"Fruta Prohibida" - читать интересную книгу автора (Spindler Erica)Capítulo 3Hope despertó sobresaltada. Cubierta de sudor, y respirando con dificultad, miró a su alrededor como si esperara encontrarse en la habitación de la mansión donde había crecido. Pero en lugar de eso sólo vio los muebles funcionales y sencillos de su propio dormitorio. Se sintió aliviada. Estaba en Nueva Orleans, y la casa de River Road se encontraba muy lejos, a toda una vida de distancia. Aún no se había recuperado de la pesadilla nocturna. Había soñado que se encontraba de nuevo en la mansión, espiando a una pareja que hacía el amor. Se suponía que la mujer era su hermana, pero cuando se dio la vuelta y contempló su rostro observó que era ella misma. Intentó olvidar aquellas imágenes. Noche tras noche la atormentaban, y estaba convencida de que lo hacían porque la «oscuridad» la perseguía, porque de hecho ya había ganado. Se llevó las manos a la cara y se dijo que no podía permitir que venciera. Había trabajado demasiado por todo lo que había conseguido, y no tenía intención de sucumbir entonces. No sabía a quién acudir, en quién podía confiar. Philip empezaba a perder la paciencia con ella, y tanto su familia como los amigos adoptaban una actitud distante y desconfiada en su presencia. Notaba la desaprobación en sus rostros, y no dejaba de preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que alguien averiguara la verdad sobre su pasado. Antes de que su nueva vida se derrumbara. Debía aceptar a su hija y comportarse como una madre decente. Lo sabía muy bien. Pero cada vez que la tomaba en brazos sentía asco. Era incapaz de mostrar un afecto que no sentía. Se levantó de la cama y caminó hacia la puerta, descalza. Echó un vistazo al pasillo y vio que no había nadie, ni siquiera una enfermera. Sólo oyó el gemido de una mujer, al fondo. Al parecer, la señora Vincent había perdido a su hijo. Philip se lo había contado, y suponía que lo había hecho para que fuera consciente de la suerte que tenía al haber dado a luz a un bebé con buena salud. Por desgracia, Hope lamentó que la criatura que había muerto no fuera la suya. Sin embargo, sabía muy bien que las Pierron gozaban de extraordinaria salud. Desesperada, pensó que no tenía escapatoria. Tenía que salir del hospital para respirar aire fresco. Necesitaba huir de la insufrible compasión de los miembros del hospital. Debía de encontrar a alguien que la comprendiera y que la ayudara. Obsesionada con su extraño concepto religioso del bien y del mal, decidió ir a una iglesia. Pensó que un sacerdote la ayudaría y la comprendería. Podría confesarse, en la seguridad de que el secreto de confesión impediría que nadie supiera la verdad. Caminó hacia el armario y se vistió tan rápidamente como pudo. Estaba segura de que un sacerdote sabría qué hacer en aquel caso, pero la posibilidad de que no fuera así la asustó. Respiró profundamente e intentó tranquilizarse un poco. Si cedía ahora, la «oscuridad» la devoraría. Descolgó el auricular del teléfono y pidió un taxi con tanta calma como pudo. Acto seguido tomó el bolso y caminó de puntillas hacia la puerta. Salió de la habitación y llegó al ascensor sin encontrarse con nadie. Sabía que las enfermeras, o el propio Philip, habrían impedido que se marchara de allí. No la comprendían. Tal y como esperaba, el ascensor estaba vacío. Cuando llegó al piso inferior vio que el guardia de seguridad estaba coqueteando con la recepcionista, pero no se fijaron en ella. De inmediato se encontró en la calle. La noche de Nueva Orleans resultaba tan húmeda como siempre, pero respiró profundamente sintiéndose agradecida por aquel soplo de libertad. La luna se reflejaba sobre la acera mojada, y de los árboles aún goteaba agua de la reciente lluvia. Al cabo de unos segundos, llegó el taxi. Hope entró en el vehículo y dijo: – A la catedral de San Luis. La catedral de Jackson Square era una de las pocas iglesias en las que sabía que encontraría un sacerdote dispuesto a confesarla a altas horas de la noche. El interior del taxi olía a tabaco. El conductor no dijo nada, de manera que Hope se limitó a mirar por la ventanilla mientras pasaban frente a las grandes mansiones antes de llegar a las clásicas calles del barrio francés, oVieux Carré. Unos minutos más tarde se detuvieron ante la catedral. Hope pidió al taxista que la esperara. En cuanto salió del vehículo se sintió mucho mejor. El edificio había sufrido varias catástrofes en su historia. Se había quemado por completo en cierta ocasión, y en otra había sufrido grandes desperfectos por culpa de un tornado, pero siempre lo reconstruían. Su estilo arquitectónico contrastaba bastante con el resto de las casas de la plaza. Del río Misisipi, que se encontraba al este de la plaza, llegó el sonido de la sirena de un barco; y de la cercana calle Bourbon, risas mezcladas con jazz. Bastó que entrara en la catedral para que se sintiera aliviada de inmediato. La desesperación que la había dominado durante días, desapareció. Allí, la «oscuridad» no podía tocarla. Allí podría encontrar una respuesta. Hope mojó los dedos de una mano en el agua bendita de la pila bautismal que había en la entrada y se dirigió hacia los confesionarios. Se detuvo en el primero y se arrodilló. Oscurecido por una celosía, apenas podía contemplar el rostro del sacerdote. – Perdóneme, padre, porque he pecado. Han pasado dos semanas desde mi última confesión. – ¿Qué pecados debe confesar, hija? – Padre, yo… En realidad no he venido a confesarme, sino a pedirle consejo. Estaba tan asustada que no sabía cómo expresarse. – No sé a quién acudir -continuó-. Si no puede ayudarme no sé lo que haré. Estaría perdida. Por favor, padre, ayúdeme. – Cálmese, hija. La ayudaré. Pero cuénteme lo que sucede. Hope se estremeció. – Las mujeres de mi familia siempre han sido malas, padre. Son pecadoras que venden su cuerpo. Todas las mujeres de mi familia están malditas. Sin embargo, yo conseguí huir de aquello -declaró entre lágrimas-. Por desgracia ahora temo por el alma de mi hija. Temo que también ella caiga en las garras del pecado. Cuando la miro veo la oscuridad en su rostro, y estoy muy asustada. El sacerdote tardó unos segundos en hablar. Y cuando lo hizo, habló con suavidad y firmeza. – Hija mía, la oscuridad está en todos nosotros, desde el pecado original. Nadie está libre de pecado. Pero Dios envió a su hijo para que muriera por la humanidad, para limpiarnos Cristo es la promesa de la salvación -dijo-. Debe ayudar a su hija. Debe enseñarle cuál es el camino correcto. Debe ayudarla a vencer a la serpiente. – ¿Como, padre? ¿Cómo puedo ayudarla? – Usted es su madre. Tiene el poder de convertirla en una mujer con valores morales. No se preocupe, sabrá cómo hacerlo Si eso le sirve de ayuda, intente creer que Dios ha enviar a su hija para probar su fortaleza y su fe. Esa niña podría ser su gloria, o su derrota. De repente, Hope sintió que todo estaba claro. No era Dios quien intentaba probarla, sino el diablo. Apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas. No dejaría que la «oscuridad» la tentara, porque no perdería aquella batalla. No dejaría que se llevara a su hija. Sacaría el mal de ella tal y como lo había sacado de sí misma. Aquella niña no sería su derrota, sino su camino a la gloria. |
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