"Temor Frío" - читать интересную книгу автора (Slaughter Karin)LUNES5Jeffrey se inclinó para recoger el periódico del porche delantero de Sara antes de entrar en la casa. Le había dicho que estaría allí a las seis de la mañana para que ella pudiera llamarle y contarle las últimas noticias de Tessa. La noche pasada, al teléfono, Sara parecía destrozada. Más que cualquier otra cosa, Jeffrey detestaba oírla llorar. Le hacía sentir inútil y débil, dos características que despreciaba en cualquiera, sobre todo en él. Jeffrey encendió las luces del pasillo. En la otra punta de la casa oyó moverse a los perros, el tintineo de sus collares, sus sonoros bostezos, pero no salieron a ver quién había llegado. Tras haberse pasado dos años corriendo en el canódromo de Ebro, los dos galgos de Sara detestaban gastar energía a no ser que fuera necesario. Jeffrey silbó, arrojó el periódico sobre el mármol de la cocina y le echó un vistazo a la primera página mientras esperaba a los perros. La fotografía que se veía sobre el pliegue mostraba a Chuck Gaines de pie entre su padre y Kevin Blake. Al parecer, el sábado los tres habían ganado un torneo de golf en Augusta. Debajo, un artículo animaba a los votantes a apoyar un nuevo referéndum que ayudaría a sustituir las caravanas que había delante de la universidad por aulas permanentes. Las prioridades del Grant Observer eran darle siempre el protagonismo a Albert Gaines, que poseía la mitad de los edificios de la ciudad y en cuyo banco estaban hipotecados los propietarios de los demás. Jeffrey silbó otra vez para llamar a los perros, preguntándose por qué tardaban tanto. Por fin aparecieron en la cocina con parsimonia, golpeando la cola en los azulejos blancos y negros del suelo. Les permitió salir al patio vallado, dejando la puerta abierta para que volvieran cuando acabaran de hacer sus cosas. Antes de que se le olvidara, Jeffrey sacó dos tomates del bolsillo de su americana y los metió en la nevera de Sara junto a una bola verde de aspecto extraño que quizás, en algún momento de su breve y triste vida, fue alimento. Marla Simms, su secretaria, era aficionada a la jardinería, y Jeffrey no podía con toda la comida que le daba. Conociendo a Marla y su afición a meter las narices donde nadie la llamaba, probablemente lo hacía a propósito, con la esperanza de que la compartiera con Sara. Jeffrey le puso un poco de comida preparada a Bubba, el gato de Sara, aunque Bubba nunca salía hasta que Jeffrey no se había ido. El gato sólo bebía de un cuenco que había junto a la habitación donde estaba la lavadora y la caldera, y cuando Jeffrey vivía en la casa constantemente tropezaba con él y lo volcaba de manera accidental. El gato se tomaba eso y otras cosas como algo personal. Jeffrey y Sara mantenían una relación de amor-odio con el animal. Sara lo adoraba, y Jeffrey lo detestaba. Los perros entraron trotando en la cocina cuando Jeffrey abría una lata de comida. Bob se apretó contra la pierna de Jeffrey para que lo acariciara mientras Billy se tendía en el suelo, exhalando un suspiro, como si acabara de escalar el Everest. Jeffrey nunca había entendido que esos animales tan grandes pudieran ser perros domésticos, pero los dos galgos parecían muy contentos de quedarse en casa todo el día. Si permanecían en el patio demasiado tiempo, se sentían solos y saltaban la valla para ir a buscar a Sara. Con el hocico, Bob volvió a empujarle contra el mármol. – Un momento -le dijo Jeffrey, recogiendo los cuencos. Arrojó en su interior un par de cucharadas de comida seca, y luego la mezcló con la enlatada con una cuchara sopera. Jeffrey sabía por experiencia que los perros se comían cualquier cosa que les echaran en el cuenco (Billy consideraba el cajón del gato su bandeja personal de aperitivos), pero a Sara le gustaba mezclarles la comida, así que él lo hizo. – Aquí tenéis -dijo Jeffrey, y les acercó la comida. Se aproximaron a los cuencos, mostrándole sus esbeltas ancas mientras comían. Jeffrey se los quedó mirando un instante antes de decidirse a hacer algo de provecho y limpiar la cocina. Sara no era la persona más ordenada del mundo ni aunque tuviera un buen día, y los platos sucios de la cena del viernes aún se amontonaban en el fregadero. Colgó la americana del respaldo de una silla de la cocina y se arremangó. Encima del fregadero había una ventana grande que proporcionaba una vista tranquila del lago, y Jeffrey se quedó observando el agua con aire ausente mientras fregaba. Le gustaba estar en casa de Sara, le gustaba la sensación hogareña de la cocina y de las butacas cómodas y mullidas que tenía en la sala de estar. Le gustaba hacerle el amor con las ventanas abiertas, oyendo los pájaros del lago, oliendo el aroma a champú de su pelo, viendo cómo se cerraban los ojos cuando ella se ponía encima de él. Le gustaba tanto todo eso que Sara debía de haberlo intuido; pasaban la mayor parte del tiempo juntos en casa de él. Sonó el teléfono cuando estaba fregando el último plato, y Jeffrey estaba tan ensimismado que casi lo dejó caer. Lo cogió al tercer timbrazo. – Hola -dijo Sara, con un cansado hilo de voz. Jeffrey cogió una toalla para secarse las manos. – ¿Cómo está Tess? – Mejor. – ¿Ha recordado algo? – No. Sara se quedó callada, y Jeffrey no supo si lloraba o es que estaba demasiado cansada para hablar. La visión de Jeffrey se volvió borrosa, y en su imaginación se vio de nuevo en el bosque, apretando con la mano el vientre de Tessa, la camisa empapada con su sangre. Billy se volvió hacia Jeffrey como si intuyera que algo no iba bien, pero enseguida regresó a su desayuno, y la chapa metálica de su collar tintineó contra el cuenco. – Y tú, ¿aguantas bien? -le preguntó Jeffrey. Sara emitió un ruido que podía significar cualquier cosa. – Hablé con Brock y le dije lo que había que hacer. Mañana deberíamos tener los resultados del laboratorio. Carlos sabe meterles prisa. Jeffrey no dejó que ella cambiara de tema. – ¿Has dormido esta noche? – Lo cierto es que no. Tampoco Jeffrey. A eso de las tres de la madrugada se había levantado de la cama y se había ido a correr, nueve