"Luto riguroso" - читать интересную книгу автора (Perry Anne)Capítulo 11 Dos días después de la ejecución de Percival a Septimus Thirsk le dio un ligero acceso de fiebre, no lo bastante alta para hacer temer que pudiera tratarse de una enfermedad seria, pero lo suficiente para que se sintiera mal y tuviera que permanecer recluido en su cuarto. Beatrice, que había continuado reteniendo a Hester más para que le hiciera compañía que porque tuviera verdadera necesidad de utilizar sus servicios profesionales, le ordenó que se ocupara inmediatamente de él, se procurase el medicamento que considerase aconsejable en su caso e hiciera todo lo necesario para aliviar sus dolencias y contribuir a su recuperación. Hester encontró a Septimus en la cama de su espaciosa y aireada habitación. Las cortinas estaban descorridas y dejaban ver que aquél era un desapacible día de febrero, el aguanieve azotaba los cristales de las ventanas como si fuera metralla y el cielo era tan bajo y plomizo que parecía envolver los tejados. La habitación de Septimus estaba atiborrada de recuerdos militares, grabados de soldados vestidos de uniforme, oficiales de la caballería montada y, cubriendo toda la pared oeste, colocada en lugar de honor y sin nada más que la flanqueara, una soberbia pintura de la carga de los Royal Scots Greys en Waterloo, los caballos con los ollares dilatados, las blancas crines ondeando al viento entre nubes de humo y, detrás de ellos, todo el ímpetu de la batalla. Sintió que el corazón se le encogía y que se le formaba un nudo en el estómago al contemplar aquella imagen. Era tan real que le parecía oler el humo de las armas y oír el retumbar de los cascos, los gritos de los soldados y el entrechocar de los aceros; hasta notaba el sol que le quemaba la piel y el cálido olor de la sangre que se le metía por la nariz y le invadía la garganta. Después ya sólo quedaría el silencio en la hierba, los cadáveres a los que aguardaba la sepultura o los pájaros carroñeros, un trabajo interminable, desamparo y los pocos y repentinos destellos de la victoria cuando se conseguía que alguien sobreviviera a pesar de aterradoras heridas o encontrara algún alivio a sus dolores. Aquel cuadro tenía tanta vida que, al verlo, Hester sintió que le dolía todo el cuerpo con el recuerdo del agotamiento y el miedo, la piedad, la ira y el regocijo. Al mirar a Septimus vio que tenía los ojos de un azul desleído fijos en ella y en aquel instante circuló entre los dos una corriente de comprensión tan poderosa como no podía existir en ninguna otra persona de la casa. Septimus sonrió muy lentamente, su mirada era dulce, casi radiante. Hester titubeó para no romper el momento y, cuando se desvaneció por el curso natural de las cosas, se le acercó e inició la simple rutina que exigía su labor de enfermera: le hizo preguntas, le tocó la frente, le tomó el pulso en la huesuda muñeca, le palpó el abdomen para ver si le dolía, auscultó atentamente su respiración superficial, como buscándole un revelador jadeo dentro del pecho. Septimus tenía la piel enrojecida, seca y un poco áspera, los ojos muy brillantes pero, aparte de un ligero resfriado, no encontró en él ningún síntoma realmente grave. Sin embargo, unos días de atenciones podían hacer más por él que cualquier medicación y Hester estaba satisfecha de poder dispensárselas. A Hester le gustaba Septimus, pero había podido percatarse de que el resto de la familia lo tenía en muy poco y lo miraba con aires de superioridad. Él la observó con expresión enigmática y ella pensó de repente que aunque le diagnosticara una pulmonía o tisis no por esto Septimus se habría asustado, quizá ni se inmutaría. Hacía mucho tiempo que Septimus había aceptado que la muerte tiene que llegarnos a todos un día u otro y había tenido ocasión de comprobar muchas veces su realidad, tanto a través de la violencia como de la enfermedad. No tenía un desmedido interés en seguir prolongando su vida. Era un pasajero, un huésped en casa de su cuñado, tolerado pero no necesario. Él era un hombre que había nacido y se había preparado para luchar, para ofrecer protección a los demás, para servirlos. Era la finalidad de su vida. Hester lo tocó muy suavemente. – Sólo es un resfriado un poco fuerte pero, si se cuida, pasará sin dejar secuela. Me quedaré un rato con usted sólo para asegurarme. -Vio que a Septimus se le iluminaba la cara, pero también vio que estaba muy acostumbrado a la soledad. Se había convertido para él en algo así como ese dolor en las articulaciones que uno intenta paliar moviéndose un poco, tratando de olvidarlo, pero no consiguiéndolo siempre. Hester le sonrió para indicarle que había establecido con él una conspiración rápida e inmediata-. Así podremos hablar. Septimus le devolvió la sonrisa y ahora le brillaron los ojos porque se sentía feliz, olvidado de la fiebre. – Hace bien quedándose -accedió-, no vaya a ser que cambie a peor. -Y tosió de forma un poco exagerada, en la que Hester pudo distinguir el dolor de un pecho congestionado. – Voy a bajar a la cocina para prepararle un poco de leche y una sopa de cebolla -le explicó con viveza. El hombre puso cara larga. – Le sentará muy bien -le aseguró ella-, de veras que es muy sabrosa. Y mientras usted se la toma le contaré mis experiencias… y después usted me contará las suyas. – ¡Si es así -dijo él haciendo una concesión-, incluso me tomaré la leche y la sopa de cebolla! Hester se pasó el día entero con Septimus e incluso se llevó una bandeja para comer en su cuarto, en silencio, sentada en la butaca de un rincón de la habitación mientras él se pasaba toda la tarde durmiendo como un lirón. Cuando se despertó, Hester fue a buscarle más sopa, esta vez de puerros y apio mezclados con puré de patata en una masa espesa. Así que se la hubo comido, se quedaron sentados el resto de la tarde hablando de lo mucho que habían cambiado las cosas desde los tiempos en que él frecuentaba los campos de batalla. Hester le habló de los grandes conflictos de que había sido testigo desde posición privilegiada y después Septimus le refirió las desesperadas cargas de caballería en las que había tomado parte en la guerra afgana de 1839 a 1842, y más tarde en la conquista del Sind, ocurrida un año después, así como en las posteriores guerras de los sijs de mediados de la década. Hablaron de interminables emociones, habían visto y temido las mismas cosas, habían sentido el salvaje orgullo mezclado de horror que comporta la victoria, los dos sabían de llantos y de heridas, de la belleza del coraje y de la temible y elemental indignidad que es resultado del desmembramiento y de la muerte. Y Septimus contó a Hester muchas cosas sobre aquel magnífico continente que era la India y le habló de sus gentes. También recordaron juntos las risas y la camaradería, los absurdos y la intensidad de los momentos sentimentales, los rituales del regimiento con su esplendor, a primera vista propios de una farsa: candelabros de plata y vajillas de cristal tallado y de porcelana para los oficiales en las cenas de la víspera de la batalla, uniformes escarlata, galones dorados, cobres relucientes como espejos… – A usted le habría gustado Harry Haslett -dijo Septimus con profunda y resignada tristeza-. Era el hombre más agradable de este mundo, poseía todas las cualidades que se esperan de un amigo: honor sin pompa alguna, generosidad sin aires de superioridad, humor sin malicia y valor pero no crueldad. Octavia lo adoraba. El mismo día que la asesinaron había hablado de él con pasión, como si su muerte siguiera siendo un hecho reciente en sus pensamientos. -Septimus sonrió y levantó los ojos al techo, parpadeando un poco para ocultar las lágrimas. Hester le buscó la mano y la retuvo entre las suyas. Fue un gesto natural, absolutamente espontáneo y él así lo entendió sin necesidad de que mediaran palabras. Los dedos huesudos de Septimus oprimieron los de Hester y los dos se quedaron varios minutos en silencio. – Iban a mudarse de casa -dijo finalmente, así que su voz estuvo bajo control-. Octavia era muy diferente de Araminta. Ella quería tener casa propia, le preocupaba muy poco la posición social que comportaba ser la hija de sir Basil Moidore o de vivir en Queen Anne Street con todos sus carruajes y su servicio, sus embajadores a la hora de cenar, sus miembros del Parlamento y sus príncipes extranjeros. Usted, claro, no ha sido testigo de estas ceremonias porque ahora la familia está de luto por la muerte de Octavia, pero antes era completamente diferente. Casi cada semana había una celebración especial. – ¿Será por esto que Myles Kellard se ha quedado? -preguntó Hester, comprendiendo de pronto los motivos. – Por supuesto -admitió él con una leve sonrisa-. ¿Cómo iba a mantener este nivel pagándoselo de su bolsillo? De todos modos, por desahogada que sea su situación, no puede compararse con la riqueza ni el rango social de Basil. Y Araminta se lleva muy bien con su padre. Myles no ha tenido nunca muchas posibilidades, aunque tampoco creo que las desee. Aquí tiene lo que no tendría en ningún otro sitio. – Salvo la dignidad de ser amo de su propia casa -dijo Hester-, la libertad de tener opiniones propias, de entrar y salir sin tener que guardar deferencias con nadie y de escoger a sus amigos de acuerdo con sus gustos y emociones. – ¡Oh, hay que pagar un precio! -admitió Septimus con ironía-. Y a veces bastante alto. Hester frunció el ceño. – ¿Y la conciencia? -dijo con voz suave, sabedora de que emprendía un camino erizado de dificultades y de trampas para ambos-. Si uno vive a costa de la liberalidad de alguien, ¿no corre el riesgo de comprometerse tan estrechamente que se doblega a cumplir unas obligaciones y acaba absteniéndose de hacer lo que quiere? La miró con ojos entristecidos. Hester lo había afeitado y se había dado cuenta de lo fina que tenía la piel. Parecía más viejo de lo que era realmente. – Usted piensa en Percival y en el juicio, ¿no? -Aquello no era una pregunta. – Sí… mintieron, ¿verdad? – ¡Claro! -admitió él-, aunque quizá lo hicieron involuntariamente. Por una razón u otra, dijeron lo que más les favorecía. Habría que ser muy valiente para desafiar intencionadamente a Basil. -Movió ligeramente las piernas para estar más cómodo-. No creo que nos echara a la calle, pero nos haría la vida más insoportable de día en día: inacabables restricciones, humillaciones, leves rasguños en la sensible piel de nuestros pensamientos. -Miró la gran pintura que estaba al otro lado-. Cuando uno depende de alguien se vuelve extremadamente vulnerable. – ¿Octavia tenía intención de marcharse? -le preguntó Hester al cabo de un momento. Septimus volvió al momento presente. – ¡Oh, sí! Ella estaba dispuesta, pero Harry no tenía el dinero suficiente para ofrecerle la vida a la que ella estaba acostumbrada, detalle que Basil no dejó de señalarle. Era un hijo menor, ¿comprende? No había heredado, pese a que su padre tenía una posición desahogada. Su padre había ido a la misma escuela que Basil. La verdad es que creo que Basil era su – Sí -reconoció Hester, pensando en sus hermanos. – James Haslett era un hombre notable -dijo Septimus, pensativo-, muy dotado en muchos aspectos, un hombre realmente encantador, aparte de ser un buen atleta, un músico excelente y un poeta menor y de tener una mente privilegiada. Físicamente era un hombre con una abundante mata de pelo y una sonrisa seductora. Harry se le parecía mucho. Pero el hombre dejó su propiedad a su hijo mayor, como es natural. Todo el mundo hace lo mismo. La voz de Septimus adquirió un tono amargo. – De haberse marchado de la casa de Queen Anne Street, Octavia habría tenido que aceptar una vida mucho más modesta. Y si hubiesen tenido hijos, ya que los dos los deseaban, las restricciones