"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

9

– ¿Qué ocurre, Badri? ¿Qué va mal? -preguntó Dunworthy.

– Frío -dijo Badri. Dunworthy se inclinó sobre él y lo arropó hasta los hombros. La sábana parecía dolorosamente inadecuada, tan fina como la bata de papel que llevaba Badri. No le extrañaba que tuviera frío.

– Gracias -murmuró Badri. Sacó una mano de debajo de la sábana y agarró la de Dunworthy. Cerró los ojos.

Dunworthy miró ansiosamente las pantallas, pero eran tan inescrutables como siempre. La temperatura todavía era de treinta y nueve coma nueve. La mano de Badri estaba muy caliente, incluso a través del guante impermeable, y las uñas parecían extrañas, casi de color azul oscuro. La piel de Badri parecía también más oscura, y su cara, de algún modo, se veía más delgada que cuando lo habían traído.

La enfermera, cuya silueta bajo la bata de papel le recordaba desagradablemente a la de la señora Gaddson, entró y dijo a regañadientes:

– La lista de contactos primarios está en la gráfica.

Ahora se explicaba que Badri le tuviera miedo.

– CH1 -dijo ella, señalando el teclado bajo la primera pantalla a la izquierda.

Una gráfica dividida en dos bloques de una hora apareció en la pantalla. El nombre de Dunworthy, el de Mary y las encargadas de la planta aparecían en la parte superior con las letras RPE detrás, entre paréntesis, presumiblemente para indicar que llevaban ropa protectora especial cuando entraron en contacto con él.

– Avanza -dijo Dunworthy, y la gráfica se deslizó sobre la pantalla incluyendo la llegada al hospital, los auxiliares de la ambulancia, la red, los dos últimos días. Badri había estado en Londres el lunes por la mañana preparando un lanzamiento para el Jesús College. Había regresado a Oxford en metro a mediodía.

Había ido a ver a Dunworthy a las dos y media y permaneció allí hasta las cuatro. Dunworthy introdujo las horas en la gráfica. Badri le había dicho que el domingo fue a Londres, aunque no recordaba a qué hora. Introdujo: «Londres, telefonear a Jesús College para confirmar hora de llegada.»

– De vez en cuando se despierta -señaló la enfermera, con tono desaprobador-. Es la fiebre -comprobó los goteros, dio un tirón a las sábanas, y luego se marchó.

La puerta, al cerrarse, pareció despertar a Badri. Abrió los ojos.

– Tengo que hacerte algunas preguntas, Badri -dijo Dunworthy-. Necesitamos averiguar a quién has visto y hablado. No queremos que también se pongan enfermos, y necesitamos que nos digas quiénes son.

– Kivrin -dijo él. Su voz era débil, casi un susurro, pero su mano agarraba con fuerza la de Dunworthy-. En el laboratorio.

– ¿Esta mañana? ¿Viste a Kivrin antes de esta mañana? ¿La viste ayer?

– No.

– ¿Qué hiciste ayer?

– Comprobé la red -respondió débilmente, y su mano se aferró a la de Dunworthy.

– ¿Estuviste allí todo el día?

Él sacudió la cabeza, y el esfuerzo produjo toda una serie de pitidos y subidas en las pantallas.

– Fui a verle.

Dunworthy asintió.

– Me dejaste una nota. ¿Qué hiciste después? ¿Viste a Kivrin?

– Kivrin. Comprobé las coordenadas de Puhalski.

– ¿Eran correctas?

Badri frunció el ceño.

– Sí.

– ¿Estás seguro?

– Sí. Las comprobé dos veces -se interrumpió para tomar aliento-. Hice un chequeo interno y una comparación.

Dunworthy sintió un arrebato de alivio. No se había producido ningún error en las coordenadas.

– ¿Y el deslizamiento? ¿Cuánto hubo?

– Qué dolor de cabeza -murmuró Badri-. Esta mañana. Será que bebí demasiado en el baile.

– ¿Qué baile?

– Estoy cansado -murmuró.

– ¿A qué baile fuiste? -insistió Dunworthy, sintiéndose como un inquisidor-. ¿Cuándo fue? ¿El lunes?

– El martes. Bebí demasiado -volvió la cabeza en la almohada.

– Descansa ahora -aconsejó Dunworthy. Suavemente, retiró la mano-. Intenta dormir un poco.

