"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

23

Kivrin cogió a Agnes de la mano y comenzó a caminar de vuelta a la seguridad del granero. Debía ocultarse hasta que se hubiesen marchado.

– ¿A dónde vamos? -preguntó Agnes.

Kivrin esquivó a dos de los criados de sir Bloet, que cargaban un cofre.

– Al altillo.

Agnes se detuvo en seco.

– ¡No quiero acostarme! -gimió-. No estoy cansada.

– ¡Lady Katherine! -gritó alguien desde el patio.

Kivrin cogió a Agnes en brazos y corrió hacia el granero.

– ¡No estoy cansada! -chilló Agnes-. ¡No lo estoy!

Rosemund corrió junto a ella.

– ¡Lady Katherine! ¿No me oís? Madre os busca. El enviado del obispo se marcha -cogió a Kivrin por el brazo y la hizo volverse hacia la casa.

Eliwys estaba todavía en la puerta, mirándolas, y el enviado del obispo había salido y se encontraba junto a ella, con la capa roja. Kivrin no vio a Imeyne por ninguna parte. Probablemente estaba dentro, empaquetando la ropa de Kivrin.

– El enviado del obispo tiene asuntos urgentes en el priorato de Bernecestre -explicó Rosemund, mientras conducía a Kivrin a la casa-, y sir Bloet se va con ellos -sonrió feliz-. Sir Bloet dice que los acompañará a Courcy para que puedan descansan allí esta noche y llegar a Bernecestre mañana.

Bernecestre. Bicester. Al menos no era Godstow. Pero Godstow estaba de camino.

– ¿Qué asuntos?

– No lo sé -contestó Rosemund, como si eso careciera de importancia, y Kivrin supuso que para ella así era. Sir Bloet se marchaba, y eso era lo único que contaba. Rosemund se dirigió felizmente a través de la aglomeración de sirvientes, equipaje y caballos hacia su madre.

El enviado del obispo hablaba a uno de sus criados, y Eliwys le observaba, con el ceño fruncido. Ninguno de ellos la vería si se daba la vuelta y se metía rápidamente tras las puertas abiertas del establo, pero Rosemund seguía agarrándola de la manga y la empujaba hacia delante.

– Rosemund, debo volver al granero. He dejado mi capa…

– ¡Madre! -gritó Agnes. Salió corriendo hacia Eliwys y estuvo a punto de chocar con uno de los caballos. El animal relinchó y sacudió la cabeza, y un criado se lanzó para cogerle la brida.

– ¡Agnes! -gritó Rosemund y soltó la manga de Kivrin, pero ya era demasiado tarde. Eliwys y el enviado del obispo las habían visto y se dirigían hacia ellas.

– No debes correr entre los caballos -advirtió Eliwys, abrazando a Agnes.

– Mi perro ha muerto.

– Ésa no es razón para correr -la regañó Eliwys, y Kivrin comprendió que ni siquiera había oído lo que le dijo la niña. Eliwys se volvió hacia el enviado del obispo.

– Decidle a vuestro esposo que agradecemos que nos hayáis prestado vuestros caballos, para que los nuestros puedan descansar para el viaje a Bernecestre -dijo, y también parecía distraído-. Enviaré a un criado a buscarlos desde Courcy.

– ¿Quieres ver a mi perro? -preguntó Agnes, tirando de la falda de su madre.

– Silencio -exigió Eliwys.

– Mi clérigo no cabalgará con nosotros esta tarde. Me temo que se puso demasiado alegre ayer y ahora siente el dolor de tanta bebida. Apelo a vuestra indulgencia, buena señora, para que pueda quedarse y seguirnos cuando se haya recuperado.

– Por supuesto que puede quedarse. ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarle? La madre de mi esposo…

– No. Dejadle tranquilo. No hay nada que pueda ayudar a una cabeza dolorida excepto un buen sueño. Estará bien por la noche -respondió. Parecía que también él había bebido demasiado. Se le veía nervioso, distraído, como si tuviera dolor de cabeza, y su rostro aristocrático tenía un tono grisáceo a la brillante luz de la mañana. Tiritó y se arrebujó en su capa.

Ni siquiera miró a Kivrin, y ella se preguntó si en su prisa había olvidado la promesa que le hizo a lady Imeyne. Miró ansiosamente hacia la puerta, esperando que Imeyne estuviera todavía regañando a Roche y no apareciera de repente para recordárselo.

– Lamento que mi esposo no esté aquí -dijo Eliwys-, y que no pudiéramos daros una bienvenida mejor. Mi esposo…

– Debo ver a mis criados -la interrumpió él. Extendió la mano y Eliwys se arrodilló y le besó el anillo. Antes de que pudiera levantarse, el enviado del obispo ya se había encaminado hacia el establo. Eliwys le miró, preocupada.

