"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)26– Eso es imposible -dijo Kivrin-. No puede ser 1348. Pero de repente todo encajaba; la muerte del capellán de Imeyne, y que no tuvieran ningún criado, el hecho de que Eliwys no quisiera enviar a Gawyn a Oxford para averiguar quién era ella. «Hay mucha enfermedad allí», había dicho lady Yvolde, y la Peste Negra golpeó Oxford en la Navidad de 1348. – ¿Qué ha pasado? -exclamó, y su voz escapó al control-. ¿Qué ha pasado? Se suponía que debía ir a 1320. ¡1320! ¡El señor Dunworthy me dijo que no debería venir, que en Medieval no sabía lo que se llevaban entre manos, pero no han podido enviarme al año equivocado! -se detuvo-. ¡Tenéis que marcharos! ¡Es la Peste Negra! Todos la miraron tan asombrados que pensó que el intérprete había vuelto a hablar en inglés. – Es la Peste Negra -repitió-. ¡El mal azul! – No -dijo Eliwys en voz baja. – Lady Eliwys, debéis llevar a lady Imeyne y al padre Roche al salón. – No puede ser -murmuró ella, pero cogió a lady Imeyne por el brazo y la condujo fuera. Imeyne se abrazaba a su pócima como si fuera un relicario. Maisry corrió tras ellas, con las manos sobre las orejas. – Debéis salir también -le dijo Kivrin a Roche-. Yo me quedaré con el clérigo. – Poooor… -murmuró el clérigo desde la cama, y Roche se volvió a mirarlo. El clérigo luchaba por levantarse, y Roche se acercó a él. – ¡No! -exclamó Kivrin, y le agarró por la manga-. No os acerquéis -se interpuso entre el sacerdote y la cama-. La enfermedad del clérigo es contagiosa -dijo, esperando que el intérprete lo tradujera-. Infecciosa. Se propaga por las pulgas y… -se interrumpió, intentando describir la infección por vaporización-, por los humores y exhalaciones de los afectados. Es una enfermedad letal, que mata a casi todos lo que se acercan. Lo miró ansiosamente, preguntándose si había comprendido algo de lo que le había dicho, si podría comprenderlo. En el siglo XIV no se sabía nada de los gérmenes, ni cómo se propagaban las enfermedades. Los contemporáneos creían que la Peste Negra era un juicio de Dios. Pensaban que se propagaba por las brumas venenosas que flotaban por el campo, por la mirada de un muerto, por arte de magia. – Padre -llamó el clérigo, y Roche trató de acercarse a él, pero Kivrin se lo impidió. – No podemos dejarlo morir -objetó el sacerdote. Pero ellos sí lo han hecho, pensó Kivrin. Huyeron y lo han dejado allí. La gente abandonaba a sus propios hijos, y los médicos se negaban a acudir, y todos los sacerdotes huían. Se agachó y cogió una de las tiras de tela que lady Imeyne había rasgado para su pócima. – Cubrios la nariz y la boca con esto -dijo. Se la tendió y él la miró, frunciendo el ceño, y luego la dobló y se la llevó a la cara. – Atadla -indicó Kivrin, y cogió otra tira. La dobló en diagonal y se la colocó sobre la nariz y la boca como si fuera la máscara de un bandido, y se la ató por detrás-. Así. Roche obedeció y miró a Kivrin. Ella se hizo a un lado y el sacerdote se inclinó sobre el clérigo y le colocó la mano sobre el pecho. – No le toquéis más de lo necesario -advirtió ella. Contuvo la respiración mientras Roche lo examinaba, temiendo que se sobresaltara de nuevo y agarrara a Roche, pero el enfermo no se movió. De las bubas de la axila había empezado a manar sangre y un lento pus verdoso. Kivrin cogió a Roche por el brazo. – No le toquéis -dijo-. Debe de haberse reventado mientras luchábamos con él. Secó la sangre y el pus con una tercera tira de tela de Imeyne y vendó la herida con otra, sujetándola con fuerza al hombro. El clérigo no se quejó, y cuando ella le miró vio que estaba contemplando el techo, inmóvil. – ¿Está muerto? -preguntó. – No -dijo Roche. Le colocó de nuevo la mano sobre el pecho, y Kivrin comprobó que se alzaba y caía lentamente-. Debo traer los sacramentos -dijo a través de la máscara, y sus palabras resultaron casi tan confusas como las del clérigo. No, pensó Kivrin, presa de pánico otra vez. No vayas. ¿Y si se muere? ¿Y si vuelve a levantarse? Roche se incorporó. – No temáis. Volveré. Salió rápidamente, sin cerrar la puerta, y Kivrin se acercó a cerrarla. Oyó sonidos procedentes de abajo: las voces de Eliwys y Roche. Tendría que haberle dicho que no hablara con nadie. – Quiero ir con Kivrin -lloriqueó Agnes y Rosemund le contestó con furia, gritando por encima del llanto. – Se lo diré a Kivrin -la amenazó la niña pequeña, furiosa, y Kivrin empujó la puerta y la cerró por dentro. Agnes no debe entrar aquí, ni Rosemund, ni nadie. No deben quedar expuestos. No había cura para la Peste