financieras todavía habrían sido más acentuadas. Octavia habría tenido que acomodarse a una reducción importante de gastos y esto era algo que Harry no podía tolerar. Volvió a cambiar de postura para ponerse más cómodo. – Basil insinuó que podía hacer carrera en el ejército y se ofreció a pagarle la graduación de oficial, y lo hizo. Harry era militar por naturaleza, poseía dotes de mando y los hombres lo apreciaban. Él no aspiraba a aquello, y además era una profesión que implicaba largas separaciones… Aunque eso era lo que Basil pretendía, supongo. Al principio incluso se opuso a la boda debido a la antipatía que le inspiraba James Haslett. – ¿O sea que Harry aceptó que le pagase la graduación a fin de labrarse un futuro y conseguir que Octavia tuviera su propia casa? -Hester ya se había hecho una idea exacta del caso. Había conocido a tantos oficiales jóvenes que se imaginaba a Harry Haslett como un compendio del centenar que había tenido ocasión de tratar: militares de todo pelaje, curtidos por victorias y derrotas, actos de valentía y de desesperación, de triunfo y de agotamiento. Era como si lo hubiera conocido, como si comprendiera sus sueños. Ahora Octavia había cobrado para ella más realidad que Araminta, que en este momento estaba en el saloncito de la planta baja tomando el té y dando conversación, o que Beatrice, encerrada en su dormitorio y sumida en sus temores y cavilaciones, e inconmensurablemente más que Romola, dedicada a sus hijos y supervisando a la nueva gobernanta en la habitación destinada a clase. – ¡Pobre chico! -dijo Septimus como si hablase consigo mismo-. Era un oficial brillante… que no tardó en ascender. Pero lo mataron en Balaclava. Octavia ya no volvió a ser la misma, la pobre. Cuando recibió la noticia, todo su mundo se vino abajo. Fue como quedarse a oscuras. -Se sumió en silencio, absorto en los recuerdos de aquella época, anonadado por el dolor y el largo y gris espacio de tiempo que se extendía a continuación. Hester no podía ayudarle con palabras y tuvo la prudencia de no intentarlo. Las palabras de alivio sólo habrían paliado un poco el dolor. En cambio, se propuso que se sintiera físicamente más cómodo y dedicó las horas siguientes a conseguirlo. Fue a por ropa limpia y le cambió las sábanas mientras él esperaba sentado en la silla del tocador, arropado y abrigado. Después fue a buscar agua caliente con el aguamanil grande, llenó la jofaina y lo ayudó a lavarse para que se sintiera más a gusto. A continuación fue a la lavandería a buscar una camisa de dormir limpia y, cuando tuvo a Septimus otra vez metido en la cama, volvió a la cocina y le preparó una comida ligera. Después de esto Septimus se encontró en condiciones óptimas para dormir más de tres horas de un tirón. Se despertó considerablemente recuperado y se mostró tan agradecido con Hester que ésta se sentía azorada. Después de todo, ésta había sido la primera vez que Hester había desempeñado de verdad las funciones profesionales por las cuales percibía un salario de sir Basil. El día siguiente Septimus se encontraba tan bien que Hester estuvo en condiciones de atenderlo a primera hora de la mañana, después de lo cual pidió permiso a Beatrice para ausentarse de Queen Anne Street durante toda la tarde, prometiéndole que regresaría a tiempo para dejar a Septimus preparado para la noche y le administraría un medicamento ligero que le permitiera descansar. En medio de una ventolera grisácea y cargada de aguanieve y con escarcha en los caminos, Hester se dirigió a Harley Street, donde tomó un coche de alquiler y pidió al cochero que la condujera al Ministerio de Defensa. Una vez allí y después de haber pagado al cochero, se apeó con todo el aplomo de quien sabe muy bien por dónde anda y cree que será recibida con agrado, aunque ése no fuera el caso. Su intención era recoger toda la información posible acerca del capitán Harry Haslett, aun sin tener una idea muy clara sobre el sitio al que podían conducirle aquellos datos. De hecho, Harry Haslett era el único miembro de la familia de quien apenas había sabido nada hasta el día de ayer. Lo que le había contado Septimus había hecho cobrar vida al personaje, al que había visto tan seductor e interesante que Hester comprendía que dos años después de su muerte Octavia todavía lamentase la aguda e insoportable soledad que sufría. Hester quería enterarse de cómo había sido su carrera militar. Octavia se había convertido de pronto en algo más que la víctima de un asesinato. Hester no había visto nunca su rostro y por tanto no podía haberse formado una idea directa sobre su personalidad, pero desde que Hester había escuchado la versión de Septimus, las emociones de Octavia habían cobrado visos de realidad, se habían convertido en unos sentimientos que la propia Hester habría podido experimentar fácilmente de haber amado y sido amada por cualquiera de los jóvenes oficiales que había conocido. Subió los peldaños del Ministerio de Defensa y, con toda la cortesía y la amabilidad que era capaz de mostrar, sumadas a la deferencia que es propia de una mujer ante un representante del estamento militar, todo ello aliñado con su poco de autoridad personal, esto último nada difícil para ella, ya que le salía de una manera absolutamente natural, se dirigió al hombre que estaba junto a la puerta. – Buenas tardes, señor -fueron las primeras palabras que dijo, acompañadas de una inclinación de cabeza y una sonrisa de manifiesta franqueza-. Quisiera saber si podría hablar con el comandante Geoffrey Tallis. Si quiere darle mi nombre, supongo que lo recordará porque yo fui una de las enfermeras de la señorita Nightingale. -No quería abstenerse de explotar la magia de aquel nombre si de algo le podía servir-. Tuve ocasión de atender al comandante Tallis en Shkodër cuando fue herido. El motivo de mi visita tiene que ver con la muerte de la viuda de un antiguo y distinguido oficial del ejército. Me parece que el comandante Tallis podría ayudarme en mis indagaciones y proporcionarme algunos datos que a buen seguro aliviarían considerablemente la tragedia que está viviendo la familia. ¿Tendría la amabilidad de transmitirle esta petición mía? Acababa de hacer uso de la combinación apropiada de súplica, muestra de sensatez, encanto femenino y autoridad propia de una enfermera para conseguir de un hombre educado una obediencia automática. – Voy a ponerlo ahora mismo al corriente de su ruego, señora -accedió, poniéndose ligeramente más erguido-. ¿Con qué nombre la anuncio, señora? – Hester Latterly -respondió ella-. Lamento tener que solicitar su atención de manera tan precipitada, pero actualmente estoy atendiendo a un caballero retirado del servicio activo y, como no se encuentra muy bien, sólo puedo dejarlo unas pocas horas. -Era una versión muy elástica de la verdad, pero tampoco una mentira del todo. – ¡Claro, claro! -el respeto del soldado fue en aumento mientras se apresuraba a anotar el nombre-. Hester Latterly -después del nombre añadió una nota referente a su ocupación y a la urgencia de la petición, llamó a un ordenanza y lo despachó con un mensaje al comandante Tallis. A Hester le habría complacido esperar en silencio, pero el guardián de la puerta se mostraba predispuesto a la conversación, por lo que se vio obligada a responder a sus preguntas sobre las batallas de las que había sido testigo, lo que le permitió descubrir que los dos habían estado presentes en la batalla de Inkermann. Estaban sumidos en las reminiscencias de aquellos hechos cuando llegó el ordenanza para anunciar que el comandante Tallis tendría sumo placer en recibir a la señorita Hester pasados diez minutos y que tuviera la bondad de esperarlo en la antesala de su despacho. Hester aceptó inmediatamente, tal vez incluso con mayor precipitación que la debida por tratarse de una definida rebaja de aquella dignidad que había tratado de establecer, pero dio las gracias al guardián de la puerta por su cortesía. Después entró muy erguida en el vestíbulo de entrada siguiendo los pasos del ordenanza, subió la amplia escalinata y recorrió los interminables corredores hasta la sala de espera con sus varias sillas, donde tuvo que aguardar. Esperó más de diez minutos antes de que el comandante Tallis abriera la puerta de su despacho. Salió un gallardo teniente que pasó junto a ella aparentemente sin verla. El comandante le indicó que entrase. Geoffrey Tallis era un hombre apuesto de treinta y pico de años, antiguo oficial de caballería que desempeñaba un cargo en la administración debido a una grave herida que había recibido en el campo de batalla y que, como secuela, le había dejado una ligera cojera. Era muy probable que, de no haber mediado las atenciones de Hester, hubiera perdido la pierna, lo que habría truncado completamente su carrera. La alegría iluminó su rostro al ver a Hester, a la que tendió la mano en ademán de bienvenida. Ella le tendió la suya y él se la estrechó efusivamente. – Querida señorita Latterly, me complace volver a verla en circunstancias mucho más agradables que la última vez. Espero que esté bien de salud y que la vida le haya reportado prosperidades. Hester se mostró sincera, no guiada por ningún propósito sino simplemente porque las palabras le salieron antes de que tuviera tiempo de pensar otra cosa. – Estoy muy bien, gracias, pero las cosas han prosperado de forma muy moderada. Han muerto mis padres y me veo obligada a ganarme el sustento, pero tengo la suerte de contar con los medios apropiados para hacerlo. Debo admitir, de todos modos, que es duro volver a adaptarse a Inglaterra y a la vida en tiempo de paz: ¡las preocupaciones de la gente en general son tan diferentes! -No dijo nada acerca del mundo de la opulencia: los modales imperantes en los salones, las faldas acartonadas, la importancia que se concedía a la posición social y a las buenas maneras. Hester, aun así, vio que él se lo leía todo en la cara y que seguramente las experiencias que debía de haber vivido habían sido tan parecidas que dar más explicaciones habría sido redundante. – Por supuesto, por supuesto… -exclamó el oficial con un suspiro soltándole la mano-. Tenga la bondad de sentarse y decirme en qué puedo servirla. Hester sabía que no podía hacerle perder el tiempo, de momento ya había salvado los preliminares. – ¿Qué puede decirme acerca del capitán Harry Haslett, al que mataron en Balaclava? Se lo pregunto porque su viuda ha sido víctima recientemente de una muerte trágica. Yo estoy en contacto con su madre, de hecho la he cuidado durante la etapa de desgracia que ha vivido y en la actualidad me ocupo de su tío, un oficial retirado. -En caso de que le hubieran preguntado el nombre de Septimus habría hecho como que no conocía las circunstancias de su «retiro». El rostro del comandante Tallis se ensombreció inmediatamente. – Un excelente oficial y uno de los hombres más agradables que he conocido. Las dotes de mando eran una cualidad natural en él, y los hombres lo admiraban por su valor y sentido de la justicia. Tenía sentido del humor y una cierta afición a la aventura, pero no era jactancioso. Jamás corría riesgos innecesarios. -Sonrió con profunda tristeza-. Creo que amaba más la vida que la mayoría y amaba mucho a su esposa: en realidad él no habría escogido la carrera militar y, si la abrazó, fue porque le proporcionaba los medios necesarios para mantener a su esposa al nivel que él deseaba y para complacer a su suegro, sir Basil Moidore. Por lo que tengo entendido le compró la graduación militar como regalo de boda y después vigiló con gran interés la evolución de su carrera. ¡Qué tragedia tan irónica! – ¿Irónica? -preguntó ella con viveza. En el rostro del militar se formaron unos pliegues de dolor e instintivamente bajó la voz, pero