– ¿Quieres verlo? -preguntó Agnes.

– Ahora no. Rosemund, debes despedirte de sir Bloet y lady Yvolde.

– Está frío -insistió Agnes.

Eliwys se volvió hacia Kivrin.

– Lady Katherine, ¿sabéis dónde está lady Imeyne?

– Se quedó en la iglesia -dijo Rosemund.

– Quizás esté rezando todavía -aventuró Eliwys. Se puso de puntillas y escrutó el patio abarrotado-. ¿Dónde está Maisry?

Escondida, pensó Kivrin, que es como debería estar yo.

– ¿Quieres que la busque? -se ofreció Rosemund.

– No. Despídete de sir Bloet. Lady Katherine, id a la iglesia y traed a lady Imeyne para que pueda despedirse del enviado del obispo. Rosemund, ¿por qué estás todavía ahí? Ve a despedirte de tu prometido.

– Encontraré a lady Imeyne -dijo Kivrin, pensando: atravesaré el portalón, y si está todavía en la iglesia, me esconderé entre las chozas e iré al bosque.

Dio media vuelta. Dos de los sirvientes de sir Bloet se debatían con un pesado cofre.

Lo soltaron de golpe ante ella, y se volcó a un lado. Kivrin retrocedió y los rodeó, intentando ocultarse tras los caballos.

– ¡Esperad! -llamó Rosemund, alcanzándola. La cogió por la manga-. Debéis venir conmigo a despediros de sir Bloet.

– Rosemund… -dijo Kivrin, mirando hacia el portalón.

Lady Imeyne lo atravesaría de un momento a otro, aferrada a su Libro de las Horas.

– Por favor -Rosemund parecía pálida y asustada.

– Rosemund…

– Sólo será un momento, y luego podréis traer a la abuela -arrastró a Kivrin hacia el establo-. Venga. Vamos ahora que su cuñada está con él.

Sir Bloet esperaba a que ensillaran su caballo y charlaba con la dama de la cofia sorprendente. No era menos enorme esta mañana, pero era evidente que se la había puesto demasiado deprisa. Estaba bastante inclinada a un lado.

– ¿Qué es ese asunto urgente del enviado del obispo? -preguntaba. Sir Bloet sacudió la cabeza, frunció el ceño, y entonces sonrió a Rosemund y avanzó un paso. Ella retrocedió, agarrando con fuerza el brazo de Kivrin.

La cuñada inclinó la toca ante Rosemund y continuó hablando.

– ¿Ha recibido noticias de Bath?

– No llegó ningún mensajero anoche, ni tampoco esta mañana.

– Si no ha recibido ningún mensaje, ¿por qué no comentó este urgente asunto cuando llegó? -preguntó la cuñada.

– No lo sé -replicó él, impaciente-. Esperad. Debo despedirme de mi prometida -cogió la mano de Rosemund, y Kivrin advirtió el esfuerzo que ella hizo para no retirarla.

– Adiós, sir Bloet -dijo, envarada.

– ¿De esta manera te despedirías de tu esposo? ¿No le darás un beso?

Rosemund avanzó y le estampó un rápido beso en la mejilla, luego retrocedió de inmediato y se puso fuera de su alcance.

– Os doy las gracias por vuestro regalo -dijo.

Bloet dejó de mirar su pálida carita y contempló el cuello de la capa.

– «Estás aquí en lugar del amigo que amo» -dijo, acariciando la joya.

Agnes llegó corriendo y gritando.

– ¡Sir Bloet! ¡Sir Bloet!

Él la cogió y la alzó en brazos.

– He venido para despedirme. Mi perro ha muerto.

– Te traeré un perro nuevo como regalo de bodas si me das un beso.

Agnes le rodeó el cuello con los brazos y le plantó un ruidoso beso en cada una de las rubicundas mejillas.

– No eres tan avara con tus besos como tu hermana -comentó él, mirando a Rosemund. Soltó a Agnes-. ¿O le darás a tu marido dos besos también?

Rosemund guardó silencio.

Él avanzó y acarició el broche.

– «Io suiicien lui dami amo» -dijo. Le colocó las manos sobre los hombros-. Piensa en mí cada vez que lleves el broche -se inclinó hacia delante y la besó en la garganta.

Rosemund no se apartó, pero el color desapareció de su rostro.

Él la soltó.

– Vendré a buscarte en Pascua -prometió, aunque sonó como una amenaza.

– ¿Me traeréis un perro negro? -preguntó Agnes.

Lady Yvolde llegó entonces, refunfuñando.

– ¿Qué han hecho tus criados con mi capa de viaje?

– Yo os la traeré -se ofreció Rosemund, y corrió hacia la casa. Kivrin la siguió.