kilómetros, pensando que eso le agotaría y se dormiría. Pero se equivocaba. – Ahora mis padres están con ella -le dijo Sara. – ¿Qué dicen? – Están furiosos. – ¿Conmigo? Sara no respondió. – ¿Contigo? Oyó cómo Sara se sonaba la nariz. – No debería haber llevado a Tessa -dijo. – Sara, no podías saberlo. -Le enfurecía que no se le ocurriera nada más para consolarla-. Hemos estado en centenares de escenas de crímenes y nunca ha pasado nada. Nunca. – Seguía siendo la escena de un crimen. – Exacto, un lugar donde ya ha sucedido un crimen. No había manera de prever que… – Esta noche volveré con el coche de mamá -dijo Sara-. Van a trasladar a Tessa después de comer. Quiero asegurarme de que está bien instalada. -Hizo una pausa-. Haré la autopsia en cuanto llegue. – Deja que vaya a buscarte. – No -dijo ella-. Son muchas horas por carretera y… – Me da igual -la interrumpió. Anteriormente ya había cometido el error de no estar junto a Sara cuando la necesitaba, y no iba a repetirlo-. Te veré en el vestíbulo a las cuatro. – Eso es casi la hora punta. Tardarás horas. – Iré en dirección opuesta -dijo Jeffrey, aunque en Atlanta eso importaba poco, pues cualquier persona mayor de quince años tenía coche-. No quiero que vuelvas sola y conduciendo. Estás demasiado cansada. Sara no dijo nada. – No te lo estoy pidiendo, Sara -dijo en tono firme-. Estaré allí a las cuatro, ¿entendido? Ella finalmente cedió. – De acuerdo. – A las cuatro en el vestíbulo principal. – Muy bien. Jeffrey le dijo adiós y colgó antes de que Sara cambiara de opinión. Comenzó a desarremangarse, pero se lo pensó dos veces al ver la hora. Tenía que recoger a Dan Brock y llevarle al depósito una hora después para que éste pudiera extraer muestras de sangre de Andy Rosen. Después, Jeffrey había quedado con los Rosen para hablar de su hijo y ver si durante la noche habían recordado algo que le fuera de utilidad. Jeffrey no tenía nada que hacer en su despacho hasta que la policía científica acabara de analizar el apartamento de una habitación que Andy tenía sobre el garaje de sus padres. Todas las huellas serían introducidas en el ordenador, pero eso era siempre muy aleatorio, pues el ordenador sólo podía comparar esas huellas con las que tenía archivadas. Frank llamaría a Jeffrey cuando los informes estuvieran listos, pero por el momento no podía hacer nada. A no ser que surgiera una revelación trascendental, Jeffrey se dejaría caer por el colegio mayor de Ellen Schaffer para ver si reconocía la foto de Andy Rosen. La muchacha sólo había visto el cadáver de espaldas, aunque considerando lo rápido que circulaban los chismorreos por el campus, probablemente ya sabía más de Andy Rosen que cualquier miembro de la policía. Jeffrey decidió hacer algo útil. Se dirigió al dormitorio y, mientras recorría el pasillo, fue recogiendo los calcetines y los zapatos de Sara, y a continuación una falda y la ropa interior. Obviamente se había quitado la ropa mientras caminaba por la casa. Jeffrey sonrió, recordando cómo le molestaba eso cuando vivían juntos. Arrojó las ropas de Sara sobre la silla que había junto a la ventana. Billy y Bob se habían vuelto a echar en la cama. Jeffrey se sentó junto a ellos, y acarició a ambos por turnos. Había un par de fotos enmarcadas junto a la cama de Sara, y se detuvo a mirarlas. Tessa y Sara aparecían en la primera foto, las dos de pie delante del lago, cada una con una caña de pescar. Tessa llevaba un raído sombrero de pescador que Jeffrey sabía que había sido de Eddie. La segunda foto correspondía a la graduación de Tessa. Eddie, Cathy, Tessa y Sara aparecían en la instantánea con los brazos echados por los hombros, con una gran sonrisa. Sara, con el cabello rojo oscuro y su piel clara, era unos cuantos centímetros más alta que su padre, y siempre parecía esa hija del vecino que se cuela en las fotos familiares, aunque su sonrisa era inequívocamente igual que la de su padre. Tessa había heredado el cabello rubio de la madre, sus ojos azules y su complexión menuda, y las tres mujeres compartían la forma almendrada de los ojos. De todos modos, había algo más femenino en Sara, y a Jeffrey siempre le habían atraído que tuviera curvas justo en los lugares más apreciados. Dejó la foto y vio una capa de polvo donde antes había habido otra foto. Jeffrey miró en el suelo, a continuación abrió el cajón y apartó un par de revistas antes de encontrar en el fondo la fotografía enmarcada en plata. Conocía bien la foto; un desconocido que paseaba por la playa se la había tomado durante su luna de miel. Utilizó una esquina de la sábana para quitarle el polvo a la fotografía antes de volver a colocarla sobre la cómoda. La empresa de pompas fúnebres de Brock tenía su sede en un gran edificio victoriano, el tipo de casa en la que Jeffrey siempre había deseado vivir desde que era niño. En Sylacauga, Alabama, Jeffrey y su madre -y con menos frecuencia su padre- vivían en una casa de dos habitaciones y un baño que ni siendo muy optimistas se podía denominar hogar. Su madre nunca fue una persona feliz, y, que Jeffrey recordara, no había cuadros en las paredes, ni alfombras en el suelo ni nada que pudiera añadir un toque personal a la casa. Era como si May Tolliver hiciera todo lo que podía para no echar raíces. Tampoco es que, de haber querido, pudiera haber hecho gran cosa. Las ventanas, mal aisladas, temblaban cuando cerraban la puerta, y el suelo de la cocina estaba tan inclinado hacia atrás que la comida que se caía al suelo acababa amontonada bajo el zócalo. En las noches frías de invierno, Jeffrey había llegado a dormir dentro de su saco en el suelo del armario del pasillo, la habitación más caliente de la casa. Jeffrey llevaba demasiado tiempo trabajando de policía para pensar que una infancia de mierda pudiera justificar nada, pero entendía por qué algunas personas la utilizaban como excusa para sus actos. Jimmy Tolliver era un borracho repugnante, y había sacudido muchas veces a Jeffrey, siempre que éste cometía el error de entrometerse en su camino. Casi siempre, Jeffrey resultaba lastimado cuando cometía el error de