"La Odisea De Troya" - читать интересную книгу автора (Cussler Clive)Noche de infamiaEra un montaje sencillo, creado con una aguda comprensión de la curiosidad humana, y cumplía con su función impecablemente. El feo monstruo con las cuatro gruesas patas de madera instalado sobre una plataforma también de madera alcanzaba una altura de casi doce codos. La estructura, sostenida por las patas, tenía una forma triangular con los extremos abiertos. En la joroba instalada delante de la estructura triangular se habían hecho dos cortes que simulaban los ojos. Los flancos estaban cubiertos con pieles de vaca. La plataforma que soportaba las patas se apoyaba en el suelo. No se parecía a nada que los habitantes de la ciudadela de Ilión hubiesen visto antes. Para algunos con la imaginación más viva, se parecía vagamente a un caballo con las patas tiesas. Los dárdanos se habían despertado aquella mañana convencidos de que verían a los aqueos alrededor de la fortaleza, y dispuestos para el combate como lo habían estado durante las últimas diez semanas. En cambio, se encontraron con la llanura desierta. Lo único que veían eran las densas nubes de humo que se elevaban de los restos de lo que había sido el campamento enemigo. Los aqueos y su flota se habían esfumado. Al abrigo de la oscuridad de la noche habían cargado las naves con las provisiones, los caballos, las armas y los carros, y se habían marchado. El único testimonio visible de su presencia era el misterioso monstruo de madera que habían dejado atrás. Los exploradores dárdanos regresaron con la confirmación de que en el campamento aqueo no quedaba ni un alma. La multitud, delirante de entusiasmo tras la confirmación de que el asedio de Ilión había acabado, abrió la puerta principal de la ciudadela y se lanzó a la llanura donde ambos ejércitos habían derramado su sangre en un centenar de feroces batallas. En un primer momento se sintieron intrigados por el coloso. Hubo algunos que sospechaban la posibilidad de una trampa y propusieron quemarlo. Pero muy pronto descubrieron que era sencillamente una inofensiva estructura instalada sobre cuatro toscas patas de madera. Un hombre trepó por una de las patas, entró en la estructura y comprobó que estaba vacía. – ¡Si esto es lo mejor que pueden hacer los aqueos para representar a un caballo -gritó desde lo alto-, no tiene nada de particular que los venciéramos! La multitud se echó a reír y prorrumpió en gritos de alegría cuando llegó el rey Príamo en su carro. El monarca se apeó del vehículo y respondió a las aclamaciones de sus súbditos. Luego caminó alrededor de aquella curiosa construcción, dispuesto a encontrarle algún sentido. Convencido de que no representaba ningún peligro, lo declaró botín de guerra y ordenó que lo arrastraran sobre rodillos a través de la llanura hasta la entrada principal de la ciudadela, donde permanecería como un monumento a la gloriosa victoria sobre los invasores aqueos. El feliz acontecimiento se interrumpió cuando dos soldados se abrieron paso entre la concurrencia llevando un prisionero, un aqueo que había sido abandonado por sus compañeros. Se llamaba Sinón, y se lo conocía por ser primo del poderoso Ulises, rey de Ítaca, y uno de los jefes de las tropas que habían asediado Ilión. Al ver a Príamo, Sinón se echó a los pies del viejo monarca y suplicó que le perdonara la vida. – ¿Por qué te han dejado atrás? -preguntó el rey. – Mi primo prestó oído a aquellos que son mis enemigos y me expulsó del campamento. De no haber sido porque me oculté en un bosquecillo cuando ellos empujaron las naves al mar, sin duda me habrían arrastrado hasta morir ahogado o comido por los peces. Príamo observó atentamente al prisionero. – ¿Qué significa esta aberración? ¿Para qué sirve? – A la vista de que no podían conquistar tu fortaleza y que nuestro poderoso héroe Aquiles murió en la batalla, creyeron que habían perdido el favor de los dioses. El caballo lo construyeron como una ofrenda para pedir que todos regresaran sanos y salvos al hogar. – ¿Qué necesidad había de hacerlo tan grande? – Para que no pudieras entrarlo como botín de guerra en la ciudad, donde habría sido un testimonio de la mayor derrota sufrida por los aqueos. – Sí, comprendo su idea. -El viejo y sabio Príamo sonrió-. Claro que no cayeron en la cuenta de que podía cumplir el mismo propósito fuera de la ciudad. Un centenar de hombres cortaron y pulieron los troncos para los rodillos. Después otros cien amarraron las cuerdas, formaron dos columnas y comenzaron a arrastrar el botín a través de la llanura que se extendía desde el pie de la colina donde se alzaba la ciudadela y el mar. A medida que se agotaban sus fuerzas, otros hombres ocupaban sus lugares en las cuerdas y seguían arrastrando el monstruo de madera. A finales de la tarde, después de superar el obstáculo de la pendiente, consiguieron su propósito y la enorme efigie quedó instalada delante de la puerta. Los habitantes salieron en masa y por primera vez en más de dos meses lo hicieron libremente sin miedo al enemigo. La multitud contempló con asombro lo que ahora se llamaba el caballo de Troya. Entusiasmadas a más no poder por comprobar que al fin se había acabado la interminable serie de batallas, las mujeres y niñas de la ciudad abandonaron la protección de las murallas y recogieron flores para confeccionar las guirnaldas que