"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)25– Eso es imposible -jadeó Dunworthy. – ¿1348? -preguntó Mary, incrédula-. Pero qué dices. Ése es el año de la Peste Negra. No puede estar en 1348, pensó Dunworthy. Andrews aseguró que el deslizamiento máximo era sólo de cinco años, y Badri confirmó las coordenadas de Puhalski. – ¿1348? -repitió Mary. Dunworthy la vio mirar las pantallas tras Badri, como si esperara que estuviese delirando-. ¿Está seguro? Badri asintió. – Supe que algo fallaba en cuanto vi el deslizamiento… -parecía tan asombrado como Mary. – No pudo producirse un deslizamiento tan importante como para que esté en 1348 -intervino Dunworthy-. Le pedí a Andrews que comprobara los parámetros. Dijo que el deslizamiento máximo era sólo de cinco años. Badri sacudió la cabeza. – No fue el deslizamiento. Eso fue sólo de cuatro horas. Era demasiado pequeño. El deslizamiento mínimo de un lanzamiento tan lejano al pasado tendría que haber sido al menos de cuarenta y ocho horas. El deslizamiento no había sido demasiado grande, sino demasiado pequeño. No le pregunté a Andrews cuál era el deslizamiento mínimo, sólo el máximo. – No sé qué sucedió -prosiguió Badri-. Me dolía muchísimo la cabeza. Todo el tiempo que estuve atendiendo la red, me dolió la cabeza. – Era el virus -asintió Mary. Parecía aturdida-. Los primeros síntomas son dolor de cabeza y desorientación -se hundió en la silla que había junto a la cama-. 1348. 1348. Dunworthy no podía creerlo. Le había preocupado que Kivrin contrajera el virus, que se hubiera producido demasiado deslizamiento, y desde el principio la pobre había estado en 1348. La plaga alcanzó Oxford en 1348. En Navidad. – En cuanto vi lo pequeño que era el deslizamiento, comprendí que algo fallaba -murmuró Badri-, así que calculé las coordenadas… – Dijiste que habías comprobado las coordenadas de Puhalski -le acusó Dunworthy. – Era sólo un estudiante de primer curso. Nunca había hecho ni siquiera un remoto. Y Gilchrist no tenía la menor idea de lo que tenía entre manos. Intenté decírselo. ¿No estuvo Kivrin en el encuentro? -miró a Dunworthy-. ¿Por qué no la sacaron de allí? – No lo sabíamos -dijo Mary, todavía aturdida-. Usted no logró decirnos nada. Deliraba. – La plaga mató a cincuenta millones de personas -sentenció Dunworthy-. Mató a media Europa. – James -dijo Mary. – Intenté decírselo. Por eso fui a verlo -prosiguió Badri-. Para que pudiéramos recuperarla antes de que abandonara el lugar de encuentro. Había intentado decírselo. Había corrido hasta el pub en mitad de la lluvia y sin abrigo para decírselo, abriéndose paso entre los transeúntes de Navidad y sus bolsas de compras y paraguas como si no estuvieran allí, y llegó mojado y medio congelado, castañeando los dientes de fiebre. Algo falla. Intenté decírselo. « – Si no fue el deslizamiento, tuvo que tratarse de un error en las coordenadas -dijo Dunworthy, agarrado a los pies de la cama. Badri se hundió contra las almohadas como un animal acorralado. – Dijiste que las coordenadas de Pulhaski eran correctas. – James -advirtió Mary. – Las coordenadas son lo único que podría fallar -gritó él-. Todo lo demás habría abortado el lanzamiento. Dijiste que las habías comprobado dos veces. Dijiste que no habías encontrado ningún error. – No pude -suspiró Badri-. Pero tampoco me fiaba. Temía que el estudiante hubiera cometido un error en los cálculos sidéreos que hubiera pasado inadvertido -su cara se puso gris-. Las volví a calcular