– Me alegro de que haya venido -dijo Badri, y volvió a cogerle la mano.

Dunworthy la sostuvo, observando alternativamente a Badri y las pantallas mientras dormía. Estaba lloviendo. Oía el repiqueteo de las gotas tras las cortinas echadas.


No se había dado cuenta de lo enfermo que estaba Badri. Estaba demasiado preocupado por Kivrin para pensar en él. Tal vez no debería estar tan enfadado con Montoya y los demás. También tenían sus preocupaciones, y ninguno de ellos se había parado a pensar lo que significaba la enfermedad de Badri excepto en términos de las dificultades e inconveniencias que causaba. Incluso Mary, que hablaba de habilitar Bulkeley-Johnson para una enfermería y las posibilidades de una epidemia, no había captado la realidad de la enfermedad de Badri y lo que significaba. Había recibido las vacunas antivirales, y sin embargo yacía con una fiebre de treinta y nueve coma nueve.

Pasó la tarde. Dunworthy oyó la lluvia y el repicar de los cuartos de hora en St. Hilda y, más distante, los de Christ Church. La enfermera le informó sombríamente de que su turno acababa, y una enfermera rubia, mucho más alegre y más menuda, con las insignias de estudiante, entró a comprobar los goteros y observar las pantallas.

Badri se debatía entre la vigilia y el sueño con un esfuerzo que Dunworthy difícilmente habría calificado de «oscilante». Parecía cada vez más exhausto cuando recuperaba el conocimiento, y cada vez menos capaz de responder a las preguntas de Dunworthy.

Pero Dunworthy continuó haciéndolas, implacable. El baile de Navidad se había celebrado en Headington. Badri había ido a un pub después. No recordaba el nombre. La mañana del lunes había trabajado solo en el laboratorio, comprobando las coordenadas de Puhalski. Había llegado de Londres a mediodía. En metro. Era imposible. Pasajeros del metro y asistentes a la fiesta, y toda la gente con quien había contactado en Londres. Nunca podrían localizarlos y estudiarlos a todos, aunque Badri supiera quiénes eran.

– ¿Cómo llegaste a Brasenose esta mañana? -le preguntó Dunworthy la siguiente vez que Badri despertó.

– ¿Mañana? -dijo Badri, mirando la ventana corrida como si pensara que ya era de día-. ¿Cuánto tiempo he dormido?

Dunworthy no supo qué contestar. Había dormido de forma intermitente toda la tarde.

– Son las diez -dijo, mirando su digital-. Te trajimos al hospital a la una y media. Dirigiste la red esta mañana y enviaste a Kivrin. ¿Recuerdas cuándo empezaste a encontrarte mal?

– ¿Qué fecha es hoy? -dijo Badri, de pronto.

– Veintidós de diciembre. Sólo has estado aquí parte de un día.

– El año -replicó Badri, intentando incorporarse-. ¿Qué año es?

Dunworthy miró ansiosamente las pantallas. La temperatura era de casi cuarenta.

– El año es el 2054 -respondió, inclinándose para calmarlo-. Es veintidós de diciembre.

– Apártese -dijo Badri.

Dunworthy se enderezó y se apartó de la cama.

– Apártese -repitió Badri. Se incorporó más y contempló la habitación-. ¿Dónde está el señor Dunworthy? Tengo que hablar con él.

– Estoy aquí, Badri -Dunworthy avanzó un paso hacia la cama y luego se detuvo, temiendo sobresaltarlo-. ¿Qué querías decirme?

– ¿Sabe entonces dónde podría estar? ¿Quiere darle esta nota?

Le tendió una hoja de papel imaginaria, y Dunworthy advirtió que debía de estar reviviendo la tarde del martes, cuando fue a verle a Balliol.

– Tengo que volver a la red -consultó un digital imaginario-. ¿Está abierto el laboratorio?

– ¿De qué querías hablar con el señor Dunworthy? ¿Del deslizamiento?

– No. ¡Apártese! Va a dejarla caer. ¡La tapa! -miró fijamente a Dunworthy, con los ojos brillantes de fiebre-. ¿A qué espera? ¡Vaya y recójalo!

Entró la estudiante de enfermería.

– Está delirando -comentó Dunworthy.

