"Gente Legal" - читать интересную книгу автора (Scottoline Lisa)

5

Abrí la arqueada puerta de madera de R amp; B y sentí la misma sensación de siempre. Estaba en casa. Mark y yo compramos la casa con dinero de su familia y la convertimos en una oficina al tiempo que devolvíamos el préstamo. Yo misma pulí y enceré los suelos de madera; Mark colocó los tabiques. Pintamos las paredes y los frisos de amarillo dorado y yo decoré los despachos para que fueran cómodos con sillas blandas, mesas de pino y acuarelas.

– -Hola, Bennie --dijo Marshall desde la ventanilla que daba a la sala de recepción. Tenía el cabello rubio oscuro recogido en una trenza y vestía un jersey de algodón y vaqueros que colgaban de un físico tan delicado que parecía incapaz de afrontar ninguna responsabilidad. De hecho, Marshall era la recepcionista de R amp; B, la administradora y contable y dirigía el pequeño despacho tras la ventanilla como una auténtica Stalin.

– ¿Por qué no te has ido a comer? -le pregunté.

– Tenemos demasiado trabajo. Te han hecho un montón de llamadas. -Me pasó un papel con la lista. En la parte superior de nuestro papel interno ponía R amp; B con tipografía llamativa. Mark estaba a cargo de lo que podía llamar la atención; yo solo me ocupaba de lo demás.

– Entonces, vete temprano a casa. Márchate a las cuatro y ya nos arreglaremos con las llamadas. -No quería que Marshall también desertase. Además de que ella era quién dirigía el cotarro, yo me sentía más cómoda a su lado de un modo que no era posible con los asociados, con quienes mantenía una distancia profesional.

– ¿Estás segura? Te puedo tomar la palabra. Tengo que probarme un vestido para una boda.

– ¿Rojo o turquesa?

– -Turquesa.

– Que te vaya bien.

– -Gracias.

Sonó el teléfono y ella se dispuso a contestar cuando yo iba por el pasillo con mis mensajes en la mano y buscando a los asociados. El pasillo estaba vacío, de modo que entré un poco al azar en la biblioteca, que también nos servía como sala de reuniones. Allí tampoco había nadie. La mesa redonda y comunitaria no tenía nada encima y estaba flanqueada por anchas carpetas de legislación federal con sus números de volumen dorados como una estela brillante. Acaso los asociados habían salido a almorzar. O a entrevistarse con alguien a la búsqueda de un nuevo empleo.

Salí de la biblioteca, fui hasta el final del pasillo y subí la escalera de caracol para espiar en los despachos de arriba. Todos tenían el mismo tamaño, ninguno era más pequeño que el de Mark o el mío y a cada asociado se le habían asignado mil dólares para que lo decorara a su gusto. Gracias a la dirección progresista y a nuestros atractivos casos, R amp; B atraía a lo mejorcito y más brillante de las facultades locales de derecho de Pennsylvania, Temple, Widener o Villanova. Todos nuestros asociados eran doctores en derecho y les pagábamos como a los semidioses que ellos creían ser. ¿De qué se podían quejar? ¿Y dónde demonios estaban?

Caminé por el pasillo mirando despacho tras despacho, todos vacíos. Habían colgado toda clase de mierdas de las paredes y yo no había dicho una sola palabra. La oficina de Bob Wingate era un memorial de Jerry García, la estrella del rock californiano; el de Eve Eberlein estaba empapelado con delicadas flores estampadas. El único despacho con aspecto profesional pertenecía a Grady Wells, un aficionado a la guerra civil. Estaba amueblado con sencillez y las paredes estaban recubiertas de mapas antiguos con campos de batalla en marcos de madera. En una esquina, un mueble contenía más mapas, pero Grady no estaba allí estudiándolos.

No había nadie en ninguna parte. Consideré la posibilidad de fisgar entre sus documentos de trabajo, pero decidí no hacerlo. Era una firme partidaria de las libertades individuales. Y además, podían pillarme con las manos en la masa.

Me encaminé a mi propio despacho, dejé los zapatos sobre la alfombra y quité unos papeles que cubrían mi silla de detrás del escritorio para poder sentarme. Una vez un cliente me dijo que el desorden era mi seña de identidad de auténtica radical, pero no era verdad. Simplemente se trataba de que yo era una desordenada; no había nada político en ello.

Abrí un cajón cerrado con llave y saqué un listado de ordenador que enumeraba las horas de trabajo de los asociados. Quien más trabajara sería el candidato a ser el más descontento. Repasé el listado ignorando las horas de oficina para concentrarme en las de trabajo profesional propiamente dicho.