Negra. La única manera de protegerlos era impedir que la contrajeran. Intentó recordar frenéticamente lo que sabía acerca de la peste. La había estudiado en Siglo Catorce, y la doctora Ahrens habló sobre el tema cuando la vacunó. Había dos tipos distintos, no, tres: uno iba directamente a la sangre y mataba a la víctima en cuestión de horas. La peste bubónica se propagaba por las pulgas de las ratas, y ésa era la que producía las bubas. El otro tipo era neumónica, y no tenía bubas. La víctima tosía y vomitaba sangre, y ese tipo se propagaba por el aire y era sumamente contagiosa. Pero el clérigo tenía la peste bubónica, y ésa no era tan contagiosa. No se contagiaría por simple contacto: la pulga tenía que saltar de una persona a otra. Tuvo una vívida imagen del clérigo cayendo sobre Rosemund, arrastrándola al suelo. ¿Y si cae enferma?, pensó. No puede, no puede contraerla. No hay cura. El clérigo se agitó en la cama, y Kivrin se acercó a él. – Tengo sed -dijo, humedeciéndose los labios con la lengua hinchada. Kivrin le trajo un cuenco de agua, y él dio unos cuantos sorbos ansiosos, luego se atragantó y se la escupió encima. Kivrin retrocedió y se arrancó la máscara empapada. Es la bubónica, se dijo, frotándose frenéticamente el pecho. Este tipo no se contagia por la saliva. Además, no puedes contraer la peste, te han vacunado. Pero también había recibido las antivirales y su potenciación de leucocitos-T. Tampoco tendría que haber contraído el virus ni haber aterrizado en 1348. – ¿Qué ha pasado? -susurró. No podía ser el deslizamiento. Al señor Dunworthy le preocupó que no hicieran comprobaciones, pero incluso en el peor de los casos, el lanzamiento sólo se habría desviado unas semanas, no años. Algo tenía que haber fallado en la red. El señor Dunworthy dijo que Gilchrist no sabía qué estaba haciendo: algo había salido mal y ella había aparecido en 1348, ¿pero por qué no habían abortado el lanzamiento en cuanto advirtieron que la fecha estaba equivocada? Él señor Gilchrist tal vez no tuviera el sentido común necesario para sacarla de allí, pero Dunworthy sí. Ni siquiera quería que hiciera el salto. ¿Por qué no había vuelto a abrir la red? Porque yo no estaba allí, pensó. Habrían tardado al menos dos horas en conseguir el ajuste. Para entonces ya se había perdido en el bosque. Pero Dunworthy habría mantenido la red abierta. No la habría vuelto a cerrar y esperado al encuentro. La habría mantenido abierta para ella. Casi corrió a la puerta y levantó la barra. Tenía que encontrar a Gawyn. Tenía que obligarlo a decirle dónde estaba el lugar. El clérigo se incorporó y pasó la pierna desnuda por encima de la cama como si quisiera seguirla. – Ayudadme -murmuró, y trató de mover la otra pierna. – No puedo ayudaros -contestó ella, furiosa-. No pertenezco a este lugar -sacó la barra de sus huecos-. Debo encontrar a Gawyn. Pero en cuanto lo dijo, recordó que no estaba allí, que había ido a Courcy con el enviado del obispo y sir Bloet. Con el enviado del obispo, que tenía tanta prisa que por poco se lleva a Agnes por delante. Soltó la barra y se volvió hacia él. – ¿Tenían los otros la peste? -inquirió-. ¿La tenía el enviado del obispo? Recordó su cara gris y cómo tiritaba cuando se arrebujó en su capa. Los contagiaría a todos: a Bloet y su regañona hermana y las muchachas charlatanas. Y también a Gawyn. – Sabíais que estabais enfermo cuando llegasteis, ¿verdad? ¿Lo sabíais? El clérigo le tendió los brazos, como un niño. – Ayudadme -pidió, y cayó hacia atrás, con la cabeza y el hombro casi fuera de la cama. – No merecéis ninguna ayuda. Habéis traído la peste aquí. Llamaron a la puerta. – ¿Quién es? -preguntó, airada. – Roche -contestó él a través de la puerta, y Kivrin sintió una oleada de alivio, de alegría por su regreso, pero no se movió. Miró al clérigo, todavía tendido a medias en la cama. Tenía la boca abierta, y su lengua hinchada le ocupaba toda la boca. – Dejadme entrar. He de oír su confesión. Su confesión. – No -dijo Kivrin. Él volvió a llamar, esta vez con más fuerza. – No puedo dejaros entrar. Es contagioso. Podríais caer enfermo. – Está en peligro de muerte -insistió Roche-. Debe ser perdonado para poder entrar en el cielo. No va a ir al cielo, pensó Kivrin. Ha traído la peste. El clérigo abrió los ojos. Los tenía inflamados e inyectados en sangre, y había un leve rumor en su respiración. Se está muriendo, pensó ella. – Katherine -rogó Roche. Se está muriendo, y tan lejos de casa. Como yo. También había traído una enfermedad consigo, y si nadie había sucumbido a ella, no era porque