Dirigió a Badri una rápida mirada y luego contempló las pantallas. A Dunworthy le parecían siniestras, veloces números que cruzaban frenéticamente las pantallas y zigzagueaban en tres dimensiones, pero la enfermera no parecía especialmente preocupada. Miró por turnos cada una de las pantallas y empezó a ajustar tranquilamente el flujo de los goteros.

– Tiéndase, ¿quiere? -dijo, todavía sin mirar a Badri, y sorprendentemente él obedeció.

– Creía que se había marchado -dijo él, recostado contra la almohada-. Gracias a Dios que está aquí -continuó, y pareció desplomarse de nuevo, aunque esta vez no había ningún sitio al que caer.

La estudiante de enfermería no se dio cuenta. Todavía estaba ajustando los goteros.

– Se ha desmayado -advirtió Dunworthy.

Ella asintió y empezó a leer la pantalla. Ni siquiera miró a Badri, que parecía mortalmente pálido bajo su piel oscura.

– ¿No cree que debería llamar a un médico? -dijo Dunworthy, y la puerta se abrió y entró una mujer alta vestida con RPE.

Tampoco miró a Badri. Leyó los monitores uno a uno, y entonces preguntó:

– ¿Indicaciones de implicación pleural?

– Cianosis y escalofríos -dijo la enfermera.

– ¿Qué le están dando?

– Mixabravina.

La doctora cogió un estetoscopio de la pared, y desenrolló la pieza del cable.

– ¿Alguna hemoptisis?

Ella sacudió la cabeza.

– Tengo frío -murmuró Badri desde la cama. Ninguna de ellas le prestó la más mínima atención. Badri empezó a tiritar-. No lo deje caer. Era de porcelana, ¿verdad?

– Cincuenta centímetros cúbicos de penicilina acuosa y una dosis de ASA -ordenó la doctora. Sentó a Badri en la cama y abrió las tiras de velero de su bata de papel. Badri tiritaba más que nunca. La doctora presionó el estetoscopio contra la espalda de Badri en lo que Dunworthy consideró un castigo cruel e inusitado.

– Respire hondo -dijo la doctora, los ojos fijos en la pantalla. Badri obedeció, castañeteando los dientes.

– Consolidación pleural menor inferior izquierda -anunció la doctora crípticamente, y movió el aparato un centímetro-. Otra vez -movió el aparato varias veces más-. ¿Tenemos ya una identificación?

– Mixovirus -respondió la enfermera, llenando una jeringuilla-. Tipo A.

– ¿Secuenciado?

– Todavía no -insertó la jeringuilla en la cánula y la vació. En el exterior sonó un teléfono.

La doctora cerró la bata de Badri, lo volvió a acostar y le cubrió las piernas descuidadamente.

– Déme un gramo -dijo, y se marchó. El teléfono siguió sonando.

Dunworthy ansiaba tapar bien a Badri, pero la estudiante de enfermería estaba colocando otro gotero en la percha. Esperó hasta que ella hubo terminado y se marchó, y luego alisó la sábana y arropó cuidadosamente a Badri hasta los hombros, remetiendo la tela por debajo de la cama.

– ¿Estás mejor? -preguntó, pero Badri ya había dejado de tiritar y se había quedado dormido. Dunworthy miró las pantallas. Su temperatura era ya de treinta y nueve coma dos, y las anteriores líneas frenéticas de las otras pantallas eran firmes y fuertes.

– Señor Dunworthy -dijo la voz de la estudiante de enfermería desde algún lugar de la pared-, hay una llamada para usted. Un tal señor Finch.

Dunworthy abrió la puerta. La enfermera, sin su RPE, le indicó que se quitara la bata. Él la obedeció, y tiró las ropas en la gran bolsa que ella le señaló.

– Sus gafas, por favor.

Se las tendió, y ella las roció con desinfectante. Dunworthy cogió el teléfono, entornando los ojos ante la pantalla.

– Señor Dunworthy, le he estado buscando por todas partes -dijo Finch-. Ha ocurrido algo terrible.

– ¿De qué se trata? -Dunworthy miró su digital. Eran las diez. Demasiado pronto para que alguien hubiera aparecido con el virus si el período de incubación era de doce horas-. ¿Hay alguien enfermo?