interponerse entre su madre y los puños de su padre. Aunque eso pertenecía al pasado, y Jeffrey se había marchado de casa hacía mucho tiempo. A todo el mundo le sucedía algo horrible en uno u otro momento de sus vidas; formaba parte de la condición humana. La manera en que te enfrentabas a la adversidad daba la medida de la clase de personas que eras. Quizá por eso Jeffrey lo estaba pasando tan mal con Lena. Quería que fuera una persona distinta de la que era. Dan Brock salió por la puerta dando un traspié, y se detuvo cuando su madre lo llamó. Ésta le dio dos vasos de plástico, y Jeffrey le rezó a Dios para que uno de ellos fuera para él. Penny Brock hacía un café fabuloso. Jeffrey intentó no sonreír al ver cómo se despedían madre e hijo. Brock se inclinó hacia su mamá para besarle en la mejilla, y ella aprovechó para cepillarle el hombro de su traje negro. Había una explicación para entender por qué Dan Brock tenía casi cuarenta años y no se había casado. Brock le sonrió enseñándole los dientes mientras se dirigía hacia el coche. Era un hombre desgarbado con la enorme mala suerte de parecer exactamente lo que era; un empresario de pompas fúnebres de tercera generación. Tenía los dedos largos y huesudos, y un rostro inexpresivo muy apropiado para consolar a los que acababan de sufrir una pérdida. En su trabajo, la clientela o bien lloraba a moco tendido o no tenía mucha conversación, por lo que cuando no estaba de servicio solía mostrarse muy locuaz con cualquiera que estuviera a mano. Tenía un ingenio muy mordaz, y a veces un sentido del humor alarmante. Cuando se reía lo hacía con ganas, abriendo la boca hasta casi descoyuntársela, como un Teleñeco. Jeffrey se inclinó para abrir la portezuela, pero Brock ya lo había hecho, pasándose los dos vasos a una de sus grandes manos. – Hola, jefe -dijo, subiéndose al coche. Le entregó un vaso a Jeffrey-. Lo ha hecho mamá. – Dale las gracias de mi parte -dijo Jeffrey, cogiendo el vaso. Quitó la tapa e inhaló el vapor, pensando que le despertaría. Adecentar la casa de Sara no era exactamente una tarea agotadora, pero le había dejado hecho polvo comprobar que ella había escondido aquella fotografía en el cajón, como si no quisiera tener a la vista nada que le recordara que habían estado casados. No pudo evitar reírse de sí mismo; actuaba como una adolescente enamorada. – ¿Qué te pasa? -preguntó Brock, pues como todo buen empresario de pompas fúnebres, intuía cuándo alguien se dejaba dominar por sus emociones. Jeffrey puso la primera. – Nada. Brock se apoltronó alegremente, extendiendo las piernas delante de él como dos mondadientes doblados. – Gracias por recogerme. No sé cuándo va a estar arreglado el coche fúnebre, y mamá va a aeróbic los lunes. – Ningún problema -le dijo Jeffrey, procurando no reírse al imaginar a Penny Brock en mallas. Le vino a la mente la imagen de un saco de patatas informe. – ¿Sabes algo de Tessa? -le preguntó Brock. – Hablé con Sara esta mañana -le dijo Jeffrey-. Está mejor, o eso parece. – Bueno, gracias a Dios -comentó Brock, levantando una mano-. He estado rezando por ella. -Dejó caer la mano y se golpeó el muslo-. Y ese precioso bebé. Jesús tiene un lugar especial para los bebés. Jeffrey no respondió, pero se dijo que ojalá Jesús tuviera un lugar aún mejor para los que los apuñalaban. – ¿Cómo lo lleva la familia? -preguntó Brock. – Al parecer bien -le dijo Jeffrey antes de cambiar de tema-. Hace tiempo que no trabajas para la policía, ¿verdad? – Ya lo creo -exclamó Brock, a pesar de que había sido forense durante años-. He de decirte que me alegro de que Sara ocupara mi plaza. No es que el dinero no me viniera bien, pero por aquel entonces Grant se me estaba haciendo demasiado grande. Venía mucha gente de la ciudad, y querían que las cosas se hicieran como en la urbe. Yo no quería que se me pasara nada por alto. Es una gran responsabilidad. Me descubro ante ella. Jeffrey sabía que al decir «la ciudad» se refería a Atlanta. Como casi todas las pequeñas poblaciones de principios de los noventa, Grant había vivido una gran afluencia de urbanitas que buscaban una vida más tranquila. Huían de las grandes ciudades pensando que encontrarían un pacífico edén al final de la interestatal. Y en su mayor parte así habría sido… si se hubieran dejado los niños en casa. En parte, Jeffrey había sido elegido como jefe de policía por su experiencia con el grupo antipandillas de la policía de Birmingham, Alabama. Cuando Jeffrey firmó su contrato, las autoridades responsables de Grant se habrían puesto a sacrificar cabras de haber pensado que eso podía resolver el problema de las bandas juveniles. – Sara dijo que esto es bastante sencillo. Sólo necesitas sangre y orina, ¿verdad? -preguntó Brock. – Ajá -le contestó Jeffrey. – He oído que Hare la ayuda con su consulta -dijo Brock. – Ajá -dijo Jeffrey dando un sorbo de café. Hareton Earnshaw, el primo de Sara, también era médico, aunque no pediatra. Se encargaba de la clínica mientras Sara permaneciera en Atlanta. – Mi padre, en paz descanse, solía jugar a cartas con Eddie y los demás -dijo Brock-. Recuerdo que a veces me llevaba a jugar con Sara y con Tessie. -Soltó una risotada que resonó en el coche-. ¡Eran las únicas chicas de la escuela que me dirigían la palabra! -Había auténtico pesar en su voz-. Los demás creían que tenía las manos llenas de microbios. Jeffrey se lo quedó mirando. Brock le tendió una mano para ilustrarlo. – De tocar a los muertos. Tampoco es que lo hiciera cuando era niño. No empecé hasta más tarde. – Ajá -dijo Jeffrey, preguntándose cómo habían pasado a ese tema. – Mi hermano Roger era el que los tocaba. Roger era un auténtico granuja. Jeffrey se preparó, pensando que eso derivaría en un chiste asqueroso. – A los chavales les cobraba un cuarto de dólar para llevarlos a la sala de embalsamar cuando papá se iba a dormir. Los conducía hasta allí con las luces apagadas, con la ayuda de una linterna para alumbrar el camino, y entonces apretaba el pecho del difunto, así. -Aun sabiendo que no debía, Jeffrey se volvió para ver el lugar exacto-. Y el cuerpo exhalaba un