"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)12. Pistola– ¿Cuánto tiempo te he tenido en mi consulta? -Skelton repasó superficialmente el expediente que tenía en las manos. Sam se encogió de hombros. No estaba seguro de si habían sido tres o cuatro años. Terry había dejado de visitar a Skelton después del primer año, una vez que las pesadillas comenzaron a remitir. Sam, sin embargo, había seguido el consejo de Clive. De hecho, Sam nunca se había opuesto a ir al loquero. Después de todo significaba un descanso del colegio, aunque tuviese que aguantar una hora contestando preguntas sin sentido y dibujando a petición de aquel psiquiatra que olía a nicotina. Una vez que Terry estuvo curado, perdió sus vacaciones extra. Clive dijo a Sam cómo asegurarse un día sin colegio a la semana de manera indefinida. – La próxima vez que te lo pida, dibuja tu propia tumba. Y eso era lo que había hecho Sam. Tras la usual ronda de preguntas tediosas y vergonzantes sobre su madre y su padre, Skelton le dio un lápiz y una gran cartulina, y le pidió que dibujara una escena con agua. Sam había esbozado rápidamente un dibujo de un estanque rodeado por árboles, bajo los cuales había una tumba con una cruz celta hermosamente dibujada. La tumba estaba ensombrecida por un musgo exuberante y rodeada de enredaderas. Su nombre estaba cincelado en la lápida. Samuel Southall Descanse en paz Muerto por los mordiscos de un duende Para que no faltara nada, Sam incluyó un murciélago que aleteaba hacia la tumba y una calavera atravesada por un puñal colocada junto al túmulo. Skelton tomó la cartulina y estudió el dibujo a conciencia. – Bien -dijo con una voz baja e inquietante-, bien, muy bien. Entonces tomó notas largo y tendido mientras Sam se sentaba jugueteando con los pulgares. La frecuencia de las citas aumentó después de aquello y luego se redujeron de nuevo hasta llegar a una reunión cada doce semanas en los últimos tres años. Ahora que Skelton hojeaba la carpeta de papel manila y le preguntaba cuánto tiempo había pasado, Sam se preguntó si era hora de realizar otro dibujo gótico. Tras colocar la carpeta sobre el gran escritorio de roble pulido, Skelton se levantó y se dejó caer pesadamente en el sillón cerca de Sam. Cruzó las piernas y juntó las yemas de los dedos bajo la barbilla como si estuviese rezando. Desprendía un olor a tabaco rancio. – ¿Aún vemos al duende? Sam graznó una respuesta. Tuvo que repetirla. – Sí. – ¿Con qué frecuencia? La pregunta de Skelton fue respondida encogiendo los hombros. El escocés avanzó la mandíbula mostrando la hilera de pétreos dientes amarillentos de la mandíbula inferior. Apenas parecía que pudieran caber allí dentro. – ¿A menudo, ocasionalmente, o en raras ocasiones? – Ocasionalmente. – ¿Y aún te ordena que no me cuentes nada de él? – Sí. – ¿Siempre? – Sí. Skelton movió la cabeza de manera radical hacia un lado y cerró los ojos como si escuchase una música distante. De repente se enderezó. – ¿Qué? – No he dicho nada -insistió Sam mientras se empujaba las gafas por el puente de la nariz. – Bien. Creo que es hora de decirle adiós a ese duende, ¿no crees? Sam se volvió a encoger de hombros a modo de respuesta. Skelton lo imitó con el mismo gesto. – Sí, adiós al spiritus dentatus, creo, vaya con Dios, buen viaje, bon voyage, que llegues sano y salvo, ponte en camino, viejo amigo, o tan solo adiós. ¿Qué dices? ¿Eh? Sam se miró los cordones de los zapatos. Skelton extendió el brazo detrás de él para agarrar un lápiz de la mesa. Lo sostuvo para que Sam lo viera. – Mira esto, muchacho. El lápiz estaba afilado en punta. Skelton sostuvo el lápiz en lo alto mostrándolo con cuidado como si fuese a realizar un truco de magia. De repente lo rompió en dos mitades. Un corte perfecto. Miró fijamente a los ojos de Sam. Sam le devolvió la mirada intentando igualar su intensidad. – ¿Has visto? -dijo el psiquiatra-. Fácil. Extendió el brazo y escogió otro lapicero. – ¿Puedes hacerlo? Ofreció el lápiz al chico con ambas manos, como si fuera Excalibur. Sam lo rompió por la mitad y se lo devolvió. Skelton aceptó el lápiz partido. – Sí, sí, sí, adiós al duende. ¿No estás de acuerdo? Ya hemos tenido suficiente. Se están produciendo cambios importantes en tu vida. Cambios, Sam. Cosas que ni tan siquiera conoces. Hormonas, por Dios. Ya no hay sitio para ese duende. Tenemos que dejar sitio