– No, señor. Mucho peor que eso: la señora Gaddson. Está en Oxford. De algún modo ha logrado cruzar el perímetro de la cuarentena.

– Lo sé. Cogió el último tren. Les hizo sujetar las puertas.

– Sí, bueno, llamó desde el hospital. Insiste en alojarse en Balliol, y me acusa de no haber cuidado adecuadamente de William porque fui quien designó a los tutores, y por lo visto su tutor le hizo quedarse durante las vacaciones para estudiar a Petrarca.

– Dígale que no tenemos sitio, que los dormitorios están siendo esterilizados.

– Ya se lo dije, señor, pero respondió que en ese caso se alojaría con William en su habitación. No me gusta hacerle eso, señor.

– No -dijo Dunworthy-. Hay algunas cosas que nadie debería tener que soportar, ni siquiera en una epidemia. ¿Le ha dicho a William que ha venido su madre?

– No, señor. Lo intenté, pero no está en el colegio. Tom Gailey me dijo que estaba visitando a una jovencita en Shrewsbury, así que la telefoneé, pero no me contestaron.

– Seguramente estarán estudiando a Petrarca en alguna parte -ironizó Dunworthy, preguntándose qué sucedería si la señora Gaddson se tropezara con la desprevenida pareja camino de Balliol.

– No comprendo por qué debe hacer eso, señor -comentó Finch, con voz preocupada-. O por qué su tutor le ha asignado Petrarca. Estudia literatura moderna.

– Sí, bueno, cuando llegue la señora Gaddson, alójela en Warren -la enfermera alzó la cabeza bruscamente mientras terminaba de limpiarle las gafas-. Está al otro lado del patio de todas formas. Ofrézcale una habitación que no dé a ningún sitio. Y compruebe nuestro suministro de pomada contra los sarpullidos.

– Sí, señor -dijo Finch-. Hablé con la administradora del New College. Dijo que antes de marcharse, el señor Basingame le comentó que quería estar «libre de distracciones», pero suponía que le habría dicho a alguien adonde iba y que intentaría telefonear a su mujer en cuanto las líneas queden libres.

– ¿Preguntó por sus técnicos?

– Sí, señor. Todos ellos se han ido a casa a pasar las vacaciones.

– ¿Cual de nuestros técnicos vive más cerca de Oxford?

Finch reflexionó durante un momento.

– Andrews, en Reading. ¿Quiere su número?

– Sí, y prepáreme una lista con los números y direcciones de los demás.

Finch recitó el número de Andrews.

– He tomado medidas para remediar la situación del papel higiénico. He colocado carteles con la siguiente frase: «El derroche conduce a la necesidad.»

– Maravilloso -dijo Dunworthy. Colgó e intentó llamar a Andrews. Comunicaba.

La estudiante de enfermería le tendió sus gafas y un nuevo fardo de RPE, y él se las puso, procurando colocarse la mascarilla antes que la gorra y dejar los guantes para lo último.

Con todo, tardó una considerable cantidad de tiempo en prepararse. Esperaba que la enfermera fuera muchísimo más rápida si Badri tocaba el timbre pidiendo ayuda.

Entró de nuevo. Badri estaba dormido, inquieto. Miró las pantallas. Su temperatura era de treinta y nueve coma cuatro.

Le dolía la cabeza. Se quitó las gafas y se frotó entre los ojos. Entonces se sentó en el taburete y miró la lista de contactos que había preparado hasta el momento. Apenas podía considerarse una lista, pues había muchos agujeros en ella. El nombre del pub al que había ido Badri después del baile. Dónde había estado Badri el lunes por la noche. Y el domingo por la tarde. Había llegado de Londres en metro a las doce, y Dunworthy le había llamado para pedirle que dirigiera la red a las dos y media. ¿Dónde había estado durante esas dos horas y media?

¿Y dónde había ido el martes por la tarde después de ir a Balliol y dejar una nota diciendo que había hecho una comprobación de sistemas en la red? ¿De vuelta al laboratorio? ¿O a otro pub? Se preguntó si tal vez alguien de Balliol había hablado con Badri mientras estuvo allí. Cuando Finch volviera a llamar para informarle de las últimas novedades acerca de las campaneras americanas y el papel higiénico, le diría que preguntara a todos los que estuvieran en el colegio si habían visto a Badri.