– He de encontrar a lady Imeyne -dijo Kivrin, en cuanto estuvieron a salvo de sir Bloet-. Mira, están a punto de partir.

Era cierto. El grupo de sirvientes y cajas y caballos había formado una hilera, y Cob había abierto la puerta. Los caballos que los tres reyes habían montado la noche anterior estaban cargados de cofres y bolsas, las riendas atadas unas a otras. La cuñada de sir Bloet y sus hijas ya habían montado, y el enviado del obispo se encontraba de pie junto a la yegua de Eliwys, tensando la cincha.

Sólo unos cuantos minutos más, pensó Kivrin, que se quede en la iglesia unos cuantos minutos más, y ya se habrán ido.

– Tu madre me pidió que buscara a lady Imeyne.

– Primero debéis venir conmigo al salón -a Rosemund aún le temblaba la mano.

– Rosemund, no hay tiempo…

– Por favor. ¿Y si él entra en el salón y me encuentra?

Kivrin pensó en sir Bloet besándole la garganta.

– Te acompañaré, pero debemos darnos prisa.

Cruzaron corriendo el patio, atravesaron la puerta y estuvieron a punto de chocar con el monje gordo, que bajaba de la habitación de Rosemund y parecía furioso o con resaca. Salió al patio sin mirarlas siquiera.

No había nadie más en el salón. La mesa estaba todavía cubierta de copas y bandejas de comida, y el fuego humeaba, desatendido.

– La capa de lady Yvolde está en el desván -dijo Rosemund-. Esperadme.

Subió la escalerilla como si la persiguiera sir Bloet.

Kivrin se asomó a la puerta. No vio el pasaje. El enviado del obispo estaba de pie junto a la yegua de Eliwys, con una mano en el pomo de la silla, escuchando al monje, que le hablaba agitadamente. Kivrin miró las escaleras y la puerta cerrada de la habitación, preguntándose si sería verdad que el clérigo tenía resaca o si se había peleado con su superior. Los gestos del monje eran obviamente inquietos.

– Aquí está -dijo Rosemund, agarrando la capa con una mano y la escalerilla con la otra-. Tendré que llevársela a lady Yvolde. Sólo será un momento.

Era la oportunidad que Kivrin estaba esperando.

– Yo lo haré -dijo. Cogió la pesada capa y salió. En cuanto estuviera fuera, le daría la capa al sirviente más cercano para que se la entregara a la hermana de Bloet y se encaminaría directamente al pasaje. Que se quede en la iglesia unos cuantos minutos más, rezó. Así podré llegar al prado. Salió por la puerta y se topó con lady Imeyne.

– ¿Por qué no estáis preparada para marchar? -preguntó Imeyne, mirando la capa-. ¿Dónde está vuestra capa?

Kivrin observó al enviado del obispo. Tenía las dos manos sobre el pomo de la silla y se aupaba con la ayuda de Cob. El fraile ya había montado.

– Tengo la capa en la iglesia. La cogeré.

– No queda tiempo. Ya se marchan.

Kivrin miró desesperada al patio, pero todos se hallaban fuera de su alcance: Eliwys estaba con Gawyn junto al establo, Agnes charlaba animadamente con una de las sobrinas de sir Bloet, y no se veía a Rosemund por ninguna parte. Posiblemente estaba todavía escondida en la casa.

– Lady Yvolde me pidió que le llevara su capa -adujo Kivrin.

– Maisry puede llevársela -replicó Imeyne-. ¡Maisry!

Que esté todavía escondida, rezó Kivrin.

– ¡Maisry! -gritó Imeyne, y Maisry salió cojeando de la puerta del lagar, cubriéndose la oreja. Lady Imeyne le quitó a Kivrin la capa y se la entregó a Maisry-. Deja de hacer el vago y llévale esto a lady Yvolde -ordenó.

Cogió a Kivrin por la muñeca.

– Venid -indicó, y se dirigió al enviado del obispo-. Santo Padre, habéis olvidado a lady Katherine, a quien prometisteis llevar con vosotros a Godstow.

– No vamos a Godstow -contestó él, y se aupó con esfuerzo a la silla-. Nos dirigimos a Bernecestre.

Gawyn había montado a Gringolet y lo dirigía hacia la puerta. Se va con ellos, pensó Kivrin. Quizás en el camino de Courcy logre persuadirlo de que me lleve al lugar. Quizá consiga convencerlo de que me diga dónde está, y tal vez pueda escaparme de ellos y encontrarlo yo sola.

– ¿No puede cabalgar con vosotros hasta Bernecestre y que luego un monje la escolte a Godstow? Quisiera que regresara a su convento.

– No hay tiempo -adujo él, mientras cogía las riendas.

Imeyne agarró su capa escarlata.