adornarían la grotesca criatura de madera. – ¡La paz y la victoria son nuestras! -gritaban, jubilosas. En medio de tanto regocijo, Casandra, la hija de Príamo, a quien consideraban como una perturbada debido a sus agoreras predicciones, gritó: – ¿Es que no lo veis? ¡Es una trampa! Laocoonte, el sacerdote barbado, se mostró de acuerdo. – Os dejáis engañar por la alegría. Sois unos idiotas al confiar en los aqueos que portan regalos. Laocoonte echó el brazo hacia atrás y con un tremendo impulso arrojó su lanza contra el vientre del caballo. La punta atravesó la madera y solo quedó a la vista el ástil que vibraba. La muchedumbre se echó a reír ante la insensata muestra de escepticismo. – ¡Casandra y Laocoonte están locos! El monstruo es inofensivo. No es más que un montón de tablas y troncos atados. – ¡Idiotas! -insistió Casandra-. Solo un estúpido creería en Sinón el aqueo. Un guerrero se enfrentó a ella. – Dice que, ahora que pertenece a Ilión, nuestra ciudad nunca caerá en manos del enemigo. – ¡Miente! – ¿No puedes aceptar un regalo de los dioses? – No, si viene de manos de los aqueos -replicó Laocoonte, que se abrió paso entre la muchedumbre para entrar furioso en la ciudad. No había manera de razonar con una multitud exultante. El enemigo se había marchado. Para ellos, la guerra se había acabado. Ahora era momento de celebrar. En medio de tanto júbilo, nadie prestó atención a los dos escépticos. En menos de una hora el caballo de madera ya no despertaba curiosidad, y se organizó una gran fiesta para celebrar la victoria sobre los enemigos aqueos. La música de las flautas y las liras resonó dentro de las murallas de la ciudad. La gente cantaba y bailaba en todas las calles. El vino corría en todas las casas como los arroyos en las montañas. No se escuchaban más que risas mientras brindaban y vaciaban los vasos. En los templos, los sacerdotes y sacerdotisas quemaban incienso, cantaban y hacían ofrendas a los dioses y diosas para agradecer el final del terrible conflicto que había costado la vida a tantos guerreros. Se brindaba por el rey, los héroes del ejército, los veteranos, los heridos y los reverenciados muertos que habían participado en los encarnizados combates. – Héctor, tú que eras nuestro gran campeón, ¡si solo hubieses vivido para disfrutar de nuestra victoria! -exclamó alguien. – Los aqueos son estúpidos. Atacaron nuestra magnífica ciudad y se han ido con las manos vacías -proclamó una mujer que bailaba como una enloquecida. – Han escapado como críos a los que sorprenden robando -afirmó un tercero. Charlaban, reían y bailaban mientras el vino corría por sus venas, la realeza en su palacio, los ricos en sus grandes casas construidas sobre terrazas, y los pobres en sus covachas pegadas contra la parte interior de las murallas para protegerlas del viento y la lluvia. Por toda Ilión los habitantes bebían y comían, dispuestos a agotar las valiosas reservas de alimentos acumuladas para resistir el asedio, como si el tiempo se hubiera detenido. A medianoche el vino y el cansancio fueron aplacando los ánimos y los súbditos del viejo rey Príamo cayeron en un sueño profundo, y por primera vez durmieron en paz desde que los odiados aqueos habían iniciado el asedio de la ciudad. Fueron muchos quienes propusieron dejar la gran puerta abierta de par en par como un símbolo de victoria, pero prevalecieron las mentes más sensatas y la puerta se cerró con la tranca. Habían aparecido diez semanas atrás por el norte y el este, a bordo de centenares de naves, y habían fondeado en la bahía rodeada por la gran llanura de Ilión. Al ver que la mayoría de las tierras bajas eran pantanos, los aqueos habían instalado su campamento en un promontorio y allí desembarcaron hombres y bagajes. Como tenían las quillas recubiertas de brea, las naves eran negras por debajo de la línea de flotación; pero por encima estaban pintadas con una multitud de colores, de acuerdo con las preferencias de los monarcas que viajaban en la flota. Las naves eran impulsadas a fuerza de remos y gobernadas por un timón muy largo instalado en popa. Como eran simétricas, con la proa y la popa prácticamente iguales, podían moverse adelante y atrás sin necesidad de virar. Incapaces de maniobrar con el viento, solo izaban una gran vela cuadrada cuando la brisa soplaba de popa. Tenían unas plataformas elevadas a proa y popa a modo de puentes, y tallas figurando pájaros, en su mayoría halcones y gavilanes, adornaban la roda. El número de tripulantes variaba desde los ciento veinte guerreros en los transportes de tropa a los veinte en las embarcaciones de carga. La mayoría eran tripuladas por cincuenta y dos marinos, incluidos el capitán y el piloto. Los reyezuelos de la región formaban una alianza que se dedicaba al saqueo de las poblaciones costeras, de la misma manera que harían los vikingos dos mil años más tarde. Venían de Argos, Pilos, Arcadia, Ítaca y de otra docena más de regiones. Aunque se los consideraba hombres altos para la media de la época, muy pocos medían más de un metro sesenta. Combatían con ferocidad, protegidos con sus corazas de bronce, formadas por planchas que cubrían el pecho y la espalda y atadas con tiras de cuero. Llevaban cascos de bronce, algunos con cuernos, otros con picas, y casi todos adornados con los escudos personales. Los brazos y las piernas se los protegían con