"Código Génesis" - читать интересную книгу автора (Case John)

CAPÍTULO 4

La entrevista con Azetti sumió al cardenal Orsini en una profunda preocupación.

Estaba preocupado por la humanidad. Estaba preocupado por Dios. Y estaba preocupado por sí mismo. ¿Qué podía hacer él? ¿Qué podía hacer nadie? Las implicaciones de la confesión del doctor Baresi eran tan profundas que, por primera vez en su vida, Orsini se sentía incapaz de soportar el peso de la responsabilidad. Sin duda, la cuestión debería ser llevada directamente al papa, pero su estado de salud no lo permitía; su lucidez se encendía y se apagaba como una señal de radio demasiado lejana. Un asunto como éste… podría matarlo.

Y lo que era peor, el cardenal Orsini no podía confiarle el asunto a nadie. De hecho, además de él, la única persona que lo sabía era el padre Maggio; una circunstancia de la que sólo se podía culpar a sí mismo. Azetti no quería que estuviera presente, pero él había insistido: «Es uno de mis ayudantes, Giulio.» Y luego una pausa. «Y se queda.»

¿Por qué había dicho eso? «Porque has pasado demasiado tiempo en el Vaticano -se dijo a sí mismo -y demasiado poco en el mundo. Eres un hombre arrogante que no podía concebir que un cura de pueblo pudiera tener algo importante que decir. Y, ahora, Donato Maggio se ha convertido en tu único confidente.»

Donato Maggio. La idea lo hizo temblar. Maggio era un investigador de archivos que en ocasiones le hacía de secretario, un ratón de archivos que no mostraba el menor reparo a la hora de expresar sus puntos de vista teológicos. Era un tradicionalista que abogaba por un catolicismo más férreo. Maggio le había hablado en más de una ocasión de la verdadera misa, algo que era, claro está, una crítica apenas velada de las reformas adoptadas por el Concilio Vaticano II.

Si el rito tridentino, que se decía en latín, con el sacerdote dándole la espalda a los fíeles, era la verdadera misa, entonces la nueva misa era un fraude. Y, como tal, un sacrilegio.

Aunque nunca había discutido ninguna cuestión teológica con el padre Maggio, al cardenal Orsini no le costaba nada imaginar la postura que mantendría el sacerdote respecto a una serie de cuestiones. No sólo odiaba la nueva misa, en la que el latín había sido sustituido por el inglés, el español y el resto de las lenguas vivas, sino que Maggio también se escandalizaría ante la posibilidad de cumplir con la obligación de la misa de domingo asistiendo a un servicio el sábado por la noche. Como otros tradicionalistas, se oponía tajantemente a cualquier intento de modernizar la Iglesia, de hacerla más accesible. Pero Maggio no sólo estaba en contra de medidas como la ordenación de mujeres, el matrimonio de los sacerdotes o la legitimación del control de natalidad. El conservadurismo de Maggio era mucho más profundo que todo eso: quería derogar las reformas que ya habían tenido lugar. Era un hombre de Neandertal.

Y, por eso, no tenía sentido pedirle su opinión sobre lo que había hecho el doctor Baresi. Los sacerdotes como Maggio no tenían opiniones: tenían reflejos, unos reflejos demasiado predecibles.

Aunque, por otra parte, daba igual. El padre Azetti había dejado caer su bomba de relojería en un momento de infrecuente actividad. Pero el aislamiento del cardenal Orsini no duraría demasiado. La enfermedad del papa era lo suficientemente grave para que el Sacro Colegio Cardenalicio ya se hubiera reunido -discretamente, claro está -para empezar a debatir sobre su posible sucesor. Se estaban redactando y revisando listas de posibles futuros papas y se había prohibido el uso de teléfonos móviles dentro del Vaticano para evitar cualquier filtración.

Eran días ajetreados en los que el trabajo cotidiano consistía fundamentalmente en reuniones secretas y confidencias susurradas al oído. Dadas las circunstancias, con la salud del papa empeorando por momentos, al cardenal Orsini no le quedaba más remedio que cargar solo con este peso rodeado de un ambiente de máxima crispación, de una atmósfera sobrecalentada en la que se aprovechaba cualquier ocasión para discutir sobre el próximo papa y el futuro de la Iglesia.