las palabras que articuló fueron perfectamente claras. – Sir Basil se ocupó de su ascenso y, en consecuencia, de su traslado del regimiento donde estaba Harry al principio a la Brigada Ligera de lord Cardigan, que protagonizó el ataque de Balaclava. De haber continuado como teniente probablemente seguiría vivo. – ¿Qué ocurrió? -Ante los ojos de Hester se desvelaba una terrible posibilidad, tan espantosa que no podía mirarla pero tampoco apartar los ojos de ella-. ¿Sabe a quién pidió sir Basil el favor? De este detalle depende una gran parte del honor -dijo adoptando toda la gravedad posible- y hasta empiezo a pensar que también la verdad de la muerte de Octavia Haslett. Le ruego, comandante Tallis, que me informe de todo lo que sepa sobre la promoción del capitán Haslett. Titubeó un momento más, pero al final prevaleció la deuda que tenía con Hester, los recuerdos comunes, la admiración y el dolor que sentía por la muerte de Haslett. – Sir Basil es un hombre que goza de gran poder e influencia, no sé si usted es consciente de su rango. Es mucho más rico de lo que aparenta, pese a que sea evidente que lo es mucho, pero además hay mucha gente que le debe favores, deudas de socorro o de tipo financiero que se remontan al pasado. Creo que además sabe muchas cosas que… -Dejó en el aire la utilidad práctica que se derivaba de esta última circunstancia-. Para él no era difícil conseguir el traslado de un oficial de un regimiento a otro si ése era su deseo y creía que así podía promocionarlo. Le bastaba con escribir una carta y tener el dinero suficiente para comprar la nueva graduación… – Pero ¿cómo sabía sir Basil quién era la persona a la que tenía que dirigirse para que fuera posible el ingreso en el nuevo regimiento? -insistió Hester, mientras en sus pensamientos iba perfilándose de forma cada vez más precisa la nueva idea. – Sencillamente, porque él tiene una buena amistad con lord Cardigan, que como es lógico estaba enterado de todas las vacantes que había en los mandos. – Y del tipo de regimiento en cuestión -añadió ella. – Naturalmente. -El hombre parecía un tanto confuso. – Y de sus posibles destinos. – Es posible que esto lo supiera lord Cardigan, por supuesto, pero difícilmente sir Basil… – ¿Se refiere a que sir Basil ignoraba el curso que emprendería la campaña y las personalidades de los mandos? -Hester dejó que él calibrara en todo su valor la duda que se reflejaba en su expresión. – Bueno… -Frunció el ceño, como si comenzase a entrever algo que, en principio, le resultaba muy desagradable-. Naturalmente, yo no estoy al corriente del grado de familiaridad que existía entre él y lord Cardigan. Las cartas que iban y venían de Crimea exigían un espacio de tiempo considerable, aun viajando en los barcos más rápidos tardaban como mínimo entre diez y catorce días. Las cosas podían experimentar importantes variaciones en aquel espacio de tiempo. Se podían ganar o perder batallas y podía alterarse extraordinariamente la configuración de los campos respectivos de las fuerzas enfrentadas. – Pero los regimientos no cambian su estilo, comandante -dijo Hester para obligarlo a volver a la realidad-. Un oficial competente sabe qué regimientos elegiría para llevar a cabo una carga y, cuanto más desesperada fuera ésta, mejor habría que escoger al hombre adecuado… y al capitán adecuado: un hombre dotado de valor, olfato y que contase con la lealtad absoluta de sus subordinados. También escogería a un hombre que se hubiera formado en el campo de batalla, pero que todavía no hubiera recibido ninguna herida, que no estuviera desilusionado por la derrota y el fracaso ni con tantas cicatrices en su ánimo que lo hicieran dudar de su temple. La observó sin pronunciar palabra. – De hecho, una vez alcanzada la graduación de capitán, Harry Haslett podía ser este hombre ideal, ¿no cree? -añadió Hester. – Podría ser… -dijo el militar con voz apenas audible. – Por esto sir Basil se ocupó de su promoción y de su cambio de destino a la Brigada Ligera de lord Cardigan. ¿Cree que puede conservarse parte de la correspondencia que se cruzaron en aquella ocasión? – ¿Por qué lo dice, señorita Latterly? ¿Usted qué busca? Mentirle habría sido una vileza… y habría acabado con la simpatía que abrigaba hacia su persona. – La verdad sobre la muerte de Octavia Haslett -respondió Hester. El hombre suspiró ruidosamente. – ¿No fue asesinada por un criado? Creo haberlo leído en los periódicos. Acaban de ahorcar al asesino, ¿no? – Sí -admitió Hester con una profunda sensación de cansancio en su interior-, pero resulta que, el mismo día que la mataron, Octavia se había enterado de algo que la trastornó tan profundamente que hasta dijo a su tío que acababa de averiguar una verdad realmente espantosa y que sólo necesitaba una prueba más para corroborarla. Comienzo a creer que ella se refería a algo que tenía que ver con la muerte de su marido. Precisamente pensaba en esto el día de su propia muerte. Hasta ahora habíamos supuesto que lo que ella había descubierto se refería a la familia que todavía tenía viva, pero es posible que no sea así. Comandante Tallis, ¿podríamos saber si ella vino aquí aquel día, si habló con alguna persona? El comandante parecía profundamente turbado. – ¿Qué día fue? Ella se lo dijo. El militar tiró de la cuerda para hacer sonar una campana y a la llamada acudió un joven oficial que se cuadró ante él. – Payton, haga el favor de saludar de mi parte al coronel Sidgewick y de preguntarle si un día de finales de noviembre del año pasado, a una hora cualquiera, fue a verlo a su despacho la viuda del capitán Harry Haslett. Se trata de un asunto de considerable importancia en el que están comprometidos el honor y la vida de una persona, por lo que le agradecería que me diese una respuesta exacta lo más pronto posible. Esta señora, que es una enfermera de la señorita Nightingale, está esperando respuesta. – ¡Señor! -El joven oficial volvió a cuadrarse y salió del despacho. El comandante Tallis se disculpó por tener que pedir a Hester que aguardara en la sala de espera, ya que él tenía otras visitas que atender. Hester le dijo que se hacía cargo, que no faltaba más. Se entretendría escribiendo cartas o en otros menesteres. No habían pasado más de quince o veinte minutos cuando se abrió la puerta y el joven oficial volvió a aparecer. Tan pronto como salió del despacho, el comandante Tallis pidió a Hester que pasara. Estaba muy pálido, los ojos llenos de ansiedad, temor y preocupación. – Está en lo cierto -confirmó en voz baja-. Octavia Haslett estuvo aquí la misma tarde de su muerte y habló con el coronel Sidgewick. A través de él se enteró exactamente de lo mismo que usted ha sabido a través de mí y parece que, tanto por sus palabras como por su expresión, al saber la noticia, llegó a las mismas conclusiones. Me siento profundamente afectado y tengo remordimientos… aunque no sé muy bien por qué. Tal vez por cómo ocurrió todo, sin que nadie hiciera nada para impedirlo. Créame, señorita Latterly, lo siento profundamente. – Gracias… gracias, comandante Tallis. -Le salió una sonrisa lánguida y forzada, pero sus pensamientos eran un torbellino-. Le estoy muy agradecida. – ¿Qué va usted a hacer? -dijo él en tono perentorio. – Pues no sé, no estoy segura. Consultaré con el oficial de policía sobre el caso; creo que sería lo más prudente. – Por favor, se lo ruego, señorita Latterly, vaya con mucho cuidado. Yo… – Lo sé -se apresuró a decir Hester-. Lo que me ha dicho es confidencial y el nombre de usted no aparecerá para nada, de eso le doy mi palabra. Y ahora tengo que irme. Gracias de nuevo. -Y sin esperar a que añadiera nada más, se volvió y salió del despacho. Después echó casi a correr por el largo pasillo e hizo tres giros equivocados antes de llegar, por fin, a la salida. No encontró a Monk en su domicilio y tuvo que esperarlo hasta después de anochecer. Cuando al fin regresó se sorprendió mucho al verla. – ¡Hester! ¿Qué ha ocurrido? ¡Parece asustada! – Acabo de ir al Ministerio de Defensa. Bueno, he estado allí esta tarde y hace una eternidad que le espero… – ¿El Ministerio de Defensa? -Monk se quitó el sombrero y el abrigo, empapados de lluvia, que dejaron un charco en el suelo-. A juzgar por su expresión, parece que ha averiguado alguna cosa interesante. Parándose tan sólo para respirar cuando era estrictamente necesario, le contó todo lo que había averiguado a través de Septimus y seguidamente todo lo que le había contado el comandante Tallis a partir del momento en que había entrado en su despacho. – Si éste es el sitio donde estuvo Octavia la tarde del día que la mataron -dijo atropelladamente-, y si se enteró de lo que yo me he enterado hoy, quiere decir que volvió a Queen Anne Street con la plena convicción de que su padre forzó deliberadamente la promoción y el traslado de su marido de un regimiento de segundo orden a la Brigada Ligera de lord Cardigan, donde tendría el honor y el deber de capitanear una carga en la que habría un número abrumador de bajas. -Se resistía a imaginar la escena, pero ésta acudía a sus pensamientos-. La fama de Cardigan ha llegado lejos. Muchos murieron en el primer asalto de la refriega, y los cirujanos de campaña disponibles pudieron hacer muy poco para salvar a muchos de los que sobrevivieron, y se trasladó a los heridos, amontonados unos sobre otros, en carros descubiertos al hospital de Shkodër, donde les esperaba una larga convalecencia en la que la gangrena, el tifus, el cólera y otras fiebres mataron más soldados que el cañón y la espada. No la interrumpió. – Una vez conseguida su promoción -prosiguió Hester-, las probabilidades de una gloria a la que no aspiraba eran muy escasas, mientras que las que tenía de morir, de forma lenta o rápida, eran espantosamente elevadas. »Si Octavia se enteró de estos detalles, no es de extrañar que volviera tan pálida a su casa y que no dijera palabra durante toda la cena. Primeramente había atribuido al destino y a la guerra la desgracia que la había privado de un marido al que amaba profundamente y que la habían dejado convertida en una viuda dependiente de su padre, atada a su casa y sin escapatoria posible. -Hester se estremeció-. Estaba atrapada todavía con más fuerza que antes. Monk asintió tácitamente y dejó que continuara el relato sin interrumpirla. – Pero había descubierto que no era la ciega desgracia la que se lo había arrebatado todo. -Se inclinó hacia delante-. No, su situación era resultado de una traición premeditada: estaba prisionera en casa del traidor, y allí permanecería día tras día hasta un gris y distante futuro. »¿Qué hizo entonces? Tal vez cuando todo el mundo estaba durmiendo aprovechó para ir al despacho de su padre y registrarlo para ver si encontraba alguna carta, alguna prueba que demostrara sin lugar a dudas la terrible verdad. – Sí -dijo Monk muy lentamente-. ¿Y qué? Basil compró la graduación de Harry y después, cuando demostró ser un excelente oficial y destacó por encima de sus compañeros, le compró una graduación superior en un regimiento famoso por lo aguerrido y temerario. ¿A ojos de quién podía considerarse un hecho así como algo más que un favor? – A ojos de nadie -respondió Hester con amargura-. Habría alegado inocencia. ¿Cómo iba a saber él que Harry Haslett capitanearía la carga y sucumbiría víctima de ella? – ¡Ni más ni menos! -se apresuró a decir Monk-. Son gajes de la guerra. Cuando una mujer se casa con un soldado ya sabe el riesgo que corre… a todas las mujeres que están en estas circunstancias les ocurre lo mismo. Lo que él diría sería que lamentaba mucho lo ocurrido y que ella era una desagradecida cargándolo con aquella culpa. Tal vez Octavia había tomado un exceso de vino con la cena, flaqueza en la que últimamente caía con