? -le dijo.

– Sí -contestó él, distraído.

– No sé por qué me cuesta tanto querer.

– Pero a mí me querés.

– Sí. Vos sos la única persona que quiero.

Pocos días después, ella viajó a la zona de despeje, en Colombia, y ya nada volvió a ser como antes. El estúpido al que se entregó con tanta ligereza, en la selva, hizo rápidos estragos en todo lo que Camargo había tardado años en enseñarle. Convirtió a Reina en una persona de moralidad desorientada: es decir, en una persona cuya única moral era el deseo del otro. Quería regresar al otro todo el tiempo, al punto que su centro de gravedad dejó de estar en ella misma y se situó allí donde al amante se le antojaba: en Temuco, en Caracas, en Río. Era capaz de cualquier extremo de humillación para estar cerca de él, y a Camargo le parecía que esas debilidades eran una ofensa al amor que le había profesado. Maestro jamás podría entender el tamaño de esa traición y la justicia con que Camargo se había desquitado. Si conociera apenas un soplo de esa historia, Maestro no la habría defendido. Nadie defiende a los que se quieren perder.

Ni siquiera recordaba que Diana debía llamarlo cuando sonó el teléfono a las siete de la tarde. La mujer seguía en la misma posición: sólo una vez había flexionado la pierna derecha, acercándola al abdomen. Apenas oyó la voz de Camargo, la hija soltó el llanto. él trataba de imaginar alguna frase de consuelo, pero no se le ocurría ninguna.

– Quisiera estar con vos ahora, papá-dijo Diana-. Quisiera estar allá y acá.

– No estés triste -dijo él.

– Ya no estoy triste. Después de todo lo que Ángela sufrió, el final fue casi un alivio.

– Tenés voz de mujer. Debés haber crecido mucho en estos días.

– Crecí. Entiendo por qué no pudiste venir. Entiendo codo.

– Gracias -dijo él-. Sos una gran chica. Sos la mejor hija que alguien puede tener.

– Sabés? Ahora…

Dejó de oír. El cuerpo de la mujer se estremeció y empezó a sacudirse, como si un golpe de mar estuviera agitándola por dentro. Tenía los ojos abiertos pero estaban extrañamente fijos en un punto situado atrás de ella misma. El ritmo de la respiración se aceleró. Agitaba los brazos para atraer el aire del cuarto, aunque tal vez ya no quedaba ninguno: tal vez el encierro había creado allí sólo desesperación y vacío. Logró inclinarse hacia un costado de la cama -justamente el costado opuesto a la ventana, inalcanzable a su mirada- y, por la brusquedad de los espasmos, Camargo supuso que estaba vomitando.

– Ángela, tengo que cortar -balbuceó.

– Qué estás diciendo, papá? Soy Diana, Diana. ¿Cuál de nosotras dos creés que ha muerto?

– No sé, hija, no sé. Vamos a hablar mañana, otro día.

La mujer volvió a vomitar y trató de levantarse pero no pudo. Ni siquiera parecía saber dónde estaba, y los tiempos debían de habérsele enredado, coma a él. El pasado se volvió presente o futuro, la realidad se estancó y ella, la mujer, sanará de la fiebre que ya no tiene, se cubrió de la sangre que todavía no ha visto, va en busca de agua: eso la desespera, la sed, la sed, pero el cuerpo no la obedece. Está privada de cuerpo, tal como vos querías, Camargo, no puede estar en sí misma ni tampoco en nadie. Sólo puede incorporarse ahora, prender la luz, y eso basta para que la energía perdida fluya otra vez en ella. Lo que ha visto la aterra, estás seguro, ¿pero cómo podría defenderse de un terror que ha sucedido ya, qué puede hacer? La ves caminar aferrada a las paredes, a los muebles, tambalearse. En cualquier momento se le aflojarán las rodillas y caerá de bruces. Y sin embargo sigue, sigue hacia la ventana. Ya no necesitás observarla a través del lente: la silueta se distingue con nitidez. Es una figura infernal. Vaya a saber cómo, parte del vómito le ha pringado el pelo. Una expresión de locura le destempla la mirada. Que la ventana se le resista la desquicia aún más. De todos modos, lucha con desesperación. Querrías llamarla por teléfono, Camargo. Es posible que, al descubrirse violada, con manchas de sangre y tal vez de mugre, se desconcierte y haga lo que no debe hacer. Pero va su destino se mueve solo. Detenerlo no está en tus manos. La ves golpear los puños contra los vidrios, forcejear con la falleba, llevarse las manos a la cabeza. Te parece que llora, pero esa mujer no llora: no le han quedado lágrimas ni entrañas y de nada le valdría llorar, porque tampoco le ha quedado porvenir. Se esfuerza, acaso apoya la rodilla contra la pared, hasta que por fin la ventana cede. Las dos hojas se abren de golpe y el aire frío de la noche la toma por sorpresa. Luego se asoma a la calle desierta, en la que se amontonan, acá y allá, bolsas de basura. Son ya las ocho y en toda la extensión de esa calle de bancos y casas de cambio hay un desamparo cruel, que la mujer no advierte. Se asoma a la ventana como puede, inclina el cuerpo y grita, con una ferocidad más poderosa que sus pulmones:

– ¡Ayúdenme, por favor! ¡Que alguien me ayude!

Nadie responde. Nadie pasa. Vos Tampoco vas a responder, Camargo. Vas a sentarte en el sillón, junto al telescopio, y vas a oírla gritar hasta que vuelva a desmayarse.


Maestro admite al fin que no se la puede seguir esperando. Cuando tampoco al día siguiente Reina se presenta a la reunión de editores, Camargo ordena que le envíen un telegrama de despido. Sicardi anota las instrucciones con una felicidad que es incapaz de disimular: nunca ha tolerado a Remis y le disgusta que se haya encaramado en tan poco tiempo sobre las rodillas del jefe. Esa mañana tiene la nariz en ruinas. Le han crecido nuevos forúnculos alrededor de las aletas y sobre los labios.

– ¿Esa mujer ha enviado alguna señal de vida desde Río? -pregunta Camargo-. Si acaso está en Río.