– ¿Por qué os marcháis tan repentinamente? ¿Os ha ofendido alguien?

Él miró al fraile, que sujetaba las riendas de la yegua de Kivrin.

– No -hizo un vago signo de la cruz sobre Imeyne-. Dominus vobiscum, et cum spiritu tuo -murmuró, mirando claramente a la mano en su capa.

– ¿Y el nuevo capellán? -insistió Imeyne.

– Dejo a mi clérigo para que os sirva de capellán.

Está mintiendo, pensó Kivrin, y lo miró. Él intercambió otra mirada de inteligencia con el monje, y Kivrin se preguntó si sus urgentes asuntos eran tan sólo librarse de aquella vieja pesada.

– ¿Vuestro clérigo? -preguntó lady Imeyne, complacida, y soltó la capa.

El enviado del obispo espoleó su caballo y cruzó galopando el patio; estuvo a punto de atropellar a Agnes, quien lo esquivó, salió corriendo hacia Kivrin y enterró la cabeza en su falda. El monje montó en la yegua de Kivrin y lo siguió.

– Id con Dios, Santo Padre -dijo lady Imeyne, pero él ya había atravesado la puerta.

Y entonces todos se marcharon. Gawyn salió el último, al galope, para que Eliwys se fijara en él. Kivrin se sintió tan aliviada de que no se la hubieran llevado a Godstow, que ni siquiera le preocupó que Gawyn se hubiera marchado con ellos. Había menos de medio día a caballo hasta Courcy. Seguramente volvería al anochecer.

Todo el mundo parecía aliviado, o tal vez era sólo la resaca de la tarde de Navidad y el hecho de que estuvieran despiertos desde el día anterior por la mañana.

Nadie hizo ningún movimiento para limpiar las mesas, que estaban aún cubiertas de bandejas sucias y cuencos medio llenos. Eliwys se hundió en el alto sillón, con los brazos colgando por los lados, y miró a la mesa sin ningún interés. Tras unos minutos llamó a Maisry, pero la criada no contestó y ella no volvió a llamarla. Apoyó la cabeza en el respaldo tallado y cerró los ojos.

Rosemund subió al desván para acostarse; Agnes se sentó al lado de Kivrin junto al hogar y apoyó la cabeza en su regazo, jugando ausente con la campanita.

Sólo lady Imeyne se resistía a dejarse vencer por el sopor de la tarde.

– Me gustaría que mi nuevo capellán diga las oraciones -dijo, y subió a llamar a la puerta de la habitación.

Eliwys protestó perezosamente, con los ojos todavía cerrados, alegando que el enviado del obispo había ordenado que no molestaran al clérigo, pero Imeyne llamó varias veces con fuerza, sin resultado alguno. Esperó unos minutos, volvió a llamar, y luego bajó las escaleras y se arrodilló al pie para leer su Libro de las Horas, manteniendo un ojo en la puerta para abordar al clérigo en cuanto saliera.

Agnes golpeó su campanita con un dedo y bostezó.

– ¿Por qué no subes al desván y te acuestas con tu hermana? -sugirió Kivrin.

– No estoy cansada -replicó Agnes, incorporándose-. Contadme qué le sucedió a la doncella que no podía ir al bosque.

– Sólo si te acuestas -dijo Kivrin, y comenzó la historia. Agnes no aguantó dos frases.

A última hora de la tarde, Kivrin recordó al cachorro de Agnes. Todo el mundo estaba ya dormido, incluso lady Imeyne, que había renunciado a despertar al clérigo y había subido al desván para acostarse. Maisry había llegado en algún momento y se había tumbado bajo una de las mesas. Roncaba ruidosamente.

Kivrin se levantó con cuidado para no despertar a Agnes y fue a enterrar al perrito. No había nadie en el patio.

Los restos de una hoguera aún humeaban en el centro del prado, pero no había nadie alrededor. Los aldeanos también debían de estar echando una siesta.

Kivrin cogió el cadáver de Blackie y entró en el establo a coger una pala de madera. Allí sólo estaba el pony de Agnes, y ella lo miró con el ceño fruncido, preguntándose cómo iba a seguir el clérigo al enviado del obispo hasta Courcy. Tal vez no mentía después de todo, y el clérigo sería el nuevo capellán de buen grado o por la fuerza.

Kivrin llevó la pala y el cuerpo ya rígido de Blackie a la parte norte de la iglesia. Soltó al cachorro y empezó a cavar en la nieve.

El terreno estaba literalmente duro como una piedra. La pala de madera ni siquiera hizo una mella, ni siquiera cuando se apoyó en ella con los dos pies. Subió la colina hasta la linde del bosque, cavó en la nieve en la base de un fresno, y enterró al perrito en la tierra húmeda.