relativa frecuencia. Ya imagino la cara que pondría Basil al decirlo y también su expresión de fastidio. Miró fijamente a Monk. – Pero de nada habría servido. Octavia conocía a su padre, ella era la única que había tenido el valor de desafiarlo… y de preparar la venganza. – Pero ¿qué desafío le quedaba? No tenía aliados. Cyprian se contentaba con seguir siendo prisionero en Queen Anne Street. Hasta cierto punto Basil tenía una especie de rehén en Romola, que cedía a su propio instinto de supervivencia, que no incluía nunca la desobediencia a Basil. Fenella no se interesaba en nadie salvo en sí misma y Araminta parecía estar aparentemente en todo al lado de su padre. Myles Kellard era un problema más, no una solución, aparte de que él nunca pasaría por encima de los deseos de Basil, ¡y menos para favorecer a nadie! – ¿Y lady Moidore? -le preguntó él. – Parece encontrarse arrinconada y al margen de todo, quizás es ella misma la que se ha arrinconado. Luchó primero por el matrimonio de Octavia, pero parece que después sus recursos se extinguieron. Septimus habría podido defenderla, pero carecía de armas. – Y Harry había muerto -dijo Monk para retomar el hilo-. Dejó un vacío en su vida que nada podía llenar. Debió de sentir una terrible desesperación, un dolor, una sensación de traición y de haber caído en una trampa que casi le resultarían insoportables, aparte de no contar con las armas precisas para devolver el golpe. – ¿Ha dicho casi? -preguntó Hester-. ¿Casi insoportables? Octavia estaba agotada, anonadada, confundida y sola… no veo qué pinta la palabra «casi». Y además, estaba en posesión de un arma, tratara de usarla o no. Quizás era algo que no se le había ocurrido nunca, pero el escándalo dañaría a Basil más que nada en el mundo: el temible escándalo del suicidio. -La voz se le hizo áspera debido al componente trágico y a la ironía implícitos-. Su hija, que vivía en su propia casa y estaba bajo su cuidado, se sentía tan desgraciada, estaba tan desasosegada y era tan poco cristiana que había sido capaz de quitarse la vida, y no de una manera civilizada, utilizando láudano por ejemplo, ni lo había hecho tampoco porque la hubiera rechazado un amante, aparte de que había pasado mucho tiempo para poder atribuir el hecho a la muerte de Harry, sino que había sido un acto deliberado y sangriento cometido dentro de su propio dormitorio… o quizás en el despacho de Sir Basil, con la carta de la traición todavía estrujada en la mano. »Tendría que ser enterrada en terreno que no estuviera consagrado, junto a otros pecadores que nunca jamás alcanzarían el perdón. ¿Se imagina usted qué iba a decir la gente? ¡Qué vergüenza, qué miradas, cuántos murmullos, qué repentinos silencios! Ya no vendrían más invitados a casa, las personas a las que uno iría a visitar se encontrarían inexplicablemente ausentes, pese a que sus carruajes estarían en las caballerizas y las luces de la casa encendidas. Y lo que antes era admiración y envidia, ahora sólo sería desprecio o, peor aún, burla. En el rostro de Monk se reflejaba toda la gravedad de la situación, se hacía evidente la oscura tragedia. – Si no hubiera sido Annie quien la descubrió sino otra persona -dijo Monk-, alguien de la familia, habría sido fácil retirar el cuchillo, colocarla tendida en la cama, rasgarle el camisón para que pareciera que había habido lucha, por breve que fuera, y después aplastar la enredadera que trepaba por la parte exterior de la ventana y retirar de la habitación unos cuantos objetos decorativos y algunas joyas. Entonces habría tenido todos los visos de un asesinato, un acto doloroso y aterrador, pero no vergonzoso. Entonces se habría levantado una corriente de simpatía por parte de la sociedad, pero no habría habido ostracismo ni tampoco censuras ni reproches. Puede ocurrirle a cualquiera. – Y por lo visto envié al garete todo el montaje cuando demostré que nadie había penetrado en la casa, o sea que había que buscar al asesino entre los residentes de la misma. – Eso quiere decir que el delito es éste: no el hecho de que apuñalaran a Octavia, sino el asesinato premeditado y legal de Percival, lo que es un acto odioso e inconmensurablemente peor -dijo Hester lentamente-. Pero ¿cómo vamos a demostrarlo? Ni lo descubrirán ni le aplicarán castigo alguno. ¡Saldrá tan campante del asunto, sea quien fuere el culpable…! »¡Qué pesadilla! Pero ¿quién puede ser? Yo todavía no lo sé. El escándalo los salpicará a todos. Tanto pudo haber sido Cyprian y Romola como sólo Cyprian. Es un hombre corpulento, lo bastante fuerte para sacar a Octavia del estudio, suponiendo que el hecho ocurriera allí, y después subir el cuerpo a su habitación y dejarlo tendido en la cama. Ni siquiera corría el riesgo de despertar a nadie, puesto que su habitación se encuentra al lado de la habitación de Octavia. Era una posibilidad terriblemente inquietante. En la imaginación de Hester se perfiló con precisión el rostro de Cyprian, con aquellos rasgos suyos que denotaban inteligencia y optimismo pero a la vez capacidad para el sufrimiento. Cuadraba en él que quisiera ocultar el acto que había cometido su hermana, dejar a salvo su buen nombre y procurar que llorasen su muerte y la enterrasen en tierra sagrada. Pero entretanto habían colgado a Percival. – ¿Es posible qué Cyprian sea tan débil como para permitir tal cosa, sabiendo que Percival no era culpable? -dijo Hester levantando más la voz. Deseaba profundamente poder descartar aquella posibilidad, pero la cesión de Cyprian a la presión emocional de Romola era demasiado clara en sus pensamientos, como lo era también la desesperación momentánea que había vislumbrado en su cara al observarlo sin que él se apercibiera de ello. Y de todos los miembros de la familia, precisamente era él quien parecía lamentar más profundamente la muerte de Octavia. – ¿Y Septimus? -preguntó Monk. Podía ser el acto imprudente y misericordioso que Septimus era capaz de realizar. – No -negó con vehemencia-, no, él no habría permitido nunca que colgaran a Percival. – Myles sí. -Monk la miró ahora con intensa emoción, expresión desolada y tensa-. Podría haberlo hecho para salvar el nombre de la familia. Su situación está indisolublemente unida a los Moidore, en realidad, depende totalmente de ellos. En cuanto a Araminta, tanto podría haberlo ayudado como no. Volvió a su memoria el recuerdo de Araminta en la biblioteca y la tensión que había descubierto entre ella y Myles. A buen seguro que Araminta sabía que su marido no había matado a Octavia, pese a estar dispuesta a que Monk creyese que lo había hecho y observase que Myles sudaba de miedo al imaginarlo. Era un tipo de odio muy peculiar el suyo, una mezcla de odio y de poder. ¿Sería un sentimiento alimentado por el horror que ella misma había vivido en la violencia de su noche de bodas o en la violación de Martha la camarera… o en el hecho de haberse convertido todos en unos conspiradores confabulados para ocultar cómo había muerto realmente Octavia, llegando a dejar que colgaran a Percival? – ¿Y Basil? -apuntó ella. – ¿O quizás incluso Basil por el buen nombre… y lady Moidore por amor? -dijo Monk-. De hecho, Fenella es la única para la que no encuentro razón ni medios. -Se había quedado pálido y tenía una mirada tal de dolor y remordimiento en los ojos que a Hester le inspiró una intensa admiración por su íntima sinceridad y la propensión a la piedad de la que era capaz pero que rara vez salía a la superficie. – Por supuesto que no son más que especulaciones -dijo con voz mucho más suave-. No tengo ninguna prueba de nada. Aunque hubiéramos sabido esto antes de que acusaran a Percival, no sé cómo habríamos podido probarlo. Por esto he venido a verlo: deseaba compartir con usted lo que había averiguado. En el rostro de Monk se reflejó la profunda concentración en que estaba sumido. Hester esperó mientras oía el ruido que hacía la señora Worley trabajando en la cocina, el matraqueo de los cabriolés y de un carro que pasaba por la calle. – Si Octavia se suicidó -dijo Monk finalmente-, entonces alguien se llevó el cuchillo al descubrir el cuerpo y es de presumir que volvió a dejarlo en la cocina, o quizá se quedó con él, aunque esto parece improbable. En cualquier caso, no parece un acto cometido por una persona presa de pánico. Si volvió a dejar el cuchillo en su sitio… no. -La impaciencia le contrajo el rostro-. Como es evidente, no volvió a dejar el salto de cama. Debieron de esconder las dos cosas en algún sitio que no llegamos a registrar. Y sin embargo, no encontramos rastro alguno de nadie que hubiera salido de la casa entre la hora de su muerte y la hora en la que llamaron al agente de policía y al médico. -La miró, como si quisiese escudriñar sus pensamientos, pese a lo cual continuó hablando-. En una casa donde vive tanta gente y donde las sirvientas se levantan a las cinco de la madrugada, sería difícil salir sin ser visto… o estar seguro de que no te ha visto nadie. – ¿Podría ser que ustedes no hubieran registrado ciertas habitaciones de la casa? -preguntó Hester. – Supongo que sí -se le ensombreció la cara ante tan desagradable posibilidad-. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan brutal! Seguramente escondieron en algún sitio el cuchillo y el salto de cama manchados de sangre por si los necesitaban… para comprometer a algún pobre desgraciado. -Monk se estremeció involuntariamente y sintió de pronto un frío repentino que, pese a todo, no tenía nada que ver con el raquítico fuego de la chimenea ni con el aguanieve persistente que estaba cayendo en el exterior y que ya se estaba transformando en nevada. – Si pudiéramos encontrar el escondrijo -dijo Hester titubeante-, ¿no podríamos saber quién se había servido de él? Monk se echó a reír, una risa convulsa y dolorida. – ¿La persona que lo puso en la habitación de Percival detrás de los cajones de la cómoda? No creo que podamos dar por sentado que el escondrijo por sí solo vaya a comprometer a dicha persona. Hester tuvo la sensación de que estaba desbarrando. – Por supuesto que no -admitió con voz tranquila-. Entonces, ¿qué podemos buscar? Monk se sumió en un largo silencio y permaneció a la espera, devanándose los sesos. – No sé -dijo finalmente y con evidente esfuerzo-. Si se encontrara sangre en el estudio podría ser un detalle revelador puesto que Percival no podría haberla matado en esa habitación. Todo el asunto se reduce a que él se abrió paso hasta su dormitorio, ella se peleó con él para echarlo y el forcejeo la condujo a la muerte… Hester se levantó, ya que había que hacer algo, de pronto se sentía llena de energía… – Lo miraré. No será difícil… – ¡Tenga mucho cuidado! -le dijo él con tanto ímpetu que más que hablar pareció ladrar-. ¡Hester! Ella ya se despedía, excitada porque al fin tenía una idea que llevar a la práctica. – ¡Hester! -La cogió por el hombro y la apretó con fuerza. La chica intentó desasirse de Monk, pero no tenía fuerza suficiente. – ¡Hester… haga el favor de escucharme! -la instó con voz perentoria-. Este hombre, o esta mujer… ha hecho bastante más que ocultar un suicidio. Ha cometido un asesinato lento y Hester sintió malestar, pero no por ello se arredró. – Piense que no tendrán piedad de usted -prosiguió Monk, implacable- si los amenaza en lo más mínimo. De hecho, creo que ahora que usted sabe esto, sería mejor que se despidiera. Escríbales una carta y dígales que ha sufrido un accidente y que no puede volver. Ahora ya no necesitan a una enfermera, pueden arreglarse perfectamente con una camarera. Lady Moidore no la necesita. – No, no lo haré. -Estaban los dos de pie, casi pecho contra pecho, y se miraban fijamente-. Vuelvo a Queen Anne Street para ver de descubrir lo que le ocurrió realmente a Octavia, y a ser posible quién