– Nada -informa Sicardi-. Ayer llamamos por teléfono a su casa cinco o seis veces, y en cada ocasión dejamos mensajes. El médico también fue, pero nadie contestaba. Ya es la tercera falta sin aviso que le hemos registrado.

– Proceda entonces, Sicardi. Y vuelva después de la reunión para que hablemos de los detalles del caso.

– Permita que nos ocupemos nosotros de todo, doctor -insiste Sicardi, solicito-. Cómo va a andar usted en esas minucias, con la tragedia que le ha ocurrido.

– No se preocupe por mí. Haga lo que le digo. El editor de Política está inquieto porque nadie logra encontrar el rastro del vicepresidente desde la noche de la renuncia. Ha desconectado los celulares, se niega a todos los pedidos de entrevistas y ni siquiera atiende a sus amigos íntimos cuando lo llaman. Camargo supone que oculta alguna información gravísima y que prefiere no hablar a mentir.

– Remis lo habría conseguido arriesga Maestro-. Estuvo al lado de él durante todo el día de la crisis.

– Y a lo mejor sigue ahí -apunta Camargo, socarrón-. A lo mejor va a vender todo lo que averigüe a la CNN. De esa chica se puede esperar cualquier cosa.

– Sos cruel -le replica Maestro-. Nos ha dejado plantados, es verdad. Pero ya nos dio lo que tenía que dar. Hay gente para la cual la profesión está después de las felicidades de la vida.

– Gente, no. Mujeres. Se creen por encima de los demás. Son las que han matado a Dios para quedarse con el lugar todavía caliente.

Camargo ocupa lo que aún queda de la mañana en llamar al jefe de redacción de El Heraldo y a los directores de los tres semanarios que sobreviven en Buenos Aires. Después de sortear los untuosos pésames por la muerte de Ángela, les informa que una de las redactoras principales de El Diario, Reina Remis, a quien todos ellos conocen, ha recibido sobornos de una línea aérea, quizá también de una cadena de hoteles, y ha manipulado información en beneficio de esas empresas. Se lo advertí más de una vez, dice Camargo con la voz contrita, y aun así reincidió. No he tenido otro remedio que despedirla. Estoy seguro de que tarde o temprano los va a llamar para pedirles trabajo. No creo que les convenga aceptarla, y a mí, para serles franco, me ofenderla que lo hicieran.

Uno de los directores, que se esmera en exhibir su insolencia, le sale al paso con sorna: ¿Reina Remis? Me extraña. Tenía entendido que ustedes eran una pareja. Eso es lo que agrava la felonía, responde Camargo. Fui generoso con ella. Le abrí un espacio que no merece. Así como ha traicionado a esta empresa va a traicionar a cualquier otra.

Ah, Sicardi. La misión que debe encomendarle ahora es vital. El jefe de personal lleva ya más de diez minutos de pie, en la antesala de su despacho. Las secretarias le han dicho que, al entrar en los salones de la dirección, Sicardi clava la mirada en el piso, como si le pesara la importancia de ser él mismo y no creyera en la bendición de trabajar allí, en un puesto de tanta confianza.

– Sicardi: voy a confiarle algo que no compartiría con nadie -le dice Camargo. El jefe de personal siente que esas palabras bastan para justificar su vida.

– Puede estar seguro de mí, doctor Camargo -responde, deslizándose sin querer hacia la primera persona-. Yo no soy Reina Remis.

– Ya sé eso. Quiero que esta conversación quede para siempre entre usted y yo.

– No tenga dudas.

– Siéntese, hombre. Así no es fácil hablar. -Le ruego que nos permita seguir de pie, doctor.

– Me han amenazado por teléfono, Sicardi. Imitaron la voz de Octavio, el director de El Heraldo, y cuando atendí, me dijeron: Si te metés con Remis sos boleta. Te puede pisar un auto o cuando toques tu televisor puede haber un cortocircuito.

– Deberíamos hacer la denuncia, doctor.

– Para qué? ¿Para que nos hagan perder tiempo? No, Sicardi. Lo mejor sería entrar en el correo electrónico de esa mujer, Remis, y saber con quién se escribe, qué dice de nosotros. Los que me amenazan están ahí.

– Entrar es fácil, doctor. Tenemos las contraseñas. Esa mujer usa dos servicios de Internet, el del diario y uno que ha contratado por su cuenta. Conozco los dos. Siempre hemos tomado precauciones.

– También sabe mi contraseña, Sicardi?

– No tenemos otro remedio, doctor. Podría suceder cualquier emergencia, Dios no lo permita.

– Déme los datos, entonces. Voy a revisar esos mensajes yo mismo.

– Le ruego que nos acepte una última sugerencia, doctor. En la oficina de personal tenemos un revólver Taurus calibre.38, sólo por precaución, para situaciones como la que usted acaba de explicarnos. El certificado de compra, el permiso a nombre de los ejecutivos de El Diario: todos esos requisitos están en orden. Acepte llevar el revólver con usted, por las dudas. Si lo hace, vamos a sentirnos más seguros.

– Gracias. Usted es un amigo.

Camargo le extiende la mano, seductor, sin medir lo que eso significa para Sicardi. Si se la hubiera dado para que la besara, el jefe de personal lo habría hecho sin vacilar. Pero estrechársela es para él algo inconcebible.

– Disculpe, doctor, que me retire así. Darle la mano es un honor que todavía no merezco.

– Dejesé de joder, hombre -dice Camargo.

Pero Sicardi inclina la cabeza y retrocede hacia la puerta sin volver la espalda.


Tal como Camargo ha previsto, Reina no recurre a la policía. A las seis de la mañana despierta a su madre y le pide que la auxilie.

– ¿A esta hora, hijita? -la oye decir, en tono de reproche-. Ya sabés que tu papá y yo nunca nos levantamos antes de las nueve.

– Te necesito, mamá. Jamás te pido nada.

– ¿Tan grave es que no podés esperar tres horas?