– Requiescat in pace -dijo, para poder contarle a Agnes que el perrito había tenido una sepultura cristiana, y regresó.

Deseó que llegara Gawyn, para pedirle que la acompañara al lugar mientras todo el mundo dormía. Cruzó despacio el prado, prestando atención por si oía el caballo. Probablemente llegaría por el camino principal. Dejó la pala junto a la verja de zarzas de la pocilga y luego se dirigió a la puerta, pero no oyó nada.

La luz de la tarde empezaba a difuminarse. Si Gawyn no llegaba pronto, estaría demasiado oscuro para que la llevara al lugar de recogida. Faltaba media hora para que el padre Roche llamara a vísperas, y eso despertaría a todo el mundo. Pero Gawyn tendría que atender a su caballo, no importaba a qué hora volviera, y ella podría acercarse al establo y pedirle que la llevara al lugar por la mañana.

O tal vez él podría contarle simplemente dónde estaba, y dibujarle un mapa para que ella pudiera encontrarlo por su cuenta. De esa forma no tendría que ir al bosque con él a solas, y si lady Imeyne lo mandaba a otra misión el día del encuentro, Kivrin podría coger uno de los caballos y encontrar el sitio.

Esperó junto a la puerta hasta que le entró frío, y entonces volvió al patio siguiendo la pared de la pocilga. Todavía no había nadie en el patio, pero Rosemund estaba en la antesala, con la capa puesta.

– ¿Dónde habéis ido? Os he estado buscando por todas partes. El clérigo…

El corazón de Kivrin dio un brinco.

– ¿Qué pasa? ¿Se marcha?

Seguramente se había recuperado de la resaca y estaba dispuesto a marcharse, y lady Imeyne le había persuadido para que se la llevara con él a Godstow.

– No -contestó Rosemund, dirigiéndose al salón. Eliwys e Imeyne debían de estar en la habitación con él. La niña se quitó el broche de sir Bloet y la capa-. Está enfermo. El padre Roche me ha enviado a buscaros -subió las escaleras.

– ¿Enfermo?

– Sí. Abuela envió a Maisry a la habitación para que le llevara algo de comer.

Y para ponerlo a trabajar, pensó Kivrin, mientras la seguía.

– ¿Y Maisry lo encontró enfermo?

– Sí. Tiene fiebre.

Tiene resaca, pensó Kivrin, frunciendo el ceño. Pero sin duda Roche reconocería los efectos de la bebida, aunque lady Imeyne no supiera, o no quisiera.

Se le ocurrió una idea terrible. Ha estado durmiendo en mi cama, y se ha contagiado del virus.

– ¿Qué síntomas tiene? -preguntó.

Rosemund abrió la puerta.

Apenas había espacio para todos en la pequeña habitación. El padre Roche estaba junto a la cama, y Eliwys se encontraba tras él, con la mano sobre la cabeza de Agnes. Maisry se acurrucaba junto a la ventana. Lady Imeyne estaba arrodillada al pie de la cama, junto al cofre de las medicinas, atareada con una de sus malolientes cataplasmas. Había otro olor en la habitación, mareante y tan intenso que superaba el olor a mostaza y puerros de la pócima.

Todos, a excepción de Agnes, parecían asustados. La niña miraba interesada, como había hecho con Blackie, y Kivrin pensó está muerto, ha pillado mi enfermedad y ha muerto. Pero eso era ridículo. Llevaba allí desde mediados de diciembre. Eso significaría un período de incubación de casi dos semanas, y nadie más lo había pillado, ni siquiera el padre Roche, o Eliwys, que la habían atendido constantemente cuando estuvo enferma.

Miró al clérigo. Yacía destapado sobre la cama, vestido solamente con una camisa. El resto de su ropa estaba amontonado al pie de la cama y la capa púrpura yacía en el suelo. La camisa era de seda amarilla, y tenía los lazos abiertos hasta la mitad del pecho, pero Kivrin no se fijó en su piel lampiña ni en las bandas de armiño de la camisa. Estaba enfermo. Yo nunca estuve así, pensó Kivrin, ni siquiera cuando me estaba muriendo.

Se acercó a la cama. Su pie chocó con una botella de barro medio llena y la hizo rodar bajo la cama. El clérigo dio un respingo. Otra botella, con el sello todavía sin romper, se encontraba en la cabecera de la cama.

– Ha comido demasiado -dijo lady Imeyne, al tiempo que aplastaba algo en el cuenco de piedra, pero estaba claro que no se trataba de indigestión. Ni de un exceso de bebida, a pesar de las botellas de vino. Está enfermo, pensó Kivrin. Gravemente enfermo.

El clérigo respiraba entrecortadamente por la boca, jadeando como el pobre Blackie, con la lengua fuera. Era roja brillante y parecía hinchada. Tenía la cara de un rojo aún más oscuro, y sus facciones estaban distorsionadas, como si estuviera aterrado.