grebas. Eran maestros consumados en el manejo de la lanza, su arma favorita, y solo utilizaban las espadas cortas cuando rompían o perdían la lanza. Los guerreros de la Edad del Bronce casi nunca utilizaban el arco y la flecha porque lo consideraban un arma de cobardes. En la batalla combatían con la protección de grandes escudos hechos con siete u ocho capas de piel de vaca cosidas con cordones de cuero a una estructura de mimbre y los bordes reforzados con bronce. La mayoría eran redondos, aunque también había muchos con la forma de un ocho. A diferencia de los soldados de otros reinos y culturas, los aqueos no contaban con tropas de caballería, ni tampoco tenían carros de combate. Los caballos los empleaban para tirar de los carros que transportaban hombres y armas al campo de batalla y retiraban a los heridos. Los aqueos preferían combatir a pie, lo mismo que los troyanos. Pero esta no era sencillamente una guerra de conquista para apoderarse de un nuevo territorio. Se trataba de una invasión para conseguir la propiedad de un metal casi tan precioso como el oro. Antes de atracar sus naves en Ilión, los aqueos habían saqueado una docena de ciudades y pueblos a lo largo de la costa, y se habían apoderado de un considerable botín y muchos esclavos, la mayoría mujeres y niños. Pero solo podían imaginarse la inmensa riqueza guardada detrás de las recias murallas de Ilión y sus valientes defensores. Los guerreros no las tenían todas consigo mientras miraban la ciudad edificada en lo alto de una pedregosa colina. Se fijaron en las imponentes murallas, las torres de defensa y el palacio del rey, que se elevaba en el centro. Ahora que se encontraban delante de su objetivo se convencieron de que, a diferencia de las otras ciudades y pueblos que habían saqueado, esta no se rendiría sin una larga y sangrienta campaña. Este convencimiento se vio reforzado cuando los troyanos salieron de la ciudad y atacaron a los aqueos en el momento de desembarcar. A punto estuvieron de acabar con la vanguardia de la flota invasora antes de que llegaran las otras naves y descargaran el grueso del ejército. Los troyanos, al verse rápidamente superados en número, se replegaron a la ciudad después de haberles dado una buena zurra a los aqueos. Durante las diez semanas siguientes los combates se sucedieron en la llanura. Los troyanos lucharon con extraordinario tesón y valor. Los cadáveres se amontonaban desde el campamento aqueo hasta las murallas troyanas, mientras los héroes y los campeones de ambos bandos morían en los sucesivos duelos. Al final de cada día, sitiadores y sitiados encendían grandes piras para incinerar a los muertos. Más tarde construían túmulos sobre las cenizas, como monumentos a los caídos. Las bajas sumaban miles pero las batallas continuaban con el mismo ardor y ferocidad del primer día. El valiente Héctor, hijo del rey Príamo y el más grande de los guerreros de Ilión, cayó en el campo, lo mismo que su hermano Paris. El poderoso Aquiles y su amigo Patroclo figuraban entre los numerosos muertos aqueos. Tras la desaparición del más famoso de sus héroes, los reyes Agamenón y Menelao se mostraron dispuestos a abandonar el asedio y emprender el regreso a sus reinos. Las murallas de la ciudadela habían sido un obstáculo formidable, imposible de superar. Comenzaba a escasear la comida y habían recorrido los campos hasta acabar con todos los cultivos, mientras que los troyanos eran abastecidos por sus aliados de fuera del reino, que se habían unido a ellos en la guerra. Cada vez más convencidos de la derrota, se dispusieron a levantar el campamento y embarcarse, cuando al ingenioso Ulises, rey de Ítaca, se le ocurrió un astuto plan como último recurso. Mientras Ilión festejaba la victoria, la flota aquea regresó al amparo de la noche. Remaron rápidamente desde la cercana isla de Ténedos, donde se habían ocultado durante el día. Guiados por el fuego que había encendido el traidor Sinón, atracaron las naves, vistieron las armaduras y marcharon en silencio a través de la llanura, cargados con un tronco de dimensiones colosales que sujetaban con eslingas de cuerdas trenzadas. Ayudados por una noche oscura como boca de lobo, se detuvieron cuando estaban a escasos cien pasos de la puerta sin que nadie diera la voz de alarma. Los exploradores al mando de Ulises rodearon el caballo de madera y se acercaron a la puerta. En la torre de guardia, Sinón asesinó a los dos centinelas que dormían. El aqueo, que no tenía la intención de abrir la puerta por sí mismo -hacían falta ocho hombres fornidos para levantar la gruesa tranca de madera que sujetaba las hojas de la puerta, de veinte codos de altura-, se asomó para hablar con Ulises. – Los centinelas están muertos y los pobladores están borrachos o dormidos -le informó en voz baja-. No hay mejor momento que éste para echar abajo la puerta. Ulises ordenó rápidamente a los hombres que cargaban con el inmenso tronco que levantaran un extremo y lo apoyaran en la pequeña rampa que llevaba al interior del caballo. Mientras un equipo empujaba desde atrás, otro grupo de aqueos subió a la estructura y lo levantaron hasta situarlo debajo del techo triangular. En cuanto lo tuvieron dentro, lo izaron con las eslingas hasta que quedó colgado en el aire. Los troyanos no habían sospechado ni por un momento que el caballo, tal como lo había concebido