No había pensado hasta ahora que la soledad tiene un peso, un centro de gravedad, una tensión que empuja hacia el abismo. Está sintiéndola en su carne y no sabe cómo sacarla de allí. Podría llamar a Germán, pero ¿qué le diría? ¿Que alguien ha entrado en su casa por la noche, y ella no tiene conciencia de lo que ha sucedido? La han violado, está segura de eso, y le han manchado de sangre las sábanas, aunque no ha podido encontrarse ninguna herida, sólo un ardor atroz en el vientre. Germán pensará cómo un acto tan terrible no la ha despertado. No sé, le dirá ella, cal desmayada. La explicación es inverosímil. De codos modos, ¿cómo no va a llamado? Sabe que su teléfono, en Bogotá, está lejos del dormitorio, en el estudio, y que a esa hora sólo podría dejarle un mensaje. ¿Qué le digo?, se repite. Piensa en frases que no expliquen demasiado pero que, a la vez, transmitan su deseo imperativo de verlo, de refugiarse en sus brazos. El le ha prometido una y mil veces que volará a su lado cuando lo necesite. «Siempre», le ha dicho,,«siempre,». Reina sonríe cuando recuerda la extrañeza de sus adjetivos: «Qué berraco es el amor que siento por ti, muchacha, qué amor tan tenaz». ¿Por qué no usar, entonces, el mismo lenguaje? «Mi amor tenaz», le dice, apenas le abren paso los bips bips de la máquina, «¿podrías viajar ya mismo a Buenos Aires? Cuanto antes. Hoy, por favor: en el primer vuelo. No es un capricho, Germán. No es sólo porque me haces falta. Eres la única persona con la que cuento en el mundo y ha pasado algo terrible. Contéstame, contéstame. Voy a estar casi todo el día en casa, desde las diez o las once de la mañana. Te quiero».

No sabe qué debería hacer primero: si verificar cómo ha sido violentada la cerradura o llamar a un médico. Los hospitales se han convertido en antros de enfermedad, no de salud. Las salas de emergencia están colmadas de heridos, y a los que no han perdido la conciencia les van drenando lentamente toda la plata para comprar gasas, algodones, alcohol. Siempre falta algo, y las esperas nunca terminan.

Las cerrajerías están cerradas a esta hora. No le queda sino la alternativa de hablar, entonces, con su ginecólogo. Son las seis y media de la mañana, ya lo sabe. Las únicas voces que oye son las de contestadores que remiten a otro número, y a otro. Es imprudente llamado a su casa: el médico la atenderá de mal humor, pero nada le importa. Le pagará lo que sea necesario. Una de las pocas lecciones útiles de Camargo es que, cuando te azota el rayo de la enfermedad, tenés que usar todos tus ahorros para detenerla. Camargo, ah, ¿y silo llamara? ¿De qué le serviría? ¿Acaso no la ha golpeado, no ha convertido en un tormento sus últimos días en el diario? Tampoco Maestro es de fiar: Camargo y él son ruedas movidas por la misma polea de transmisión.

Responda, doctor, responda, suplica Reina, hasta que por fin alguien atiende. Se deshace en disculpas. No molestaría a esta hora si no se tratara de algo grave. ¿Cuán grave?, pregunta el médico, desconfiado. Me han violado en mi propia casa, ¿puede imaginar el terror que siento?

El hombre es escrupuloso; habla como si la voz tuviera el camisolín de cirugía puesto, los guantes antisépticos y un barbijo que le deforma el tono hasta el estreñimiento. Tal vez debamos informar el caso a la policía, le dice. ¿O ya lo ha hecho? Doctor, usted es la única persona en la que puedo confiar cuando tengo una emergencia como ésta. ¿Cómo me aconseja que vaya a la policía? ¿Vive en Buenos Aires o en Oslo? ¿Sabe qué le sucede a una mujer acá cuando se queja de lo que yo me estoy quejando? Ala policía no voy a ir. ¿Quiere atenderme usted o llamo a otra persona? Vaya al laboratorio Primus Inter Pares, responde el médico con naturalidad, como si la ira de los pacientes fuera su elemento. Voy a ordenar por teléfono que le hagan un análisis de sangre y un hisopo de líquido vaginal. No podremos saber hoy mismo si está infectada, pero en estos casos, hay que tomar todas las precauciones, señorita Remis. ¿Ha observado si tiene pediculosis? No, Reina no ha observado detalle alguno. Tampoco ha tocado casi el área sufriente: sólo lo ha hecho para examinar si está herida y para lavarse con una esponja. Ni siquiera sabe qué es pediculosis. Piojos, ladillas, aclara el médico. Dios mío, responde ella, déjeme ver. Si, algo hay acá, formas que se mueven. No se inquiete: son insectos parásitos, fáciles de eliminar. Después de los análisis vaya a mi consultorio. Voy a estar esperándola desde las nueve. Si quiere que evitemos a la policía, vamos a hacerlo, pero tal vez no sea lo más recomendable. Usted es una periodista, ha publicado en su diario denuncias graves. La agresión que ha sufrido se podría repetir.

Reina deja la conexión de Internet encendida, a la espera de un mensaje de Germán. A las siete y media suena el teléfono y corre hacia él, golpeándose una rodilla. Lo que oye la decepciona: es la madre, acosada por la culpa.

– Ya ves lo que has conseguido, Reina -le dice-. Desde que llamaste, tu papá y yo no hemos pegado un ojo. ¿Todavía te hace falta que vaya?

– No, mamá. Ya se ha resuelto el problema. Gracias.

– ¿Viste que no era para tanto?

– No, no era. Siento haberte despertado.

– Se puede saber lo que te pasó?

– Una idiotez, mamá. Una pelea en el trabajo.

– Si te vuelve a suceder, esperó un poco antes de llamar, Reina. Ya sabés que cuando tu padre y yo dormimos menos de diez horas quedamos hechos una ruina por el resto del día.

– Ya entendí, mamá. Te dije que lo siento.

– Para qué estar despierta, digo yo. Este mundo es sólo maldad y sufrimiento, sufrimiento y maldad.