para otras cosas. «¿Qué otras cosas?», veo que preguntas. Bueno, las chicas, la vida, la cerveza, y los bolos. ¿Me entiendes? Sam asintió brevemente. Skelton colocó los trozos del lápiz partido sobre el escritorio. – Supón que te doy un arma. Aquí está, cógela. -El psiquiatra extendió la mano vacía-. Vamos, muchacho, cógela, no tengas miedo. No se te va a disparar en la mano. ¡Cógela! Sam extendió la mano y Skelton le dio una fuerte palmada con la suya áspera, seguida de un agresivo apretón. – Bien. Siente su peso, eso es. Apunta, vamos. ¡No! ¡A mí no! Así está bien, apunta allí. Ese cacharro está cargado con una bala de plata, que es lo que necesitas para librarte de duendes y otros seres por el estilo. De acuerdo, ahora sabes lo que hacer la próxima vez que ese malvado duende aparezca. Sabes qué hacer, ¿verdad? – ¿Qué? Skelton apuntó otra pistola imaginaria hacia la puerta, y realizó un disparo. – Matarlo, muchacho. Matarlo. Sam miró la puerta y después a Skelton. Skelton sopló el humo del cañón de su pistola imaginaria y mostró una sonrisa pérfida y conspirativa. Desde que Clive les mostró el arte de la masturbación junto al estanque, Sam había desarrollado una facilidad extraordinaria para el hábito en la intimidad de su cama. Descubrió que su imaginación ofrecía una ayuda considerable y un gran acicate para la práctica. Las féminas voluntarias eran numerosas. Era fácil persuadir a las actrices para que salieran de la pantalla de la tele, su entusiasmo tan solo era igualado por una o dos de las profesoras más guapas del Tomás de Aquino, y de hecho, algunas de las chicas mayores que había visto alrededor del colegio eran igual de flexibles. A veces hacía concesiones con las chicas de su edad, como montarse en una mesa ante un pequeño y enérgico grupo de ellas y masturbarse para su disfrute y educación. Ellas a su vez miraban con fascinación y sorpresa, atreviéndose incluso a tocar el objeto de interés. Era durante el desarrollo de estas fantasías cuando podía conseguir el picor de satisfacción inexplicable que Clive había descrito con anterioridad. Pero era un picor seco y no la fuente que él había asegurado. Entonces una noche llegó. Sam estaba dormido. Se escondía en el pabellón ecuestre. Las puertas del pabellón habían sido destrozadas por una bomba, y la chica con los pantalones y las botas de montar lo buscaba. Fuera del pabellón, un enorme caballo blanco pacía ruidosamente. Más allá del caballo podía ver los bosques y el estanque, brillando con una luz amarilla, todo tenía unas proporciones extrañas. La chica lo vio a través del hueco de los postes cruzados que formaban su escondite, y sus miradas se cruzaron. Ella se llevó una mano a la boca, y retrocedió lentamente. Agarró las riendas del caballo que pastaba. Se montó y lo espoleó. Al principio el animal se resistió, hasta que finalmente lo condujo al interior del pabellón. De repente el caballo saltó y las patas delanteras se lanzaron hacia él. De manera milagrosa pasó por el hueco de diez centímetros hasta su escondite. Y estaba despierto, de vuelta en su cama, pero el caballo acababa de saltar por la ventana abierta de su habitación. Aún sobre su grupa, la amazona tranquilizó al caballo antes de deslizarse por la silla, se removió un tanto para mostrar la delgadez de cuchillo de sus pantorrillas bajo aquellos ajustadísimos pantalones de montar. Se quitó el gorro y agitó la negra y abundante cabellera como la cola de un caballo. Solo entonces fue consciente Sam de que se estaba agarrando el pene con la mano como si agarrara un torno. El fuego le quemaba las entrañas, y sentía un leve hormigueo en los testículos. Algo horrible estaba a punto de pasar. – Esto es un sueño -se dijo a sí mismo. Entonces despertó y la chica y el caballo habían desaparecido. La ventana estaba abierta y entraba el aire nocturno. Alguien lo observaba al pie de la cama. El duende había vuelto tras una larga ausencia. Sam se asombró de cómo había cambiado el duende. La ropa era casi la misma, con mallas de rayas mostaza y verde y pesadas botas. Pero el rostro estaba por completo remodelado. Era menos duro, las facciones eran más delicadas, los ojos más suaves. Y cuando el duende le sonrió, los dientes, aunque aún acabados en punta, eran más blancos y pequeños. El duende estaba más alto y había perdido peso. Exhibía una figura delgada y ligera