Ulises, no era un caballo sino un ariete. En el interior de la construcción, los hombres llevaron hacia atrás el tronco hasta donde lo permitían las cuerdas y después lo impulsaron hacia delante. La punta de bronce sujeta al extremo del tronco golpeó la puerta de madera con un ruido sordo y lo hizo con tanta fuerza que se sacudieron las bisagras, aunque sin conseguir abrirla. Una y otra vez el ariete se estrelló contra la gruesa puerta. Con cada golpe la madera se rajaba un poco más, pero no cedía. Los aqueos tenían miedo de que algún troyano escuchara los golpes, se asomara a la muralla, y al ver al ejército enemigo alertara a los guerreros, que dormían la mona después de la prematura celebración. Sinón, que no había abandonado la torre de guardia, también se mantenía alerta ante la posibilidad de que se acercara alguien atraído por el estruendo, pero aquellos que aún estaban despiertos lo habían atribuido a los truenos de alguna tormenta lejana. Sin decirlo, ya todos pensaban que no conseguirían sus propósitos cuando de pronto se rompió una de las bisagras. Ulises arengó a su grupo del interior del ariete para que redoblaran los esfuerzos; él mismo sujetó el tronco y unió sus fuerzas al golpe. Los guerreros tomaron ejemplo y lanzaron el ariete contra la puerta con todas sus fuerzas. Por un momento pareció que el tremendo embate no había hecho mella en la formidable puerta, pero luego los aqueos contuvieron el aliento cuando se inclinó sobre la bisagra restante para después desprenderse con un quejumbroso quejido y caer hacia el interior sobre el pavimento de piedra. El golpe sonó como un trueno. El ejército aqueo entró en Ilión como una manada de lobos famélicos que aullaran al oler las presas. Los guerreros ocuparon las calles como una marea incontenible. La frustración que ardía en sus pechos después de diez semanas de continuos combates sin haber conseguido otra cosa que ver cómo morían sus camaradas, se transformó en una sanguinaria sed de venganza. Nadie se halló a salvo de sus lanzas y espadas. Entraron en las casas, mataron a los hombres, saquearon todo lo que podía tener algún valor, capturaron a las mujeres y los niños y después incendiaron todo. La hermosa Casandra se refugió en el templo, en la falsa creencia de que en el recinto sagrado estaría a salvo. Pero Áyax no paró mientes en ello: violó a Casandra tras la estatua de la diosa. Más tarde, en un ataque de remordimiento, se suicidó. Los guerreros troyanos no fueron rivales para los feroces aqueos. Se levantaron como pudieron de sus camas, todavía borrachos, y fueron muertos antes de que pudieran darse cuenta del todo de lo que estaba pasando. No había nadie que pudiera hacer frente a un ataque de semejante ferocidad. Nadie era capaz de contener aquella ola que lo arrasaba todo. La sangre corría por las calles como un torrente. Los troyanos que consiguieron empuñar las armas murieron sin llegar a utilizarlas. Mientras agonizaban vieron cómo ardían sus casas y cómo los invasores se llevaban a sus familias, escucharon entre estertores los alaridos de sus esposas y los llantos de sus hijos por encima de los aullidos de un millar de perros callejeros. El rey Príamo, sus cortesanos y guardias fueron asesinados a sangre fría. A su esposa, Hécuba, se la llevaron como esclava. El palacio fue saqueado a conciencia: los aqueos arrancaron las láminas de oro de las columnas y los techos y se llevaron los hermosos tapices y el mobiliario antes de que las llamas arrasaran lo que había sido un magnífico interior. Ni un solo aqueo empuñaba una lanza o una espada que no estuviese tinta en sangre. Era como si una manada de lobos hubiese entrado en un corral de ovejas. Los ancianos tampoco se salvaron de la matanza: los asesinaron como si fuesen conejos, demasiado aterrorizados para moverse o demasiado enfermos para escapar. Los héroes de guerra troyanos fueron cayendo uno tras otro hasta que no quedó ninguno para empuñar una lanza contra los aqueos sedientos de sangre. En las casas incendiadas, sus cadáveres se consumían allí donde habían caído cuando luchaban por defender a sus seres queridos y sus posesiones. Los aliados de los troyanos -los tracios, los licios, los misianos y los cícicos- lucharon con bravura, pero cayeron ante la superioridad numérica. Las amazonas, las orgullosas guerreras que combatían codo a codo con el ejército troyano, hicieron honor a su fama y mataron a un gran número de invasores antes de ser aniquiladas. Hasta la más pobre de las viviendas era pasto de las llamas, que iluminaban el cielo mientras los aqueos continuaban entregados a su orgía de sangre y fuego. El horrible espectáculo parecía destinado a no acabar mientras quedara alguien vivo. Por fin los aqueos, consumida su furia y agotados después de tantos excesos, comenzaron a abandonar la ciudad incendiada para dirigirse a sus naves cargados con el botín y con los desgraciados prisioneros, fuertemente vigilados. Las mujeres cautivas, transidas de dolor por la muerte de sus maridos, lloraban con desesperación mientras llevaban a sus hijos hacia la costa, conscientes de que acabarían todos convertidos en esclavos en el país de los aqueos y sus aliados. Era lo establecido en la época brutal en la que vivían y, por aborrecible que fuera, acabarían por aceptar su destino. Algunas se convertirían en esposas de sus captores, les