La puerta se abrió, y la estudiante de enfermería, enfundada en RPE, entró. Dunworthy miró automáticamente las pantallas, pero no detectó ningún cambio dramático. Badri seguía dormido. La enfermera introdujo algunas cifras en la pantalla, comprobó el gotero, y tiró de una esquina de las sábanas. Descorrió la cortina y se quedó allí, retorciendo el cordón en sus manos.

– No pude evitar oír lo que decía por teléfono -comentó-. Mencionó a la señora Gaddson. Sé que es una falta de educación por mi parte, ¿pero es posible que estuvieran hablando de la madre de William Gaddson?

– Sí -contestó él, sorprendido-. William estudia en Balliol. ¿Le conoce?

– Es amigo mío -asintió ella, sonrojándose tanto que él lo notó a través de la máscara impermeable.

– Ah -Dunworthy se preguntó cuándo tenía tiempo William para estudiar a Petrarca-. La madre de William está aquí, en el hospital -comentó, sintiendo que debía advertirla, pero sin tener muy claro el motivo-. Ha venido a visitarle durante la Navidad.

– ¿Está aquí? -preguntó la enfermera, sonrojándose todavía más-. Creía que estábamos en cuarentena.

– Su tren fue el último que llegó de Londres -explicó Dunworthy tristemente.

– ¿Lo sabe William?

– Mi secretario está intentando notificárselo -dijo él, omitiendo la parte de la joven de Shrewsbury.

– Está en el Bodleian, estudiando a Petrarca -dijo ella. Soltó el cordón de la cortina y salió, sin duda para telefonear al Bodleian.

Badri se agitó y murmuró algo que Dunworthy no pudo distinguir. Parecía acalorado y su respiración se había vuelto más dificultosa.

– ¿Badri? -llamó.

Badri abrió los ojos.

– ¿Dónde estoy?

Dunworthy miró los monitores. La fiebre le había bajado medio grado y parecía más alerta que antes.

– En el hospital -respondió-. Te desmayaste en el laboratorio de Brasenose mientras operabas la red. ¿Te acuerdas?

– Recuerdo que me notaba raro. Frío. Fui al pub para decirle que tenía el ajuste… -una expresión extraña y asustada asomó a su cara.

– Me dijiste que algo fallaba. ¿De que se trataba? ¿Del deslizamiento?

– Algo fallaba -repitió Badri. Intentó apoyarse en un codo-. ¿Qué me está pasando?

– Estás enfermo. Tienes la gripe.

– ¿Enfermo? Nunca he estado enfermo -se esforzó por sentarse-. Murieron, ¿verdad?

– ¿Quiénes?

– Los mató a todos.

– ¿Viste a alguien, Badri? Es muy importante. ¿Tenía alguien más el virus?

– ¿Virus? -dijo él, y había un claro alivio en su voz-. ¿Tengo un virus?

– Sí. Un tipo de gripe. No es fatal. Te han estado dando antimicrobiales, y un análogo viene de camino. Te recuperarás enseguida. ¿Sabes quién te la contagió? ¿Tenía alguien más el virus?

– No -volvió a acomodarse sobre la almohada-. Creía… ¡Oh! -miró a Dunworthy, alarmado-. Algo falla -repitió desesperadamente.

– ¿Qué es? -extendió la mano hacia el timbre-. ¿Qué va mal?

Los ojos de Badri estaban espantados.

– ¡Duele!

Dunworthy pulsó el timbre. La enfermera y un médico de guardia entraron inmediatamente y ejecutaron la misma rutina, sondeándolo con el estetoscopio helado.

– Se quejaba de frío -explicó Dunworthy-. Y de que le dolía algo.

– ¿Dónde le duele? -preguntó el médico, mirando la pantalla.

– Aquí -contestó Badri. Se llevó la mano a la parte derecha del pecho. Empezó a tiritar de nuevo.

– Pleuritis inferior derecha -dijo el médico.

– Me duele cuando respiro -añadió Badri. Los dientes les castañeteaban-. Algo falla.

Algo falla. No se refería al ajuste. Se refería a sí mismo. ¿Qué edad tenía? ¿La misma edad que Kivrin? Habían empezado a suministrar rinovirus antivirales rutinarios hacía casi treinta años. Era muy posible que cuando dijo que nunca había estado enfermo quisiera decir que no había sufrido ni siquiera un resfriado.