El amanecer ha sido de hielo pero apenas se alza el sol el aire se calienta velozmente y nada parece igual a lo que era. Para Reina, el sol siempre es un anuncio de melancolía, no la señal de que las cosas empiezan y se abren a la vida sino al revés: la prueba de que en algún momento terminarán. Se viste con lentitud mientras espera, a cada instante, que suene el teléfono. Al moverse, le duelen la espalda, el cuello, las articulaciones, y no entiende por qué. El ardor en el pubis es comprensible, pero los demás estragos del cuerpo no tienen razón de ser: no ve indicios de golpes ni hematomas por ninguna parte. Cuando enciende la televisión, advierte que el día de hoy no es el que ha pensado. Ha perdido veinticuatro horas no sabe cómo, se ha hundido en un sueño maligno y quizá siga todavía en él, quizá no pueda ya salir de la viscosa oscuridad donde ha caldo. Oye zumbidos en un lugar de la memoria que no puede encontrar ni esquivar, como si una incesante colmena estuviera abriéndose dentro de ella, trabajada por miles de obreras infatigables. Es la simiente de alguna enfermedad que rehíla y crece, una feroz abeja reina que, cuanto más alto vuela, con más dolor muere.

Bebe agua y agua sin poder saciarse. Demora hasta las ocho y cuarto la salida al laboratorio de análisis, con la esperanza de que Germán se despierte y conteste a su llamado. ¡Qué tonta! No se ha dado cuenta de que en Bogotá es dos horas más temprano que en Buenos Aires y que Germán tal vez haya trabajado hasta el amanecer. Lo peor sería que estuviera de viaje, pero eso es imposible. Si Reina lleva bien las cuentas, al día siguiente van a encontrarse en Río y él no seguirla dos rumbos a la vez. A menos que se le haya adelantado y ya esté en Brasil, esperándola, pero en tal caso la había llamado por teléfono. El contestador no registra más llamadas que las de Sicardi, amonestándola por no haber ido a trabajar, y una advertencia cortés de Maestro: «Ay niña, niña, ¿dónde te has metido?».

Tanto el laboratorio como el ginecólogo le confirman lo que temía: el hombre que la atacó estaba infectado por una miríada de males venéreos. Antes de cuatro a seis semanas no le podrán decir si, además, era un HIV positivo. Lo usual es atacar la enfermedad antes de que aparezca. El médico prescribe una batería de antibióticos y, desde ahora mismo -insiste: ahora mismo-, Reina debe tomar el cóctel antiSIDA.

– Acaso usted sufra efectos secundarios desagradables -le advierte-: anemia, un poco de ansiedad, algo de fiebre.

– Tengo que viajar a Río esta misma noche -dice Reina.

– Ni se le ocurra. Por unos meses debe olvidarse de los viajes. Necesita alguien a su lado que la cuide. Lo que le ha ocurrido es serio.

– Una persona me está esperando en Rió, doctor. Ha viajado miles de kilómetros para verme.

– Si ha sido capaz de llegar hasta Rió podría también venir a Buenos Aires. Es muy posible que debamos repetir los análisis.

– Qué podría pasarme si viajara de todos modos?

– No sé, no puedo adivinar. Ha sufrido un ataque sexual de alguien que está muy enfermo, señorita Remis. Imagine cuáles pueden ser las consecuencias.

– ¿Cuánto tiempo va a durar esta historia? Si tiene suerte, pocos meses.

– Nunca tengo suerte. En ese caso, ¿cuánto?

– Quizá toda la vida.

Odia el departamento al que debe volver ahora. Odia las barandas cromadas de las escaleras, el ascensor silencioso, las paredes pintadas de blanco cadavérico, la asepsia, los espejos. Odia el desamparo de la calle que está debajo y la opresión de las noches en las que nada sucede, salvo la desdicha: podría estar en la intemperie de la llanura y todo sería menos impuro que ese núcleo de la ciudad en el que durante el día hay una vida virtual y, por las noches, la pesadez de la muerte verdadera. Pero ahora no puede marcharse. Tampoco tiene adónde ir. La madre le diría: ¿Cómo podes pensar así, con todo lo que hemos hecho para cuidarte y educarte? ¿Acaso nuestra casa no es tu casa? ¿Acaso ya no re gusta los domingos ir a Longchamps con tu padre y galopar en el alazán que alimentamos y lavamos sólo para que vos puedas montarlo? Imaginar el regreso a la casa familiar le infunde más miedo aún que la enfermedad o la miseria: dejaría de ser ella misma, retrocedería al estado de ninfa, al convento de la obediencia, a las reglas de la implacable hermana superiora. Sobre la lisura del cielo reinada un dios único y se apagaría la libertad de pensar en los mesías gemelos, en el mundo creado por un Principio Femenino y en la victoria final de los pobres sobre los poderosos. Sin libertad sólo habría resentimiento y desdicha, y ella no sería ella sino su madre. No. Es imperioso volver al departamento que odia porque allí, junto a la cama que quisiera destruir e incendiar, está el teléfono al que Germán va a llamarla, si acaso no la ha llamado ya.

La luz del contestador indica que no hay mensajes. Levanta el tubo para verificar si las líneas funcionan y marca, impaciente, el 113, donde una voz monótona solfea las respiraciones del tiempo: once horas, dieciséis minutos, cuarenta segundos. ¿Qué pasa? ¿No tendría Germán que haberse despertado? Deberla insistir. Hasta hace apenas dos días se comunicaban con fluidez, al primer intento. Una vez más, al otro lado, salta la máquina irritante. «Amor, amor», le dice. Siente un estremecimiento recóndito en la voz y suspira, para tranquilizarse. «Estoy en casa, esperando que me llames. No puedo viajar a Río. ¿Oíste bien? No puedo. Me harías feliz si, en cambio, nos encontráramos en Buenos Aires. Te necesito. Te quiero»

Apenas cuelga, llaman a la puerta. Qué raro. La soledad ha sido siempre tan perpetua en esa casa, tan regular, que el timbre la sobresalta. El único que la ha visitado, un par de veces, es Camargo. A través de la mirilla distingue a un mensajero de correos, con el clásico uniforme azul y el monograma amarillo. Todo lo que desconoce le parece ahora un presagio de muerte. No sólo le han contagiado venéreas hace dos noches: también una paranoia maligna, un instinto de fragilidad del que no sabe cómo esconderse.

– ¿Qué quiere? -pregunta.