darían hijos y disfrutarían de una vida larga y provechosa. Otras no tardarían en morir como consecuencia de los malos tratos y los abusos. No hay ningún documento que relate lo que les sucedió a los hijos. El horror no acabó con la marcha de los invasores. Muchos de los que no habían muerto atravesados por una lanza o una espada, morían ahora en las casas incendiadas. Los techos en llamas se hundían y en su caída aplastaban a los desgraciados que no habían conseguido salir. El resplandor del fuego iluminaba las terribles escenas que se vivían en toda la ciudad. Las columnas de chispas y cenizas se mezclaban con las nubes que llegaban desde el mar y que se teñían de rojo y naranja en su paso por encima de la ciudadela. Era una atrocidad que se repetiría infinidad de veces en el transcurso de los siglos. Varios cientos de personas consiguieron salvarse de la muerte y la destrucción al buscar refugio en los bosques cercanos, donde permanecieron escondidas hasta que la flota aquea desapareció más allá del horizonte, con rumbo al nordeste. Poco a poco los supervivientes troyanos regresaron a lo que había sido una gran ciudad, y se encontraron con que detrás de las enormes murallas no quedaban más que ruinas humeantes que apestaban con el repugnante hedor de la carne quemada. Incapaces de emprender la tarea de reconstruir sus hogares, emigraron a otras tierras para edificar una nueva ciudad. Pasaron los años, y las cenizas de los escombros fueron arrastradas por la brisa marina a través de la llanura mientras el polvo sepultaba poco a poco las calles adoquinadas y las murallas. Con el tiempo volvieron a levantar la ciudad, pero nunca más alcanzó la gloria pasada. Después sucumbió de nuevo como consecuencia de los terremotos, las sequías y la peste y permaneció desierta durante dos mil años. Pero su fama volvió a brillar con todo su esplendor cuando, setecientos años más tarde, un escritor llamado Homero escribió los vividos relatos de la guerra de Troya y del viaje de Ulises, el héroe griego. Aunque Ulises era muy astuto y no mostraba ningún reparo ante el asesinato y el pillaje, no era tan bárbaro como sus camaradas de armas cuando se trataba de la esclavitud de las mujeres capturadas al enemigo. Si bien permitió que sus hombres se apoderaran de lo que les viniera en gana, él sólo se llevó el botín obtenido durante el aniquilamiento del odiado enemigo que había acabado con la vida de tantos de sus soldados. Ulises fue el único de los aqueos que no se llevó a una mujer como concubina. Echaba de menos a su esposa, Penélope, y a su hijo, al que no había visto en muchos meses, y ansiaba regresar a su reino en la isla de Ítaca con toda la celeridad con que los vientos impulsaran su nave. Así pues, abandonó la ciudad arrasada después de hacer los sacrificios a los dioses, y su pequeña flota emprendió la travesía del gran mar verde rumbo al sudoeste con viento a favor. Varios meses más tarde, después de una feroz tempestad que hundió su nave, Ulises, más muerto que vivo, consiguió atravesar la resaca y llegar a la costa de la isla de los feacios. Agotado, se tumbó a dormir sobre un montón de hojas en la misma playa. La princesa Nausícaa, hija de Alcínoo, rey de los feacios, que por inspiración de Minerva había ido con sus doncellas a la orilla del mar a lavar la ropa, encontró al héroe y llevada por la curiosidad lo sacudió para ver si estaba vivo. Ulises se despertó y al verla se sintió fascinado por su extraordinaria belleza. – En Delos vi una vez una criatura tan bella como tú. Prendada, Nausícaa llevó al náufrago al palacio de su padre, donde Ulises se presentó como rey de Ítaca y fue agasajado con todos los honores de su rango. El rey Alcínoo y su esposa, la reina Arete, ofrecieron a Ulises una nave para regresar a su hogar, pero con la condición de que antes prometiera ofrecer a los monarcas y a la corte una narración de la gran guerra y sus aventuras desde que había dejado Troya. Se celebró un gran banquete en honor de Ulises, y el héroe aceptó de buen grado contar la historia de sus hazañas y desventuras. – Poco después de salir de Troya -comenzó- cambiaron los vientos, y mi flota se vio arrastrada mar adentro. Tras diez días de mala mar conseguimos llegar a las costas de una tierra extraña. Allí, mis hombres y yo fuimos tratados con grandes muestras de afecto y amistad por los nativos, a quienes llamamos lotófagos, por el fruto de un árbol desconocido que comían y que los mantenía en un constante estado de euforia. Algunos de mis hombres comenzaron a comer el fruto del loto y no tardaron en caer en el letargo y perdieron todo deseo de regresar al hogar. Al ver que el viaje de retorno podía acabar allí mismo, ordené que los llevaran de nuevo a las naves. Izamos las velas y nos afanamos en los remos para alejarnos lo más rápido posible. »En la errónea creencia de que estaba muy lejos hacia oriente, navegué con rumbo al oeste, guiado por las estrellas durante la noche y por el sol en su travesía desde levante a poniente. La flota llegó a varias islas muy arboladas donde caía sin cesar una lluvia cálida. En estas islas habitaba una raza de hombres que se llamaban a sí mismos cíclopes, unos vagos que criaban grandes rebaños de ovejas y cabras. »Reuní a un grupo y fuimos a buscar víveres. En la ladera de una montaña encontramos una cueva que servía de establo