es culpable y quién fue el causante de que colgaran a Percival. -Se dio cuenta de la enormidad de lo que había dicho, pero Hester no quería dejarse una salida por la cual escapar. – Hester. – ¿Qué? Monk hizo una profunda aspiración y exhaló un suspiro. – Entonces me quedaré en una calle próxima a la casa y quiero verla como mínimo una vez cada hora en una de las ventanas que dan a la calle. Como no la vea, llamaré a la comisaría y pediré a Evan que entre en la casa… – ¡No puede hacerlo! -protestó ella. – ¡Puedo hacerlo! – ¿Con qué pretexto, por el amor de Dios? Monk sonrió con amarga ironía. – Pues con el pretexto de que la andan buscando porque ha robado en una casa. Siempre puedo hacerme atrás y dejarla impoluta diciendo que era un caso de identidad equivocada. Pareció más aliviada de lo que demostraba. – Le estoy muy agradecida -trató de decirlo como si estuviera enfadada pero no pudo disimular la emoción que sentía, por lo que durante un rato se quedaron mirándose con aquella comprensión mutua que sólo de vez en cuando se establecía entre los dos. Después ella se excusó, recogió el abrigo, dejó que él la ayudara a ponérselo y se despidió. Entró lo más discretamente posible en la casa de Queen Anne Street, tratando de evitar incluso la conversación más escueta y yendo directamente arriba para tener la satisfacción de comprobar que Septimus se estaba recuperando muy bien. Se puso muy contento al verla, la saludó y se mostró muy interesado. Fue difícil para Hester no decirle nada de sus descubrimientos y conclusiones y se excusó por tenerlo que dejar para ir a ver a Beatrice así que pudo sin herir sus sentimientos. Tan pronto como hubo servido la cena a Beatrice en su cuarto le pidió permiso para retirarse temprano, alegando que tenía que escribir unas cartas. Beatrice tuvo la satisfacción de concedérselo. Durmió muy mal, por lo que no le costó mucho levantarse algo después de las dos de la mañana y bajar la escalera alumbrándose con una vela. No se atrevía a encender la luz de gas porque habría sido tan intensa como el sol y, de haber oído algún ruido en las inmediaciones, le habría resultado muy difícil llegar a tiempo para apagarla. Se deslizó hasta el rellano a través de la escalera de las sirvientas y después bajó por la escalera principal hasta el vestíbulo y el estudio de sir Basil. Con mano vacilante y arrodillada en el suelo, bajó la vela para explorar la alfombra turca roja y azul y ver de encontrar alguna irregularidad en el dibujo que pudiera evidenciar la presencia de una mancha de sangre. Tardó unos diez minutos que se le antojaron horas, antes de oír que el reloj del vestíbulo daba las horas, lo que le produjo tal sobresalto que por poco le hace caer la vela de la mano. De hecho, no pudo evitar que cayera cera caliente en la alfombra ni que se quedara prendida en la lana y la tuvo que desprender con una uña. Entonces se dio cuenta de que la irregularidad no obedecía solamente a la confección de la propia alfombra sino a un defecto, era una asimetría que no quedaba corregida en parte alguna y, al acercarse un poco más, pudo apreciar lo extensa que era. Casi había desaparecido, pero se distinguía bastante. Estaba detrás del gran escritorio de roble, donde uno se colocaría naturalmente para abrir cualquiera de los cajones laterales de la mesa, de los que sólo tres estaban provistos de cerradura. Se puso lentamente en pie. Su mirada se posó directamente en el segundo cajón, donde apreció unas pequeñas muescas alrededor de la cerradura, como si alguien lo hubiera abierto forzándola con una tosca herramienta y ni la cerradura nueva con que la había sustituido ni la madera maltratada pudieran disimular completamente el apaño. No había manera de poder abrirla, no tenía la habilidad necesaria ni un instrumento adecuado. Además, no quería despertar la alarma en la única persona que podría detectarlo en el caso de que se produjeran nuevas marcas en el mueble. Pero adivinaba fácilmente lo que podía haber descubierto Octavia: una carta, o más de una, escrita por el propio lord Cardigan y tal vez incluso el coronel del regimiento, que habría confirmado sin lugar a dudas lo que ella ya sabía a través del Ministerio de Defensa. Hester se quedó inmóvil, con la mirada fija en el platito de arena, cuidadosamente dispuesto sobre la mesa para secar la tinta de las cartas; observó también las barritas de lacre rojo y las cerillas para sellar los sobres, la escribanía de sardónica tallada y el jaspe rojo para la tinta, las plumas de ave, el fino y exquisito abrecartas, imitación de la legendaria espada del rey Arturo, hincado en su piedra mágica… Era un hermoso objeto de unos treinta centímetros de longitud y tenía la empuñadura grabada. La piedra que le servía de soporte era una ágata amarilla de una sola pieza, la más grande que Hester había visto en su vida. Se quedó de pie, imaginándose a Octavia exactamente en aquel mismo sitio, la vio cavilando, desesperada, sola: acababa de sufrir el golpe definitivo. A buen seguro que su mirada también se había posado en aquel hermoso objeto. Lentamente Hester avanzó la mano y lo tocó. De haber sido ella Octavia, no habría ido a la cocina a buscar el cuchillo de la señora Boden. No, ella se habría servido de aquel hermoso objeto. Lo sacó lentamente de su soporte, lo sopesó, rozó con el dedo su punta afilada. Se deslizaron varios segundos a través del silencio de la casa, la nieve caía al otro lado de la ventana desnuda. Fue entonces cuando la descubrió: era una fina raya oscura incrustada entre la hoja y la empuñadura. Acercó el objeto a unos pocos centímetros de la vela encendida. Era de color marrón, no la raya gris oscuro que produce el metal deslucido o la suciedad incrustada, sino el residuo pardo rojizo intenso que deja la sangre seca. No era de extrañar, pues, que la señora Boden no hubiera echado en falta el cuchillo hasta que comunicó su desaparición a Monk: probablemente había estado todo el tiempo en su estante de la cocina. Aquella mujer se había hecho un lío con lo que ella asumía como hechos, cuando no eran más que imaginación. Sin embargo, en el cuchillo que habían encontrado había manchas de sangre. ¿De quién era, entonces, la sangre si el instrumento que había provocado la muerte de Octavia era aquel estilizado abrecartas? No, la sangre no era de nadie. Era un cuchillo de cocina y en la cocina de toda buena cocinera suele haber siempre abundancia de sangre: un asado, un pescado que hay que destripar, un pollo… ¿Quién podía percibir la diferencia entre diversos tipos de sangre? Pero si la sangre del cuchillo no era de Octavia, ¿sería suya realmente la del salto de cama? De pronto la sorprendió el fogonazo de un recuerdo que fue como si le hubiera caído encima un jarro de agua fría. ¿Acaso Beatrice no había dicho algo sobre un desgarrón en el encaje del salto de cama de Octavia? ¿No había aceptado la petición de ésta, poco experta en las labores de aguja, para que se lo remendara? Esto podía significar que ni siquiera lo llevaba puesto cuando murió. Aun así sólo lo sabía Beatrice y por respeto a su dolor nadie le había mostrado la prenda manchada de sangre. Araminta la había identificado como la que Octavia llevaba aquella noche a la hora de acostarse, y así era: la llevaba por lo menos hasta el rellano de la escalera. Después Octavia había ido a dar las buenas noches a su madre y había dejado la prenda en su cuarto. Por el mismo motivo, también Rose podía estar equivocada. Sabía que el salto de cama era de Octavia, no cuándo lo llevaba. ¿O tal vez sí lo sabía? Por lo menos debía de saber cuándo lo había lavado por última vez. Era la encargada de lavar y planchar este tipo de cosas… y también de remendarlas en caso necesario. ¿Cómo se explicaba que no hubiera cosido el encaje? Una lavandera tenía la obligación de prestar más atención a estos detalles. Por la mañana le haría algunas preguntas. De repente volvió al presente, se percató de nuevo de que se encontraba en el estudio de sir Basil con sólo el salto de cama puesto, exactamente en el mismo sitio donde Octavia, empujada por la desesperación, debió de quitarse la vida… y con el mismo instrumento en la mano que ella debía de haber tenido en la suya. Como alguien la hubiera descubierto en aquel momento, no habría tenido ninguna excusa… y si hubiera sido, quienquiera que fuese, la persona que sorprendió a Octavia, habría comprendido inmediatamente que también ella estaba enterada. Sostenía la vela baja y la cera fundida iba llenando el cuenco. Volvió a colocar el abrecartas en su sitio, poniéndolo exactamente tal como estaba antes, después tomó la vela y volvió a dirigirse con rapidez a la puerta y la abrió casi sin hacer ruido. El pasillo estaba sumido en la oscuridad: lo único que se distinguía en él era el débil resplandor que se filtraba a través de la ventana que daba a la parte frontal de la casa, al otro lado de la cual seguía cayendo la nieve. Atravesó el vestíbulo de puntillas, sin hacer ruido. Sentía la frialdad de las baldosas bajo sus pies desnudos y estaba rodeada únicamente por un pequeño haz de luz, la indispensable para no tropezar. Al llegar a lo alto de la escalera atravesó el rellano y, no sin cierta dificultad, localizó el pie de la escalera para uso de las criadas. Finalmente en su habitación, apagó de un soplo la llama de la vela y se encaramó a la cama helada. Tenía mucho frío, el cuerpo convulso por temblores, empapado de sudor, una sensación de náuseas en el estómago. Por la mañana, tratando de recurrir a todo su aplomo, se ocupó primeramente de que Beatrice se encontrara cómoda y de servirle el desayuno; después fue a ver a Septimus, al que dejó igualmente tras haberlo atendido, procurando no dar la impresión de apresuramiento o de ser negligente con sus deberes. Eran casi las diez cuando ya se encontró en libertad de ir a la lavandería a hablar con Rose. – Rose -la interpeló con voz tranquila para no llamar la atención de Lizzie. A buen seguro habría querido saber qué pasaba, para comprobar si se trataba de algún trabajo, y en caso contrario hacer o impedir lo que fuera para obligarles a dejarlo hasta un momento más oportuno. – ¿Qué desea? -Rose estaba pálida, su cutis había perdido aquella diafanidad y aquel esplendor como de porcelana que tenía antes y sus ojos, tan oscuros, parecían dos cuencas vacías. La muerte de Percival la había afectado profundamente. Había en ella todavía una parte que seguía enamorada de aquel hombre y quizá se atormentaba con la idea de que sus propias declaraciones y la intervención que había tenido en su detención, la mezquina malevolencia que había demostrado y sus sutiles indicaciones podían haber conducido a Monk a orientar sus sospechas en dirección a Percival. – Rose -volvió a llamarla Hester con intención de desviar su atención del trabajo que estaba haciendo, que consistía en alisar con la plancha el delantal de Dinah-. Se trata de la señorita Octavia… – ¿Qué ocurre? -preguntó Rose sin interés, mientras su mano movía la plancha hacia delante y hacia atrás y seguía con los ojos fijos en la tela. – Usted se encargaba del cuidado de su ropa, ¿verdad? ¿O era Lizzie? – No. -Rose continuaba sin mirarla-. Lizzie solía ocuparse de la ropa de lady Moidore, de la ropa de la señorita Araminta y a veces también de la ropa de la esposa del señor Cyprian. Yo me encargaba de la ropa de la señorita Octavia y de la ropa blanca de los caballeros. Los delantales y gorros de las camareras nos los repartimos según convenga. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado ahora? – ¿Cuándo fue la última vez que lavó el salto de cama de la señorita Octavia, el que tiene un encaje con un dibujo de lirios… antes de que la asesinaran? Rose dejó finalmente la plancha y se volvió a Hester con el ceño fruncido. Estuvo unos minutos pensativa antes de contestar. – Lo planché la mañana del día antes y lo subí arriba alrededor de mediodía. Suponía que iba a ponérselo aquella noche… -hizo una profunda aspiración-, y por lo que he oído se lo puso al día siguiente y cuando la mataron lo llevaba puesto. – ¿El salto de cama estaba roto? Rose la miró con el rostro tenso. – ¡Claro que no! ¿Se figura que no sé cuáles son mis obligaciones? – Si se hubiera hecho un desgarrón la noche antes, ¿se lo habría dado a usted para que lo remendara? – Es más probable que se lo hubiera dado a Mary, pero después Mary me lo habría dado a mí. Tiene buenas manos y sabe hacer arreglos cuando se trata de trajes y de vestidos de noche, pero aquellos lirios eran cosa muy fina. ¿Por qué lo dice? ¿A qué viene ahora eso?-La miró con expresión de extrañeza-. De todos modos, debió de ser Mary la que lo remendó, porque yo no, y cuando la policía me enseñó el salto de cama para que dijera si era de la señorita, no vi que estuviera roto, tanto los lirios como todo el encaje estaban en perfecto estado. Hester sintió una extraña excitación. – ¿Está segura? ¿Absolutamente segura? ¿Sería capaz de jurarlo por la vida de alguien? Fue como si a Rose acabaran de darle un bofetón, ya que de su cara desapareció el último vestigio de color. – ¿Por quién quiere que jure? ¡Percival ha muerto! ¡Lo sabe de sobra! ¿Se puede saber qué le pasa? ¿Por qué se preocupa por un encaje roto? – ¡Dígamelo! ¿Está absolutamente segura? -insistió Hester. – Sí, lo estoy. -Rose ya estaba enfadándose porque no comprendía la insistencia de Hester y aquello la asustaba-. Cuando la policía me enseñó el salto de cama manchado de sangre no tenía el encaje roto. Precisamente aquella parte no estaba manchada, estaba perfectamente limpia y bien. – ¿No se equivoca? ¿No había otra parte de la prenda adornada también con encaje? – Sí, pero no era el mismo. -Movió negativamente la cabeza-. Mire, señorita Latterly, no sé lo que pensará usted de mí, aunque de sobra se ve por los aires que gasta, pero sé muy bien qué me llevo entre manos y cuando veo un salto de cama sé dónde tiene el tirante y dónde el dobladillo. Ni estaba roto el encaje del salto de cama cuando me lo llevé de la lavandería ni lo estaba tampoco cuando la policía me preguntó si lo reconocía, pese a quien pese y favorezca a quien favorezca. – Pues es algo que pesa, y mucho -dijo Hester con voz queda-. ¿Usted lo juraría? – ¿Para qué? – ¿Lo juraría o no? -Hester estaba tan furiosa que casi temblaba. – ¿A quién se lo tendría que jurar? -insistió Rose-. ¿Qué importa eso ahora? -Su rostro reflejó una tremenda emoción-. ¿Usted quiere decir que… quiere decir que no fue Percival quien la mató? – No, creo que él no la mató. Rose se había quedado muy blanca, tenía el rostro contraído. – ¡Oh, Dios mío! ¿Quién fue entonces? – Eso no lo sé. Por favor, sea sensata. Si le interesa conservar la vida, o cuando menos su trabajo, no hable de todo esto con nadie. – Pero ¿y usted cómo lo sabe? -siguió insistiendo Rose. – Cuanto menos sepa mejor, créame. – Pero ¿qué piensa hacer? -dijo en voz muy baja, aunque se le notaba la ansiedad y el miedo. – Demostrarlo, si puedo. En aquel momento se acercó Lizzie. Tenía los labios tensos por la irritación. – Oiga, señorita Latterly, si quiere algo de la lavandería pídamelo a mí y yo me ocuparé de lo que sea, pero no se quede aquí cuchicheando con Rose, que tiene mucho trabajo. – Lo siento, perdone -se disculpó Hester obligándose a sonreír, después de lo cual se retiró. Había vuelto a la casa principal y estaba a media escalera en dirección a la habitación de Beatrice cuando de pronto se le aclararon las ideas. Si el salto de cama estaba intacto cuando Rose lo envió a la habitación de Octavia y seguía intacto cuando fue descubierto en la habitación de Percival, pero estaba roto cuando Octavia fue al cuarto de su madre para darle las buenas noches, alguien lo había roto en algún momento de aquel día, y únicamente Beatrice lo habría observado. No lo llevaba puesto cuando había muerto, puesto que estaba en la habitación de Beatrice. En algún momento comprendido entre aquel en que Octavia lo dejó en dicha habitación y su descubrimiento alguien se apoderó de él y tomó también un cuchillo de la cocina, lo manchó de sangre y lo envolvió con el salto de cama, después de lo cual lo escondió en la habitación de Percival. ¿Quién? ¿Cuándo lo había cosido Beatrice? ¿Fue aquella noche? ¿Por qué se habría molestado en coserlo si hubiera sabido que Octavia había muerto? ¿Dónde había ido a parar después? Seguramente estaba en la cesta de costura que Beatrice tenía en su cuarto. A nadie le importaría demasiado después. ¿O acaso volvieron a llevarlo a la habitación de Octavia? Sí, seguramente lo habían devuelto a la habitación, ya que de otro modo quienquiera que hubiera sido la persona que lo hubiera cogido, se habría dado cuenta de su equivocación y habría sabido que Octavia no lo llevaba cuando se fue a dormir. Ahora estaba en el rellano de lo alto de la escalera. Había dejado de llover y el sol pálido pero claro de invierno brillaba a través de las ventanas y trazaba dibujos en la alfombra. No se había encontrado con nadie. Las camareras estaban atareadas cumpliendo con sus obligaciones, las doncellas de las señoras se ocupaban del guardarropa, el ama de llaves estaba en el cuarto de la ropa blanca, las criadas de arriba estaban haciendo las camas, dando la vuelta a los colchones y sacando el polvo de todas partes y había otras criadas en el corredor; Dinah y los lacayos estaban en algún lugar de la parte frontal de la casa; la familia, entregada a los placeres matutinos: Romola con los niños en la habitación utilizada como clase, Araminta escribiendo cartas en el saloncito de las mujeres, los hombres ocupados fuera de la casa y Beatrice todavía en su dormitorio. Beatrice era la única persona que estaba enterada de que el encaje de los lirios estaba roto, por lo que no podía haber cometido el error de manchar el salto de cama. No era que Hester sospechara de ella, o por lo menos no pensaba que lo hubiera podido hacer sola. Si la había ayudado sir Basil… Pero entonces, ese miedo de no saber quién había asesinado a Octavia… Ese temor a que fuese Myles… A Hester se le ocurrió de pronto que Beatrice podía ser una actriz excepcional, pero después abandonó la idea. Para empezar, ¿para qué? No podía saber que Hester repetiría lo que le oyese decir. ¿Quién sabía qué salto de cama llevaba Octavia aquella noche? Había salido del salón atildadamente vestida con un traje de noche, al igual que todas las demás señoras. ¿A quién había visto antes de cambiarse para acostarse? Tan sólo a Araminta y a su madre. A la orgullosa, difícil y fría Araminta. Ella había ocultado el suicidio de su hermana y, cuando era inevitable que acusaran a alguien del asesinato, había alegado que debía de ser Percival. Pero era imposible que lo hubiera hecho ella sola. Era una mujer delgada, casi esquelética. Habría sido incapaz de trasladar sin ayuda de otra persona el cuerpo de Octavia hasta el piso de arriba. ¿Quién la había ayudado? ¿Myles? ¿Cyprian? ¿O Basil? ¿Y cómo se podía demostrar? La única prueba era lo que había dicho Beatrice sobre el encaje de lirios roto pero ¿sería capaz de jurarlo cuando supiera qué suponía? Hester necesitaba un aliado en la casa. Sabía que Monk estaba fuera, había visto su oscura figura cada vez que había pasado por delante de la ventana, pero no podía ser de ninguna ayuda en este aspecto. También estaba Septimus. Era la única persona acerca de la cual Hester tenía la plena seguridad de que no tenía participación alguna en los hechos y que, además, podía ser lo bastante valiente para luchar. Sí, haría falta valentía. Percival había muerto y para todos los demás el asunto había quedado cerrado. Habría sido mucho más fácil dejar que todo quedara tal como estaba. Cambió de dirección y, en lugar de ir a la habitación de Beatrice, siguió por el pasillo hasta la de Septimus. Estaba ligeramente incorporado en la cama leyendo un libro que sostenía a una cierta distancia porque padecía de vista cansada. Cuando Hester entró, levantó los ojos debido a la sorpresa. Se encontraba tan recuperado que las atenciones de Hester eran más las de una amiga que de tipo médico. Vio al momento que Hester estaba profundamente preocupada. – ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó, lleno de ansiedad. Cerró el libro sin poner una señal en la página. De nada habría servido mentir. Hester cerró la puerta, se acercó a la cama y se sentó en el borde. – He hecho un descubrimiento en relación con la muerte de Octavia. Dos de hecho. – Y los dos son graves -dijo el hombre con gran interés-. Ya veo que está preocupada. ¿De qué se trata? Hester hizo una profunda aspiración. Si ella se había equivocado y Septimus estaba involucrado en el caso o se sentía más leal a la familia o era menos valiente de lo que ella creía, entonces quizás ella se pondría en mayor peligro del que suponía. Sin embargo, no pensaba hacerse atrás. – Octavia no murió en su habitación. Sé dónde murió. -Hester observó su cara y lo único que descubrió en ella fue interés, no indicios de remordimiento-. Fue en el estudio de sir Basil -dijo finalmente. El hombre estaba confundido. – ¿En el estudio de Basil? Pero, querida amiga mía, esto no tiene sentido. ¿Por qué habría ido Percival a buscar a Octavia en aquella habitación? ¿Qué haría ella en el estudio de Basil en plena noche? -De pronto la luz que brillaba en sus ojos fue apagándose-. ¡Ah… usted se refiere a que aquel día ella se enteró de algo y usted sabe qué es? ¿Algo que tiene que ver con Basil? Hester le dijo qué había averiguado en el Ministerio de Defensa y que Octavia había estado allí el día de su muerte y se había enterado de lo mismo. – ¡Santo Dios! -dijo Septimus con voz queda-. ¡Pobre niña! ¡Pobre, pobre niña! -Por espacio de varios segundos Septimus se quedó con la vista fija en la colcha, después miró a Hester con el rostro contraído, la mirada sombría y asustada-. ¿Quiere decir que Basil la mató? – No, yo creo que se mató ella… con el abrecartas del estudio. – ¿Y cómo subió al dormitorio? – Alguien la encontró muerta en el estudio, limpió el abrecartas y volvió a dejarlo en su sitio, la trasladó arriba, aplastó la enredadera del exterior de la ventana, tomó unas cuantas joyas y un jarrón de plata y la dejó en su cuarto para que Annie la descubriera por la mañana. – Para que no pareciera un suicidio, porque es una cosa vergonzosa, una cosa escandalosa… -Hizo una profunda aspiración y abrió mucho los ojos debido al horror que sentía-. Pero ¡santo Dios!, ¡Dejaron que colgaran a Percival! – Exacto. – Es una monstruosidad. Es un asesinato. – Exacto. – ¡Oh… Dios mío! -dijo en voz muy baja-. ¿A qué extremo hemos llegado? ¿Sabe quién lo hizo? Hester le explicó todo lo relativo al salto de cama. – Araminta -dijo Septimus en voz muy baja-, pero no sola. ¿Quién la ayudó? ¿Quién se encargó de subir a la pobre Octavia escaleras arriba? – No sé. Debió de ser un hombre, pero no sé quién. – ¿Qué piensa hacer? – La única persona que lo puede corroborar es lady Moidore. Creo que lo hará. Ella sabe que Percival no era el culpable y creo que ella querrá encontrar una alternativa a la incertidumbre y al miedo que están acabando con todas sus relaciones. – ¿Usted cree? -Se quedó pensativo unos momentos mientras su mano iba abriéndose y cerrándose mecánicamente sobre la colcha-. Tal vez tenga usted razón pero, tanto si la tiene como no, no podemos dejar las cosas como están prescindiendo del precio que haya que pagar. – Entonces, ¿quiere usted acompañarme al cuarto de lady Moidore y estar presente mientras le pregunto si estaría