Kivrin se preguntó si lo habrían envenenado. El enviado del obispo tenía tanta prisa por marcharse que por poco atropella a Agnes, y le había dicho a Eliwys que no molestaran al clérigo. La iglesia hacía cosas así en el siglo XIV, ¿no? Muertes misteriosas en el monasterio y la catedral. Muertes convenientes.

Pero eso era absurdo. El enviado del obispo y el monje no se habrían marchado tan deprisa dando órdenes de que no molestaran a la víctima cuando el propósito del envenenamiento era hacer que pareciera botulismo, peritonitis o la otra docena de males inexplicables de los que moría la gente en la Edad Media. Y para qué querría el enviado del obispo envenenar a uno de sus propios servidores cuando podía destituirlo, tal como lady Imeyne quería que destituyera al padre Roche.

– ¿Es cólera? -preguntó lady Eliwys.

No, pensó Kivrin, tratando de recordar los síntomas. Diarrea aguda y vómitos con pérdida masiva de fluidos corporales. Expresión dolorida, deshidratación, cianosis, sed insaciable.

– ¿Tenéis sed? -preguntó.

El clérigo no dio ninguna señal de haberla oído. Tenía los ojos entornados, y los párpados también parecían abotargados.

Kivrin le puso una mano en la frente. Él dio un pequeño respingo. Abrió y cerró los ojos, enrojecidos.

– Está ardiendo de fiebre -dijo. Sabía que el cólera no causaba fiebre tan alta-. Traedme un paño empapado en agua.

– ¡Maisry! -ordenó Eliwys, pero Rosemund ya estaba a su lado con el mismo trapo sucio que habían usado con ella.

Al menos estaba fresco. Kivrin lo dobló en un rectángulo, sin dejar de observar el rostro del clérigo. Todavía jadeaba, y su cara se contorsionó cuando le puso el paño en la frente, como si le doliera. Se llevó la mano al vientre. ¿Apendicitis? No, por lo general eso no causaba una fiebre tan alta. Las fiebres tifoideas podían producir temperaturas de casi cuarenta grados, aunque normalmente no al principio. También producían hinchazón del bazo, lo cual frecuentemente causaba dolor abdominal.

– ¿Sentís dolor? -preguntó-. ¿Dónde os duele?

Abrió los ojos de nuevo y movió las manos sobre la colcha. Aquellos movimientos inquietos eran síntomas de fiebre tifoidea, pero sólo en las últimas etapas, a los ocho o nueve días de la enfermedad. Kivrin se preguntó si el sacerdote ya estaría enfermo cuando llegó.

Cuando llegaron, se tambaleó al desmontar del caballo y el monje tuvo que sujetarlo. Pero había comido y bebido más que bastante en el banquete, y agarró a Maisry. No estaría tan enfermo, y el tifus comenzaba gradualmente con dolor de cabeza y temperaturas poco altas. No alcanzaba los treinta y nueve grados hasta la tercera semana.

Kivrin se inclinó hacia delante y le apartó la camisa para ver los sarpullidos rosáceos del tifus. No encontró ninguno. Tenía los lados del cuello ligeramente hinchados, pero las glándulas linfáticas inflamadas acompañaban a casi todas las infecciones. Le subió la manga. Tampoco distinguió manchas rosadas en el brazo, pero las uñas tenían un color azul violáceo, lo cual significaba falta de oxígeno. Y la cianosis era un síntoma del cólera.

– ¿Ha vomitado o se le ha soltado el vientre? -preguntó.

– No -respondió lady Imeyne, esparciendo una pasta verdosa sobre un trozo de lino tieso-. Sólo ha tomado demasiados dulces y especias, y tiene fiebre.

No podía ser cólera si no había vómitos, y en cualquier caso la fiebre era demasiado alta. Tal vez era el virus que ella había sufrido pero Kivrin no había sentido ningún dolor estomacal, ni se le había hinchado la lengua de esta manera.

El clérigo levantó la mano, se apartó el paño de la frente y lo dejó caer sobre la almohada; luego dejó caer el brazo a un lado. Kivrin recogió el paño. Notó que estaba completamente seco. ¿Qué otra enfermedad podía causar una fiebre tan alta? Sólo se le ocurría el tifus.

– ¿Ha sangrado por la nariz? -le preguntó a Rosemund.

– No -dijo Rosemund, avanzando y recogiendo el paño-. No he visto ninguna mancha de sangre.

– Mójalo con agua fría pero no lo escurras -indicó Kivrin-. Padre Roche, ayudadme a levantarlo.

Roche sujetó al enfermo por los hombros y lo levantó. No había sangre bajo la cabeza.

Roche lo soltó con cuidado.