Fletcher, Jacobs, Wingate. La mayoría de los asociados declaraba unas doscientas horas mensuales. Mucho tiempo; por tanto, todos debían de sentirse muy mal. Hasta Eve Eberlein estaba con ciento noventa hasta la fecha. Traté de no pensar cuáles eran las actividades que ella consideraba profesionales.

Revisé los meses anteriores. Las horas eran las mismas salvo en el caso de Renee Butler, que había pasado un abril muy ajetreado en un tribunal de familia. Renee había compartido el apartamento con Eve desde que se licenciaron con Wingate, pero las dos mujeres no podían ser más distintas. Renee era negra, gruesa y se dedicaba por entero a casos de abuso familiar. Era toda carnosidad en contraste con la esbeltez de Eve. ¿Era Renee la que se quería marchar? ¿Había alguna forma de averiguarlo?

Por supuesto que sí.

Dejé el listado de horas a un lado y crucé la habitación hacia las estanterías de la pared. Allí se mezclaban los tratados jurídicos con las revistas especializadas y no me acordaba de dónde había dejado el directorio profesional. Mierda. Busqué por las estanterías atestadas de volúmenes. Algunos torpes pueden encontrar algunas cosas; yo, no. Nunca puedo encontrar nada. Si lo encuentro es por pura casualidad.

¡Eureka! Cogí el directorio de la estantería, busqué la agencia de contratación más importante de la ciudad y llamé.

– -¿La agencia Meyers? --dije en voz baja cuando me atendió una mujer-. Bueno… puedo quedarme sin trabajo en cualquier momento y quisiera hablar con alguien.

– -Un momento -dijo la mujer; el teléfono hizo un ruido y habló otra mujer con más experiencia:

– ¿En qué puedo ayudarla?

– Sí, llamo de R amp; B, Rosato y Biscardi. Creo que necesito encontrar un trabajo.

– ¿Con quién estoy hablando?

– Bueno, no lo puedo decir. Me muero si se entera mi jefa. Es una bruja. -Oí una risa de sorpresa.

– En ese caso, nos podría enviar un currículo confidencial. Envíelo a nombre de…

– ¿Soy la única de R amp; B que ha llamado? ¿O ha tenido una llamada de Renee Butler?

– -No puedo darle esa información.

– -Pero no soy la única, ¿verdad? No enviaré mi currículo si soy la única. --Esperaba que ella temiese perder su desorbitada comisión.

– No, no es la única.

– -¿Es Jeff Jacobs o Bob Wingate? Apostaría a que se trata de uno de ellos.

– -No puedo confirmarle ninguno de esos dos nombres.

– -Sé que Jenny Rowlands se siente fatal en este lugar. Dice que apesta.

– -De verdad que no puedo revelarle el nombre de ningún cliente, querida. Ya tenemos tres currículos de R amp; B, pero eso no significa que no podamos colocarlos a todos.

¿Tres peticiones? ¿Tres asociados querían irse? Era la mitad de mi equipo. Se me partió el corazón. No escuché su discurso de buena vendedora, esperé a que dejara de hablar, le di las gracias y colgué. ¿Tres? ¿Qué estaba pasando?

Me sentí aturdida. Tenía que hablar con Mark tan pronto como apareciera. Una empresa de nuestro tamaño no podía soportar un golpe de esta envergadura, ahora no. La sección de pleitos comerciales y empresariales a cargo de Mark funcionaba a pleno rendimiento; mi práctica sobre la primera enmienda, en la que representaba a clientes de los medios de comunicación en querellas por difamación, había llegado finalmente a igualar los ingresos de los casos por abuso policial. Mark y yo conseguíamos una facturación anual de un millón, del que pagábamos unos cien mil a cada uno, sin contar que dábamos de comer a trece personas. Nos iba estupendamente y hacíamos el bien con genuino espíritu de rock and roll. O al menos eso pensaba yo hasta ese momento.

Volví a mirar mi escritorio, donde se apilaban los mensajes, la correspondencia y los informes. Sería mejor que me ocupara de todo si realmente se avecinaba una crisis. Maldita sea. Dejé a un lado las preocupaciones y me puse a trabajar pasando por alto a mis asociados, que habían regresado. Les oí reír y bromear, luego el sonido de los teléfonos y el de los módems cuando se pusieron a trabajar. Dos de ellos, Bob Wingate y Grady Well, discutían un asunto de jurisdicción federal en el pasillo y puse las antenas.