Pero, atormentado como estaba por la confesión del doctor Baresi, cuya trascendencia superaba en importancia la de cualquier otra cuestión, era inevitable que el cardenal Orsini acabara compartiendo el peso que había recaído sobre él con algunos de sus colegas. Y eso hizo, pidiéndoles consejo a dos o tres confidentes.

Todos ellos reaccionaron con prudencia y comentaron que no podía hacerse nada, o quizá pudiera hacerse algo, pero esa posibilidad era demasiado terrible para tenerse en cuenta. Y, aun así, todos estaban de acuerdo en que no hacer nada era en sí mismo un tipo de acción. Una acción cuyas consecuencias podían ser igualmente desastrosas.

No hacer nada, pensó Orsini. No hacer nada equivalía a dejar que el mundo se parara, como un reloj de cuerda que llevaba funcionando desde el principio de los tiempos.

Las implicaciones eran tan abrumadoras que los confidentes de Orsini, a su vez, compartieron el secreto con sus propios confidentes y la noticia se propagó como el fuego. Una semana después de la visita de Azetti, el debate ya causaba estragos en el Vaticano. Era un debate secreto en el que un prelado tras otro recorrían los archivos de la biblioteca del Vaticano buscando inútilmente algún tipo de orientación. El pasado no ofrecía ninguna reflexión que pudiera servir de guía en este asunto. El problema que planteaba el pecado del doctor Baresi no había sido previsto por ningún sabio de la Iglesia; no había sido previsto por nadie porque el pecado en sí no había sido posible hasta entonces.

El resultado fue un vacío dogmático que en última instancia dio paso a una situación de consenso. Tras semanas de debates secretos, la curia decidió que, fuera lo que fuese lo que había hecho el doctor Baresi, ésa era la voluntad de Dios. En consecuencia, no había nada que pudiera hacerse hasta que se recuperara el papa, o hasta que hubiera un nuevo papa. Entonces, quizá se pudiera abordar la cuestión ex cáthedra.

Hasta entonces, todo el mundo debería mantenerse al margen. Y eso hicieron.

Excepto el padre Maggio, que, ante la evolución de los acontecimientos, cogió el primer tren a Nápoles.

Las oficinas de Umbra Domini, o «Sombra del Señor», estaban en un palacete de cuatro pisos en la via Viterbo, a un par de manzanas del teatro de la Ópera de Nápoles. Fundada en 1966, poco después de que las medidas aprobadas por el Concilio Vaticano II pasaran a efecto, esta asociación religiosa había tenido la misma jerarquía canónica durante treinta años: era una «asociación secular» con más de cincuenta mil miembros y numerosas misiones repartidas por trece países. Aunque llevaba muchos años anhelando un rango más elevado dentro de la Iglesia, a ojos de la mayoría de los observadores del Vaticano, Umbra Domini ya tenía más que suficiente con no ser expulsada de la Iglesia.

Las críticas de esta asociación religiosa a las reformas del Concilio Vaticano II habían sido amplias, profundas y sonoras. Sus portavoces censuraban los esfuerzos del concilio por democratizar la fe, algo que veían como una rendición ante las fuerzas de la modernidad, el sionismo y el socialismo. La reforma más inadmisible, desde el punto de vista de Umbra Domini, era la renuncia a la misa en latín, que acababa con más de mil años de tradición y destruía un importante lazo en común entre los católicos de todas las esquinas del planeta. Según la visión de Umbra Domini, la misa vernacular era un rito bastardo, una versión descafeinada de la liturgia divina. Según el fundador de la organización, sólo se podía explicar la nueva misa de una manera: obviamente, el trono de San Pedro había sido ocupado por el Anticristo durante las deliberaciones del Concilio Vaticano II.

Y eso no era todo. Aunque las creencias de la asociación religiosa no estaban reunidas en ningún documento, era de dominio público que Umbra Domini condenaba la visión liberal del Concilio Vaticano II, según la cual las demás religiones también tenían elementos de verdad y sus fieles también vivían en el amor de Dios. Si eso fuera así, argumentaba Umbra Domini, entonces la Iglesia era culpable de persecución y genocidio. ¿Cómo si no podrían explicarse dieciséis siglos de una intolerancia doctrinal, abanderada por el papa, que habían culminado en la Inquisición? A no ser que, como afirmaba Umbra Domini, la doctrina estuviera en lo cierto desde el principio y los fieles de las otras religiones fueran infieles y, como tales, enemigos de la verdadera Iglesia.