– ¿Pensáis que es fiebre tifoidea? -dijo, y había algo curioso en su voz, un tono casi esperanzado.

– No lo sé.

Rosemund le tendió el paño. Había obedecido la orden de Kivrin. El paño goteaba agua helada.

Kivrin se inclinó hacia adelante y lo colocó sobre la frente del clérigo.

El enfermo levantó los brazos de repente, en un gesto salvaje, y arrancó el paño de las manos de Kivrin. Luego se incorporó, pataleando y empujándola. Su puño la alcanzó en la pierna, y Kivrin estuvo a punto de caer sobre la cama.

– Lo siento, lo siento -dijo Kivrin, tratando de recuperar el equilibrio y sujetarle las manos-. Lo siento.

Sus ojos inyectados en sangre estaban ahora completamente abiertos y miraban al frente.

– Gloriam tuam -dijo con una extraña voz aguda que era casi un grito.

– Lo siento -repitió Kivrin. Lo sujetó por la muñeca, pero su otra mano se disparó y la golpeó en el pecho.

– Réquiem aeternam dona eis -rugió él, poniéndose primero de rodillas y luego de pie en la cama-. Et lux perpetu luceat eis.

De pronto Kivrin se dio cuenta de que intentaba cantar la misa por los muertos.

El padre Roche lo aferró por la camisa, y el clérigo se sacudió, liberándose a patadas, y luego siguió pataleando y dando vueltas como si bailara.

– Miserere nobis.

Estaba demasiado cerca de la pared para que pudieran cogerlo, y golpeaba los maderos con los pies y los brazos involuntariamente.

– Cuando esté a nuestro alcance, tenemos que cogerlo por los tobillos y derribarlo -dijo Kivrin.

El padre Roche asintió, sin aliento. Los demás parecían transfigurados, ni siquiera trataban de detenerlo. Imeyne seguía de rodillas. Maisry se apartó de la ventana, con las manos sobre las orejas y los ojos cerrados. Rosemund había recuperado el trapo mojado y lo tenía en las manos extendidas como si pensara que Kivrin iba a intentar volver a ponérselo en la frente. Agnes miraba boquiabierta el cuerpo medio desnudo del clérigo.

El clérigo se volvió hacia ellos, tirando de los lazos de su camisa para intentar abrirlos.

– Ahora -dijo Kivrin.

El padre Roche y ella se abalanzaron hacia los tobillos del enfermo. El clérigo cayó sobre una rodilla, agitando los brazos, se liberó y se lanzó hacia Rosemund. Ella levantó las manos, todavía sosteniendo el trapo, y él la golpeó con fuerza en el pecho.

– Miserere nobis -aulló, y los dos cayeron juntos.

– Cogedle los brazos antes de que le haga daño -dijo Kivrin, pero el clérigo ya no se agitaba. Yacía encima de Rosemund, inmóvil, con la boca casi junto a la de la niña, los brazos flácidos a los costados.

El padre Roche lo cogió y le hizo dar la vuelta. El clérigo respiraba entrecortadamente, pero ya no jadeaba.

– ¿Está muerto? -preguntó Agnes.

Como si su voz hubiera liberado a las demás mujeres de un hechizo, todas avanzaron. Lady Imeyne se puso en pie, agarrándose al poste de la cama.

– Blackie se murió -comentó Agnes, agarrada a las faldas de su madre.

– No está muerto -replicó Imeyne, arrodillada junto a él-, pero la fiebre de la sangre le ha subido al cerebro. Pasa a menudo.

Te equivocas, pensó Kivrin. Esto no es un síntoma de ninguna enfermedad de la que yo haya oído hablar. ¿Qué podría ser? ¿Meningitis? ¿Epilepsia?

Se inclinó hacia Rosemund. La niña yacía rígida en el suelo, con los ojos cerrados, las manos convertidas en puños blancos.

– ¿Te ha hecho daño?

Rosemund abrió los ojos.

– Me ha empujado -dijo con un hilo de voz.

– ¿Puedes levantarte? -preguntó Kivrin.

Rosemund asintió y Eliwys avanzó un paso, con Agnes todavía pegada a sus faldas. Ayudaron a Rosemund a levantarse.

– Me duele el pie -dijo, apoyándose en su madre, pero enseguida pudo sostenerse sola-. De repente…

Eliwys la acompañó hasta la cama y la hizo sentarse en el cofre de madera tallada. Agnes se le acercó.

– El clérigo del obispo te saltó encima -comentó la pequeña.

El clérigo murmuró algo, y Rosemund lo miró, temerosa.

– ¿Se levantará otra vez? -preguntó a Eliwys.

– No -la tranquilizó su madre, pero ayudó a Rosemund a levantarse y la guió hasta la puerta-. Acompaña a tu hermana al hogar y siéntate con ella -le dijo a Agnes.

