"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)6. Malas influenciasEn aquella época, Dios, de manera misteriosa, entró en las vidas de los tres muchachos. Dios también llegó a la vida de Linda la Larguirucha y, de forma simultánea, entró en la órbita de otros cinco chicos de la localidad, todos más jóvenes que los muchachos. Ocurrió una mañana en la que Sam no tenía más expectativas en la vida que un partido de fútbol. Un domingo por la mañana, tras el desayuno, Sam vio cómo le abotonaban unas ropas que detestaba. Era un traje con pantalones cortos tejido con una fibra sintética brillante y áspera. Había sido embutido en el traje en dos ocasiones más, una vez antes de una boda y otra en un bautizo. Tras ser instruido acerca de cómo tirar de un par de ligas elásticas para que sostuviesen unos calcetines color crema que le llegaban hasta las rodillas, se le ordenó que limpiara los mejores zapatos negros que tenía hasta que brillaran. Cuando estuvo listo, Connie le mojó el pelo con agua y, por medio de un cepillado tremendo, consiguió pegarle el pelo a la coronilla. Sam se disponía a protestar, o al menos a preguntar qué era lo que se escondía detrás de todas aquellas preparaciones, cuando alguien llamó a la puerta principal. Connie abrió la puerta, y Sam se sorprendió al ver a Linda la Larguirucha vestida totalmente de blanco y con un bonete del mismo color. Aún le asombró más ver, detrás de ella y deambulando de manera inquieta en la verja, un variopinto grupo de niños pequeños del barrio, todos de punta en blanco con la ropa de los domingos. Sam sintió una mano adulta que lo empujaba a salir, y la puerta se cerró detrás de él con demasiada rapidez. ¡Y allí estaba Terry! ¡También Clive! Ambos parecían abatidos e incómodos, el cuello y las orejas de Clive brillaban con un color rosa fuerte como si alguien las hubiese raspado con papel de lija. – ¿Qué? -dijo Sam-. ¿Qué es todo esto? – Vamos -dijo Linda con orgullo, atrayéndolos con sus guantes blancos-. Vamos. Se puso a andar a paso rápido pero con un aire orgulloso y con una prepotencia que la hacían totalmente diferente a los días normales de colegio. Los chicos más pequeños del grupo tenían que correr para mantener el ritmo. – ¿Qué ocurre? -le preguntó Sam a Clive y Terry, pero, o bien sabían tanto como él, o estaban demasiado disgustados como para contestar. – Es una sorpresa -gritó Linda por encima del hombro. Marchaba en cabeza del rebaño, serena y con aplomo, con las manos en una postura extraña, como si llevase un cetro y un orbe invisibles. Anduvieron cuatrocientos metros colina arriba hasta que Linda se detuvo frente una verja. Sam reconoció el edificio ante el que se habían detenido. Era una modesta sala hecha de tablas y pintada de negro, con una cruz de madera en el tejado. – Es una iglesia -dijo Sam-. Una iglesia. Linda sonrió y asintió feliz. Abrió la verja e hizo que todos entrasen. Entre los niños más pequeños se produjo un pequeño escalofrío de temor. Linda los calmó, los animó y finalmente los condujo hasta la puerta de la iglesia. Dentro se oía música de órgano. Los tres chicos cerraban el grupo y siguieron a los más pequeños, que ahora se apiñaban unos contra otros como medida de autoprotección, hacia el Interior del edificio. Sam no podía haber sabido, y nunca habría adivinado, la pequeña conspiración paterna que se había producido para conseguir llevarlo hasta allí. Uno o dos padres del barrio, quizá genuinamente preocupados por la educación espiritual de sus hijos, habían formado una alianza Con un grupo mayor de padres que agradecían el descanso de tener una mañana de domingo libre de sus hijos; y esos padres habían diseñado el plan para conseguir que la diligente Linda condujese a los niños a la iglesia misionera de St. Paul. De modo que mientras los niños escuchaban las constricciones de los apóstoles, sus padres y madres podían hacer en la cama lo que tan solo mediante el matrimonio podían hacer sin arder por ello. El señor Philips dio una cálida bienvenida a la escuela dominical tanto a Linda como a los niños. Había otros treinta niños más o menos en el interior, a algunos los conocían de la escuela, a otros no. El señor Philips, un hombre de sonrisa amplia y fácil, de ojos de un azul intenso y una calva que brillaba, se puso delante del altar para contarles historias sobre el buen samaritano y el hijo pródigo. Sam escuchaba con atención. Tras el servicio se le dio a cada niño