En el seno de la Iglesia no faltaban voces que pedían la excomunión de los miembros de Umbra Domini, pero el papa no estaba dispuesto a ser el responsable de un cisma. Los emisarios del Vaticano se reunieron durante años en secreto con los líderes de Umbra Domini, y, finalmente, llegaron a un acuerdo. El Vaticano reconoció oficialmente la asociación y le concedió permiso para oficiar misas en latín con la condición de que Umbra Domini mantuviera lo que venía a ser un voto de silencio. En el futuro, Umbra Domini no haría ninguna declaración pública y todo acto de proselitismo se limitaría al boca a boca.

Inevitablemente, Umbra Domini se encerró en sí misma. Sus máximas figuras desaparecieron de la escena pública. De vez en cuando, algún artículo periodístico avisaba sobre el peligro de que la asociación se estuviera convirtiendo en una especie de secta. El New York Times acusó en una ocasión a Umbra Domini de «secretismo obsesivo y métodos de reclutamiento coactivos», al tiempo que prevenía sobre las inmensas riquezas que había conseguido acumular en muy pocos años. En Inglaterra, el Guardian iba todavía más lejos. Tras hacer hincapié en «el insospechado número de políticos, industriales y magistrados» que formaban parte de Umbra Domini, el periódico se preguntaba si estaría surgiendo una organización política neofascista disfrazada de asociación religiosa.

Estas acusaciones fueron rechazadas precisamente por el hombre al que el padre Maggio había ido a ver a Nápoles: Silvio della Torre, el joven y carismático «timonel» de Umbra Domini.

Della Torre se había defendido de las acusaciones sobre la naturaleza neofascista de la orden ante una audiencia de nuevos miembros de Umbra Domini, entre los que se encontraba el propio Donato Maggio. La alocución de Della Torre había tenido lugar en la diminuta y antiquísima iglesia napolitana de San Eufemio, un edificio que había sido donado a la asociación durante sus primeros años de existencia y que todavía albergaba los actos más significativos de Umbra Domini.

Era un edificio con una larga historia. La iglesia cristiana había sido construida en el siglo VIII en el emplazamiento de un antiguo templo donde se adoraba al dios Mitra. En 1972, el estado de conservación del edificio era tan deficiente que las autoridades no tuvieron más remedio que donar la iglesia a Umbra Domini para evitar que se viniera abajo.

A pesar de su escaso interés artístico en comparación con otras iglesias de la región, Umbra Domini restauró el templo tal y como había prometido. A menos de medio día de viaje en coche, las hordas de turistas podían admirar obras de Giotto, de Miguel Ángel, de Leonardo, de fra Filippo Lippi, de Rafael o de Bernini. San Eufemio, sin embargo, apenas atraía a los amantes de las artes.

Es cierto que la fachada contaba con un par de puertas de madera de ciprés del siglo VIII, pero el espacio interior era sombrío y estaba demasiado recargado. Las pocas ventanas que había dejaban pasar poca luz, pues eran de selenita, un precursor del cristal que resultaba translúcido con mucha luz, pero del que no se podía decir que fuera realmente transparente.

El resto de los posibles reclamos de la iglesia eran bastante poco atractivos: un feo relicario con el corazón de un santo que hacía tiempo que había perdido el favor popular y una vieja y tétrica Anunciación. La pintura en sí estaba tan oscurecida por el paso del tiempo que sólo se podían distinguir sus figuras en un día luminoso. Entonces, se veía una Virgen contemplando inexpresivamente al Espíritu Santo, que, en vez de estar representado por una paloma, era un ojo suspendido en el aire.

Rodeado por este tenebroso ambiente, Della Torre resplandecía como un cirio. El día que abordó las acusaciones de la prensa, que fue el mismo día en que Donato Maggio entró a formar parte de Umbra Domini, Della Torre manejó la controversia con gran maestría. Primero sonrió y después alzó las manos y movió la cabeza con tristeza.

– La prensa -empezó. -La prensa nunca deja de sorprenderme. No deja de sorprenderme porque es al mismo tiempo absolutamente inconstante y absolutamente predecible. Primero se quejan de que hablamos demasiado -dijo aludiendo a los días en los que Umbra Domini declaraba solemnemente sus puntos de vista. -Y, ahora -continuó, -se quejan de que no decimos nada. Porque sirve a sus intenciones, confunden la privacidad con el secretismo, la fraternidad con la conspiración; así demuestran su falta de rigor. -Un murmullo de aprobación recorrió a los fieles. -La prensa siempre lo confunde todo -dijo Della Torre para concluir. -De eso podéis estar seguros. -Donato Maggio y el resto de los nuevos adeptos sonrieron.