con una cerca en la entrada para evitar que escaparan los animales. Dispuestos a aprovechar este regalo de los dioses, comenzamos a atar un rebaño de cabras y ovejas para llevárnoslas a nuestras naves. Fue entonces cuando de pronto escuchamos el ruido de unas pisadas y muy pronto un gigante apareció en la boca de la cueva. Entró y cerró la entrada con un enorme peñasco antes de ocuparse del rebaño. Nosotros nos escondimos en las sombras, sin siquiera atrevernos a respirar. »Al cabo de un rato sopló las brasas de una hoguera y, cuando se avivaron las llamas, nos descubrió acurrucados en el fondo de la cueva. No hay hombre con un rostro más feo que el de los cíclopes, que tienen un único ojo redondo y negro como la noche. »-¿Quiénes sois? -vociferó-. ¿Por qué habéis invadido mi casa? »-No somos invasores -respondí-. Desembarcamos para llenar los odres con agua fresca. »-Habéis venido a robar mis ovejas -tronó el gigante-. Llamaré a mis amigos y vecinos. Muy pronto llegarán varios centenares. Os herviremos y os comeremos. »Aunque éramos guerreros aqueos que veníamos de luchar una larga y feroz guerra, sabíamos que nos veríamos superados en número. Así pues, cogí un tronco delgado de la cerca que encerraba al rebaño y con la espada le afiné un extremo hasta conseguir una punta muy afilada. Después le enseñé al gigante mi odre lleno de vino y le dije: »-Escucha, cíclope, te ofrezco mi odre de vino a cambio de nuestras vidas. »-¿Cómo te llamas? »-Mis padres me llaman Nadie. »-¿Se puede saber cómo se le pudo ocurrir a alguien ponerte un nombre tan estúpido? -dijo y, sin añadir una palabra más, el monstruo se bebió todo el odre. Borracho perdido, no tardó en quedarse dormido. »Me apresuré a coger el tronco y, lanzándome sobre el gigante dormido, se lo clavé en su único ojo. Se levantó de un salto con un terrible aullido de dolor, se arrancó el tronco y salió de la cueva para pedir auxilio. Los cíclopes vecinos escucharon sus gritos y se presentaron, dispuestos a saber qué pasaba. »-¿Te han atacado? -le preguntaron. »-Nadie me atacó -replicó él. »Convencidos de que estaba loco, volvieron a sus casas. Nosotros escapamos de la cueva y corrimos de regreso a nuestras naves. Mientras corría le grité al gigante ciego: »-Gracias por regalarnos tus ovejas, cíclope. Eres un idiota. Cuando tus amigos te pregunten quién te dejó ciego, diles que fue Ulises, el rey de Ítaca, alguien más listo que tú. – ¿Fue entonces cuando tu nave naufragó antes de que pudieras llegar a Feacia? -preguntó el buen rey. Ulises sacudió la cabeza para negarlo. – No hasta después de muchos meses. -Bebió un sorbo de vino antes de continuar-. Llevado muy al oeste por las corrientes dominantes y los vientos, avistamos tierra y echamos el ancla ante la costa de una isla llamada Eolia. Allí vivía el buen rey Eolo, hijo de Hipótada y amado de los dioses. Tenía seis hijas y seis hijos lujuriosos, así que animó a los hijos a que se casaran con las hijas. Todos vivían en perfecta armonía, siempre de fiesta y disfrutando de todos los lujos posibles. »Avituallados por el buen rey, muy pronto nos encontramos con mar gruesa. El séptimo día, después de calmarse el mar, llegamos al puerto de la ciudad de los lestrigones. Enfilamos la entrada entre dos grandes promontorios rocosos, y mi flota echó anclas. Agradecidos por estar de nuevo en tierra firme, comenzamos a explorar la zona y nos encontramos con una bella muchacha que había ido a buscar agua. »Cuando le preguntamos quién era su rey, ella nos dirigió a la casa de su padre. Pero, cuando llegamos allí, encontramos que la esposa era una gigantona de la altura y el grosor de un gran árbol y nos quedamos boquiabiertos ante aquella horrible visión. »La mujer llamó a su marido, Antífates, que era todavía más grande que ella y el doble del tamaño de los cíclopes. Horrorizados ante aquella monstruosidad, corrimos de regreso a nuestras naves. Antífates dio la voz de alarma y muy pronto millares de gigantescos lestrigones aparecieron como un bosque y comenzaron a lanzarnos piedras con sus enormes hondas desde lo alto de los acantilados, no unos vulgares pedruscos, sino peñascos casi tan grandes como nuestras naves. La mía fue la única que escapó a la carnicería. Todos las demás naves de mi flota fueron echadas a pique. »Mis hombres se vieron lanzados al agua, y los lestrigones los ensartaron con sus lanzas como si fuesen peces, y se los llevaron para devorarlos. En cuestión de minutos mi nave llegó a mar abierto y nos encontramos fuera de peligro, aunque nos dominaba una profunda tristeza. No solo habían muerto nuestros amigos y camaradas, sino que también habíamos perdido todos los tesoros que nos habíamos llevado de Ilión. Todo el oro troyano que había sido parte del botín yacía ahora en el fondo de la bahía de los lestrigones. »Con el corazón triste, continuamos nuestro viaje hasta que llegamos a la isla de Eea, morada de la famosa y encantadora reina reverenciada como una diosa. Seducido por los encantos de la bella Circe de bonitas trenzas, me hice amigo de ella y disfruté de su compañía durante un año entero. Me descubrí a mí mismo deseando prolongar mi estada pero mis hombres insistieron en que reanudáramos todos el viaje de regreso a nuestros hogares en Ítaca o se marcharían ellos sin mí. »Circe accedió a mi partida con lágrimas en los ojos, pero me suplicó