leve gemido. Brock abrió la boca y dejó escapar un leve y fúnebre gemido. El sonido era horrible -aterrador-, algo que Jeffrey deseó haber olvidado cuando se acostara aquella noche. – Cristo, qué cosa tan siniestra -dijo Jeffrey, estremeciéndose como si alguien hubiera andado sobre su tumba-. No vuelvas a hacer eso, Brock. Brock parecía arrepentido, pero disimuló. Se bebió el café y se quedó callado el resto del camino hasta el depósito. Cuando Jeffrey se detuvo delante de la casa de los Rosen, lo primero que observó fue un rojo y reluciente Ford Mustang aparcado junto a la puerta. En lugar de dirigirse a la puerta principal, Jeffrey rodeó el coche, admirando sus elegantes líneas. Cuando tenía la edad de Andy Rosen, Jeffrey soñaba con conducir un Ford Mustang, y ver uno siempre le provocaba celos irracionales. Pasó los dedos por la capota, recorriendo las franjas negras, pensando que Andy había tenido muchos más motivos para vivir que él cuando tenía su edad. Alguien más amaba ese coche. A pesar de que era muy temprano, no había rocío sobre la chapa. Cerca del guardabarros de atrás había un balde vuelto del revés con una esponja encima. La manguera del jardín estaba enrollada cerca del coche. Jeffrey miró su reloj, y se dijo que era una hora extraña para lavar el coche, sobre todo considerando que el propietario había muerto el día antes. Mientras se acercaba al porche, Jeffrey oyó a los Rosen discutir, al parecer con virulencia. Llevaba lo bastante siendo policía para saber que la gente suele decir las verdades cuando está enfadada. Esperó junto a la puerta, escuchando, aunque procuró no hacerlo de manera muy descarada por si algún corredor tempranero se preguntaba qué estaba haciendo. – ¿Por qué demonios te preocupas por él ahora, Brian? -preguntaba Jill Rosen-. Jamás te importó un bledo. – Eso es una puta mentira, y lo sabes. – A mí no me hables así. – ¡Que te jodan! Te hablaré así cuando me salga de los cojones. La voz de Jill Rosen bajó de tono, y Jeffrey no escuchaba bien lo que decía. Cuando el hombre le contestó, tampoco levantó la voz. Jeffrey les concedió un minuto por si volvían a encolerizarse antes de llamar a la puerta. Los oyó moverse por la casa y supuso que uno o los dos estaban llorando. Jill Rosen abrió la puerta. Jeffrey vio que llevaba un kleenex muy usado en la mano y comprendió que se había pasado la mañana llorando. Por un instante se acordó de Cathy Linton en la terraza de su casa, el día anterior, y sintió una compasión que jamás habría creído poder experimentar. – Jefe Tolliver -dijo Rosen-. Éste es el doctor Brian Keller, mi marido. – Hablamos por teléfono -le recordó Jeffrey. Keller parecía destrozado. A juzgar por el pelo gris, que le raleaba, y la mandíbula caída, debía de rondar ya los sesenta, pero la aflicción le hacía parecer veinte años mayor. Llevaba unos pantalones de raya diplomática y, aunque era obvio que formaban parte de un traje completo, sólo le cubría el torso una camiseta amarilla con el cuello en uve, que revelaba una mata de pelo gris en el pecho. Como su hijo, le colgaba del cuello una cadena con la estrella de David, o a lo mejor era la que habían encontrado en el bosque. Curiosamente, iba descalzo, y Jeffrey se dijo que había sido Keller quien había lavado el coche. – Lo siento -dijo Keller-. Me refiero a lo de ayer, cuando hablamos por teléfono. Estaba muy afectado. – Siento lo de su hijo, doctor Keller -respondió Jeffrey. Le estrechó la mano, y pensó en cómo preguntarle con delicadeza si Andy era su hijo natural o adoptado. Muchas mujeres mantenían el apellido de soltera cuando se casaban, pero generalmente los hijos adoptaban el del padre. – ¿Es usted el padre biológico de Andy? -preguntó Jeffrey a Keller. – Dejamos que Andy eligiera el apellido que quería cuando tuvo edad suficiente para tomar una decisión fundada -dijo Rosen. Jeffrey asintió, aunque opinaba que dejar elegir demasiadas cosas a los chavales era uno de los motivos por los que había tantos en comisaría, sorprendidos de que sus malas decisiones les pudieran meter en líos. – Pase -le invitó Rosen, indicándole a Jeffrey que siguiera el breve pasillo que conducía a la sala. Al igual que casi todos los profesores, vivían en Willow Drive, que daba a la calle Mayor, a poca distancia de la universidad. Ésta había llegado a un acuerdo con el banco para garantizar préstamos hipotecarios a bajo interés para los nuevos profesores, quienes se quedaban con las casas más bonitas de la ciudad. Jeffrey se preguntó si todos los profesores permitían que sus hogares se deterioraran tanto como la de Keller. En el techo, había manchas de humedad provocadas por un reciente chaparrón, y las paredes necesitaban desesperadamente una nueva capa de pintura. – Siento el desorden -dijo Jill Rosen con voz neutra. – No pasa nada -contestó Jeffrey, aunque se preguntó cómo se podía vivir en medio de semejante desbarajuste-. Doctora Rosen… – Jill. – Jill -repitió-. ¿Puede decirme si conoce a Lena Adams? – ¿La mujer que vino a verme ayer? -preguntó, subiendo el volumen en la última palabra. – Me preguntaba si la conocía de antes. – Vino a mi consulta. Me contó lo de Andy. Jeffrey la miró un momento; no la conocía lo bastante para saber si sus palabras querían dar a entender algo más, pues podían interpretarse de muchas maneras. Algo en las tripas le decía que había algo entre Lena y Jill Rosen, pero no estaba seguro de que guardara relación con el caso. – Podemos sentarnos aquí -dijo Rosen, y señaló una abarrotada salita. – Gracias -dijo Jeffrey, recorriendo el cuarto con la mirada. Era evidente que Rosen había decorado la casa con mucho esmero cuando se mudó, pero de eso hacía ya muchos años. Los muebles eran bonitos, pero estaban ajados. El papel pintado había pasado de moda, y en la alfombra se distinguían las zonas más transitadas con la misma claridad que un sendero en el bosque. Aparte de esos problemas estéticos, la casa se estaba convirtiendo en un almacén. Había montones de libros y revistas por todas partes. Jeffrey vio periódicos de la semana pasada desperdigados sobre una de las butacas