Eran abogados listos, listísimos los dos. Me caían bien y me disgustaba que quisieran marcharse. Tal vez les podría convencer de que cambiaran de opinión. Inmediatamente después de echarles una buena reprimenda.


A última hora del día, abandoné mis papeles y bajé a la planta baja. Por el revuelo que oía supe que Mark había regresado. Por lo general, nos reuníamos todos en la biblioteca al final de la jornada. Supuse que allí estaban y que Mark les obsequiaba con anécdotas bélicas del caso Wellroth. «¿Oísteis la del jarro de agua fría? Je, je.»

Pero cuando llegué a la puerta abierta de par en par de la biblioteca, me di cuenta de que no se trataba de nuestra reunión habitual. Mark estaba sentado en la mesa de reuniones con Eve a su lado; junto a ella estaba el doctor Haupt de Wellroth y un hombre mayor que reconocí como Kurt Williamson, el asesor principal de la empresa. Iba a pasar de largo para no interrumpir, pero Mark se puso de pie y me hizo un gesto de que entrara.

– Bennie, entra, por favor -dijo amablemente, pero hubo algo en su voz que no me gustó. Se había quitado la americana y desanudado la corbata-. Tengo buenas noticias para ti.

– ¿Buenas noticias? ¿Del juicio?

– -No, de otro asunto. Otros asuntos, en realidad. Kurt nos encarga dos de los negocios más importantes de Wellroth, incluyendo la estructuración de su sociedad en participación con Healthco Pharma. Es algo muy importante. -Me enviaba señales desagradables con los ojos, como diciendo «¿Y qué?» con respecto al desastre de la mañana.

– Cuánto me alegro -dije. Quise decir que entonces se trataba de algo lucrativo-. Mark es un estupendo abogado, Kurt, y estoy segura de que hará un gran trabajo.

– -Lo ha hecho hasta ahora --dijo Williamson--. Su informe nos ha dado una nueva perspectiva sobre la sociedad en participación. -Se inclinó sobre la mesa y me pasó un grueso montón de papeles.

– Un buen trabajo, creativo -dije hojeando el informe por segunda vez. Ninguno de esos informes salía de R amp; B sin mi revisión para garantizar que todo fuera correcto. Había detectado fallos en el informe preparado por Eve y Renee Butler. Cerré la carpeta y se la devolví-. Muy creativo.

Eve puso una sonrisa de circunstancias, al igual que el doctor Haupt, o al menos así me lo pareció. La línea de sus labios se volvió imperfecta.

– Estoy de acuerdo -dijo Williamson-. Uno de los problemas de la industria farmacéutica es controlar el producto una vez que se ha desarrollado, tal como se puede ver en la querella de Cetor. Desarrollar un producto de éxito es un proceso complicado que a menudo implica reunir varias patentes. Patentes interdependientes, más de una docena.

– -¿Tantas? --dije, aunque él no creyó necesario darme una respuesta antes de continuar su discurso. A los clientes de empresas les encanta hablar de sus negocios. Escúchalos o algún otro lo hará.

– Incluso más. En una sociedad en participación, el meollo es qué empresa controlará las patentes en caso de desarrollar un producto de éxito. La idea de Mark es que cada socio posea la mitad de las patentes interdependientes. Ninguna patente tendría valor por sí misma, sino en combinación con todas las demás.

– Muy bien -dije, aunque lo recordaba del informe-. De modo que las patentes encajarían.

– Como una llave en su cerradura.

– Sorprendente -balbuceé, pese a que yo misma había inventado el símil. Había corregido el informe e incorporado la metáfora al comparar las patentes con las llaves de una caja de seguridad. No era algo apropiado para un informe de aquella naturaleza, donde se supone que el lenguaje es tan blando que nadie puede luego recordarlo y, mucho menos, hacer responsable a la firma de cualquier contratiempo.

Williamson se puso de pie pasando una mano por su abultada chaqueta.

– Tengo que irme. Debe estar a punto de sonar el teléfono y será mi mujer.

Mark y yo nos reímos en un desafortunado dúo. Siempre nos reíamos de las bromas de nuestros clientes, pero intentábamos no parecer demasiado obsequiosos.

– Le acompaño -dijo Mark levantándose para ayudar a recoger los papeles de Williamson. El doctor Haupt también se puso de pie y Eve llenó la carpeta con movimientos delicados.