– ¿Oxígeno? -preguntó la enfermera.

– Todavía no -dijo el médico mientras salía-. Comience con doscientas unidades de cloramfenicol.

La enfermera volvió a acostar a Badri, unió una nueva bolsa al gotero, vio cómo la temperatura bajaba durante un momento, y se marchó.

Dunworthy contempló a través de la ventana la noche lluviosa. Recuerdo que me notaba raro, había dicho. No enfermo. Curioso. Alguien que nunca hubiera pasado un resfriado no sabría cómo reaccionar ante la fiebre o los escalofríos. Sólo habría sabido que algo iba mal y habría dejado la red y corrido hacia el pub para contárselo a alguien. Tenía que decírselo a Dunworthy. Algo fallaba.

Dunworthy se quitó las gafas y se frotó los ojos. El desinfectante hacía que le escocieran. Se sentía agotado. Había dicho que no podría relajarse hasta convencerse de que Badri se encontraba bien. Badri estaba descansando, el malestar de su respiración reducido por la magia impersonal de los médicos. Y Kivrin dormía también, en una cama infestada de chinches a setecientos años de distancia. O completamente despierta, impresionando a los contemporáneos con sus modales en la mesa y sus uñas sucias, o arrodillada sobre un sucio suelo de piedra, contándole a sus manos sus aventuras.

Debió de quedarse dormido. Soñó que oía sonar un teléfono. Era Finch. Le dijo que las americanas amenazaban con demandarlos por suministros insuficientes de papel higiénico y que el vicario había venido con las Escrituras.

– Es Mateo 2,11 -decía Finch-. El derroche conduce a la necesidad.

En ese momento la enfermera abrió la puerta y le dijo que Mary necesitaba verle en Admisiones.

Consultó su digital. Eran las cuatro y veinte. Badri dormía aún, con aspecto casi pacífico. La enfermera le esperaba fuera con el frasco de desinfectante y le indicó que cogiera el ascensor.

El olor a desinfectante de sus gafas le ayudó a despejarse. Cuando llegó a la planta baja estaba casi despierto del todo. Mary le esperaba con una mascarilla y el resto del atuendo.

– Tenemos otro caso -dijo, tendiéndole el fardo de RPE-. Es una de las retenidas. Debía de pertenecer a la multitud de compradores. Quiero que intentes identificarla.

Él se puso la ropa con tanta torpeza como la primera vez, y estuvo a punto de romper la bata con sus esfuerzos por separar las tiras de velero.

– Había docenas de compradores en la High -objetó, mientras se calzaba los guantes-. Y yo estaba observando a Badri. Dudo de que pueda identificar a nadie de esa calle.

– Lo sé -contestó Mary. Lo guió pasillo abajo y atravesó la puerta de Admisiones. Parecía que habían pasado años desde que él estuvo aquí.

Por delante, un puñado de personas, todos vestidos de anónimo papel, introducían una camilla. El médico de guardia, también cubierto de papel, tomaba los datos a una mujer delgada y de aspecto asustado con una gabardina Mackintosh mojada y un sombrero del mismo color.

– Se llama Beverly Breen -decía la mujer con voz débil-. Plover Way, doscientos veintiséis, Surbiton.

Supe que algo iba mal. No paraba de decir que tenía que coger el metro para Northampton.

Llevaba un paraguas y un gran bolso de mano, y cuando el médico de guardia le preguntó el número de la Seguridad Social de la paciente, apoyó el paraguas contra el mostrador de admisiones, abrió el bolso, y lo examinó.

– Acaban de traerla de la estación de metro quejándose de dolor de cabeza y escalofríos -explicó Mary-. Estaba en la cola, esperando ser alojada.

Indicó a los médicos que detuvieran la camilla y retiró la sábana del pecho y el cuello de la mujer para que él pudiera verla mejor, pero no fue necesario.

La mujer de la gabardina mojada había encontrado la tarjeta. Se la tendió al médico de guardia, recogió el paraguas, el bolso y un puñado de documentos multicolores, y se acercó con todo el pertrecho a la camilla. El paraguas era grande. Estaba cubierto de violetas color lavanda.

– Badri chocó con ella cuando volvía a la red -declaró Dunworthy.