que había junto a la ventana. Contrariamente a la casa de los Linton, que contenía la misma cantidad de objetos y desde luego más libros, el lugar parecía asfixiante, como si nadie fuera feliz desde hacía mucho tiempo. – Hemos hablado con la funeraria acerca de qué haremos con los restos -le dijo Keller-. Jill y yo aún no nos hemos decidido. Mi hijo era ferviente partidario de la incineración. -Le tembló el labio superior-. ¿Se podrá hacer después de la autopsia? – Sí -dijo Jeffrey-. Por supuesto. – Queremos cumplir su deseo, pero… -repuso Rosen. – Es lo que él quería, Jill -afirmó Keller. Jeffrey percibió la tensión entre ellos y decidió no opinar. Rosen le indicó una butaca grande. – Por favor, siéntese. – Gracias -dijo Jeffrey, sujetándose el extremo de la corbata y sentándose al borde del cojín para no hundirse en el fofo sillón. – ¿Quiere beber algo? -le preguntó Rosen. Antes de que Jeffrey tuviera tiempo de negarse, Keller dijo: – No estaría mal un poco de agua. Keller se quedó mirando al suelo hasta que su mujer salió de la habitación. Parecía esperar algo, pero Jeffrey no sabía qué. Cuando se oyó el grifo de la cocina, abrió la boca, pero no dijo nada. – Bonito coche el de ahí fuera -comentó Jeffrey. – Sí -contestó Keller, entrelazando las manos en el regazo. Tenía los hombros encorvados, y Jeffrey se dio cuenta de que era más corpulento de lo que pensó en un principio. – ¿Lo ha lavado esta mañana? – Andy cuidaba mucho ese coche. Jeffrey se dio cuenta de que no había contestado a la pregunta. – ¿Trabaja en el departamento de biología? – De investigación -le aclaró Keller. – Si hay algo que quiera contarme… -comenzó Jeffrey. Keller volvió a abrir la boca, pero en ese momento volvió Rosen, quien les traía un vaso de agua a cada uno. – Gracias -dijo Jeffrey, dando un sorbito. El vaso olía de manera extraña. Lo dejó en la mesita baja, y miró a Keller para ver si el hombre tenía algo que decir antes de ir al grano. – Sé que tienen otras cosas de qué preocuparse. Sólo necesito que me contesten algunas preguntas de rutina, y ya no les molestaré más -aseguró Jeffrey. – Tómese el tiempo que necesite -le dijo Keller. – Sus hombres estuvieron en el apartamento de Andy hasta muy tarde -comentó Rosen. – Sí -replicó Jeffrey. Contrariamente a los policías que salían por televisión, a Jeffrey le gustaba permanecer lo más lejos posible de la escena del crimen hasta que la policía científica acabara de examinarla. El lecho del río donde Andy se había suicidado era un lugar público y demasiado amplio para ser de utilidad. Pero el apartamento del muchacho era otro cantar. Keller esperó a que su esposa se sentara, y entonces se colocó a su lado en el sofá. Intentó cogerle la mano, pero ella la apartó. Estaba claro que la riña aún no había terminado. – ¿Cree que alguien pudo empujarle? -inquirió Rosen. Jeffrey se preguntó si alguien se lo habría insinuado a Rosen o si la idea se le había ocurrido a ella. – ¿Alguien había amenazado con hacerle daño a su hijo? -preguntó. Los padres se miraron el uno al otro como si ya lo hubieran hablado antes. – No que nosotros sepamos. – ¿Andy había intentado suicidarse antes? Los dos asintieron al unísono. – ¿Han visto la nota? – Sí -susurró Rosen. – No es probable que le empujaran -les dijo Jeffrey. Tanto daba lo que él sospechara, pues en ese momento era una simple suposición. No quería darles a los padres de Andy algo a lo que agarrarse y luego tener que decepcionarles-. Investigaremos todas las posibilidades, pero no quiero que se hagan ilusiones. Calló, lamentando las palabras elegidas. ¿Qué ilusión podía hacerles a unos padres que su hijo hubiera sido asesinado? – Encontrarán algo irregular en la autopsia. Averiguarán muchas cosas. Es asombroso de lo que es capaz la ciencia hoy en día -dijo Keller a su esposa. Hablaba con la convicción de un hombre que trabajaba en ese terreno y confiaba en que la ciencia pudiera probar cualquier cosa. Rosen se llevó el pañuelo de papel a la nariz, haciendo caso omiso de las palabras de su marido. Jeffrey se preguntó si la tensión entre ambos se debía a la reciente discusión mantenida o si sus problemas venían de lejos. Tendría que hacer algunas discretas averiguaciones en el campus. Keller interrumpió los pensamientos de Jeffrey. – Hemos intentado recordar algo que pudiera ayudarle -dijo-. Andy tenía algunos amigos de antes de… – Nunca llegamos a conocerlos -le interrumpió Rosen-. Sus amigos de cuando tomaba drogas. – No -dijo Keller-. Que nosotros sepamos, últimamente ya no se veía con ninguno. – Al menos ninguno que Andy nos hubiera presentado -concedió Rosen. – Yo debería haber estado más en casa -dijo Keller, con la voz enronquecida a causa del arrepentimiento. Rosen no se lo discutió, y Keller enrojeció ante el esfuerzo que hizo para no llorar. – ¿Estaba en Washington? -le preguntó Jeffrey, aunque fue Rosen quien respondió. – Brian está trabajando en una investigación muy delicada -le explicó. Keller negó con la cabeza, como si eso no fuera nada. – ¿Acaso eso importa ahora? -preguntó sin dirigirse a nadie en concreto-. Todo ese tiempo perdido, ¿y para qué? – Puede que algún día tu trabajo sirva de ayuda a los demás -dijo ella, y Jeffrey percibió animosidad en su tono. No debía de ser la primera vez que le echaba en cara a su marido que trabajara demasiado. – Ese coche que hay ahí fuera, ¿era de Andy? -preguntó Jeffrey a Rosen. Observó que Keller apartaba la mirada. – Acabábamos de comprárselo. Para… no sé. Brian quería recompensarle por haber salido adelante. En la frase quedaba implícito que Rosen no había estado de acuerdo con la decisión de su marido. El coche era un despilfarro, y los profesores no eran millonarios. Jeffrey calculó que probablemente él cobraba más que Keller, y su sueldo tampoco era una maravilla. – ¿Solía ir en coche a la facultad? -preguntó Jeffrey. – Era más cómodo ir andando -dijo Rosen-. A veces íbamos juntos. – ¿Le contó adónde pensaba ir ayer por la mañana? – Yo estaba en la clínica -respondió Rosen-. Supuse que se quedaría todo el día en casa. Cuando Lena llegó… Pronunció el nombre de