la mañana del lanzamiento. La mañana del lanzamiento. Cuando tenía aquel terrible dolor de cabeza. Cuando ya estaba febril y desorientado. Dunworthy lo recordó tecleando en la consola, frunciendo el ceño ante las pantallas. Le vi hacerlo, pensó. Me quedé allí plantado y vi cómo enviaba a Kivrin a la Peste Negra. – No sé qué sucedió -añadió Badri-. Debo de haber… – La peste arrasó pueblos enteros -dijo Dunworthy-. Murió tanta gente que no quedó nadie para enterrarlos. – Déjalo en paz, James. No es culpa suya. Estaba enfermo. – Enfermo. Kivrin quedó expuesta a tu virus. Está en 1348. – James -le regañó Mary. Él no quería oírlo. Abrió la puerta y salió. Colin hacía equilibrios en una silla del pasillo, echado hacia atrás de forma que las dos patas delanteras quedaban al aire. – Ya está usted aquí. Dunworthy pasó rápidamente de largo. – ¿Adónde va? -exclamó Colin, y lanzó la silla hacia delante con gran estrépito-. Tía Mary me ordenó que no le dejara marchar hasta que recibiera la potenciación -se dejó caer de lado, se apoyó en las manos, y se incorporó-. ¿Por qué no lleva la RPE? Dunworthy atravesó las puertas del pabellón. Colin le siguió. – Tía Mary dijo que no le dejara marchar de ninguna manera. – No tengo tiempo para potenciaciones. Ella está en 1348. – ¿Tía Mary? Dunworthy empezó a recorrer el pasillo. – ¿Kivrin? -preguntó Colin, corriendo para alcanzarlo-. No puede ser. Es la fecha de la Peste Negra, ¿no? Dunworthy empujó la puerta que conducía a las escaleras y empezó a bajar los escalones de dos en dos. – No comprendo -continuó Colin-. ¿Cómo ha ido a parar a 1348? Dunworthy empujó la puerta al pie de las escaleras y se dirigió al teléfono público que había al fondo del pasillo, rebuscando en su bolsillo la agenda que Colin le había regalado. – ¿Cómo la sacará de allí? -preguntó Colin-. El laboratorio está cerrado. Dunworthy sacó la agenda y empezó a pasar páginas. Había escrito el número de Andrews por detrás. – El señor Gilchrist no le dejará pasar. ¿Cómo piensa entrar en el laboratorio? Dijo que no se lo permitiría. El número de Andrews estaba en la última página. Cogió el receptor. – Y si le deja, ¿quién dirigirá la red? ¿El señor Chaudhuri? – Andrews -replicó Dunworthy secamente, y empezó a marcar el número. – Creía que no quería venir por lo del virus. Dunworthy se llevó el receptor al oído. – No pienso dejarla allí. Una mujer contestó. – Aquí el 24837 -dijo-. H. F. Shepherd's Limited. Dunworthy miró aturdido la agenda en su mano. – Quisiera hablar con Ronald Andrews -dijo-. ¿A qué número he llamado? – Al 24837 -respondió ella, impaciente-. Aquí no hay nadie con ese nombre. Colgó. – Estúpido servicio telefónico. Volvió a marcar el número. – Aunque acceda a venir, ¿cómo va a encontrarla? -preguntó Colin, mirando el receptor por encima de su hombro-. No estará allí, ¿verdad? El encuentro no será hasta dentro de tres días. Dunworthy escuchó la señal de llamada, preguntándose qué habría hecho Kivrin al advertir dónde estaba. Volver al lugar de encuentro y esperar allí, sin duda. Si podía hacerlo. Si no estaba enferma. Si no la habían acusado de llevar la peste a Skendgate. – Aquí el 24837 -respondió la misma voz de mujer-. H. F. Shepherd's Limited. – ¿Qué número ha dicho? -gritó Dunworthy. – El 24837 -dijo ella, exasperada. – 24837 -repitió Dunworthy-. Es el número al que intento llamar. – No, se equivoca -dijo Colin, extendiendo la mano para señalar el número de Andrews en la página-. Ha confundido usted los