– ¿Estás absolutamente seguro? -le preguntó Mary.

Él señaló a la amiga de la mujer, que se había sentado y rellenaba los impresos.

– Reconozco el paraguas.

– ¿A qué hora fue eso?

– No estoy seguro. ¿La una y media?

– ¿Qué tipo de contacto fue? ¿La tocó?

– Chocó con ella -dijo él, tratando de recordar la escena-. Chocó con el paraguas, y luego le pidió disculpas, y ella le gritó. Badri recogió el paraguas y se lo entregó.

– ¿Tosió o estornudó?

– No lo recuerdo.

La mujer fue conducida a Admisiones. Mary se levantó.

– Quiero que la pongan en Aislamiento -ordenó, y los siguió.

La amiga de la mujer se levantó, apretando torpemente los impresos contra su pecho. Uno se le cayó.

– ¿Aislamiento? -dijo, asustada-. ¿Qué le pasa?

– Venga conmigo, por favor -indicó Mary, y la condujo a alguna parte para que le hicieran un análisis de sangre y rociaran con desinfectante el paraguas de su amiga antes de que Dunworthy pudiera preguntarle si quería que la esperara.

Fue a preguntárselo a la celadora y entonces se sentó cansinamente en una de las sillas. Había un folleto educativo junto a él. El título rezaba: «La importancia de dormir bien de noche.»

Le dolía el cuello por haber dormido en el taburete, y los ojos volvían a escocerle. Supuso que debería volver a la habitación de Badri, pero no estaba seguro de tener ánimos para colocarse otra RPE. Y tampoco creía ser capaz de despertar a Badri y preguntarle quién más iba a ingresar pronto con una temperatura de treinta y nueve coma cinco.

En cualquier caso, Kivrin no sería uno de ellos. Eran las cuatro y media. Badri había chocado con la mujer del paraguas lavanda a la una y media. Eso significaba una incubación de quince horas, y quince horas atrás Kivrin estaba plenamente protegida.

Mary volvió, sin la gorra y con la mascarilla colgándole del cuello. Tenía el cabello despeinado, y parecía tan cansada como el propio Dunworthy.

– Voy a dar de alta a la señora Gaddson -le dijo a la celadora-. Tiene que volver a las siete para un análisis de sangre -se acercó a Dunworthy-. Me había olvidado de ella -sonrió-. Estaba bastante molesta. Amenazó con demandarme por retención ilegal.

– Se llevará bien con mis campaneras. Amenazan con ir a los tribunales por incumplimiento de contrato.

Mary se pasó la mano por el pelo.

– Tenemos un informe del World Influenza Centre sobre el virus de la influenza-se levantó como si hubiera recibido una súbita inyección de energía-. Me vendría bien una taza de té. Acompáñame.

Dunworthy miró a la celadora, que los observaba atentamente, y se levantó.

– Estaré en la sala de espera de cirugía -le dijo Mary.

– Sí, doctora. Sin querer oí su conversación… -dijo la celadora, vacilante.

Mary se envaró.

– Ha comentado usted que iba a dar de alta a la señora Gaddson, y luego le oí mencionar el nombre de William, y me preguntaba si por casualidad la señora Gaddson es la madre de William Gaddson.

– Sí -contestó Mary, sorprendida.

– ¿Es amiga suya? -intervino Dunworthy, preguntándose si se ruborizaría como la estudiante de enfermería rubia.

Lo hizo.

– He llegado a conocerlo bastante bien durante estas vacaciones. Se ha quedado para estudiar a Petrarca.

– Entre otras cosas -masculló Dunworthy. Dejó a la celadora todavía ruborizada y condujo a Mary tras el cartel de «prohibido el paso: zona de aislamiento» y pasillo abajo.

– ¿Qué diantres pasa aquí? -preguntó ella.

– El enfermizo William tiene muchos más recursos de lo que suponíamos en un principio -rió él, y abrió la puerta de la sala de espera.

Mary encendió la luz y se dirigió al carrito del té. Agitó la tetera eléctrica y desapareció con el aparato en el cuarto de baño. Él se sentó. Alguien se había llevado la bandeja con el equipo para tomar muestras de sangre y devuelto la mesa a su sitio, pero la bolsa de las compras de Mary estaba todavía en mitad del suelo. Se inclinó hacia delante y la acercó a las sillas.