Lena con una familiaridad que a Jeffrey le hubiera gustado averiguar el porqué, pero no se le ocurrió la manera de introducir el tema en la conversación. Jeffrey sacó su libreta y preguntó: – ¿Andy trabajaba para usted, doctor Keller? – Sí. No es que hiciera gran cosa, pero no quería que pasara mucho tiempo en casa solo. – También ayudaba en la clínica -añadió Rosen-. Nuestra recepcionista no es muy de fiar. A veces Andy se encargaba de la recepción o trabajaba en los ficheros. – ¿Alguna vez tuvo acceso a información de los pacientes? -preguntó Jeffrey. – Oh, nunca -dijo Rosen, como si la sola idea la alarmara-. Eso está bajo llave. Andy se encargaba de las facturas, de concertar citas, de las llamadas telefónicas. Ese tipo de cosas. -Le tembló la voz-. Sólo era para mantenerlo ocupado durante el día. – Y lo mismo en el laboratorio -dijo Keller-. No estaba realmente cualificado para ayudar en la investigación. Ese trabajo lo hacen los estudiantes de postgrado. -Keller se irguió con las manos en las rodillas-. Sólo quería tenerle cerca para no perderlo de vista. – ¿Les preocupaba que hiciera algo así? -preguntó Jeffrey. – No -dijo Rosen-. Bueno, no sé. Quizá, de manera subconsciente, pensé que a lo mejor se lo estaba planteando. Últimamente se comportaba de manera muy extraña, como si ocultara algo. – ¿Tiene idea de qué era? – Imposible saberlo -dijo con auténtico pesar-. A esa edad los chicos son difíciles. Y las chicas también, por supuesto. Intentan hacer la transición entre la adolescencia y la edad adulta. Y los padres a veces son un lastre y otras una muleta donde apoyarse, según el día de la semana. – O según si necesitan dinero o no -añadió Keller. Los dos sonrieron ante el comentario, como si fuera un chiste compartido por ambos. – ¿Tiene hijos, jefe Tolliver? -preguntó Keller. – No. Jeffrey se reclinó en la butaca. No le había gustado la pregunta. De joven, jamás pensó en tener hijos. Al enterarse de lo de Sara, no volvió a pensar en ello. Pero en el último caso en el que trabajó con Lena hubo algo que le hizo preguntarse qué se sentiría ejerciendo de padre. – Te parten el corazón -dijo Keller en un ronco susurro, hundiendo la cabeza entre las manos. Jill Rosen pareció entablar un mudo debate consigo misma antes de extender un brazo y acariciarle la espalda. Keller levantó los ojos, sorprendido, como si ella acabara de concederle un premio. Jeffrey esperó un instante antes de preguntar: – ¿Les dijo Andy si dejar las drogas le causaba algún problema? -Los dos negaron con la cabeza-. ¿Había algo o alguien que pudiera haberlo disgustado? Keller se encogió de hombros. – Se esforzaba muchísimo por forjar su propia identidad. -Movió la mano en dirección a la parte de atrás de la casa-. Por eso le dejábamos vivir encima del garaje. – Últimamente le interesaba el arte -dijo Rosen. Señaló la pared que había detrás de Jeffrey. – No está mal. Jeffrey le echó un vistazo al lienzo, esforzándose para que su reacción sonara sincera. El cuadro mostraba, de manera bastante unidimensional, a una mujer desnuda tendida sobre una roca. Tenía las piernas abiertas, y sus genitales eran la única parte de la pintura en color, por lo que parecía tener un plato de lasaña entre los muslos. – Tenía talento -afirmó Rosen. Jeffrey asintió, pensando que sólo una madre engañada o el editor de la revista Screw [2] pensaría que el autor de ese cuadro tenía talento. Se volvió, y su mirada se encontró con Keller, quien tenía una expresión remilgada e incómoda que reflejaba la propia reacción de Jeffrey. – ¿Andy se veía con alguien? -preguntó Jeffrey, pues aunque el cuadro era descriptivo, parecía que al muchacho se le habían pasado por alto algunas partes importantes. – No que nosotros sepamos -respondió Rosen-. Nunca vimos salir a nadie de su habitación, pero el garaje está en la parte de atrás de la casa. Keller le lanzó una mirada a su mujer antes de responder: – Jill cree que tomaba drogas otra vez. – Encontramos algo de material en su habitación -le dijo Jeffrey. No esperó a que Rosen formulara la pregunta obvia-. Recortes de papel de aluminio y una pipa. No hay manera de saber cuándo los utilizó por última vez. Rosen se hundió en el sofá, y su marido la rodeó con el brazo, apretándola contra su pecho. Sin embargo, ella parecía ausente, y Jeffrey volvió a preguntarse por el estado de su matrimonio. Jeffrey prosiguió. – No había nada más en su habitación que indicara que tenía algún problema con las drogas. – Tenía cambios bruscos de humor -dijo Keller-. A veces estaba muy melancólico. Triste. Era difícil saber si era por las drogas o su temperamento natural. Jeffrey se dijo que ése era un buen momento para mencionar los piercings de Andy. – Observé que llevaba un piercing en la ceja. Keller puso los ojos en blanco. – Eso casi mata a su madre. – También llevaba uno en la nariz -añadió Rosen con desaprobación-. Creo que últimamente se había hecho algo en la lengua. No me lo enseñó, pero siempre lo estaba chupando. – ¿Alguna otra cosa inusual? -insistió Jeffrey. Keller y Rosen abrieron mucho los ojos en una expresión inocente. Keller habló por los dos:-¡No creo que se pueda poner un piercing en ninguna otra parte! Jeffrey cambió de tema. – ¿Qué me dicen del intento de suicidio de enero? – Visto con perspectiva, no creo que realmente tuviera intención de matarse -dijo Keller-. Sabía que Jill encontraría la nota cuando se despertara. Lo calculó para que la hallara antes de que el acto fuera irremediable. -Hizo una pausa-. Creemos que intentaba llamar la atención. Jeffrey esperó a que Rosen dijera algo, pero tenía los ojos cerrados y el cuerpo inclinado y apoyado en el de su marido. – A veces sacaba las cosas de quicio -confesó Keller-. No pensaba en las consecuencias. Rosen no replicó. Keller negó con la cabeza. – No sé, a lo mejor no debería decir algo así. – No -susurró Rosen-. Es la verdad. – Deberíamos habernos dado cuenta -insistió Keller-. Debió de enviarnos alguna señal. La muerte ya es mala de por sí, pero los suicidios son especialmente horribles para los allegados. O bien se culpan por no haber visto