– Gracias una vez más, Kurt -le dije a Williamson. Le estreché la mano cuando se retiraba hacia la puerta y me apretó un brazo.

– Aún practicas el remo, ¿verdad? -me dijo sonriente-. Yo hace años que no lo hago. Me estoy volviendo viejo.

– -¿Usted también? Qué coincidencia.

Williamson se rió mientras Mark le daba uno de esos codazos que se consideran de intimidad empresarial; Williamson se dejó mimar. El doctor Haupt le siguió en silencio y nos dejó a Eve y a mí a solas en la biblioteca. Decidí mostrarme simpática con ella.

– -Felicidades por el nuevo negocio, Eve.

Continuaba recogiendo papeles, pero frunció el entrecejo.

– -Son unos sexistas, incluso el doctor Haupt. No me han prestado la más mínima atención.

– -Hola, Eve --dijo una voz juvenil detrás de mí. Era Wingate, un tipo calvo con mejillas enjutas, ojos grisáceos y hundidos y una palidez a la última moda. Entró en la biblioteca vestido con una camiseta en la que ponía JERRY y pantalones verde oliva, y tomó asiento al lado de la ventana-. ¿Cómo va el juicio Wellroth?

Eve ocultó su malhumor.

– De maravilla -dijo, y preferí no llevarle la contraria.

– Bien -dijo Wingate-. ¿Te dejó Mark que interrogaras a un testigo?

– Claro. Interrogué a dos y discutí una moción a última hora. Una moción sobre pruebas.

– -Mierda --dijo Wingate frotándose el pelo bastante largo-. Me he pasado el día atareado con un solo escrito. ¿Cuándo me va a dejar trabajar en un juicio? En dos años he hecho más de cincuenta actas. Considero que ya estoy preparado, ¿no crees? -Golpeó con sus tacones negros contra la pared dejando dos marcas en mi pintura.

– Wingate, basta ya -le dije.

Me miró como un niño ofendido.

– ¿Cuándo voy a tener un poco de experiencia en un tribunal, Bennie? Estoy preparado. Puedo hacerlo.

– Pregúntaselo a Mark. No quisiste trabajar para mí.

– Él siempre lo pospone.

– Entonces, insiste.

Wingate se hundió en el asiento mientras Eve se sentaba jugueteando con su brazalete, un medallón de oro, una llave de plata, un corazón diminuto. Me pregunté si Mark le habría regalado el brazalete; a mí nunca me había dado algo tan caro.

– -Me parece que ha ido bastante bien --dijo Mark, que regresó con aires de conquistador-. ¿Eve?

– -Bien --dijo ella--. Ha ido muy bien.

– -¿Qué ha ido bien? --preguntó Grady Wells haciendo acto de presencia en la biblioteca; vestía un traje gris y una corbata. Liberty. Llevaba gafas de montura dorada; ostentaba también una sonrisa agradable y una mata de pelo ensortijado imposible de desenredar. Era lo único rebelde que había en Grady, un tipo muy alto de Carolina del Norte con modales del sur y un acento que engañaba a los abogados de la parte contraria haciéndoles creer que era medio tonto. Nada más lejos de la realidad.

– Hablábamos del juicio Wellroth -dijo Wingate-. Eve interrogó a dos testigos. Pero ¿de qué te has vestido, Wells?

Grady se miró el traje.

– De abogado, creo.

– Pero ¿esta noche no es la gran fiesta del club? ¿La última noche de la temporada?

– Me la pierdo. Ceno con un cliente.

Wingate refunfuñó.

– -Tal vez esta no sea la última noche de la temporada. Acaso cada noche es la última. Tú eres el chico de oro, Wells, dímelo.

– ¡Renee! --exclamó Mark, y se mostró radiante cuando apareció Renee Butler con una camisa holgada de tela Kente-. Entra y celebrémoslo. Wellroth nos encarga un negocio de primera magnitud, incluyendo un caso antitrust. Quiero que tú y Wells os ocupéis de ello. Será una joya.

– Si me necesitas… -contestó Renee.

Mark se volvió hacia Grady.

– -¿Y tú qué, Wells?

– -No, gracias -dijo con una seguridad respaldada por sus credenciales. Estaba licenciado por la Universidad de Duke, había sido letrado del Supremo y antes había colaborado con la Harvard Law Review. Fue un fichaje de R amp; B y él había aceptado porque tenía una novia en Filadelíia en aquel momento.

– ¿Ni siquiera quieres una parte? -preguntó Mark, pero Grady dijo que no con la cabeza.