que hiciera un viaje más. »-Debéis navegar a la morada de Hades y hablar con aquellos que están muertos. Ellos te guiarán en la comprensión de la muerte. Después continuarás con tu travesía, pero no hagas caso del canto de las sirenas porque intentarán atraerte a ti y a tus hombres para que os estrelléis contra las rocas de sus islas. Tapa tus oídos y los de tus compañeros con cera blanda para no escuchar sus seductoras canciones. Una vez libre de la tentación de las sirenas, navegarás por delante de unas peñas prominentes que los dioses llaman Rocas Errantes. Nada, ni siquiera un pájaro, puede pasar por encima de ellas. Ninguna nave excepto una ha conseguido doblarlas, porque las tempestades se llevan las embarcaciones y los cuerpos de los hombres. »-¿Cuál es la nave que consiguió pasar? -pregunté. »-La nave del famoso Jasón y los argonautas. »-¿Encontraron después la mar calma? »Circe sacudió la cabeza. »-Al lado opuesto hay dos escollos que se elevan hasta el cielo y que ningún hombre mortal podría subir, pues la roca es tan lisa que parece pulimentada. En medio de los escollos hay una caverna, donde mora Escila, un monstruo perverso a quien nadie se alegrará de ver. Tiene doce pies, todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres hileras de abundantes y apretados dientes, que pueden matar a un humano en un instante. Vigila porque Escila bien puede arrebatar con sus cabezas a tus tripulantes. Remad muy rápido, o todos vosotros moriréis. Después deberéis pasar por las aguas donde acecha Caribdis, un enorme remolino que arrastrará tu nave a las profundidades. Pasa por allí cuando esté dormido. »Nos despedimos de Circe con lágrimas en los ojos, ocupamos nuestros lugares en la nave y comenzamos a remar rápidamente con todas nuestras fuerzas. – ¿Es cierto que navegasteis al mundo de los muertos? -preguntó la bella esposa del rey Alcínoo, con el rostro pálido. – Sí, seguí las indicaciones de Circe y navegamos hacia el Hades y el horrible mundo de los muertos. Al cabo de cinco días nos encontramos envueltos en una densa niebla cuando entramos en las aguas del río Océano que fluye junto al fin del mundo. El cielo había desaparecido y entramos en una perpetua oscuridad donde nunca penetran los rayos del sol. Atracamos la nave. Desembarqué solo y caminé envuelto en una luz siniestra hasta que llegué a una enorme caverna en la ladera de una montaña. Luego me senté a esperar. »Muy pronto comenzaron a reunirse los espíritus, que proferían terribles gemidos quejumbrosos. Casi había perdido los sentidos cuando apareció mi madre. Yo no sabía que había muerto, porque la dejé con vida cuando partí para Ilión. »-Hijo mío -murmuró-, ¿por qué has venido al mundo de las tinieblas cuando todavía estás vivo? Aún tienes que llegar a tu hogar en Ítaca. »Le relaté con lágrimas en los ojos la pesadilla de mis viajes y la terrible pérdida de mis guerreros en la travesía de regreso desde Ilión. »-Morí de tristeza al creer en que no volvería a ver a mi hijo nunca más. »Lloré al escuchar sus palabras e intenté abrazarla, pero era como una nube y mis brazos se cerraron en torno al vacío. »Los muertos llegaron en gran número, hombres y mujeres a quienes había conocido y respetado. Llegaron, me reconocieron y me saludaron con un gesto antes de volver a la caverna. Me sorprendí al ver a mi viejo camarada, el rey Agamenón, nuestro comandante en Troya. »-¿Te sorprendió la muerte en el mar? -le pregunté. »-No. Me atacaron mi esposa y su amante, con una banda de traidores. Luché con bravura, pero sucumbí ante la superioridad numérica. También asesinaron a Casandra, la hija de Príamo. »Entonces se presentó Aquiles con Patroclo y Áyax, quienes preguntaron por sus familias, pero no pude decirles nada. Hablamos de los viejos tiempos, hasta que ellos también regresaron al mundo subterráneo. Los fantasmas de otros amigos y guerreros estaban a mi lado, y cada uno contaba su melancólico relato. »Había visto a tantos muertos que mi corazón rebosaba de tristeza. Cuando ya no pude aguantar más, abandoné aquel lúgubre lugar y volví a mi nave. Sin mirar atrás navegamos entre la niebla y pusimos rumbo hacia la isla de las sirenas. – ¿Pudiste pasar por la islas de las sirenas sin angustias? -preguntó el rey. – Lo hicimos. Pero, antes de intentar el desafío, cogí un gran trozo de cera blanda y lo corté en trozos muy pequeños con mi espada. Después amasé los trozos hasta que se ablandaron y los utilicé para tapar los oídos de mi tripulación. Les ordené que me ataran al mástil y que no hicieran caso de mis súplicas para cambiar de rumbo porque si lo hacían acabaríamos estrellados contra las rocas. »Las sirenas comenzaron a entonar su canto seductor en cuanto vieron que nuestra embarcación pasaba por delante de su isla. »-Acércate y escucha nuestra dulce canción, famoso Ulises. Escucha nuestra melodía y ven a nuestros brazos, para disfrutar y convertirte en más sabio. »La música y el sonido de sus voces era tan arrobador que supliqué a mis hombres que cambiaran de rumbo, pero ellos me sujetaron todavía con más fuerza al mástil y remaron con gran vigor hasta que ya no se oía el canto de las sirenas. Sólo entonces se quitaron los tapones de cera de los oídos y me desataron del mástil. »Una vez pasada la isla rocosa nos encontramos con grandes olas y el tremendo rugido del mar. Exhorté a mis hombres