algún indicio o se sienten traicionados por el egoísmo del difunto, que les ha dejado para que arreglen el estropicio. Jeffrey se imaginó que los padres de Andy Rosen se pasarían el resto de sus vidas intentando resolver el dilema. Rosen se incorporó, limpiándose la nariz. Sacó otro pañuelo de papel de la caja y se secó los ojos. – Me asombra que encontrara algo en el apartamento -dijo-. Andy era tan desordenado. Había intentado mantener la calma, pero sus palabras parecieron remover de nuevo su dolor. Rosen se derrumbó lentamente; la boca comenzó a temblarle mientras intentaba reprimir los sollozos, hasta que por fin se cubrió la cara con las manos. Keller volvió a rodearla con el brazo, y la acercó contra su cuerpo. – Lo siento mucho -dijo, enterrando el rostro en su pelo-. Debería haber estado aquí -dijo-. Debería haber estado aquí. Permanecieron así unos minutos, como si Jeffrey ya se hubiera marchado. Éste se aclaró la garganta. – Creo que iré a echar un vistazo al apartamento, si no les importa. Keller fue el único que alzó los ojos. Asintió y siguió consolando a su mujer. Rosen se desplomó contra él. Parecía una muñeca de trapo. Jeffrey se dio la vuelta para marcharse, y se encontró cara a cara con el desnudo recostado de Andy. Había algo extrañamente familiar en esa mujer que no acababa de identificar. Consciente de su ensimismamiento, salió de la casa. Quería seguir hablando con Keller y averiguar qué era exactamente lo que no quería decir delante de su esposa. También necesitaba interrogar de nuevo a Ellen Schaffer. A lo mejor distanciarse de la escena del crimen la había ayudado a hacer memoria. Jeffrey se detuvo delante del Mustang y de nuevo admiró sus líneas. Resultaba extraño que Keller lavara el coche poco después de la muerte de su hijo, aunque desde luego no era un delito. Quizá lo había hecho en honor de Andy. Quizás intentaba ocultar alguna prueba, aunque a él le costaba imaginar algo que pudiera relacionar el vehículo con el crimen. Aparte de la agresión a Tessa Linton, ni siquiera estaba seguro de que se hubiera cometido un asesinato. Se agachó y pasó una mano por la superficie de rodadura de los neumáticos. La carretera que conducía al aparcamiento situado junto al puente estaba pavimentada, y en el aparcamiento había gravilla. Aunque se encontraran marcas de esa misma superficie de rodadura, Andy podría haber ido a ese lugar cientos de veces. Jeffrey sabía por los informes de los agentes que se trataba de uno de los lugares preferidos por las parejas para darse el lote. Jeffrey se disponía a telefonear a Frank con el móvil cuando vio acercarse a Richard Carter con una gran cazuela en la mano. Richard dibujó una amplia sonrisa al ver a Jeffrey, pero la borró de su rostro de inmediato y adoptó una expresión más seria. – Doctor Carter -dijo Jeffrey, esforzándose en parecer amable. Jeffrey tenía cosas más importantes que hacer que esquivar preguntas impertinentes que le permitieran a Richard hacerse el importante en el campus. – He preparado un guiso para Brian y Jill. ¿Se apunta? -le preguntó. Jeffrey se volvió hacia la casa, recordando el ambiente opresivo, el dolor que los padres estaban experimentando. – Quizá no sea un buen momento. A Richard se le ensombreció el semblante. – Sólo quería ayudar. – Están muy afectados -le dijo Jeffrey, pensando en cómo hacerle algunas preguntas acerca de Brian Keller sin que se notara demasiado. Sabiendo la manera de actuar de Richard, decidió abordar el tema desde otro ángulo-. ¿Era amigo de Andy? -preguntó, diciéndose que Richard no sería más de ocho o nueve años mayor que el muchacho. – Dios mío, no -dijo Richard con una carcajada-. Era un alumno y, aparte de eso, era un repelente niño mimado. Jeffrey ya había llegado a esa misma conclusión por su cuenta, pero le sorprendió la vehemencia de Richard. – Pero ¿es muy amigo de Brian y Jill? -le preguntó. – Oh, son estupendos -contestó Richard-. En el campus hay muy buen ambiente. Toda la facultad es como una pequeña familia. – Ya -dijo Jeffrey-. Brian parece un hombre muy familiar. – Oh, y lo es -asintió Richard-. Para Andy era el mejor padre del mundo. Ojalá yo hubiera tenido un padre como ése. Había un dejo de curiosidad en su voz, y Jeffrey comprendió que Richard se había dado cuenta de que le estaba interrogando. Ser consciente de ello le hacía sentirse poderoso, y sonrió mientras esperaba a que Jeffrey le sonsacara algún chismorreo. Jeffrey no perdió el tiempo. – Parece un matrimonio bien avenido. Richard torció la boca. – ¿Usted cree? Jeffrey no contestó, y a Richard le gustó su reacción. – Bueno -comenzó a decir Richard-, no me gusta extender rumores… Jeffrey reprimió el «Chorradas» que pugnaba por salirle de los dientes. – Y fue sólo eso… un rumor. Yo nunca le di crédito, pero puedo decirle que Jill se comportó de una manera muy extraña con Brian en la fiesta del departamento de las navidades pasadas. – ¿Están en el mismo departamento? – Como ya he dicho -le recordó Richard-, es un campus pequeño. Jeffrey lo miró en silencio, y Richard no necesitó más para animarse. – Se rumoreaba que hubo un problema tiempo atrás. Parecía necesitar que Jeffrey dijera algo, así que preguntó: – ¿Sí? – Eh, no es más que un rumor. -Hizo una pausa de verdadero showman-. Se mencionó a un estudiante. -Otra pausa-. Una alumna, para ser más exactos. – ¿Una aventura? -conjeturó Jeffrey, aunque no hacía falta ser un lince. Seguramente eso sería algo que Keller no querría mencionar delante de su mujer, sobre todo si ella ya estaba al corriente. Jeffrey sabía por propia experiencia que el hecho de que Sara aludiera a las circunstancias que habían acabado con su matrimonio le hacía sentirse como si estuviera suspendido sobre el Gran Cañón. – ¿Sabe cómo se llama la chica? – Ni idea, pero si hay que hacer caso de los chismes, pidió el traslado cuando Jill se enteró. Jeffrey tenía sus reservas, y estaba harto de la gente que se guardaba información. – ¿Se acuerda de qué aspecto tenía? ¿Qué especialidad estudiaba? – No me acabo de creer que existiera. Como ya he dicho, fue sólo un rumor. -Richard