ella se hubiera esforzado en evitarlo. Todos la habían ayudado: Eliwys, Imeyne y Roche. Podría haberlos contagiado a todos. Roche le había administrado los últimos sacramentos, le había sostenido la mano. Kivrin levantó amablemente la cabeza del clérigo y lo acomodó en la cama. Luego se dirigió a la puerta. – Os dejaré administrarle los últimos sacramentos -dijo, abriéndola una rendija-, pero primero he de hablaros. Roche se había puesto sus vestiduras y se había quitado la máscara. Llevaba el santo óleo y el viático en una cesta. Los depositó en el cofre al pie de la cama, sin dejar de observar al clérigo, cuya respiración se volvía cada vez más dificultosa. – He de oír su confesión. – ¡No! Primero debéis escucharme -Kivrin respiró hondo-. El clérigo tiene la peste bubónica -dijo, escuchando atentamente la traducción-. Es una enfermedad terrible. Casi todos los que la contraen mueren. Se propaga por las ratas y el aliento de los enfermos, y sus ropas y pertenencias. Le miró con ansiedad, deseando que comprendiera. Él también parecía ansioso, y no menos asombrado. – Es una enfermedad terrible. No es como el tifus o el cólera. Ya ha matado a centenares de miles de personas en Italia y Francia, a tantas que en algunos sitios no queda nadie para enterrar a los muertos. El sacerdote permaneció inexpresivo. – Habéis recordado quién sois y de dónde venís -dijo, y no era una pregunta. Cree que huía de la peste cuando Gawyn me encontró en el bosque, pensó ella. Si lo admito, pensará que he sido yo quien la ha traído. Pero no había nada acusador en su mirada, y tenía que hacerle comprender. – Sí -dijo, y esperó. – ¿Qué debemos hacer? – Tenéis que impedir que los demás entren en esta habitación, y decidles que se queden en la casa y que no dejen entrar a nadie. Advertid a los aldeanos que se queden también en sus casas, y si ven una rata muerta que no se acerquen a ella. No se celebrarán más fiestas ni bailes en el prado. Los aldeanos no deben acercarse a la mansión, al patio ni a la iglesia. No deben reunirse en ninguna parte. – Le pediré a lady Eliwys que mantenga a Agnes y Rosemund en casa, y les diré a los aldeanos que no salgan. El clérigo emitió un sonido estrangulado desde la cama, y los dos se volvieron a mirarlo. – ¿No podemos hacer nada para ayudar a los que ya tienen esta peste? -preguntó él, pronunciando torpemente la palabra. Kivrin había intentado recordar qué remedios usaban los contemporáneos. Llevaban ramilletes de flores y bebían esmeraldas en polvo y aplicaban sanguijuelas a las bubas, pero nada de eso servía, y la doctora Ahrens había dicho que no importaba con qué lo hubieran intentado, porque sólo los antimicrobiales como la tetraciclina o la estreptomicina habrían funcionado, y eso no se descubrió hasta el siglo XX. – Debemos darle líquido y mantenerlo caliente -dijo. Roche miró al clérigo. – Seguramente Dios le ayudará. No lo hará, pensó ella. No lo hizo. Media Europa. – Dios no puede ayudarnos contra la Peste Negra. Roche asintió y cogió el santo óleo. – Debéis poneros la máscara -señaló Kivrin, y se arrodilló para recoger el último trozo de tela. Se lo colocó a Roche sobre la nariz y la boca-. Llevadlo siempre cuando lo atendáis -dijo, esperando que Roche no advirtiera que ella no llevaba la suya. – ¿Es Dios quien nos ha enviado esto? -preguntó Roche. – No. No. – ¿El Diablo entonces? Era tentador decir que sí. La mayor parte de Europa creyó que el responsable de la Peste Negra era Satán. Y buscaron a los agentes del Diablo, torturaron a judíos y leprosos, lapidaron a ancianas, quemaron a niñas en la hoguera. – Nadie lo ha enviado -respondió Kivrin-. Es una enfermedad. No es culpa de nadie. Dios nos ayudaría si pudiera, pero… ¿Pero qué? ¿No puede oírnos? ¿Se ha marchado? ¿No existe? – No puede venir -terminó Kivrin mansamente. – ¿Y nosotros debemos actuar en Su nombre? -dijo Roche. – Sí. Roche se arrodilló ante la cama. Inclinó la cabeza sobre las manos y luego volvió a alzarla. – Sabía que Dios os había enviado entre nosotros por una buena causa. Ella también se arrodilló y cruzó las manos. – – No dejes que Roche la contraiga -murmuró Kivrin al grabador-. No dejes que Rosemund se ponga enferma. Que el clérigo muera antes de que alcance sus pulmones. La voz de Roche entonando los ritos era igual que cuando ella estuvo enferma, y esperó que reconfortara al clérigo como la había consolado a ella. No podía decirlo. El enfermo era incapaz de confesarse, y la unción pareció hacerle daño. Dio un respingo cuando el aceite le tocó las palmas y su respiración pareció hacerse