– Traigo un telegrama -responde una voz franca, decente. Cómo adivinar si no es el violador que regresa.

– Pásemelo debajo de la puerta.

– Tiene que firmar.

– Páselo y, cuando lo vea, firmo.

No hay un solo cielo, y basta con que uno se desplome para que todos lo hagan a la vez. El telegrama, firmado por Sicardi, le comunica que El Diario prescinde de sus servicios a partir de la fecha conforme a los artículos tales y cuales. Si Reina entiende bien, la despiden por daños a la empresa y faltas reiteradas sin aviso, negándole todo derecho a una indemnización. Tendrá que vivir con las entrañas podridas, los brazos cruzados, el horizonte yermo. La han dejado sin nada pero, mientras tenga a Germán, lo tendrá todo. No va a pensar, como la madre, que lo mejor es no despertar porque el mundo es sufrimiento y maldad; maldad y sufrimiento. Se alzará contra el infortunio y volverá a ser ella misma, indestructible.

Entonces suena el teléfono.

– Cuál es la historia terrible que te ha pasado, amor? ¿De dónde sacas que no puedes viajar a Río?

Reina detesta cuando Germán adopta ese aire de frivolidad, sin dejarse rozar siquiera por la angustia de todo lo que ella le ha dicho ya. Lo detesta y además lo quiere.

– Más vale que no te lo cuente por teléfono. Te necesito, ya me has oído. ¿Cuántas veces tengo que decirte que te necesito?

– No seas infantil, Reina. Íbamos a vernos mañana por la mañana en Río, ¿es cierto? Tengo un trabajo ahí que no puedo dejar de hacer s tú también tenías una investigación pendiente. ¿Por qué vamos a cambiar de planes veinte horas antes?

– Germán: me han atacado. Acá, en mi propia casa.,Podés entender eso?

– Estás en tu casa, no en el hospital: eso es lo que entiendo. Si te robaron, ven a Río y compenso con amor todo lo que te hayan quitado. Además, no parece que el daño sea grave. Tu voz suena espléndida.

– Hablo en serio. Nunca he hablado más en serio en toda la vida. Estoy mal, Germán. No voy a viajar. No puedo.

La voz de él se endurece, veloz como un carámbano de montaña.

– Y yo no puedo cambiar de planes. Llevo dos meses detrás de esa entrevista. No me la van a postergar. Tampoco quiero que la posterguen.

– Hay siete u ocho vuelos diarios de Río a Buenos Aires. Son apenas dos horas de viaje. Podrías salir mañana por la noche y regresar temprano al día siguiente. ¿Eso disipa tus dudas?

– No, Reina. Tengo cuarenta años, y jamás, ¿oíste?, jamás he permitido que una mujer me manipule. Déjate ya de caprichitos, amor. Si lo que quieres es una noche romántica, Copacabana es mejor que La Boca. Y si prefieres no ir a Río, ya habrá una próxima vez. Siempre hay una.

– Soy una imbécil -dice ella, entre dientes.

– Yo no sería tan cruel contigo. A ver, aclara las cosas. Cuenta qué re ha pasado.

– Te quiero, Germán. Por eso. Te quiero sin preguntas y sin condiciones. Nada sería tan fácil como decirte lo que ha pasado, pero tenés que confiar en mí. Si te pido que vengas es porque tiene que ser así, ni más ni menos.

– Yo también te quiero, Reina, pero nunca he dependido de los deseos de nadie. Nunca, desde que me fui de mi casa a los diecinueve años.

– En este caso no es un deseo. Es una necesidad, una urgencia. O si querés que sea más clara, es una fatalidad.

– Pero soy yo el que decide. Y decido que no voy a ir a Buenos Aires. Si me quieres como has dicho, te espero mañana en Río. Y si no es así, ya nos cruzaremos en otra parte. Tenemos la vida entera por delante.

– La vida entera, decís.

– Sí. Mañana. Otro día.

– Mañana? Siempre me ha parecido ridícula esa palabra. Mañana es nunca.

Le sorprende, al cortar, que dentro de ella sólo haya vacío y cansancio: una planicie sin fin más allá de la cual se termina el mundo. Tiene el espíritu exhausto: eso que los mesías gemelos llamaban espíritu quizás ha llegado al límite, al precipicio donde todas las formas y todas las experiencias se niegan y se afirman. Dos negaciones bastan para construir una afirmación, escribió Nietzsche. Y tres negaciones, ¿qué construyen? ¿Qué fuerza puede derivar de un ser que ha sido violado, expulsado del trabajo y expulsado del amor en d viento de unas pocas horas?

Tiene la cara bañada en lágrimas pero qué importa: el temple, la fuente del fuego, nada de eso ha sido tocado por la desdicha. Toma el teléfono y, ahora sí, siente que empieza el día. Llamará al jefe de redacción de El Heraldo y al director del semanario Época. Alguna vez le han dicho que, cuando ella lo desee, le tenderán una alfombra dorada y le abrirán el paso para que escriba lo que quiera.

Nunca ha sido difícil domar a una mujer salvaje, se ha repetido Camargo durante toda la semana que sucedió a la violación. Shakespeare da una lección ejemplar del arte de la doma en una de sus comedias tempranas, representada en 1592 o tal vez antes, pero Camargo ha perfeccionado el método. En las representaciones de The Taming of the Shrew durante los siglos XVIII y XIX, el personaje de Petruccio se paseaba por el escenario con un látigo de varias puntas: el símbolo del amansador. Y Katherine, la mujer vencida, se complacía en defender las ferocidades disciplinarias del marido: Lo que me enoja más de toda lo que él me pide / es que lo hace bajo el nombre de amor perfecto. Para someter a Reina, Camargo no ha necesitado azotarla ni rendirla por hambre, como Petruccio a Katherine. Le ha bastado con enfrentarla a su fragilidad, a su pequeñez, a su insalvable dependencia del hombre que aún la ama.