números -le quitó el receptor-. Traiga, déjeme intentarlo. Marcó el número y le tendió el receptor a Dunworthy. El timbre sonaba distinto, más lejano. Dunworthy pensó en Kivrin. La peste no había golpeado en todas partes a la vez. Estaba en Oxford en Navidad, pero no había forma de saber si había alcanzado Skendgate. No obtuvo respuesta. Dejó sonar el teléfono diez veces, once. No recordaba qué camino había seguido la peste. Procedía de Francia. Seguramente eso significaba que venía del Canal, del este. Y Skendgate estaba al oeste de Oxford. Tal vez no hubiera llegado allí hasta después de Navidad. – ¿Dónde está el libro? -le preguntó a Colin. – ¿Qué libro? ¿Se refiere a su agenda? Aquí la tiene. – El libro que te regalé por Navidad. ¿Por qué no lo tienes? – ¿Aquí? -dijo Colin, asombrado-. Pesa una tonelada. Seguía sin haber respuesta. Dunworthy colgó, recogió la agenda y se dirigió a la puerta. – Espero que lo tengas contigo en todo momento. ¿No sabes que hay una epidemia? – ¿Se encuentra bien, señor Dunworthy? – Ve y tráelo. – ¿Qué? ¿Quiere decir ahora? – Vuelve a Balliol y tráelo. Quiero saber cuándo llegó la peste a Oxfordshire. No a la ciudad, sino a las aldeas. Y de qué dirección vino. – ¿Adónde va usted? -preguntó Colin, que corría a su lado. – A hacer que Gilchrist abra el laboratorio. – Si no lo abre por la gripe, mucho menos lo abrirá para la peste -observó Colin. Dunworthy abrió la puerta y salió. Llovía intensamente. Los manifestantes contra la CE estaban acurrucados bajo el alero del hospital. Uno se dirigió hacia ellos, tendiéndoles un panfleto. Colin tenía razón. Decirle a Gilchrist la fuente no serviría de nada. Seguiría convencido de que el virus había llegado a través de la red. No querría abrirla por miedo a que la peste la atravesara. – Dame una hoja de papel -pidió al tiempo que buscaba su bolígrafo. – ¿Una hoja de papel? ¿Para qué? Dunworthy cogió el panfleto del manifestante y empezó a escribir por detrás. – El señor Basingame va a autorizar la apertura de la red. Colin miró lo que escribía. – Nunca se lo creerá, señor Dunworthy. ¿En la parte de atrás de un panfleto? – ¡Entonces tráeme una hoja de papel! -gritó. Colin abrió mucho los ojos. – Lo haré. Espere aquí, ¿de acuerdo? No se marche, por favor. Corrió al interior del hospital y salió inmediatamente con varias hojas de papel continuo. Dunworthy las cogió y garabateó las órdenes y el nombre de Basingame. – Ve a buscar tu libro. Me reuniré contigo en Brasenose. – ¿Y su abrigo? – No hay tiempo -dobló el papel en cuatro y se lo guardó en la chaqueta. – Está lloviendo. ¿No debería coger un taxi? – No hay taxis -Dunworthy se marchó calle abajo. – Tía Mary va a matarme, ¿sabe? -gritó Colin tras él-. Dijo que era mi responsabilidad encargarme de que recibiera su potenciación. Tendría que haber cogido un taxi. Cuando llegó a Brasenose caía un chaparrón, un aguacero helado que se convertiría en nieve al cabo de otra hora. Dunworthy se sentía calado hasta los huesos. Al menos la lluvia había repelido a los manifestantes. Delante de Brasenose sólo quedaban unos cuantos panfletos que habían dejado olvidados. Habían colocado una reja de metal delante de la entrada. El portero se había retirado al interior de su casa, y los postigos estaban bajados. – ¡Abra! -gritó Dunworthy. Sacudió la puerta ruidosamente-. ¡Abra inmediatamente! El portero abrió el postigo y se asomó. Al ver que era Dunworthy, pareció primero alarmado y luego beligerante. – Brasenose