un cromo y una tarjeta donde pegarlo. Se les dijo que cada semana se daba un cromo diferente. Aquella primera estampa era una ilustración del triste cuento del mismísimo hijo pródigo. Los cromos tenían cierto interés, pero no eran premio suficiente para compensar un partido de fútbol los domingos por la mañana. Sin embargo, aquel plan dominical era claramente obligatorio y los chicos lo sobrellevaron semana tras semana con talante razonable. Después de todo, era muy difícil discutir con Dios. Tras la cuarta semana los chicos habían ido acercándose a la última fila de asientos de la iglesia, donde podían reír, cuchichear y darse puñetazos mientras el señor Philips, al frente, sonreía y hablaba con entusiasmo. Cantaron himnos como, Aramos el campo y sembramos, se arrodillaron para rezar. Sam hundió las rodillas en el reclinatorio que había sobre la madera pulida del suelo y comprobó que casi podía quedarse dormido durante las oraciones. Solo cuando oyó que todos colocaban el trasero en los bancos se enderezó. Terry y Clive estaban encorvados a su derecha. Al abrir los ojos medio dormido se sorprendió al ver al duende sentado a su lado sonriendo. Un grito se le ahogó en la garganta y se quedó paralizado. El duende le puso un dedo en los labios y después le tocó la oreja, indicando que Sam debía atender la lección. – Hoy os voy a contar la historia de la ofrenda de la viuda -entonó el señor Philips con los brazos en jarras. Parecía que no había visto al duende. En la parte de las axilas de su blanca camisa de nailon habían aparecido manchas de sudor con forma de óvalo, y la calva le brillaba bajo la luz de las lámparas. Los ojos le refulgían con fe inamovible, y la cabeza asentía continuamente mientras hablaba. Sam reconoció en los rostros de Clive y Terry el disfraz de atención soñolienta. Miró de nuevo al duende que le guiñaba con maldad. El duende guiñó un ojo de nuevo y alzó una ceja de forma sugerente. Sam estaba a punto de hundirle el codo a Terry en las costillas cuando se dio cuenta de que el duende acariciaba algo en su regazo. Miró hacia abajo y lo que vio le hizo dar un resoplido. El duende tenía la polla fuera. Descansaba suavemente sobre la palma de su mano, de un blanco desagradable, el glande hinchado como una seta salvaje tras una noche de lluvia cálida. El duende abrió la boca enseñando de nuevo los dientes afilados antes de pestañear y mover la cabeza de manera juguetona hacia Sam. Sam se rió con fuerza. Terry se giró para mirar, al igual que unos cuantos rostros de los asientos delanteros. Sam enterró la nariz en un pañuelo y sopló con fuerza. Cuando volvió a mirar, el duende se había ido. – De modo que aunque la viuda hizo una ofrenda muy, muy pequeña… -Philips exhortaba para que entendiera la clase. Sam le clavó el codo a Terry en las costillas. Terry lo miró y Sam le guiñó un ojo. Ahora era el turno de Terry para reírse al ver la polla flácida de Sam asomando por la cremallera abierta. – De modo que no importa lo pequeña que sea… Los hombros de Terry comenzaron a temblar. Clive se despertó de repente y quiso saber qué pasaba. En un instante los tres ahogaban risas y les temblaban los hombros. Terry se metió el pañuelo en la boca, lo cual hizo que se produjeran más resoplidos y una pequeña explosión en la parte de atrás de la nariz que hizo que un chorro de moco verde saliera despedido de sus fosas nasales. Hubo cabezas que se giraron. Linda, en las filas delanteras con su sombrerito blanco, se giró para mirarlos de manera reprobatoria. Esto solo consiguió exacerbar la situación. Sam se clavó las uñas luchando por controlarse. Terry vomitó en el pañuelo, y los músculos de las mejillas de Clive se hincharon hasta un punto crítico. – Y ese es el significado de, de, de… Sam, Terry y Clive, quiero que os quedéis al final… el significado de la historia de la ofrenda de la viuda. Las risas se cortaron al instante. Sam luchó de forma incómoda para introducir la polla en los pantalones antes de que alguien se diera cuenta. La forma en la que Philips lo había mirado parecía sugerir que sabía lo que había ocurrido. Sabía que Sam estaba con la polla fuera. Lo sabía porque Dios se lo había dicho. Dios se lo había dicho al señor Philips y el señor Philips se lo diría a Linda. Linda se lo contaría a su madre, su madre a su padre, y su padre se quitaría el cinturón de la hebilla de metal y le daría una paliza. Así era como actuaba Dios. Tras la escuela