Camargo ha seguido paso a paso la decepción que el editor bogotano provocó en la mujer. A juzgar por sus emails, ese hombre jamás la valoró ni la entendió. Uno de los enigmas que hacen más atractiva la naturaleza femenina de Reina es la tenacidad con que fue inventándose un amante ideal, al que confirió atributos que sólo estaban en su imaginación. O quizá -piensa Camargo-, lo que hizo fue adornarlo con la fuerza, el poder y el talento que eran propios de otro hombre de quién, sino del propio Camargo?-, tal como los evangelistas sinópticos hicieron con los mesías gemelos.

El editor, Germán, ha enviado a la mujer, desde Río, un email de inconcebible torpeza: «Si me quieres como dices, todavía estaré aquí dos días más, esperándote. ¿Cómo puedes olvidar tan rápido el amor eterno que me juraste en Temuco?,,. Quizás ella se ha explicado mal y no le ha contado el horror de la vejación. Si lo ha hecho, el editor es una bestia narcisista. Debería haber recurrido a él, a Camargo. Ala primera llamada habría corrido a su lado, sin vacilar. Pero la mujer no se ha dignado siquiera a contestar el telegrama de Sicardi: no se defiende, no discute la justicia de la expulsión. El orgullo la pierde, como de costumbre. El peor orgullo es el que se clava contra uno mismo, y Reina había usado una perversa destilación de ese veneno en su breve email de respuesta al editor: «El amor, por desgracia, no es eterno. Ya no me escribas.

Camargo ha acentuado su vigilancia, porque la mujer puede necesitarlo más que nunca. Pasa buena parte de las noches despierto, junto al telescopio Bushnell, a la espera del momento en que ella retome los hábitos del pasado. Por ahora, no se desviste con morosidad, ni regresa del baño envuelta en toallas, como sucedía antes. Pasa la mayor parte del día recostada, leyendo o mirando la televisión. El teléfono no suena, o al menos ella no lo atiende. Ha debido visitar tres veces al ginecólogo esa semana y, por lo que Sicardi ha conseguido averiguar, los medicamentos que toma están haciendo estragos en su cuerpo: la han hinchado, le provocan ataques de tos y le arruinan el pelo, que era brillante y esponjoso.

Desde hace días, Camargo ha prescindido del chofer que lo llevaba de un lado a otro. Ahora maneja él mismo los automóviles del diario, para disimular sus visitas a la calle Reconquista. En verdad, podría caminar las pocas cuadras que separan su despacho del departamento. Pero, yendo a pie, no podría darse cuenta de quién lo sigue.

El sábado, distraído, ha cruzado una de las esquinas más trajinadas de la calle Corrientes cuando el semáforo estaba en rojo. Un colectivo a toda velocidad golpeó su auto de costado y estuvo a punto de volcarlo. El vehículo quedó inútil pero él ha salido ileso. Es un signo de que la suerte sopla otra vez a su favor. El domingo al amanecer, cuando está ya por abandonar la vigilancia y cabecear un sueño ligero, advierte que la mujer, levantándose con inesperada agilidad, vuelve a vestir las ropas de montar: los breeches, las botas altas, la cazadora y el sombrero de fieltro. Antes de las siete, parte en un taxi con rumbo desconocido. Todo sucede tan rápido que Camargo no tiene tiempo de salir a la calle y seguirla en otro taxi. Lo consuela la novedad de que la mujer está regresando a sus costumbres. Ahora tiene la certeza de que las cosas volverán a ser como antes.

Es la primera vez en semanas que puede relajarse y conciliar el sueño. A eso de las cuatro de la tarde, cuando se despierta, lo invade una resolución inquebrantable: llamará a Reina por teléfono esa misma noche e intentará recuperarla. Va a ser difícil que lo rechace, porque no existe más el obstáculo que los separaba: el editor (leva casi cuatro días sin dar señales de vida y parece haber aceptado el fin de la relación. Además, ella no tiene nada que perder y él, sin embargo, estaría arriesgando mucho. Un hombre que no teme al escarnio ni al contagio es porque está por encima de todo, al di sopra di ogni sospetro. Vuela tan alto que nada puede mancharlo. Lleva en sí tanta luz que todo lo que toca se enciende y se salva.

Como sucedía en los domingos del pasado, la mujer regresa de su cabalgata ya muy tarde, a eso de las diez. La acompaña una pareja de viejos rústicos, tan en desarmonía con esa zona impersonal y solemne de la ciudad, que no saben qué actitud tomar después de haber estacionado una destartalada camioneta Ford ante el edificio de Reina. Durante tres a cuatro minutos permanecen en la cabina del vehículo, sin moverse. Tal vez discuten si visitar el departamento de la hija -Camargo no duda del parentesco: el parecido con la mujer es inequívoco- o regresar hacia Adrogué. Cada vez que mencionaba a los padres, Reina eludía entrar en detalles, y ahora Camargo entiende por qué: son idénticos a la hija y, También, demasiado diferentes, como si, al reproducirse, hubiera brotado de ellos una especie que desconocen. El hombre es calvo, de boca pequeña y barbilla pronunciada. La madre tiene los mismos movimientos ondulantes y, cuando se ríe, exhibe las encías con desparpajo. Desde lejos, parecen tener la dentadura estropeada, pero la precisión del telescopio no es tanta como para comprobarlo. De lo que Camargo está seguro es de que Reina se avergüenza de ellos: se la nota dividida entre instarlos a entrar y mostrarles la impersonalidad de su departamento, o dejarlos marcharse porque es demasiado tarde y han pasado todo el día juntos.

Eso es lo que sucede al fin. La mujer, al entrar en su dormitorio, repite algunos detalles del antiguo ritual: lucha con ahínco para desprenderse de las botas y se libera de las medias alzando las piernas, algo derechas para el gusto de Camargo y de tobillos demasiado gruesos, aunque adornados por una tenue mancha, un lunar que él se desespera por besar ahora mismo. También esta vez Reina se quita la blusa por arriba de la cabeza y explora el olor de las axilas. Quién sabe si se ha bañado antes de salir. Es posible que lo haya hecho durante una de las breves ráfagas de sueño a las que él sucumbió sin querer, pero aun así, después de un día entero de cabalgata, el perfume de los jabones se habrá disipado ya, permitiendo que regresen los humores de su piel. Una vez más, Camargo examina la cicatriz que la mujer tiene debajo del ombligo, sobre el nacimiento del vello, vestigio de una operación de apendicitis mal suturada en la niñez. La mujer es siempre elusiva cuando habla de su pasado, y respondió con hostilidad cuando Camargo se atrevió a preguntarle cuándo y con quién había perdido la virginidad o cuál era el recuerdo sexual más intenso de su vida.