está en cuarentena. Está restringido. – Abra esta puerta ahora mismo. – Lo siento, pero no puedo hacerlo. El señor Gilchrist ha dado órdenes de que no se admita a nadie en Brasenose hasta que no se haya descubierto la fuente del virus. – Conocemos la fuente -declaró Dunworthy-. Abra la puerta. El portero cerró el postigo; un instante después salió de la casa y se dirigió a la puerta. – ¿Eran los adornos de Navidad? -preguntó-. Dijeron que estaban infectados. – No. Abra la puerta y déjeme entrar. – No sé si debería hacerlo, señor -dudó, parecía incómodo-. El señor Gilchrist… – El señor Gilchrist ya no está al cargo -Dunworthy sacó el papel doblado y lo introdujo a través de la reja de metal. El portero lo desplegó y lo leyó, de pie bajo la lluvia. – El señor Gilchrist ya no es decano en funciones -dijo Dunworthy-. El señor Basingame me ha autorizado a hacerme cargo del lanzamiento. Abra la puerta. – El señor Basingame -dijo el portero, examinando la firma ya corrida-. Iré a buscar las llaves. Entró en la casa, llevándose el papel consigo. Dunworthy se acurrucó contra la puerta, intentando mantenerse a salvo de la fría lluvia, tiritando. Le había preocupado que Kivrin durmiera en el frío suelo, y estaba en medio de un holocausto, donde la gente moría congelada porque no quedaba nadie en pie para cortar leña, y los animales agonizaban en los campos porque no quedaba nadie vivo para hacerlos entrar en los corrales. Ochenta mil muertos en Siena, trescientos mil en Roma, más de cien mil en Florencia. Media Europa. El portero salió por fin con un gran llavero y se acercó a la puerta. – Enseguida abro, señor -le dijo, mientras rebuscaba entre las llaves. Sin duda Kivrin habría regresado al punto de encuentro en cuanto advirtió que estaba en 1348. Habría aguardado allí todo el tiempo, esperando a que abrieran la red, frenética porque no habían ido a buscarla. Si se había dado cuenta. No tendría ningún modo de saber que estaba en 1348. Badri le había dicho que el deslizamiento sería de varios días. Ella habría comprobado la fecha con los días sagrados de Adviento y habría pensado que estaba exactamente donde se suponía que debía estar. Nunca se le ocurriría preguntar el año. Pensaría que estaba en 1320, y todo el tiempo la peste iría avanzando hacia ella. La cerradura de la puerta se abrió con un chasquido, y Dunworthy la empujó para poder pasar. – Traiga las llaves -ordenó-. Necesito que abra el laboratorio. – Esa llave no está aquí -objetó el portero, y desapareció de nuevo en la casa. El túnel de comunicación estaba helado y la lluvia entraba de lado, todavía más fría. Dunworthy se acurrucó junto a la puerta, intentando recibir algo del calor de la vivienda, y hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta para detener el temblor. Le habían preocupado los asesinos y ladrones, y desde el principio ella había estado en 1348, donde apilaban a los muertos en las calles, donde quemaban a judíos y forasteros en la hoguera, presas del pánico. Le había preocupado que Gilchrist no hubiera hecho comprobaciones de parámetros, tanto que había contagiado a Badri su ansiedad, y Badri, ya febril, había vuelto a calcular las coordenadas. Muy preocupado. De repente se dio cuenta de que el portero tardaba demasiado, que debía de estar advirtiendo a Gilchrist. Se dirigió a la puerta, y en aquel momento el portero salió, con un paraguas y haciendo comentarios acerca del frío. Ofreció la mitad del paraguas a Dunworthy. – Ya estoy mojado