El padre Maggio, que era al mismo tiempo dominico y miembro de la asociación, no era ni mucho menos el único sacerdote que había entre las filas de Umbra Domini; al no ser Umbra Domini una orden religiosa, esta doble lealtad no implicaba ningún tipo de incompatibilidad. Lo inusitado del caso de Donato Maggio no era que fuese dominico, sino que trabajara en el Vaticano. El padre Maggio tenía un pie en dos mundos muy distintos y comprendía perfectamente el temor que cada uno inspiraba en el otro. A ojos del Vaticano, Umbra Domini era un grupo extremista que apenas resultaba tolerable, una especie de Hezbolá católica que podría explotar violentamente en cualquier momento. Por su parte, Umbra Domini veía al Vaticano como lo que era, o lo que parecía ser: un obstáculo. Un obstáculo inmenso y omnipresente.

Aunque el padre Maggio nunca había sido presentado formalmente a Silvio della Torre, no tuvo dificultad para conseguir una entrevista privada. Al oír que uno de los ayudantes del cardenal Orsini quería hablar con él sobre una cuestión de extrema gravedad, Della Torre sugirió que cenaran juntos esa misma noche. Maggio era consciente de que tal vez Della Torre creyera que su posición como secretario del cardenal Orsini era de carácter permanente, pero… ¿qué importaba eso? Aunque él sólo fuera un mísero ratón de archivos, sin duda Della Torre querría oír lo que tenía que decirle.

Se citaron en una pequeña trattoria que había cerca de la iglesia de San Eufemio. Aunque tuviera un aspecto bastante humilde por fuera, el restaurante I Matti era sorprendentemente elegante. El maître le dio la bienvenida cortésmente al padre Maggio y lo acompañó hasta un reservado situado en el piso de arriba. El reservado sólo tenía una mesa, ubicada junto a una alta ventana, una pequeña chimenea llena de troncos que crepitaban y crujían, y dos viejos candelabros que le daban un resplandor dorado al ambiente. Encima de la mesa había un mantel blanco, velas y una rama de romero.

Cuando entró el padre Maggio, Silvio della Torre estaba mirando por la ventana. Al oír el «Scusi, signore» del maître, Della Torre se volvió y Maggio lo vio de cerca por primera vez. El líder de Umbra Domini era un hombre tremendamente apuesto, de unos treinta y cinco años, alto y corpulento. Vestía ropa cara, pero poco llamativa. Su pelo, abundante y ondulado, era tan negro que, con el brillo de la luz, casi parecía azulado. Pero lo que más le llamó la atención a Maggio fueron sus ojos. Eran del color del mar, entre azules y verdes, y estaban perfilados por unas pobladas pestañas.

«Joyas engarzadas por Dios», pensó Maggio complacido consigo mismo. En sus ratos libres solía escribir poemas y él se consideraba prácticamente un profesional. Della Torre se levantó, y Maggio observó que sus facciones se parecían a las de las estatuas del Foro romano. Maggio se dijo a sí mismo: «Un clásico perfil romano…» El corazón le latía con fuerza. ¡Iba a cenar con Silvio della Torre!

– Salve -dijo Della Torre extendiendo la mano. -Usted debe de ser el hermano Maggio.

Maggio asintió nerviosamente, y los dos hombres tomaron asiento. Della Torre hizo un par de comentarios sin importancia mientras llenaba dos copas de Greco de Tufo y levantó la suya en un brindis:

– Por nuestros amigos de Roma -dijo mientras las copas chocaban.

La comida fue sencilla y exquisita, igual que la conversación. Mientras daban buena cuenta de sus platos de bruschetta, hablaron de fútbol, del Lazio y del Sampdoria y de las agonías de la primera división. Un camarero descorchó una botella de Montepulciano. Unos instantes después, un segundo camarero entró con dos platos de agnelotti rellenos de trufas y puerros. Maggio comentó que los agnelotti eran como «pequeñas y tiernas almohadas», y Della Torre respondió con lo que a Maggio le pareció un chiste verde, aunque quizás estuviera equivocado. Mientras comían y bebían, la conversación giró hacia la política, y Maggio observó con satisfacción que Della Torre compartía sus mismos puntos de vista: los demócratas cristianos estaban hechos un lío, la Mafia resurgía y los masones se hallaban por todas partes. Y, en lo que se refería a los judíos, bueno… También hablaron sobre la salud del papa y sobre sus posibles sucesores.