dominical el señor Philips los puso en fila en la sacristía mientras los otros niños salían de uno en uno por la puerta sur. Temían al señor Philips a pesar de su simpatía y amabilidad. Las conexiones que tenía con poderes mayores les intimidaban, y tras el suceso, ellos -al menos Sam y Terry-, estaban aterrorizados por la gravedad de su ofensa, especialmente porque estaban seguros de que llegaría a ser pública. – Lo sabe -dijo Sam mientras esperaban a que saliesen los demás. La sacristía olía a cera abrillantadora y a lavanda. En la pared de enfrente había un cuadro de Jesús crucificado entre dos ladrones. – No lo sabe -dijo Clive-, es imposible. – Creo que lo sabe -dijo Terry-. Creo que sí. – No digáis nada -dijo Clive. La puerta se abrió y Philips entró. La cerradura sonó con fuerza al cerrar la puerta. Se colocó delante de ellos con las manos en las caderas y se quitó las gafas. – Bien. Me gustaría saber qué era lo que os hacía tanta gracia hoy. Silencio. – Sí, bueno, puedo quedarme aquí de pie todo el día hasta que me deis una explicación. Todo el día. Silencio. – Estoy esperando. Todos se dieron cuenta de que Philips había perdido. – Vamos, Clive, eres el más sensato de los tres. Riendo como niñitas tontas. Aún estoy esperando. Clive se aclaró la garganta. – Perdón, señor. – No estoy seguro de conformarme con un «perdón». Quiero una explicación. Clive se aclaró la garganta por segunda vez. – Creo -dijo repitiendo una frase que había oído que usaban los adultos-, que hemos debido encontrar algo que nos hacía gracia. – Oh, así que habéis encontrado algo que os hacía gracia, ¿eh? – Sí, señor. – Ya veo. ¿Y qué hay de Jesús? – ¿Señor? – He dicho que qué hay de Jesús. – ¿Señor? – Sí, ¿qué hay de Él? Murió en la cruz por nuestros pecados. Por los vuestros y los míos. ¿Creéis que debió encontrar algo divertido? El duende también enseñó a Sam cómo hiperventilar. Llevó el truco al colegio. La historia incluso llegó hasta el periódico local. Era una tarde soleada y espléndida durante el recreo para el almuerzo, unos diez minutos antes de que la campana sonara para que todos volviesen a clase. Un aeroplano voló por encima sorprendentemente bajo, casi tan bajo como para ver al piloto en la cabina. Sam se quedó mirando, entrecerrando los ojos, aún hipnotizado por aquel cilindro atronador mucho después de que los demás niños lo hubiesen olvidado. Se quedó en el borde del patio y de repente recordó lo que el duende le había enseñado durante la noche. De vuelta al patio cogió a Clive por el brazo. – Oye, mira esto. Escogió a dos niños para que lo agarraran, se tapó los oídos con los dedos e inhaló profundamente, de manera muy rápida, hasta que se desmayó. Los chicos lo atraparon, y en unos segundos recobró la conciencia. – ¡Vaya! -dijo Clive. Él también quería probar. Ocurrió lo mismo. Entonces los otros dos chicos también lo intentaron, seguidos por Terry, y en unos segundos tenían una audiencia de diez o quince niños, todos esperando su turno en aquel juego nuevo. La audiencia se dobló, se triplicó, hasta que todo el patio estaba lleno de niños observando. Entonces ocurrió algo extraño. Sandra Porter, de la clase de Sam, se desmayó de repente sin ni siquiera hiperventilar. Lo mismo les ocurrió a Janet Burrows y a Wendy Cooper, seguidas de Mick Carpenter, y después tres chicas y cuatro chicos más, hasta que todos se desmayaron. El patio, que estaba atestado de chicos, unos ciento sesenta según la lista del colegio, se llenó de cuerpos que se iban al suelo como pétalos de rosa. Sam vio que unos profesores salían corriendo del edificio del colegio. Terry y Clive fueron de los últimos en desmayarse, y Sam pensó que era mejor caer también. Oyó que los profesores se movían entre los cuerpos gritando: «¡Deteneos!», y, «¡Parad de inmediato!». Pero pasaron tres minutos hasta que los primeros niños comenzaron a recuperarse. Sam abrió los ojos brevemente y vio, sentado sobre una valla que rodeaba el patio y sonriendo con satisfacción, al duende. Entonces desapareció. Cuando los niños comenzaron a recuperarse, ninguno parecía capaz de ofrecer una explicación a los profesores de lo que había ocurrido. Simplemente se convirtió en «El día en el que todo el mundo se desmayó». El incidente fue relatado en el Coventry Evening Telegraph y fue descrito como un caso de histeria colectiva. De algún modo nadie relacionó el episodio con Sam. |
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