del todo -dijo Dunworthy, y se encaminó hacia el patio. La puerta del laboratorio tenía una banda de plástico amarillo cruzándola. Dunworthy la arrancó mientras el portero buscaba en sus bolsillos la llave de la alarma, pasándose el paraguas de una mano a otra. Dunworthy miró hacia las habitaciones de Gilchrist, que daban al laboratorio. Había luz en la sala de estar, pero no detectó ningún movimiento. El portero encontró la tarjeta magnética que desconectaba la alarma. Luego empezó a buscar la llave de la puerta. – Sigo sin estar convencido de que deba abrir el laboratorio sin la autorización del señor Gilchrist -murmuró. – ¡Señor Dunworthy! -gritó Colin desde el otro lado del patio. Los dos se volvieron. El muchacho venía corriendo, calado hasta los huesos con el libro bajo el brazo, envuelto en su bufanda-. No… alcanzó… zonas de Oxfordshire… hasta… marzo -jadeó, deteniéndose entre palabras para recuperar el aliento-. Lo siento. He venido… corriendo todo el camino. – ¿Qué zonas? -preguntó Dunworthy. Colin le tendió el libro y se dobló, con las manos en las rodillas, inspirando ruidosamente. – No… lo… dice. Dunworthy deslió la bufanda y abrió el libro por la página que Colin había señalado, pero tenía las gafas demasiado mojadas por la lluvia para poder leer, y las páginas abiertas se empaparon rápidamente. – Dice que empezó en Melcombe y se dirigió al norte, a Bath, y luego al este -informó Colin-. Llegó a Oxford por Navidad y a Londres en octubre del año siguiente, pero partes de Oxfordshire no la tuvieron hasta final de primavera, y unas cuantas aldeas aisladas se salvaron hasta julio. Dunworthy miró las páginas ilegibles, sin verlas. – Eso no nos dice nada. – Lo sé -asintió Colin. Se enderezó, todavía respirando con dificultad-, pero al menos no dice que la peste se extendiera por todo Oxfordshire en Navidad. Tal vez Kivrin está en una de esas aldeas que no cayeron hasta julio. Dunworthy secó las páginas mojadas con la bufanda y cerró el libro. – Se desplazó hacia el este desde Bath -dijo en voz baja-. Skendgate está al sur de la carretera de Oxford a Bath. El portero se había decidido al fin por una llave. La insertó en la cerradura. – Volví a llamar a Andrews, pero no contestaron. El portero abrió la puerta. – ¿Cómo piensa dirigir la red sin un técnico? -dijo Colin. – ¿Dirigir la red? -preguntó el portero, con la llave todavía en la mano-. Pensé que quería obtener datos del ordenador. El señor Gilchrist no le permitirá dirigir la red sin un permiso previo -cogió la autorización de Basingame y la examinó. – Yo lo autorizo -replicó Dunworthy, y entró en el laboratorio. El portero se le quedó mirando, con el paraguas abierto, buscando el cierre en el mango. Colin se agachó para pasar por debajo del paraguas y siguió a Dunworthy. Gilchrist debía de haber desconectado la calefacción. El laboratorio estaba tan frío como el exterior, pero las gafas de Dunworthy, a pesar de estar mojadas, se empañaron. Se las quitó y trató de limpiarlas con su chaqueta empapada. – Tome -le ofreció Colin, y le tendió un pedazo de papel-. Es papel higiénico. Lo he estado recogiendo para el señor Finch. De todas formas, será difícil encontrarla aunque aterricemos en el lugar adecuado, y usted mismo dijo que conseguir el tiempo y lugar exactos era sumamente complicado. – Ya tenemos el tiempo y lugar exactos -declaró Dunworthy, quien se estaba limpiando las gafas con el papel higiénico. Volvió a ponérselas. Todavía estaban sucias. – Me