más fuerte mientras Roche rezaba. El clérigo levantó la cabeza y lo miró. Sus brazos mostraban las diminutas magulladuras purpúreas que indicaban que las venas bajo la piel se estaban rompiendo, una por una. Roche se volvió y miró a Kivrin. – ¿Son estos los últimos días, el fin del mundo que los apóstoles de Dios predijeron? Sí, pensó Kivrin. – No -dijo-. No. Son sólo malos tiempos. Tiempos terribles, pero no todo el mundo morirá. Y vendrán tiempos maravillosos después de esto. El Renacimiento y la reforma de clases y la música. Tiempos maravillosos. Se inventarán nuevas medicinas, y la gente no tendrá que morir de esto ni de viruela o neumonía. Y todo el mundo tendrá comida suficiente, y sus casas serán cálidas incluso en invierno -pensó en Oxford, decorado para la Navidad, las calles y tiendas iluminadas-. Habrá luces por todas partes, y campanas que no habrá que tocar. Sus palabras habían calmado al clérigo. Su respiración se tranquilizó, y se quedó dormido. – Ahora debéis apartaros de él -ordenó Kivrin, y condujo a Roche a la ventana. Le acercó el cuenco-. Lavaos las manos siempre después de tocarlo. Apenas había agua en el cuenco. – Debemos lavar los cuencos y cucharas que usemos para darle de comer -prosiguió mientras él se lavaba las manazas-, y debemos quemar las ropas y vendas. La peste está en ellas. Roche se secó las manos en la falda de su sotana y bajó para decirle a Eliwys lo que tenía que hacer. Volvió con una pieza de lino y un cuenco de agua fresca. Kivrin rasgó el lino en tiras y se ató una sobre la nariz y la boca. El cuenco de agua no duró mucho. El clérigo despertó de su sueño y pidió de beber varias veces. Kivrin le sostuvo la copa, intentando mantener a Roche apartado de él cuanto fuera posible. Roche fue a decir vísperas y a tocar la campana. Kivrin cerró la puerta tras él y prestó atención a los sonidos de abajo, pero no oyó nada. Tal vez están dormidas, pensó, o enfermas. Pensó en Imeyne inclinada sobre el clérigo con su pócima, en Agnes de pie ante la cama, en Rosemund bajo él. Es demasiado tarde, pensó, caminando arriba y abajo junto a la cama, todos han quedado expuestos. ¿De cuánto era el período de incubación? ¿Dos semanas? Eso era el tiempo que tardaba la vacuna en hacer efecto. ¿Tres días? ¿Dos? No lo recordaba. ¿Y cuánto tiempo había sido contagioso el clérigo? Trató de recordar junto a quién se había sentado en el banquete de Navidad, con quién había hablado, pero Kivrin no le había prestado atención. Observaba a Gawyn. El único recuerdo claro que tenía era de que había agarrado la falda de Maisry. Fue a la puerta y la abrió. – ¡Maisry! -llamó. No obtuvo respuesta, pero eso no significaba nada. Maisry probablemente estaba dormida o escondida, y el clérigo tenía la peste bubónica, que se propagaba por las pulgas, no la neumónica. Era posible que no hubiera contagiado a nadie, pero en cuanto Roche regresó, lo dejó con el clérigo y llevó el brasero abajo para coger carbones calientes. Y para asegurarse de que todas seguían sanas. Rosemund y Eliwys estaban sentadas junto al fuego, con el bordado en el regazo, y lady Imeyne estaba junto a ellas, leyendo el Libro de las Horas. Agnes jugaba con su carrito, empujándolo de un lado a otro sobre las losas de piedra y hablándole. Maisry dormía en uno de los bancos cerca de la mesa, con la cara enfurruñada incluso en sueños. Agnes atropelló el pie de Imeyne con el carrito y la anciana la miró de mal talante. – Te quitaré el juguete si no sabes jugar tranquila, Agnes -la regañó, y lo brusco de su reprimenda, la sonrisita rápidamente reprimida de Rosemund, el sano tono sonrosado de sus caras a la luz del fuego resultaron inefablemente tranquilizadores para Kivrin. Era como cualquier otro día en la mansión. Eliwys no cosía. Cortaba el lino en largas tiras con las tijeras y miraba constantemente hacia la puerta. La voz de Imeyne, al leer el Libro de las Horas, tenía un tono de preocupación, y Rosemund, mientras rasgaba el lino, miraba ansiosamente a su madre. Eliwys se levantó y se dirigió a la puerta. Kivrin se preguntó si había oído llegar a alguien, pero un momento después volvió a su asiento y continuó su tarea con el lino. Kivrin bajó las escaleras en silencio, pero no lo suficiente. Agnes abandonó su carrito y se le acercó corriendo. – ¡Kivrin! -gritó, y se abalanzó hacia ella. – ¡Cuidado! -advirtió Kivrin, manteniéndola a raya con la mano libre-. Son carbones calientes. No estaban calientes, por supuesto. Si lo hubiesen estado, no habría bajado para cambiarlos por otros, pero Agnes retrocedió unos