Ahora la ve encender el televisor y decide llamarla, antes de que se interese en algún programa. Ella se incorpora en la cama, sorprendida de que el teléfono suene a esa hora, y después de un momento de indecisión, salta hacia el aparato. A lo mejor piensa que es el amante colombiano, ávido de perdón.

– Soy yo -dice Camargo.

– ¿Yo, quién?

– Hubo un tiempo en que no necesitabas hacer esa pregunta. Soy yo, el de siempre.

– Si sos el de siempre, ya habrás aprendido a dejarme en paz.

Está roja de cólera. Es la primera vez que Camargo ve la erupción de una cólera que ha tardado meses en fermentar. Pero no ha cortado la llamada: eso le basta. Quizás haya tocado algún flanco sensible del cuerpo de la mujer mientras tanteaba en la oscuridad.

– Si yo estuviera en paz, te dejaría en paz -dice Camargo-. Pero no puedo. No soporto la idea de que te hayas ido.

– Es patético. ¿Cómo que me fui? Me echaste.

– ¿Qué se podía hacer? Desaparecías. Faltaste más de tres días sin avisar. No te encontrábamos por ninguna parte.

– Estuve enferma. Pero no sé para qué te estoy dando explicaciones. Adiós.

– Un momento: no cortés. Podríamos volver a empezar, como si nada hubiera pasado.

– Sos vos el que está enfermo ahora. No entiendo cómo tenés todavía el coraje de llamar. Me dejaste sin trabajo. Hablaste con medio país para que me pusieran en las listas negras. Me golpeaste. Dios mío. No te deseo el mal. No te deseo nada. Sólo quiero que me dejés tranquila.

Ahora, sí, cuelga el tubo. Lo hace con fuerza, como si el golpe pudiera destruir su voz, su sombra, su recuerdo. ¿Qué habría hecho Petruccio si Katherine hubiera respondido con la insolencia de Reina? La habría encerrado, la habría dejado sin comer ni beber: la doma de la furia. Pero eso fue posible sólo porque Petruccio, seguro de sí, consintió en casarse con ella. Encontró un lazo para mantenerla atada a su yugo. El la ha dejado ir: ése fue un error de cálculo. Con la afrenta de Momir, la mujer ya habría tenido bastante. Te has pasado de revoluciones, Camargo. Deberías ofrecerle algo a lo que ella no se pueda negar. Volvés a llamarla, con la certeza de que no va a responder.

De todos modos, la ves incorporarse en la cama al oír el teléfono. El timbre enlaza, monótono, las dos ventanas. Por un momento, creés que va a taparse los oídos, porque sus manos se alzan, en un ademán de súplica o de advertencia. Luego, se cubre los pechos con las sábanas, como si presintiera que alguien la está observando. Su mensaje fluye, límpido, del contestador: «No estoy. Deje su número y la hora de su llamada».

– Reina -decís-. Queenie. Quiero empezar todo otra vez. Quiero casarme con vos. Es en serio. Quiero casarme. Por favor, contestá. Si no sé nada de vos, mañana voy a pasar por tu casa para saber qué pensás. O si no, paso dentro de dos días, de tres.

La postergación es un elemento esencial de la doma: dos días, tres. Ella esperará temblando el momento en que subas por el ascensor, des un par de pasos en el palier, te detengas ante la puerta, y golpees. Has recordado que, en un capítulo de Los siete locos sobre la humillación, Erdosain cuenta que su padre, cada vez que cometía una falta, lo mandaba a dormir diciéndole: «Mañana te pegaré La noche se le volvía interminable. Una claridad azulada entraba por los cristales. Cuando por fin el sueño lo rendía, llegaba el padre: «Vamos, ya es hora». Y obligándolo a ponerse de rodillas, le cruzaba las nalgas con latigazos crueles. Mañana, dentro de dos días. Así harás vos, Camargo. La llamarás y le repetirás: Mañana. Cuando por fin estés ante su puerta, Reina inclinará la cabeza y vos la pondrás de rodillas, sin permitirle que se levante nunca más.


Vamos, ya es hora, dice Camargo. Desde que ha llamado a Reina por teléfono, sólo puede pensar en la imagen de ella abriéndole la puerta y diciéndole: Volvamos a estar juncos. Hagamos de cuenta que nada ha sucedido. Dividir su inteligencia entre la mujer y el diario lo debilita. Ha caído una o dos veces en distracciones imperdonables. Jamás en el trabajo. Allí sólo está irritado y menos tolerante, pero su talento sigue intacto. Ha reescrito con pasión una crónica sobre el choque de dos avionetas en el cielo de Chacabuco, la ciudad de llanura que atravesó la noche en que iba al encuentro de Reina, en la Azotea de Carranza. Ha logrado que uno de sus periodistas entreviste a Vladimiro Montesinos, el monje negro del Perú, en el avión donde regresaba a Lima desde su exilio panameño. Cuando examina las ediciones de El Diario por la mañana, confirma cada día que ha derrotado a El Heraldo. No, no es allí donde su ingenio trastabilla. Es en el orden de las pequeñeces cotidianas: a veces se olvida de quién es la persona con la que debe almorzar cuando ya está camino del restaurante. Ha vuelto a inutilizar otro de los automóviles del diario: esta vez, por inadvertencia, lo ha dejado caer en un pozo de reparaciones eléctricas. El tren delantero se ha hecho pedazos. Lo desespera el deseo de regresar cuanto antes al departamento de la calle Reconquista. A cada rato examina el celular donde recibe las llamadas personales para verificar si hay algún mensaje de la mujer. Nada. Lo único que le ha deparado el lunes es la voz de Diana, para preguntarle cuándo volverá a verlo. En Navidad, le ha respondido. Antes de Navidad, hijita, te lo prometo.