temo que tendré que pedirle que se marche -intervino el portero-. No puedo permitir que entre sin la autorización del señor Gilchrist… -se interrumpió. – Oh, vaya -murmuró Colin-. Es el señor Gilchrist. – ¿Qué significa esto? -barbotó Gilchrist-. ¿Qué está haciendo aquí? – Voy a traer a Kivrin de vuelta. – ¿Con qué permiso? Esta red es de Brasenose, y usted ha entrado ilegalmente -Gilchrist se volvió hacia el portero-. Le di órdenes de que el señor Dunworthy no entrara. – El señor Basingame lo autorizó -alegó el portero. Mostró el papel mojado. Gilchrist se lo arrancó de la mano. – ¡Basingame! -lo miró-. Ésta no es su firma -exclamó furiosamente-. Entrada ilegal y ahora falsificación, señor Dunworthy. Voy a presentar cargos. Y cuando regrese el señor Basingame, pienso informarle de su… Dunworthy dio un paso hacia él. – Y yo pienso informar al señor Basingame de cómo su decano de Historia en funciones se negó a abortar un lanzamiento, que intencionadamente puso en peligro a una historiadora, que se negó a permitir el acceso a este laboratorio, y como resultado de eso no se pudo determinar la localización temporal de la historiadora -indicó la consola-. ¿Sabe qué dice este ajuste? ¿Este ajuste que durante diez días usted ha impedido leer a mi técnico por culpa de un montón de imbéciles que no entienden de viajes en el tiempo, incluido usted? ¿Sabe lo que dice? Kivrin no está en 1320, sino en 1348, en plena Peste Negra -se volvió y señaló las pantallas-. Y lleva allí dos semanas. Por culpa de su estupidez. Por culpa de… -se interrumpió. – No tiene derecho a hablarme de esa forma -sostuvo Gilchrist-. Y ningún derecho a estar en este laboratorio. Le exijo que se marche inmediatamente. Dunworthy no respondió. Avanzó hacia la consola. – Llame al censor -ordenó Gilchrist al portero-. Quiero que los echen. La pantalla no sólo estaba en blanco, sino apagada, igual que las luces de funcionamiento de la consola. El interruptor general estaba desconectado. – Ha desconectado la energía -dijo Dunworthy, y su voz sonó tan cascada como la de Badri-. Ha apagado la red. – Sí -asintió Gilchrist-, y veo que hice bien, ya que por lo visto se cree usted con derecho a manipularla sin autorización. Dunworthy extendió una mano hacia la pantalla apagada, a ciegas, temblando un poco. – Ha apagado la red -repitió. – ¿Se encuentra bien, señor Dunworthy? -dijo Colin, y dio un paso al frente. – Pensé que podría intentar entrar y abrir la red -prosiguió Gilchrist-, ya que no parece tener ningún respeto por la autoridad de Medieval. Corté la energía para impedir que eso pasara, y parece que hice bien. Dunworthy había oído hablar de gente anonadada por las malas noticias. Cuando Badri le dijo que Kivrin estaba en 1348, no logró absorber lo que significaba, pero esta noticia pareció golpearlo con fuerza física. No podía respirar. – Ha desconectado la red -jadeó-. Ha perdido el ajuste. – ¿Perder el ajuste? Tonterías. Sin duda hay archivos de seguridad y todo eso. Cuando se conecte de nuevo la energía… – ¿Significa eso que no sabemos dónde está Kivrin? -preguntó Colin. – Sí -respondió Dunworthy, y mientras caía pensó «voy a golpear la consola como Badri», pero no fue así. Cayó casi suavemente, como un hombre sin aliento, y se desplomó como un amante en los brazos extendidos de Gilchrist. – Lo sabía -oyó decir a Colin-. Esto le ha pasado por no haber recibido la potenciación. Tía Mary me va a matar. |
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