cuantos pasos. – ¿Por qué lleváis una máscara? ¿Me contaréis una historia? Eliwys se había levantado también, e incluso Imeyne se volvió a mirarla. – ¿Cómo está el clérigo del obispo? -preguntó Eliwys. En pleno tormento, quiso decir. – La fiebre le ha bajado un poco -respondió en cambio-. Todas debéis manteneros apartadas de mí. La infección podría estar en mi ropa. Las mujeres se levantaron, incluso Imeyne, que cerró el Libro de las Horas sobre su relicario, y se apartaron del hogar para observarla. El tronco de Navidad estaba todavía en el fuego. Kivrin usó su falda para quitar la tapa del brasero y arrojó los carbones grises al borde del hogar. Se levantó ceniza, y uno de los carbones golpeó el tronco, rebotó y rodó por el suelo. Agnes se echó a reír, y todas observaron cómo rodaba el carbón por el suelo hasta quedar bajo un banco, excepto Eliwys, que se había vuelto hacia la puerta. – ¿Ha regresado Gawyn con los caballos? -preguntó Kivrin, y entonces se arrepintió de haberlo hecho. Ya sabía la respuesta por la expresión forzada de Eliwys, y la pregunta hizo que Imeyne se volviera a mirarla fríamente. – No -contestó Eliwys sin volver la cabeza-. ¿Creéis que los otros miembros de la partida del obispo estaban también enfermos? Kivrin pensó en la tez grisácea del obispo, en la expresión abotargada del fraile. – No lo sé. – El tiempo empeora -observó Rosemund-. Tal vez Gawyn prefirió pasar allí la noche. Eliwys no respondió. Kivrin se arrodilló junto al fuego y agitó los carbones con el pesado atizador, sacando las ascuas a la superficie. Intentó pasarlas al brasero, usando el atizador, y luego renunció a ello y los recogió con la tapa del brasero. – Tú nos has traído esto -la acusó Imeyne. Kivrin levantó la cabeza. El corazón le latía con fuerza, pero Imeyne no se dirigía a ella. Miraba a Eliwys. – Son tus pecados los que nos han traído este castigo. Eliwys se volvió a mirar a Imeyne, y Kivrin esperó que en su rostro asomara la sorpresa o la furia, pero no fue así. Miraba a su suegra sin interés, como si su mente estuviera en otra parte. – El Señor castiga a los adúlteros y a toda su casa -manifestó Imeyne-, y ahora te castiga -agitó el Libro de las Horas delante de su cara-. Es tu pecado lo que ha traído la peste. – Fuisteis vos quien mandó llamar al obispo -adujo Eliwys fríamente-. No estabais contenta con el padre Roche. Fuisteis vos quien los trajo aquí, y a la peste con ellos. Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Imeyne permaneció en pie, envarada, como si hubiera recibido un golpe, y regresó al banco donde estaba sentada. Se puso de rodillas y sacó el relicario de su libro y se pasó la cadena por los dedos. – ¿Me contaréis una historia ahora? -le preguntó Agnes a Kivrin. Imeyne apoyó los codos en el banco y apretó la frente contra sus manos. – Contadme una historia de la doncella valiente. – Mañana. Te contaré una historia mañana -prometió Kivrin, y se llevó el brasero escaleras arriba. Al clérigo le había vuelto a subir la fiebre. Deliraba, gritando los versículos de la misa de difuntos como si fueran obscenidades. Pedía agua incesantemente, y Roche primero, y luego Kivrin, fueron al patio para traer más. Kivrin bajó de puntillas las escaleras, llevando el cubo y una vela. Esperaba que Agnes no la viera, pero todas estaban dormidas excepto lady Imeyne. Estaba de rodillas rezando, con la espalda recta e inmisericorde. Tú nos has traído esto. Kivrin salió al oscuro patio. Sonaban dos campanas, levemente descompasadas, y se preguntó si eran vísperas o si anunciaban un funeral. Había un cubo medio lleno de agua junto al pozo, pero lo vació y sacó agua fresca. Dejó el cubo junto a la puerta de la cocina y entró a buscar algo de comer. Las gruesas telas que usaban para cubrir la comida cuando la transportaban a la casa yacían en un extremo de la mesa. Recogió en una pan y un trozo de carne fría y la ató por las esquinas, y después recogió el resto y lo llevó todo escaleras arriba. Comieron sentados en el suelo delante del brasero y al primer bocado Kivrin se sintió reconfortada. El clérigo también parecía haber mejorado. Volvió a quedarse dormido, y luego lo asaltó un sudor frío. Kivrin lo lavó con uno de los burdos paños de cocina; él suspiró como si le sentara bien, y acabó durmiéndose. Cuando volvió a despertar, le había bajado la fiebre. Acercaron el cofre a la cama y colocaron una lámpara de sebo encima, y Roche y ella se sentaron junto al enfermo por turnos, y descansaron en el asiento de la ventana. Hacía demasiado frío para dormir, pero Kivrin se acurrucó