dispuesta a jurar que el salto de cama estaba roto la noche en la que murió Octavia y que ella lo tuvo toda la noche en su habitación y no salió de ella hasta más tarde? – Sí. -Septimus se levantó de la cama con la ayuda de Hester, que le tendió las manos-. Sí -admitió-, lo mínimo que puedo hacer es estar a su lado. ¡Pobre Beatrice! Hester tuvo la impresión de que Septimus no lo había entendido del todo. – Pero ¿usted está dispuesto a corroborar con juramento su respuesta, en caso necesario delante de un juez? ¿La apoyará cuando ella se dé cuenta de lo que supone? Él se puso muy erguido, echó los hombros para atrás y sacó pecho. – Sí, totalmente. Beatrice quedó muy sorprendida al ver entrar en su habitación a Hester seguida de Septimus. Estaba sentada delante del tocador cepillándose el cabello, algo que en circunstancias normales habría hecho su doncella, pero como ahora ya no necesitaba hacerse ningún peinado especial porque no tenía que ir a ninguna parte había optado por hacerlo ella misma. – ¿Qué ocurre? -les preguntó en un susurro-. ¿Ha pasado algo? Septimus, ¿te encuentras peor? – No, cariño -le dijo acercándose a ella-, me encuentro perfectamente bien, pero ha ocurrido algo y, como es preciso tomar una decisión, estoy aquí para prestarte mi apoyo. – ¿Una decisión? ¿A qué te refieres? -Ahora estaba asustada y sus ojos iban y venían de él a Hester-. ¿Hester? ¿Qué ha pasado? Usted sabe algo, ¿verdad? -Hizo una profunda aspiración y pareció que iba a preguntar algo, pero su voz se extinguió y de su garganta no salió sonido alguno. Lentamente dejó el cepillo sobre el tocador. – Lady Moidore -comenzó a decir Hester con voz suave, ya que sabía que la exposición de los hechos sería cruel-. La noche en que Octavia murió, antes de acostarse entró en esta habitación para desearle las buenas noches, según usted dijo. – Sí… -Su voz era apenas un murmullo. – Y dijo también que el salto de cama que llevaba tenía roto el encaje que tiene un dibujo de lirios y que adorna la parte del hombro. – Sí. – ¿Está absolutamente segura? Beatrice se quedó confundida, pero una pequeña parte del miedo que sentía había desaparecido. – Sí, por supuesto lo estoy. Me ofrecí a cosérselo. -No pudo impedir que las lágrimas se agolparan a sus ojos-. Y se lo cosí… -Sus palabras se ahogaron, porfiaba por dominar la emoción que la embargaba-. Se lo cosí aquella misma noche, antes de acostarme. Le hice un remiendo perfecto. Hester habría querido cogerle las manos y retenerlas entre las suyas, pero estaba a punto de asestarle otro golpe terrible y el gesto le habría parecido hipócrita, algo así como el beso de Judas. – ¿Sería capaz de jurarlo, por su honor? – Por supuesto, pero ¿a quién importa eso ya? – ¿Estás absolutamente segura, Beatrice? -Septimus se arrodilló trabajosamente delante de ella y la cogió con manos torpes pero con mucha ternura-. ¿Aunque pueda derivarse un resultado doloroso, no vas a rectificar lo dicho? Beatrice se quedó mirándolo. – ¿Por qué voy a rectificar si es la verdad? ¿Qué quiere decir eso de un resultado doloroso, Septimus? – Pues que Octavia se suicidó, querida mía, y que Araminta y otra persona se pusieron de acuerdo para ocultar el hecho con el fin de proteger el honor de la familia. -Todo había quedado fácilmente resumido en una sola frase. – ¿Se suicidó? ¿Por qué? Pero si ya hacía dos años que Harry había muerto… – Sí, pero es que aquel día Octavia se enteró de cómo y por qué murió. -Le ahorró los últimos y desagradables detalles que hacían referencia al caso, por lo menos de momento-. Como era algo que ella no podía soportar, se suicidó. – Pero Septimus… -Tenía tan secas la garganta y la boca que apenas podía articular palabra-. ¡Colgaron a Percival por haberla matado! – Lo sé, querida mía, por esto tenemos que hablar. – Una persona de mi casa, de mí familia… ¡asesinó a Percival! – Sí. – Septimus, no creo que pueda soportarlo. – No te queda otro remedio, Beatrice. -Su voz era muy suave, pero sin titubeos-. No podemos escapar, no hay forma de negarlo sin ponerlo peor de lo que está. Ella le apretó la mano y miró a Hester. – ¿Quién fue? -preguntó Beatrice, con voz temblorosa y mirándola directamente a los ojos. – Araminta -respondió Hester. – No ella sola. – No, no sé quién la ayudó. Beatrice se llevó lentamente las manos a la cara. Sí, ella lo sabía. Hester lo comprendió cuando vio que tenía los puños apretados y la oyó jadear. Pero no quiso preguntarle nada. Se limitó a echar una mirada fugaz a Septimus, después se volvió y salió de la habitación caminando muy lentamente, bajó la escalera principal y salió por la puerta frontal a la calle, hasta donde estaba Monk, esperando bajo la lluvia. Con voz grave, mientras la lluvia le empapaba el cabello y el vestido, olvidada de todo, lo puso al corriente de los hechos. Monk se fue directamente a Evan y éste expuso las circunstancias a Runcorn. – ¡Qué disparate! -dijo Runcorn, furioso-. ¡Usted desbarra! ¿Quién le ha metido todo este cúmulo de tonterías en la cabeza? El caso de Queen Anne Street está cerrado. Usted siga con el caso que tiene entre manos y, como vuelva a enterarme de alguna cosa más al respecto, le aseguro que se verá metido en un lío serio. ¿Le he hablado con bastante claridad, sargento? -Se le subieron los colores a su largo rostro-. Veo que usted tiene un gran parecido con Monk. Cuanto antes se olvide de él y de toda su arrogancia, más probabilidades tendrá de hacer carrera en la policía. – ¿No volverá a interrogar a lady Moidore, entonces?-insistió Evan. – ¿Será posible? Oiga, Evan, a usted le pasa algo. No, no volveré a interrogar a lady Moidore. Y ahora váyase inmediatamente de aquí y cumpla con su deber. Evan se quedó en posición de firmes un momento mientras sentía que dentro de él bullían palabras de desprecio que no dijo. Seguidamente giró sobre sus talones y salió. Sin embargo, en lugar de reunirse con su nuevo inspector o con cualquier otra de las personas que se ocupaban de su caso actual, paró un cabriolé y le pidió que se dirigiera a las oficinas de Oliver Rathbone. Rathbone lo recibió así que pudo desembarazarse del parlanchín cliente con el que estaba ocupado en aquellos momentos. – Usted dirá -dijo a Evan, lleno de curiosidad-. ¿Qué ha ocurrido? De forma clara y concisa, Evan le explicó lo que había averiguado Hester y observó con qué interés lo escuchaba Rathbone: vio sucederse en su rostro el reflejo de sentimientos tales como el miedo, la ironía, la ira y una repentina emoción. Pese a ser muy joven, Evan identificó aquella reacción como algo más que una inquietud de tipo intelectual o moral. Después le refirió lo que había añadido Monk y el enfrentamiento que él acababa de tener con Runcorn, que reflejaba una reticencia larvada por parte de éste. – ¡Vaya, vaya! -dijo lentamente Rathbone, sumido en lentas y profundas cavilaciones-. Un hilo muy fino, pero para colgar a un hombre no hace falta que la cuerda sea gruesa, basta con que sea fuerte… y me parece que ésta lo es bastante. – ¿Qué hará? -preguntó Evan-. Runcorn no querrá volver a abrir el caso. Rathbone sonrió, una sonrisa franca y dulce. – ¿Cree que tendrá ocasión de elegir? – No, pero… -Evan se encogió de hombros. – Lo expondré ante el Home Office. -Rathbone cruzó las piernas e hizo coincidir las yemas de los dedos-. Ahora cuéntemelo todo otra vez, sin olvidar ningún detalle, a fin de estar seguro de todo. Evan, obediente, volvió a referírselo todo palabra por palabra. – Gracias -dijo Rathbone poniéndose en pie-. Y ahora, si tiene la bondad de acompañarme, me pondré en acción y, con un poco de suerte, usted podrá reclamar un agente y haremos una detención. Me parece que lo mejor es que actuemos con rapidez. -Se le ensombreció el rostro-. Por lo que me ha contado, por lo menos hay una persona, lady Moidore, que está al corriente de la tragedia que va a destrozar a su familia. Hester había dicho a Monk todo lo que sabía. En contra de los deseos de éste, Hester volvió a la casa de Queen Anne Street. Llegó empapada, con la ropa manchada y sin tener preparada una excusa. En la escalera encontró a Araminta. – ¡Santo cielo! -exclamó Araminta con acento de incredulidad pero en tono festivo-. No parece sino que se haya bañado con la ropa puesta. ¿Qué mosca le ha picado para que se haya lanzado a la calle sin abrigo ni sombrero? Hester buscó una excusa pero no encontró ninguna. – Sí, he cometido una tontería -dijo como amparándose en la imprudencia como excusa. – En efecto, lo considero una estupidez -admitió Araminta-. ¿En qué estaba pensando? – Pues yo… Araminta empequeñeció los ojos. – ¿Tiene, quizás, un pretendiente, señorita Latterly? Sí, podía ser una excusa, una excusa plausible. Hester murmuró para sus adentros una oración de gratitud con la cabeza gacha, como si estuviera avergonzada por su falta de sensatez, no porque la hubieran sorprendido en actitud inconveniente. – Sí, señora. – Pues tiene usted mucha suerte -le dijo Araminta con acritud-. No es usted muy favorecida que digamos y ya no volverá a tener veinticinco años. Yo lo cogería al vuelo. -Y con estas palabras pasó como una ráfaga de viento junto a Hester y siguió bajando en dirección al vestíbulo. Hester masculló maldiciones por lo bajo y corrió escaleras arriba pasando como un huracán junto a Cyprian, que se quedó mudo de asombro, y continuó a través del siguiente tramo de escaleras hasta su habitación, donde se sacó toda la ropa hasta la última prenda que llevaba encima y las distribuyó lo mejor que pudo por la habitación para que se secaran. Su cabeza funcionaba a toda marcha. ¿Qué haría Monk? Decírselo todo a Evan y éste a Runcorn. Por lo que Monk le había contado de Runcorn, ya se lo imaginaba hecho una furia. Ahora quizá no tendría más remedio que volver a abrir el caso. Se entretuvo haciendo pequeños trabajos sin finalidad alguna. Temía volver a la habitación de Beatrice y enfrentarse con ella después de lo que había hecho, pero su presencia en aquella casa no tenía otra justificación que aquélla y lo que menos podía permitirse ahora era despertar sospechas. Además, estaba en deuda con Beatrice, por toda la pena que le causaba y la inevitable destrucción que comportaba. Con el corazón en un puño y las manos empapadas de sudor, fue a la habitación de Beatrice y llamó a la puerta. Las dos hicieron como si la conversación que habían sostenido por la mañana no hubiera tenido lugar. Beatrice habló un poco de temas de otros tiempos, de la época en que conoció a Basil y de la buena impresión que le causó, mezclada con un cierto respeto. Habló de su niñez en Buckinghamshire, donde se crió con sus hermanas, de las cosas que les contaba su tío sobre Waterloo y del gran acontecimiento del baile que se celebró en Bruselas el día anterior a la batalla y de la victoria que se consiguió después, de la derrota del emperador Napoleón que comportó la vuelta a la libertad de toda Europa, de los bailes, de los fuegos artificiales, del júbilo, de los maravillosos vestidos de fiesta, de la música y de los magníficos caballos. En cierta ocasión, siendo niña, fue presentada al propio Duque de Hierro. Lo recordó con una sonrisa y la mirada nostálgica de un placer casi olvidado. Después habló de la muerte del viejo rey Guillermo IV y de la subida al trono de la joven Victoria. La coronación fue un acto espléndido que excedía a todo lo imaginable. Beatrice estaba entonces en el momento culminante de su belleza y, sin vanidad alguna, habló de las fiestas a las que ella y Basil habían asistido y de la admiración que ella había provocado. Trajeron la comida y se llevaron el servicio, después sirvieron el té, pero ella seguía huyendo de la realidad con creciente empeño, las mejillas cubiertas de intenso rubor y los ojos febriles. Si acaso las habían echado