excepto en las caderas y el trasero, que habían crecido considerablemente. Mientras miraba, incluso vio un par de cúpulas inconfundibles bajo la ajustada túnica negra. – Eres… Las largas pestañas del duende parpadearon. – Soy ¿qué? – Me refiero a que eres… pero creía que eras… – Habla claro o cállate. La voz no se había atiplado, aunque ahora era un ronroneo en lugar de un gruñido. – ¡Eres una chica! La sonrisa desapareció del rostro de la duende. – Juro que un día de estos te voy a matar por las cosas que dices. – Pero siempre creí… – ¡Basta! ¡No digas ni una palabra más! – Es tan solo que… Esta vez la duende avanzó hacia él y presionó sus dedos contra su boca. – ¡Qué hiriente puedes llegar a ser, Sam! ¡Qué hiriente! Se sentó al lado de la cama, cruzó las piernas y las mallas de nailon sisearon con el roce. Sam percibió un nuevo perfume en la punta de sus dedos. Era una fragancia que asociaba con la tierra húmeda en primavera, con los jacintos silvestres de los bosques, y había aun otro olor, más ambiguo, como a mar. La duende le retiró la mano de la boca y lo miró con dureza, arrugando ligeramente los oscuros ojos. Con presteza se quitó la túnica para dejar que los pechos aparecieran por completo. Sam observó los duros capullos que formaban sus pezones y las aureolas del color de los moratones. El asunto estaba resuelto más allá de toda discusión. Un pecho era ligeramente más pequeño que el otro; aquella misma fragancia, nueva y extraña, manaba de su cuerpo. Se le entrecortó la respiración. Era la vez que la duende había estado tan cerca de él, y se sintió igualmente atraído y repelido por su físico. Era hermosa de una manera grotesca. – Tienes algo que quiero -dijo. Se le secó la boca. – Sí -dijo-. Algo que te dio Skelton. Es muy importante que me lo des. – ¿Skelton? -Recordó la pistola imaginaria. – Ese viejo cabrón no tiene ni idea. Créeme, sé todo lo que habláis vosotros dos. Tengo que tenerla, Sam. Tengo que tenerla. -Estaba casi suplicándole-. Dámela. – Eres demasiado peligrosa. – Cualquier cosa que te haya hecho alguna vez, no la hice queriendo, Sam. Simplemente, a veces las cosas funcionan así. – No la tengo. Skelton solo me dio una… – La escondes bajo las sábanas, Sam. – No es verdad. – Déjame ver. Voy a echar un vistazo. Sam estaba paralizado mientras ella retiraba lentamente las sábanas. Se inclinó aun más cerca para poder ver en la oscuridad, y esa nueva y misteriosa esencia se extendió como una dulce ola, un almizcle empalagoso, una mezcla de olores de la marea, efluvios de las marismas, champiñones mojados en miel, un olor embriagador a corrupción e inspiración. Creyó que iba a desmayarse. – Dios mío -dijo ella mientras observaba el pene erguido aún en su puño-. Dios mío. Ya ha llegado ese momento. Sam se encogió lleno de terror y humillación, pero su polla respondió a la amenaza de su proximidad agrandándose aun más dentro de su puño cerrado. Podía sentir su aliento condensándose en su rostro. Aún observando su polla con fascinación, extendió sus pequeños dedos hacia ella. Sam trató de encogerse aun más, de alejarse de aquellas uñas delicadas y pulidas. Le faltaba la respiración y estaba casi ahogado por la cercanía entre las uñas y su polla. ¿Llegó a tocarlo? ¿Llegó a entrar en contacto aquella uña alargada? Nunca lo supo. El momento fue borrado por un retumbante trueno en su corazón. Una elasticidad exquisitamente sutil, que unía su cerebro y sus entrañas, lo sacudió y se abrió un canal, derramándose como un flujo de lava, a la vez lento y rápido, rápido y lento, como un venero subterráneo en primavera, que surgía de su polla aún apretada en su puño. La explosión hizo saltar al duende por la ventana y rompió el cristal y el marco a la vez. Hubo un momento de vacío largo y doloroso, antes de que un viento especiado rugiera llenándolo todo, recomponiendo el marco y el vidrio de la ventana, fragmento a fragmento, como una película proyectada hacia atrás pero sin el duende. Sam se quedó tumbado en la oscuridad, sintiendo en su mano la caliente punzada de su primer semen. Lentamente recuperó el aliento. Alzó la mano hacia el rayo de luna, fino como un lápiz, que se colaba por una apertura entre las cortinas. Brillaba de manera pálida, como hecho de plata. Sopló con fuerza sobre su mano para enfriarse los dedos. |
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