Agnes cogió a Rosemund de la mano y la condujo fuera.

– Cuando el clérigo se muera, lo enterrarán en el cementerio -oyó Kivrin que decía-. Como a Blackie.

El clérigo parecía ya muerto, con los ojos entornados pero ciegos. El padre Roche se arrodilló junto a él y se lo cargó fácilmente al hombro. La cabeza y los brazos del enfermo colgaron flácidos, como Kivrin había llevado a Agnes a la mansión después de la misa del gallo. Kivrin destapó rápidamente la cama y Roche lo acostó.

– Tenemos que sacarle la fiebre de la cabeza -dijo lady Imeyne, quien regresó a su pócima-. Las especias le han enfebrecido el cerebro.

– No -susurró Kivrin, mirando al sacerdote. Yacía de espaldas con las manos en los costados, con las palmas hacia arriba. La fina camisa estaba abierta por delante y le había resbalado por el hombro izquierdo, de modo que el brazo extendido quedaba al descubierto. Bajo el brazo había una hinchazón roja-. No -jadeó.

La hinchazón era roja, brillante, y casi tan grande como un huevo. Fiebre alta, lengua hinchada, intoxicación del sistema nervioso, bubas bajo los brazos y en la ingle.

Kivrin se apartó de la cama.

– No puede ser -suspiró-. Será otra cosa.

Tenía que serlo. Un furúnculo o una úlcera de algún tipo. Extendió la mano para apartar la manga.

Las manos del clérigo se retorcieron. Roche lo agarró por las muñecas, sujetándolas contra la cama. La hinchazón era dura al tacto, y a su alrededor la piel estaba negra y violácea.

– No puede ser -repitió Kivrin-. Sólo estamos en 1320.

– Esto le quitará la fiebre -dijo Imeyne. Se levantó, entumecida, sosteniendo la pócima-. Quitadle la camisa para que pueda extenderle la pócima -se dirigió a la cama.

– ¡No! -exclamó Kivrin. Tendió las manos para detenerla-. ¡Apartaos! ¡No lo toquéis!

– No digáis insensateces -replicó Imeyne. Miró a Roche-. Es una simple fiebre de estómago.

– ¡No es fiebre! -gritó Kivrin. Se volvió hacia Roche-. Soltadle las manos y apartaos de él. No es fiebre. Es la peste.

Todos ellos, Roche, Imeyne y Eliwys la miraron tan estúpidamente como Maisry.

Ni siquiera saben lo que es, pensó desesperada, porque todavía no existe, la Peste Negra no existe todavía. Ni siquiera empezó en China hasta 1333. Y no alcanzó Inglaterra hasta 1348.

– Pero lo es -declaró-. Tiene todos los síntomas. Las bubas, la lengua hinchada y las hemorragias bajo la piel.

– Es una simple fiebre de estómago -repitió Imeyne, y se dirigió a la cama.

– No… -dijo Kivrin, pero Imeyne ya se había detenido y extendió el emplasto sobre el pecho del clérigo.

– Dios se apiade de nosotros -rezó, y retrocedió, todavía sujetando la pócima.

– ¿Es el mal azul? -preguntó Eliwys, asustada.

Y de repente Kivrin lo vio todo. No habían venido aquí a causa del juicio, porque lord Guillaume tuviera problemas con el rey. Él las había enviado aquí porque había peste en Bath.

«Nuestra aya murió», había dicho Agnes. Y también había muerto el capellán de lady Imeyne, el hermano Hubard. Murió del mal azul, según le había contado la niña. Y sir Bloet había dicho que el juicio de Bath se había suspendido porque el juez estaba enfermo.

Por eso Eliwys no quería mandar noticias a Courcy y se había enfadado tanto cuando Imeyne envió a Gawyn al obispo. Porque había peste en Bath. Pero no podía ser. La Peste Negra no llegó a Bath hasta el otoño de 1348.

– ¿Qué año es? -preguntó Kivrin.

Las mujeres la miraron aturdidas; Imeyne todavía sujetaba la pócima olvidada. Kivrin se volvió hacia Roche.

– ¿Qué año es?

– ¿Estáis enferma, lady Katherine? -preguntó él ansiosamente. La cogió por las muñecas como si temiera que fuera a sufrir uno de los ataques del clérigo.

Ella apartó las manos.

– Decidme el año.

– Es el vigésimo primer año del reinado de Eduardo III -dijo Eliwys.

Eduardo tercero, no segundo. En su pánico, no logró recordar cuándo había reinado.

– Decidme el año.

– Anno Domine -murmuró el clérigo desde la cama. Intentó lamerse los labios con la lengua hinchada-. Mil trescientos cuarenta y ocho.