Un camarero entró con dos platos de trucha y limpió expertamente los pescados. Cuando se marchó, Della Torre comentó que se alegraba de saber que Umbra Domini tenía un amigo en la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Maggio se sintió halagado y, entre bocado y bocado de suculenta trucha, dio buena muestra de sus conocimientos de los mecanismos internos de la congregación y de la personalidad de los hombres que tenían acceso al terzo piano, el tercer piso del palacio del Vaticano, donde se encuentran las dependencias del papa.

– Siempre resulta provechoso saber lo que están pensando el cardenal Orsini y el Santo Padre -comentó Della Torre.

La trucha dio paso a una ensalada y, al poco tiempo, a un bistec a la parrilla. Por fin, la cena acabó. El camarero recogió los platos y cepilló las migas, dejó una botella de Vin Santo y un plato de biscotti sobre la mesa, avivó el fuego, preguntó si iban a necesitar algo más y salió del reservado, cerrando la puerta al salir.

Della Torre sirvió dos copas de Vin Santo, se inclinó hacia el padre Maggio y, mirándolo fijamente a los ojos, bajó la voz hasta convertirla en un débil susurro.

– Donato -dijo.

El padre Maggio se aclaró la garganta.

– ¿Silvio?

– Basta de gilipolleces. ¿Para qué querías verme?

El padre Maggio disimuló su sorpresa limpiándose los labios con una servilleta de hilo blanco. Dejó la servilleta a un lado, respiró hondo y volvió a aclararse la garganta.

– Un sacerdote, un cura de pueblo, vino al Vaticano hace un par de semanas.

Della Torre lo animó a que continuara con un movimiento de cabeza.

– Bueno -dijo Maggio encogiéndose de hombros. -A veces… Yo me entero de casi todo lo que ocurre en el despacho del cardenal; a no ser que el asunto en cuestión se considere demasiado trascendente para mis oídos. Pero esto no parecía importante en aquel momento, así que yo permanecí en el despacho mientras el sacerdote hablaba. Y ahora… -El padre Maggio se rió con malicia. -Bueno, estoy seguro de que el cardenal hubiera preferido que yo no estuviera presente.

– Entonces, se trata de un asunto delicado.

El padre Maggio asintió.

– Sí -dijo.

Della Torre meditó durante unos segundos.

– ¿Y dices que fue hace un par de semanas? -preguntó al fin

– Desde entonces, casi no se habla de otra cosa en el Vaticano; además de la salud del papa, por supuesto.

– ¿Y eso por qué?

– Porque tienen que decidir qué hacer.

– ¡Ah! ¿Y qué han decidido?

– No han decidido nada. O, mejor dicho, han decidido no hacer nada. Al fin y al cabo, es lo mismo. Por eso he venido.

Della Torre parecía preocupado. Rellenó la copa del padre Maggio y dijo:

– Bueno, Donato… Creo que ha llegado el momento de que me cuentes la historia.

El padre Maggio frunció el ceño y se inclinó hacia adelante. Apoyó los codos en la mesa y juntó las puntas de los dedos. Lentamente, las juntó y las separó varias veces.

– Todo empezó con una confesión… -dijo.

Cuando Maggio acabó la historia, Della Torre estaba sentado en el borde de su silla, sujetando un puro apagado en la mano. En el reservado sólo se oía el crepitar de las ascuas en la chimenea.

– Donato -dijo Della Torre, -has hecho bien en venir a contármelo.

El padre Maggio se bebió de un trago el Vin Santo que le quedaba en la copa y se levantó.

– Ya es hora de que me vaya -anunció.

Della Torre asintió.

– Has demostrado mucho valor al traerme esta noticia. Ellos no han sido capaces de decidir lo que debe hacerse porque no hay nada que decidir -afirmó. -Sólo hay una opción.

– Lo sé -contestó el padre Maggio. -A ellos les ha faltado valor.

Della Torre se incorporó, y Maggio le extendió la mano. En vez de estrecharla, Della Torre la cogió entre las suyas. Despacio, se llevó el dorso de la mano del sacerdote hasta los labios y la besó. Por un momento, el padre Maggio creyó notar la lengua del otro hombre contra su piel.

– Grazie -dijo Della Torre. -Molte grazie.