contra el alféizar de piedra y echó una cabezada, y cada vez que despertaba el clérigo parecía algo más recuperado. Había leído en Historia de la Medicina que si se abrían las bubas a veces se salvaba al paciente. A él ya no le supuraba la herida y tampoco hacía ruido al respirar. Tal vez no moriría después de todo. Algunos historiadores pensaban que la Peste Negra no había matado a tanta gente como indicaban los registros. El señor Gilchrist opinaba que las estadísticas habían sido muy exageradas por el miedo y la ignorancia, e incluso si eran correctas, la peste no había matado a la mitad de cada aldea. Algunos lugares sólo tuvieron uno o dos casos. En algunas aldeas no había muerto nadie. Habían aislado al clérigo en cuanto comprendió qué enfermedad era, y ella había conseguido que Roche no se acercara demasiado. Habían tomado todas las precauciones posibles. Y no se había convertido en neumónica. Tal vez con eso bastaría, y lo habían detenido a tiempo. Tenía que decirle a Roche que cerrara la aldea, que impidiera que entrara nadie, y tal vez la peste pasaría de largo. Había sucedido. Aldeas enteras habían quedado intactas, y en algunas partes de Escocia la peste no llegó jamás. Debió de quedarse dormida. Cuando despertó, amanecía y Roche se había marchado. Miró hacia la cama. El clérigo yacía completamente inmóvil, con los ojos abiertos, y ella pensó ha muerto y Roche ha ido a cavar su tumba, pero vio que las mantas subían y bajaban sobre el pecho del enfermo. Le buscó el pulso. Era tan rápido y débil que apenas lo sintió. La campana empezó a sonar y Kivrin advirtió que Roche debía de haber ido a decir maitines. Se puso la máscara sobre la nariz y se inclinó sobre la cama. – Padre -dijo suavemente, pero él no dio ninguna muestra de oírla. Le puso la mano en la frente. La fiebre había vuelto a bajarle, pero el tacto de la piel no parecía normal. Estaba seca, como de papel, y las hemorragias de las piernas y brazos se habían oscurecido y extendido. Su lengua hinchada asomaba entre los dientes, horriblemente amoratada. Olía fatal, un hedor nauseabundo que ella percibía incluso a través de la máscara. Kivrin se subió al asiento de la ventana y desató el lino encerado. El aire fresco olía maravillosamente, fresco y penetrante, y se asomó al alféizar e inhaló profundamente. No había nadie en el patio, pero mientras se embebía del aire fresco y límpido, Roche apareció en la puerta de la cocina, con un cuenco humeante. Se dirigió a la puerta de la casa, y al hacerlo, apareció lady Eliwys. Le dijo algo a Roche, y él se dirigió a la dama y entonces se detuvo y se puso la máscara antes de responderle. Intenta mantenerse apartado de la gente por todos los medios, pensó Kivrin. Entró en la casa, y Eliwys se dirigió al pozo. Kivrin ató la tela a un lado de la ventana y buscó algo para agitar el aire. Se bajó del alféizar, cogió uno de los trapos que había traído de la cocina y se subió de nuevo. Eliwys estaba todavía junto al pozo, llenando el cubo. Se detuvo, agarrada a la cuerda, y se volvió a mirar hacia el portón. Gawyn estaba entrando, llevaba a su caballo de la brida. Se detuvo al verla; Gringolet chocó con él y sacudió la cabeza, molesto. La expresión de Gawyn era la misma de siempre, llena de esperanza y anhelo, y Kivrin sintió un arrebato de furia porque no había cambiado, ni siquiera ahora. No lo sabe, pensó. Acaba de regresar de Courcy. Sintió piedad por él, de que tuviera que enterarse, de que Eliwys debiera decírselo. Eliwys subió el cubo hasta el borde del pozo y Gawyn dio un paso más hacia ella, sujetando la brida de Gringolet, y entonces se detuvo. Lo sabe, pensó Kivrin. Sí que lo sabe. El enviado del obispo ha caído, y él ha vuelto a casa para advertirlas. De pronto se dio cuenta de que no había traído los caballos consigo. El fraile tiene la peste, y los demás han huido. Vio cómo Eliwys colocaba el pesado cubo en el borde de piedra del pozo, sin moverse. Gawyn haría cualquier cosa por ella, pensó Kivrin, cualquier cosa, la rescataría de un centenar de asesinos en el bosque, pero no puede salvarla de esto. Gringolet, por llegar al establo, sacudió la cabeza. Gawyn le acarició el hocico para tranquilizarlo, pero era demasiado tarde. Eliwys ya lo había visto. Soltó el cubo, que aterrizó con un golpe que incluso Kivrin oyó, y se arrojó en sus brazos. Kivrin se llevó la mano a la boca. Llamaron a la puerta. Kivrin fue a abrirla. Era Agnes. – ¿No me contaréis una historia ahora? -dijo. Estaba muy desaliñada. Nadie la había peinado desde el día anterior. El cabello le asomaba por