Mary volvió a aparecer con la tetera. Se inclinó y la enchufó.

– ¿Has tenido suerte con los contactos de Badri?

– Si quieres llamarlo así… Fue a un baile de Navidad en Headington anoche. Cogió el metro las dos veces. ¿Cómo está la situación?

Mary abrió dos bolsas de té y las esparció sobre las tazas.

– Me temo que sólo hay leche en polvo. ¿Sabes si ha tenido contacto recientemente con alguien de Estados Unidos?

– No. ¿Por qué?

– ¿Tomas azúcar?

– ¿Cómo está la situación?

Ella sirvió leche en polvo en las tazas.

– La mala noticia es que Badri está muy enfermo -añadió azúcar-. Recibió las vacunas estacionales a través de la Universidad, que exige más protección de amplio espectro que el ministerio. Debería estar completamente protegido contra un cambio de cinco puntos, y parcialmente resistente a uno de diez. Sin embargo, muestra síntomas absolutos de influenza, lo cual indica una mutación importante.

La tetera silbó.

– Eso significa una epidemia.

– Sí.

– ¿Una pandemia?

– Posiblemente. Si el WIC no puede secuenciar el virus rápidamente, o el personal cae fulminado. O si no se mantiene la cuarentena.

Desenchufó la tetera y sirvió agua caliente en las tazas.

– La buena noticia es que el WIC opina que es una influenza que se originó en Carolina del Sur -le tendió una taza a Dunworthy-. En ese caso, ya ha sido secuenciada y se ha creado una vacuna y un análogo, responde bien a las antimicrobiales y al tratamiento sintomático, y no es mortal.

– ¿De cuánto es el período de incubación?

– Entre doce y cuarenta y ocho horas -se apoyó contra el carrito y tomó un sorbo de té-. El WIC va a enviar muestras de sangre al CDC de Atlanta para compararlas, y ellos nos mandarán las recomendaciones para el tratamiento.

– ¿A qué hora ingresó Kivrin en enfermería el lunes para recibir las antivirales?

– A las tres. Estuvo aquí hasta las nueve de la mañana. Le pedí que se quedara para asegurarme de que dormía bien.

– Badri dice que no la vio ayer, pero podía haber contactado con ella el lunes antes de que viniera.

– Tendría que haber quedado expuesta antes de su vacuna antiviral, y el virus disponer de una oportunidad de replicarse para que ella corra peligro, James. Aunque viera a Badri el lunes o el martes, tiene menos peligro de desarrollar los síntomas que tú -lo miró gravemente por encima de la taza de té-. Todavía estás preocupado por el ajuste, ¿verdad?

Él apenas sacudió la cabeza.

– Badri dice que comprobó las coordenadas del estudiante y que eran correctas, y que ya había dicho a Gilchrist que el deslizamiento era mínimo -dijo, deseando que Badri le hubiera contestado cuando le preguntó por el deslizamiento.

– ¿Qué más pudo haber salido mal?

– No lo sé. Nada. Excepto que ella está sola en la Edad Media.

Mary depositó su taza de té en el carrito.

– Es posible que esté más segura allí que aquí. Vamos a tener un montón de pacientes enfermos. La influenza se extiende como el fuego, y la cuarentena sólo la empeorará. El personal médico es siempre el primero en quedar expuesto. Si la contraen, o si el suministro de antimicrobiales se agota, este siglo podría ser el que tenga un diez.

Se pasó la mano por la cabeza, agotada.

– Lo siento, es el cansancio el que habla. Esto no es la Edad Media, después de todo. Ni siquiera es el siglo XX. Tenemos metabolizadores y adjutores, y si es el virus de Carolina del Sur, también disponemos de un análogo y una vacuna. Pero me alegro de que Colin y Kivrin estén a salvo de todo esto.

– Sí, a salvo en la Edad Media -rezongó Dunworthy.

Mary le sonrió.

– Con los asesinos.

La puerta se abrió de golpe. Un niño alto y rubito con pies grandes y camiseta de rugby entró, goteando agua.

– ¡Colin! -exclamó Mary.

– Vaya, así que estabas aquí -dijo el niño-. Te he estado buscando por todas partes.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(000893-000898)

Señor Dunworthy, ad adjuvandum me festina *