en falta, no lo demostraron ni nadie fue a buscarlas. Eran las cuatro y media, y ya había anochecido, cuando se oyó un golpe en la puerta. Beatrice estaba pálida como una muerta. Miró a Hester y después, haciendo un enorme esfuerzo, dijo con voz monocorde: – ¡Adelante! Entró Cyprian con el rostro contraído por la angustia y el azoramiento, algo a lo que todavía no se podía llamar miedo. – Mamá, ha vuelto la policía. No aquel hombre que se llamaba Monk sino el sargento Evan y un agente… y el maldito abogado que defendió a Percival. Beatrice se puso en pie. Su cuerpo se tambaleó un poco. – Ahora bajo. – Me temo que quieren hablar con todos nosotros pero se niegan a decir por qué. Supongo que será mejor que los recibamos aunque no tengo ni idea de lo que querrán ahora. – Pues yo me temo, hijo mío, que va a ser algo sumamente desagradable. – ¿Por qué? ¿Queda algo por decir? – Queda mucho -replicó ella cogiéndolo del brazo para apoyarse en él a lo largo del pasillo y de las escaleras hasta el salón, donde ya se habían congregado todos, incluidos Septimus y Fenella. Junto a la puerta esperaba Evan y un agente no uniformado y en medio de la habitación estaba Oliver Rathbone. – Buenas tardes, lady Moidore -dijo el abogado con voz grave, saludo que dadas las circunstancias tenía bastante de ridículo. – Buenas tardes, señor Rathbone -dijo ella con un ligero temblor en la voz-. Supongo que ha venido para preguntarme por el salto de cama. – Así es -dijo él con voz tranquila-. Siento tener que cumplir con este deber, pero no tengo más remedio. El lacayo Harold me ha dejado examinar la alfombra del estudio… -Se calló y sus ojos vagaron por las caras de todos los reunidos. Nadie se movió ni dijo palabra-. He descubierto las manchas de sangre de la alfombra y los restos adheridos en el puño del abrecartas. -Con gesto elegante se sacó el abrecartas del bolsillo y lo sostuvo, haciéndolo girar muy lentamente en la mano. La luz arrancó destellos de la hoja. Myles Kellard estaba inmóvil, las cejas bajas y mirándolo con sorpresa. Cyprian parecía sumamente preocupado. Basil miraba sin parpadear. Araminta tenía las manos apretadas con tal fuerza que le resaltaban los nudillos y estaba blanca como el papel. – Supongo que esto debe de tener alguna justificación -dijo Romola con aire irritado-. Detesto los melodramas. Le ruego que se explique y se deje de comedias. – ¡Oh, cállate, por favor! -le soltó Fenella-. Tú odias todo lo que no es cómodo y se aparta de la rutina doméstica. Si no vas a decir nada útil, mejor que te calles. – Octavia Haslett murió en el estudio -dijo Rathbone con voz monocorde y cautelosa, que pese a todo dominaba cualquier otro ruido o murmullo de la habitación. – ¡Santo Dios! -Fenella se mostraba incrédula pero divertida por la situación-. No irá a insinuar que Octavia tuvo una cita con el lacayo en la alfombra del estudio. Sería absurdo, y de lo más incómodo disponiendo, como era el caso, de una cama estupenda. Beatrice se volvió en redondo y le pegó un bofetón tan fuerte a Fenella que la hizo tambalear primero y derrumbarse sobre una de las butacas en segundo lugar. – Hacía años que quería hacerlo -exclamó Beatrice con profunda satisfacción-. Seguramente va a ser el único gusto que hoy voy a darme. ¡No, imbécil! No era ninguna cita. Octavia descubrió que Basil había destinado a Harry a ir en cabeza de la carga de Balaclava, donde tantos murieron, y se sintió derrotada, caída en la trampa, igual que nosotros ahora. Octavia se suicidó. Se produjo un impresionante silencio hasta que Basil dio un paso adelante, el rostro ceniciento y temblorosas las manos. Todavía hizo un supremo esfuerzo. – ¡No es verdad! El dolor te ha desquiciado. Ve a tu habitación y avisaré al médico. ¡Por el amor de Dios, señorita Latterly, no se quede aquí, haga algo! – ¡Lo que ha dicho lady Moidore es verdad, sir Basil! -Lo miró, imperturbable; por vez primera lo miró no como una enfermera a su amo, sino de igual a igual-. Fui al Ministerio de Defensa y me enteré de lo que le había ocurrido a Harry Haslett, supe de sus intervenciones, y también que Octavia había estado allí la tarde del día de su muerte y se había enterado de lo mismo. Cyprian miró a su padre, después a Evan y en tercer lugar a Rathbone. – Entonces, ¿qué hacía el cuchillo y el salto de cama de Octavia en la habitación de Percival? -preguntó-. Papá tiene razón. Lo que pudiera haber sabido Octavia de Harry no tiene sentido alguno. Existían las pruebas. Encontraron el salto de cama de Octavia, manchado de sangre y envolviendo el cuchillo. – Sí, el salto de cama de Octavia manchado de sangre -admitió Rathbone- y envolviendo un cuchillo de cocina… pero no manchado con la sangre de Octavia. Octavia se mató con un abrecartas en el estudio de su padre, alguien de la familia la encontró, la trasladó escaleras arriba y la dejó en su habitación para que pareciera que la habían asesinado. -La expresión de su rostro demostraba contrariedad y desprecio-. Sin duda quería ahorrar a la familia la vergüenza y el oprobio del suicidio, así como todo lo que pudiera comportar tanto desde el punto de vista social como político. Después limpiaron el abrecartas y volvieron a dejarlo en su sitio. – Pero ¿y el cuchillo de cocina? -repitió Cyprian-. ¿Y el salto de cama? Eran suyos. Rose identificó la prenda. Y lo mismo Mary. Y lo que todavía es más importante: Minta la vio aquella noche en el rellano con el salto de cama puesto. Y después estaba manchado de sangre. – Era muy fácil hacerse con el cuchillo de cocina -dijo Rathbone con aire paciente-. La sangre podía proceder de cualquier trozo de carne comprado para la mesa: una liebre, un ganso, un trozo de ternera o de cordero… – ¿Y el salto de cama? – Éste es el punto crucial de toda la cuestión. Lo enviaron de la lavandería, el día anterior, en perfectas condiciones, limpio y sin mancha ni desgarrón alguno… – Es natural -admitió de mala gana Cyprian-, no iban a mandarlo de otro modo. ¿De qué demonios habla, hombre? – La noche en que la señora Haslett murió -Rathbone hizo como si no hubiera oído la interrupción, mostrándose con ello más educado que Cyprian-, primero se retiró a su habitación y se cambió para pasar la noche. Pero resultó que el salto de cama estaba roto y es probable que nunca sepamos cómo ocurrió el hecho. Encontró a su hermana, la señora Kellard, en el rellano y le dio las buenas noches, como usted acaba de decir y como sabemos a través de la propia señora Kellard. -Echó una mirada a Araminta y vio que ella asentía tan levemente con la cabeza que sólo el reflejo de la luz en su espléndida cabellera dio cuenta del movimiento-. Después fue a darle las buenas noches a su madre. Pero lady Moidore se dio cuenta del desgarrón y se ofreció a remendarlo, ¿no es así, señora? – Sí, así es. -La voz de Beatrice, que pretendía ser baja, se convirtió en ronco murmullo, que el dolor hacía más patético. – Octavia se lo sacó y se lo dejó a su madre para que lo remendara -dijo en voz queda Rathbone, aunque articulaba cada una de las palabras que pronunciaba de forma tan diferenciada como piedras sueltas que fueran cayendo en el agua helada-. Se metió en la cama sin él… y no lo llevaba cuando fue al estudio de su padre en plena noche. Lady Moidore se lo cosió y lo devolvieron a la habitación de Octavia. De allí lo cogió alguien, sabiendo que Octavia lo llevaba puesto cuando se despidió al dar las buenas noches, aunque no que lo hubiera dejado en la habitación de su madre… Uno tras otro, primero Beatrice, después Cyprian y a continuación los demás, se volvieron a Araminta. Parecía que Araminta se hubiera quedado petrificada, su rostro era cadavérico. – ¡Dios de los cielos! ¡Y dejaste que colgaran a Percival! -dijo Cyprian finalmente, los labios tensos y la espalda encorvada como si acabaran de pegarle una paliza. Araminta no dijo nada, también ella estaba pálida como una muerta. – ¿Y cómo la llevaste arriba? -preguntó Cyprian levantando ahora la voz, como si la ira por sí sola pudiera liberarlo en cierto modo del dolor que lo embargaba. Araminta sonrió, una sonrisa lenta y aviesa, un gesto en el que había odio pero que revelaba una herida abierta y dolorosa. – No fui yo… fue papá. A veces pensaba que, si algún día llegaba a descubrirse, yo diría que había sido Myles, así me vengaría de él por lo que me ha hecho, por todo lo que me ha venido haciendo a lo largo de todos los años que llevamos casados. Pero nadie lo habría creído. -Su voz estaba preñada de un desprecio impotente que había ido acumulando con los años-. No tiene el valor suficiente. Y él no habría mentido para proteger a los Moidore. No, lo hicimos papá y yo… y Myles no nos protegería cuando se acabara todo. -Se puso en pie y volvió el rostro hacia sir Basil. Por los dedos le resbalaba un hilillo de sangre, que había brotado al clavarse las uñas en la palma de la mano. »Te he querido siempre, papá, pero tú me hiciste casar con un hombre que me violó, que se ha servido de mí como de una mujer pública. -La amargura y el dolor que sentía la agobiaban-. Tú no me habrías permitido que lo abandonase, porque los Moidore no hacen cosas que puedan empañar el buen nombre de la familia, que es lo único que te importa de verdad, porque esto es poder: el poder que da el dinero, el poder que da la fama, el poder que da gozar de una buena posición. Sir Basil se quedó inmóvil y aterrado, como si acabara de recibir un golpe físico. – Pues bien, yo oculté el suicidio de Octavia para proteger a la familia -prosiguió Araminta, clavando en él los ojos como si fuera la única persona que pudiera oír sus palabras-. Y colaboré contigo para que creyeran que Percival era el culpable y lo colgaran. Bien, ahora ya estamos hundidos. Ha sido un escándalo, una burla… -Le temblaba la voz, como si estuviera a punto de estallar en una carcajada-. Todo son eufemismos para evitar la palabra asesinato, la palabra corrupción. Tú pagarás conmigo, con la horca, por Percival. Eres un Moidore y morirás como tal, lo mismo que yo. – Dudo que se llegue a este extremo, señora Kellard -dijo Rathbone con voz entrecortada, debatiéndose entre el dolor y el asco-. Con un buen abogado, probablemente sólo tendrá que pasar el resto de la vida en la cárcel bajo acusación de homicidio y con la eximente del dolor… – ¡Prefiero que me cuelguen! -le escupió Araminta. – Aunque la creo, usted en esto no tiene voz ni voto -puntualizó Rathbone volviéndose hacia ella-, ni tampoco usted, sir Basil. Sargento Evan, le ruego que cumpla con su deber. Evan, obediente, dio un paso al frente y apresó las blancas muñecas de Araminta con las esposas de hierro. El agente que estaba junto a la puerta procedió a hacer lo mismo con sir Basil. Romola se echó a llorar, unos sollozos profundos que no se sabía muy bien si estaban provocados por la pena que tenía de sí misma o por la confusión. Cyprian la ignoró y se acercó a su madre, la rodeó cariñosamente con los brazos y la estrechó contra su pecho, como si él fuera el padre y ella la hija. – No te apenes, cariño, nos ocuparemos de ti -dijo Septimus con voz clara-. Esta noche podemos comer aquí abajo, bastará con un poco de sopa caliente. Seguramente todos tendremos ganas de retirarnos temprano, pero creo que será mejor que nos quedemos a pasar la velada junto a la chimenea. Nos necesitamos, no es momento para estar solos. Hester le dedicó una sonrisa, se acercó a la ventana y descorrió la cortina para que la alcoba quedara iluminada. Vio a Monk esperando fuera pese a la nieve y levantó la mano para saludarlo, un movimiento casi imperceptible que él sabría interpretar. Se abrió la puerta principal de la casa y Evan, acompañado del agente, salió por ella conduciendo a Basil Moidore y a su hija, que la atravesaron por última vez. |
||
|