Reina lleva una vida de inválida. No se baña, no despega la mirada del televisor y sólo se levanta para servirse un té, a veces con tostadas de queso. El miércoles por la mañana ha cumplido con una de las rutinarias visitas al ginecólogo. Aunque sale a la calle sin peinarse casi, el pelo recogido con una hebilla, y un vestido de algodón suelto, simple, se mueve con donaire, desafiando la hostilidad del mundo. Ah, no sabe cuánto pierde al privarse del amor de Camargo: él la tomaría por la cintura y, contándole historias felices, la haría olvidar sus tormentos. Ya todo ha pasado, Queenie, no sufras más. ¿Sentís cómo tu cuerpo está lavándose por dentro y tu sangre se rehace y el dolor se ha apagado tanto que ahora sólo requería una ceniza de dolor, una fatiga del dolor en la memoria? Caminarían juntos por la ciudad, llenos de dicha.

Al regresar del ginecólogo, la mujer examina las prendas que guarda en el armario. Contrariada, separa los breeches y los lleva a la tintorería: es la señal de que volverá a usarlos, quizás este domingo. Ya no tomará de sorpresa a Camargo. A las siete, él estará esperándola en otro de los automóviles del diario y la seguirá a donde sea. Por lo que Sicardi ha averiguado, su padre repara los vehículos del propietario de un haras, en Longchamps, y en compensación le permiten montar, los fines de semana, dos de los caballos más nobles de la colección: un alazán árabe tostado y un zaino negro.

Ese miércoles, el viaje protocolar del presidente a España y las noticias de Montesinos que siguen llegando desde Lima han obligado a Camargo a modificar dos veces la portada de El Diario. Puede concentrarse en más de una realidad a la vez, pero los acontecimientos que suceden fuera de él no le interesan porque se desplazan solos, sin necesidad de su control. Es verdad que, al narrarlos, los modifica. ¿Qué valor tiene eso? Les prestaría atención si también lo modificaran a él, pero nada en el mundo altera el hierro de su sustancia, nada lo obliga a ser lo que no quiere. Salvo la mujer: eso lo saca de quicio. En el orden de la historia, ella es mucho menos que una variación atmosférica, un color que se destiñe, el aleteo de una foca. Pero en el orden de su vida ocupa un espacio que lo asfixia y que no le permitirá ser él hasta que no lo reduzca a su verdadero tamaño de nada, lo confine en la playa más remota de sus pensamientos. Si la mujer acepta, se casará con ella: poseerla como un objeto, pintarla en la pared, lo dejará en paz. Y si se niega? Pero no hay razón alguna para que se niegue. Es una persona en ruinas y él le ofrece reconstruirla, rehacerla desde cero.

Tal vez Reina presiente que el mañana, el dentro de dos días con que la amenazó Camargo ha llegado esa noche, porque en vez del camisón y el chal de los que casi no se ha separado -salvo para las raras excursiones al médico, a la farmacia y al supermercado-, sigue con el vestido suelto de algodón. Su actitud es la de siempre: recostada en la cama, mantiene la vista hipnotizada en el televisor, pero al observarla por el telescopio, antes de cruzar la calle, Camargo descubre que el cuerpo se ha convertido en una trama de ansiedades: otra vez está royéndose con fiereza las uñas, se sujeta el pelo tan torpemente que, al más leve temblor de la cabeza -v la cabeza tiembla, los hombros sufren espasmos que parecieran de frío-, se le sueltan algunas mechas, obligándola a rehacer el peinado. También le ha despuntado un tic en el labio superior, cerca de las comisuras, que la envejece. Todos esos detalles estimulan a Camargo, indicándole hasta qué extremos ella se siente desamparada, cuánto le pesan la soledad y la inmovilidad. Ya la ha dejado caer tan bajo que ahora sólo podría agradecer cualquier esfuerzo que él haga para rescatarla.

A las diez, después de verla dejar en la cocina la taza de té que acaba de tomar, Camargo llama a la puerta.

– No voy a abrir -dice ella-. Sea quien sea, no pienso abrir.

– Acaso no oíste el mensaje que te dejé, Queenie? -se inquieta Camargo. Lo enfurece tener que hablar a los gritos, en la soledad del palier-. Te he pedido que nos casemos. Mañana mismo, si querés, vamos al registro civil y pedimos una fecha.

– Estás enfermo. Estás loco. Soy un ser humano,?podés entender eso? Tengo sentimientos, razón. No soy tu objeto.

– Queenie, sos vos la que no entiende. -No me llamés así. Soy Reina. Andate o voy a tener que denunciarte.

– Reina. Creo que has perdido el juicio. Te repito que quiero casarme con vos. Te dije que volvería a que me dieras una respuesta. Soy Camargo, no sé si te das cuenta. Soy Camargo y te ofrezco lo que ningún otro hombre re ofrece en el mundo. Ni siquiera tenés la delicadeza de abrir la puerta.

– Te oí, Camargo. Sé quién sos. No me enorgullece ni me alegra que quieras casarte conmigo. Estoy enamorada de otro hombre, ya te lo he dicho.

– ¿De quién vas a estar enamorada vos? No me hagás reír. Estás sola, Reina.

– Voy a llamar a la policía -dice ella.

– ¿Y todavía se te ocurre amenazarme, puta? ¿Estás enferma, engangrenada, puta, vengo a ofrecerte ayuda, y todo lo que me contestas es que vas a llamar a la policía?

– ¡Fuera! -la voz de ella suena desesperada pero también decidida. Si pudiera ver su expresión a través del telescopio, Dios mío, si pudiera verla.

– No te permito -dice él.

Está frenético ahora. Patea la puerta, la empuja con su energía de toro. La abriría con las llaves que le ha dado Sicardi, pero la mujer ha instalado una segunda cerradura. Nada le habría sido más fácil que conseguir una réplica, pero no ha prestado atención a ese detalle. ¿Debe preverlo todo, entrar con el ser entero en mil pensamientos simultáneos? Si la muralla que se le opone fuera el diario, Buenos Aires o la Argentina infinita, sabría cómo derribarla. Pero la mísera puerta de esa mujer es más infranqueable, más intolerable.

– ¡Fuera! -repite ella.