debajo de la gorrita de lino, y era evidente que había dormido junto al hogar. Llevaba una mancha de ceniza en una manga. Kivrin resistió la urgencia de limpiarla. – No puedes entrar -advirtió, manteniendo la puerta apenas entreabierta-. Te pondrías enferma. – No hay nadie para jugar conmigo. Madre ha salido y Rosemund todavía duerme. – Tu madre sólo ha ido a buscar agua. ¿Dónde está tu abuela? – Rezando -extendió la mano hacia su falda, y Kivrin se apartó. – No me toques -ordenó bruscamente. Agnes hizo un puchero. – ¿Por qué estáis enfadada conmigo? – No estoy enfadada contigo -dijo Kivrin, con más amabilidad-. Pero no puedes entrar. El clérigo está muy enfermo, y todos los que se acerquen a él pueden… -no había ninguna posibilidad de explicar el contagio a Agnes-…pueden enferman también. – ¿Morirá? -preguntó Agnes, intentando asomarse a la puerta. – Creo que sí. – ¿Y vos? – No -contestó, y advirtió que ya no estaba asustada-. Rosemund despertará pronto. Pídele a ella que te cuente una historia. – ¿Morirá el padre Roche? – No. Ve y juega con tu carrito hasta que despierte Rosemund. – ¿Me contaréis una historia cuando se muera el clérigo? – Sí. Vete abajo. Agnes bajó tres escalones de mala gana, agarrándose a la pared. – ¿Moriremos todos? -preguntó. – No -respondió Kivrin. No si puedo evitarlo. Cerró la puerta y se apoyó contra ella. El clérigo continuaba inconsciente, todo su ser volcado hacia el interior en una batalla con un enemigo completamente desconocido para su sistema inmunológico, y contra el que no tenía defensas. Volvieron a llamar a la puerta. – Vete abajo, Agnes -dijo Kivrin, pero era Roche, con el cuenco de comida que había cogido en la cocina y un puñado de ascuas. Las echó al brasero y se arrodilló para soplarlas. Le tendió el cuenco a Kivrin. Estaba tibio y olía fatal. Se preguntó qué le había puesto para bajar la fiebre. Roche se levantó y cogió el cuenco, y trataron de darle de comer al clérigo, pero el guiso le resbalaba por la lengua hinchada y por las comisuras de la boca. Alguien llamó a la puerta. – Agnes, te he dicho que no puedes entrar aquí -espetó Kivrin impaciente, tratando de limpiar las mantas. – Abuela me envía para deciros que vayáis. – ¿Está enferma lady Imeyne? -preguntó Roche. Se dirigió a la puerta. – No. Es Rosemund. El corazón de Kivrin empezó a latir desbocado. Roche abrió la puerta, pero Agnes no entró. Se quedó en el rellano, mirándole la máscara. – ¿Está enferma Rosemund? -preguntó Roche con ansiedad. – Se ha caído. Kivrin bajó corriendo las escaleras. Rosemund estaba sentada en uno de los bancos junto al hogar, y lady Imeyne le hacía compañía. – ¿Qué ha pasado? -demandó Kivrin. – Me he caído -dijo Rosemund, atónita-. Me he hecho daño en el brazo -lo mostró. Tenía el codo extrañamente doblado. Lady Imeyne murmuró algo. – ¿Qué? -dijo Kivrin, y advirtió que la anciana estaba rezando. Buscó a Eliwys. No estaba allí. Sólo Maisry se agazapaba aterrada junto a la mesa, y Kivrin pensó que a lo mejor Rosemund había tropezado con ella. – ¿Tropezaste con algo? -preguntó. – No -contestó Rosemund, todavía aturdida-. Me duele la cabeza. – ¿Te diste un golpe? – No -se subió la manga-. Me golpeé el codo con las piedras. Kivrin le subió la manga hasta el codo. Tenía una magulladura, pero no había sangre. Se preguntó si se lo habría roto. Lo sujetaba en un ángulo extraño. – ¿Duele? -preguntó, moviéndolo con suavidad. – No. Dobló el brazo. – ¿Y esto? – No. – ¿Puedes mover los dedos? Rosemund los movió uno por uno, con el brazo todavía torcido. Kivrin frunció el ceño, asombrada. Podía ser una luxación, pero no creía que pudiera moverlo tan fácilmente. – Lady Imeyne, ¿podéis llamar al padre Roche? – No será de ninguna ayuda -despreció Imeyne, pero se encaminó hacia las escaleras. – No creo que esté roto -le dijo Kivrin a Rosemund. La niña bajó el brazo, jadeó, y volvió a subirlo. El color desapareció de su rostro y unas perlas de sudor aparecieron en el labio superior. Tiene que estar roto, pensó Kivrin, e intentó cogerlo de nuevo. Rosemund lo retiró y, antes de que Kivrin se diera cuenta de lo que sucedía, se cayó al suelo. Esta vez se dio en la cabeza. Kivrin la oyó golpear la piedra. Se arrodilló junto a ella. – Rosemund, Rosemund. ¿Me oyes? Ella no se movió. Había movido el brazo herido al caer, como para protegerse, y cuando Kivrin se lo tocó, la jovencita dio un respingo, pero no abrió los ojos. Kivrin buscó a Imeyne, pero la anciana no estaba en las escaleras. Rosemund abrió los ojos. – No me dejéis -sollozó. – Debo traer ayuda. Rosemund sacudió la