que se esforzaran en los remos mientras guiaba la nave entre la turbulencia. No les hablé del terrible monstruo Escila, o habrían dejado de remar para ir a acurrucarse en la bodega. Llegamos al estrecho entre las rocas y entramos en las turbulentas aguas de Caribdis y comenzamos a dar vueltas. Era como si estuviéramos soportando un ciclón en el interior de un caldero. Mientras esperábamos que el siguiente momento fuera el último, Escila nos atacó desde lo alto, y sus cabezas viperinas se llevaron a seis de mis mejores guerreros. Escuché sus terribles gritos mientras se elevaban por los aires, aplastados por las mandíbulas dotadas de afilados dientes, con los brazos extendidos hacia mí en un gesto de espantosa agonía mientras gritaban aterrorizados. Fue la más espantosa de las visiones que presencié durante aquel horrible viaje. »Cuando conseguimos escapar, los relámpagos comenzaron a iluminar el cielo. Un rayo cayó sobre la nave, y la llenó con el olor del azufre. La tremenda descarga convirtió la nave en astillas y la tripulación cayó en las enfurecidas aguas, donde se ahogaron rápidamente. »Conseguí encontrar un trozo de mástil con un largo cordón de cuero enrollado en la madera, que utilicé para atar mi cintura a un resto del casco. Montado en la improvisada balsa, me vi arrastrado al mar y vagué sin rumbo allí donde el viento y la corriente quisieron llevarme. Nueve días más tarde, ya más muerto que vivo, mi balsa embarrancó en la isla de Ogigia, donde vive Calipso, una mujer de extraordinaria belleza e inteligencia. Cuatro de sus súbditos me encontraron en la playa y me llevaron a su palacio, donde me acogió y cuidó hasta que recuperé del todo mi salud. »Viví feliz durante un tiempo en Ogigia, amorosamente cuidado por Calipso, que dormía a mi lado. Coqueteábamos en un fabuloso jardín con cuatro fuentes con surtidores que lanzaban sus chorros en direcciones opuestas. Grandes bosques, donde volaban entre las ramas bandadas de aves multicolores, abundaban por toda la isla. Arroyuelos de agua cristalina serpenteaban por los campos limitados por las vides. – ¿Por cuánto tiempo estuviste con Calipso? -quiso saber el rey. – Siete largos meses. – ¿Por qué no buscaste una nave y te fuiste? -preguntó la reina. – Porque no había ninguna nave en toda la isla -repuso Ulises. – Entonces, ¿cómo reanudaste el viaje? – La bondadosa Calipso conocía mi pena. Me despertó una mañana y me habló de su deseo de que regresara a mi hogar. Me ofreció las herramientas, me acompañó al bosque y me ayudó a cortar la madera para construir una embarcación marinera. Cosió las velas, hechas con pieles de vaca, y abasteció la nave con agua y comida. Al cabo de cinco días, ya estaba preparado para zarpar. Me apené mucho al ver su tristeza por tener que dejarme marchar. Era una mujer entre todas las mujeres, una a la que todos los hombres desean. Si no hubiese querido tanto a Penélope, me habría quedado gustosamente. -Ulises hizo una pausa, y las lágrimas asomaron a sus ojos-. Temía que hubiese muerto de pena tras mi partida. – ¿Qué le sucedió a tu embarcación? -quiso saber Nausícaa-. Habías naufragado cuando te encontramos. – Diecisiete días de calma acabaron bruscamente. Una violenta tempestad con fuertes lluvias y un viento feroz arrancó la vela. A este desastre lo siguió una violenta marejada que castigó mi frágil embarcación hasta el punto de que apenas si conseguía mantenerse a flote. Fui a la deriva durante dos días antes de acabar en tus orillas, donde tú, dulce y hermosa Nausícaa, me encontraste. -Ulises guardó silencio un momento antes de añadir-: Aquí acaba mi relato de sufrimientos y desgracias. Todos los presentes en el palacio permanecieron embelesados durante un rato por el increíble relato de Ulises. Después, el rey Alcínoo se levantó para dirigirse a su huésped. – Nos sentimos honrados de tener a tan distinguido invitado entre nosotros y tenemos una gran deuda contigo por habernos entretenido de una manera absolutamente maravillosa. Por lo tanto, como muestra de nuestro gran aprecio, la más veloz de nuestras naves y nuestra mejor tripulación son tuyas para que te lleven a tu hogar en Ítaca. Ulises expresó su gratitud, y se mostró abrumado ante tanta generosidad. Pero estaba ansioso por ponerse en marcha. – Te doy las gracias a ti, mi buen rey Alcínoo, a la graciosa reina Arete, y a vuestra bondadosa hija Nausícaa, por todo lo que habéis hecho por mí. Os deseo que seáis felices en vuestro hogar y que sigáis contando con el favor de los dioses. Luego Ulises salió del palacio y fue escoltado hasta la nave. Con el mar en calma y buenos vientos, Ulises llegó finalmente a su reino en la isla de Ítaca, donde se reunió con su hijo Telémaco. Allí encontró también a su esposa Penélope asediada por los pretendientes, y los mató a todos. Así acaba el relato de la Odisea, una historia épica que ha perdurado a lo largo de los siglos y ha avivado la imaginación y el asombro de todos aquellos que la han leído o escuchado. Excepto que no es del todo verídica, o al menos sólo una parte de ella es cierta. Porque Homero no era griego. Tampoco la Ilíada o la Odisea tuvieron lugar donde las sitúan las leyendas. La verdadera historia de las aventuras de Ulises es absolutamente distinta y no sería revelada hasta mucho, muchísimo más tarde. |
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