– Ese caso está en las últimas -murmuró Wingate-. Está muerto desde los años ochenta.

– Buenas noches a todo el mundo -dijo Jennifer Rowland desde la puerta. Era una mujer pequeñita, graduada en Villanova, que siempre daba la sensación de estar tan efervescente como un vaso de Seven-Up.

– -Entra, Jen --dije, y le hice espacio para que cupiera entre nuestros otros dos asociados, Amy Fletcher y Jeff Jacobs. La biblioteca era tan pequeña que al final del día siempre se parecía al camarote de los hermanos Marx, pero a mí no me importaba. Me encantaba oírlos hablar sobre los problemas legales del día y a los asociados les encantaba airearlos. Y hoy teníamos un problema de verdad. Decidí afrontarlo.

– ¿Sabéis, familia?, me alegro de que estéis todos presentes, porque hay algo que me gustaría discutir. He oído ciertos rumores.

Mark levantó la cabeza sobresaltado.

– ¿Rumores? ¿Qué clase de rumores?

– ¿Sobre Wells? --dijo Wingate--. ¿Es de verdad una mujer?

Mark lo atajó con un gesto terminante.

– Wingate, si fueras divertido, sería diferente. Pero no lo eres, así que cállate.

A Wingate se le subieron los colores y yo me aclaré la garganta.

– Los rumores dicen que algunos de vosotros estáis repartiendo currículos.

– -¿Currículos? Estás bromeando --dijo Mark, que parecía tan sorprendido como yo. Sin duda se sentía indignado de que no hubiera hablado primero con él en privado, pero yo no había querido esperar. De repente, su mirada empezó a escrutar los rostros alrededor de la mesa-. ¿Quién anda a la búsqueda de un nuevo empleo? -preguntó-. ¿Quién?

– Mark, no se trata de eso. No importa si alguien lo hace. No he sacado el tema para que alguien confiese.

– -Quieres decir que no intentas echar a nadie --dijo, tenso, Wingate.

– -No, ni lo intento. Pero quiero deciros, y creo hablar en nombre de Mark también, que nos disgustaría mucho perder a cualquiera de vosotros. Todos habéis trabajado muy duro y sé lo que eso representa. Por tanto, si estáis descontentos con las horas, o con cualquier otra cosa, venid a vernos en privado y explicadnos por qué. Tal vez lo podamos solucionar y nadie tenga que marcharse de R amp; B. Me ha salido un bonito discurso, ¿verdad?

– Bravissíma -dijo Grady aplaudiendo, y yo le hice una reverencia.

Jennifer Rowland levantó tímidamente una mano.

– ¿Bennie? No sé si puedo hacer una pregunta.

– Por supuesto, lo que quieras.

– Todos hemos oído algunos rumores sobre ti y Mark, ya sabes. -Pasó torpemente su mirada de Mark a mí, y ya que mi papel era mantener la dignidad en la derrota, le contesté.

– -Pues, Jennie, es verdad que papá y yo de hecho hemos roto. Pero no fue culpa tuya y nosotros te seguimos queriendo como siempre. --Los asociados se rieron y yo también, aunque sentía un dolor mortal. Mark se puso rojo y miró a Eve.

Pero Jenny movía una mano tratando de hacer callar a todo el mundo.

– -No, no me refería a eso. Ya sabíamos que Mark y tú habíais roto. Lo que yo oí es que la firma se disolvía. Que tú y Mark estabais liquidando el bufete.

Mark se puso tan pálido como yo.

– Jenny, eso es absolutamente falso -dije yo con la boca seca, pero Mark ya se había puesto de pie.

– Chicos, creo que ya hemos tenido suficiente sesión de terapia por hoy. Todo el mundo fuera. -Batió palmas para que los asociados se pusieran en movimiento-. Vamos, vamos. Todo el mundo fuera.

– Espera un minuto, Mark -dije, sorprendida-. Tienen derecho a preguntar, a saber lo que pasa. Se trata de sus trabajos.

– Bennie, basta -dijo, y levantó una mano-. Sé lo que estoy haciendo.

Los asociados ya se retiraban. Amy Fletcher se fue con Jeff Jacobs y Jennifer. Wingate se levantó de un salto y se alejó con Eve y Renee Butler. Grady fue el último en irse y me echó una mirada; sus grandes ojos azules destilaban inteligencia y algo más. Una pizca de comprensión. Luego, todos se fueron.

Cerré la puerta de la biblioteca y me enfrenté a Mark.