cabeza. – ¡Padre Roche! -llamó Kivrin, aunque sabía que no la oiría a través de la pesada puerta. Lady Eliwys entró en ese momento y corrió hacia ellas. – ¿Tiene el mal azul? No. – Se ha caído -dijo Kivrin. Puso la mano sobre el brazo extendido y desnudo de Rosemund. Lo tenía caliente. Rosemund había vuelto a cerrar los ojos y respiraba despacio, regularmente, como si se hubiera quedado dormida. Kivrin le subió la pesada manga hasta el hombro. Le alzó el brazo para examinar la axila, y Rosemund trató de retirarlo, pero Kivrin la sujetó con fuerza. No le pareció tan grande como la del clérigo, pero era de un color rojo intenso y ya estaba dura al contacto. No, pensó Kivrin. No. Rosemund gimió y trató de retirar el brazo, y Kivrin lo soltó amablemente, arreglando la manga. – ¿Qué ha pasado? -preguntó Agnes desde las escaleras-. ¿Está Rosemund enferma? No puedo dejar que pase esto, pensó Kivrin. Tengo que conseguir ayuda. Todos han quedado expuestos, incluso Agnes, y aquí no hay nada para ayudarlos. Las antimicrobiales no se descubrirán hasta dentro de seiscientos años. – Tus pecados han provocado esto -acusó Imeyne. Kivrin alzó la cabeza. Eliwys miraba a Imeyne, pero parecía ausente, como si no la hubiera oído. – Tus pecados y los de Gawyn. – Gawyn -dijo Kivrin. Él podía enseñarle dónde estaba el lugar de encuentro, y entonces iría a buscar ayuda. La doctora Ahrens sabría qué hacer. Y también el señor Dunworthy. La doctora Ahrens le daría vacunas y estreptomicina para que las trajera-. ¿Dónde está Gawyn? Eliwys la miraba ahora, el rostro lleno de ansia, lleno de esperanza. El nombre de Gawyn por fin la ha hecho reaccionar, pensó Kivrin. – Gawyn. ¿Dónde está? – Se ha ido -dijo Eliwys. – ¿Adónde? Debo hablar con él. Tenemos que ir a buscar ayuda. – No hay ninguna ayuda -replicó lady Imeyne. Se arrodilló junto a Rosemund y cruzó las manos-. Es el castigo de Dios. Kivrin se levantó. – ¿Adónde ha ido? – A Bath -dijo Eliwys-. A buscar a mi esposo. He decidido que lo mejor es anotar todo esto. El señor Gilchrist dijo que con la apertura de Medieval esperaba obtener información de primera mano acerca de la Peste Negra, y supongo que de esto se trata. El primer caso fue el clérigo que vino con el enviado del obispo. No sé si al llegar estaba ya enfermo. Tal vez sí, y por eso vinieron aquí en vez de ir a Oxford, para deshacerse de él antes de que los contagiara. Estaba decididamente enfermo la mañana de Navidad cuando se fueron, lo cual significa que la noche antes, cuando entró en contacto con al menos la mitad de la aldea, ya era contagioso. Ha transmitido la enfermedad a la hija de lord Guillaume, Rosemund, que cayó enferma el… ¿veintiséis? He perdido el sentido del tiempo. Los dos muestran las típicas bubas. La del clérigo se ha reventado y supura. La de Rosemund es dura y crece. Es casi del tamaño de una castaña. La zona de alrededor está inflamada. Los dos tienen fiebres altas y deliran intermitentemente. El padre Roche y yo los hemos aislado en la habitación y le hemos dicho a todos que se queden en sus casas y eviten contactar con los demás, pero me temo que es demasiado tarde. Casi todos los de la aldea estuvieron en el banquete de Navidad, y toda la familia estuvo aquí dentro con el clérigo. Ojalá supiera si la enfermedad es contagiosa antes de que aparezcan los síntomas y de cuánto es el período de incubación. Sé que la peste tiene tres formas: bubónica, neumónica y septicémica, y sé que la forma neumónica es la más contagiosa, ya que puede transmitirse por la tos o la respiración y por el contacto. El clérigo y Rosemund parecen tener la bubónica. Estoy tan asustada que apenas puedo pensar. Me abruma. Me controlo durante un rato, y de repente el temor me domina y tengo que agarrarme al marco de la puerta para no salir corriendo de la habitación, de la casa, de la aldea, para alejarme de todo. Sé que he recibido vacunación contra la peste, pero también recibí la potenciación de leucocitos-T y las antivirales, y pillé no sé qué, y cada vez que el clérigo me toca, doy un respingo. El padre Roche olvida constantemente ponerse la máscara, y tengo miedo de que se ponga enfermo, o Agnes. Y temo que el clérigo se muera. Y Agnes. Y tengo miedo de que alguien de la aldea contraiga la peste neumónica, y de que Gawyn no regrese, y de no poder localizar el lugar de recogida antes del encuentro. (Pausa) Estoy un poco más calmada. Parece que el hablar con usted me ayuda, aunque no pueda oírme. Rosemund es joven y fuerte. Y la peste no mató a todo el mundo. En algunas aldeas no murió nadie. |
||
|