frunció el ceño-. Y ahora me siento fatal por revolver los caldos de la facultad. Miró la cazuela y se rió de su chiste. – Richard, si hay algo que no me ha contado… – Le he dicho todo lo que sé. O lo que oí. Como ya he dicho… – Fue sólo un rumor -remató Jeffrey. – ¿Algo más? -preguntó Richard, dibujando con los labios un puchero. Jeffrey decidió darle largas. – Es muy amable por su parte traerles la comida. Richard sonrió con tristeza. – Cuando mi madre falleció hace un par de años, me gustaba que la gente me trajera cosas; era como un rayo de sol en el período más sombrío de mi vida. Jeffrey repasó las palabras de Richard en su cabeza, y todas sus alarmas se dispararon. – ¿Jefe? -preguntó Richard. – Rayo de sol -dijo Jeffrey. Ahora sabía qué le resultaba tan familiar del cuadro obsceno de Andy Rosen. La chica llevaba un rayo de sol tatuado alrededor del ombligo. Un coche patrulla y el Taurus sin identificación de Frank Wallace estaban aparcados delante de la residencia universitaria de Ellen Schaffer cuando Jeffrey llegó, aunque éste no había pedido ayuda. – Mierda -dijo Jeffrey, aparcando junto al vehículo de Frank. Supo que había ocurrido algo espantoso antes de ver salir de la residencia a dos chicas, abrazadas y sollozando. Jeffrey corrió hacia el edificio y subió los peldaños de dos en dos. Keyes House se había incendiado hacía dos años, pero habían reemplazado la residencia con un duplicado exacto de la vieja mansión, construida antes de la guerra de Secesión, con salones clásicos en la parte de delante y un imponente comedor con cabida para treinta personas. Frank estaba en uno de los salones, esperándole. – Jefe -dijo, haciéndole una seña para que entrara-, hemos intentado llamarle. Jeffrey se sacó el teléfono del bolsillo. Tenía batería, pero había zonas de la ciudad que carecían de cobertura. – ¿Qué ha pasado? -preguntó Jeffrey. Frank cerró las puertas para que tuvieran un poco de intimidad antes de responder. – Se ha volado la cabeza. – Joder -maldijo Jeffrey. Sabía la respuesta, pero tenía que preguntarlo-: ¿Schaffer? Frank asintió. – ¿De manera deliberada? Frank bajó la voz. – Después de lo de ayer, ¿quién sabe? Jeffrey se sentó en el borde del sofá, y volvió a sentir el miedo en la nuca. Dos suicidios en dos días seguidos tampoco era nada tan extraordinario, pero el apuñalamiento de Tessa Linton arrojaba una sombra de duda en todo lo que ocurría en el campus. – Acabo de hablar con Brian Keller, el padre de Andy Rosen -explicó Jeffrey. – ¿Es su hijastro? – No, el chico eligió el apellido de la madre. -Cuando Jeffrey vio que Frank parecía perplejo, le aclaró-: No preguntes. Keller es el padre biológico. – Muy bien -dijo Frank, aún desconcertado. Durante una milésima de segundo, Jeffrey deseó tener a Lena de ayudante en lugar de Frank. No es que éste fuera un mal policía, pero ella era intuitiva, y ambos sabían complementarse a la perfección. Frank era lo que Jeffrey denominaba un sabueso, alguien que sabía gastarse las suelas siguiendo pistas pero que era incapaz de tener las típicas intuiciones que resolvían los casos. Jeffrey se acercó a la puerta de vaivén que llevaba a la cocina, asegurándose de que nadie les escuchaba. – Richard Carter me ha dicho que… Frank soltó un bufido, Jeffrey no supo muy bien si debido a la orientación sexual de Richard o a su detestable personalidad. Sólo esta última razón le resultaba aceptable a Jeffrey, pero ya hacía mucho tiempo que sabía que Frank era hombre de ideas fijas. – Carter está al corriente de todos los cotilleos del campus -dijo Jeffrey. – ¿Qué te ha explicado? -transigió Frank. – Que Keller tenía una aventura con una estudiante. – Vale -dijo Frank, pero su tono indicaba lo contrario. – Quiero que investigues a Keller. Escarba en su pasado. Comprobemos si ese rumor es cierto. – ¿Crees que su hijo se enteró de que tenía una aventura y su padre le hizo callar para que no se lo contara a la madre? – No -dijo Jeffrey-. Richard dijo que la mujer lo sabía. – Yo no me fiaría de esa maricona -afirmó Frank. – Basta, Frank -le ordenó Jeffrey-. Si Keller tenía una aventura, eso explicaría perfectamente el suicidio. Quizás el hijo no podía perdonar al padre, así que saltó desde el puente para castigarlo. Esta mañana los padres estaban discutiendo. Rosen dijo a Keller que nunca se preocupó de su hijo. – A lo mejor lo dijo por venganza. Ya sabes que las mujeres a veces se ponen muy desagradables. Jeffrey no tenía ganas de debatir ese punto. – Rosen me pareció una persona bastante lúcida. – ¿Crees que lo hizo ella? – ¿Y qué iba a ganar con eso? La respuesta de Frank fue la misma que Jeffrey tenía preparada. – No lo sé. Jeffrey se quedó mirando la chimenea, y de nuevo se dijo que ojalá pudiera comentar el caso con Lena o Sara. – Me van a poner un pleito si empiezo a salpicar de mierda a los padres y resulta que el chaval se suicidó -aseguró a Frank. – Cierto. – Vete y averigua si Keller estaba de verdad en Washington D. C. cuando ocurrió todo eso -dijo Jeffrey-. Haz algunas preguntas discretas por el campus, veamos si ese rumor tiene fundamento. – Los vuelos son fáciles de comprobar -afirmó Frank, sacando su cuaderno-. Puedo preguntar por ahí si alguien sabe algo de la aventura de Keller, pero la chica lo haría mucho mejor que yo. – Lena ya no es policía, Frank. – Pero puede ayudarnos. Vive en el campus. Probablemente conoce a algunos estudiantes. – No es policía. – Sí, pero… – Pero nada -dijo Jeffrey, haciéndole callar. La noche anterior, en la biblioteca, Lena demostró que no estaba interesada en ayudarles. Jeffrey le había concedido una magnífica oportunidad para hablar con Jill Rosen, pero mantuvo la boca cerrada, y ni siquiera consoló a la mujer. – ¿Y qué me dices de Schaffer? ¿Cómo encaja en todo esto? -preguntó Frank. – Hay un cuadro -le contó Jeffrey, y le pormenorizó los detalles del lienzo de la sala de los Keller-Rosen. – ¿Y la madre tiene eso en la pared? – Estaba orgullosa de él -supuso Jeffrey, y se dijo que, de haberlo hecho él, su madre le habría dado de bofetadas y quemado el cuadro con uno de sus cigarrillos-. Los dos dijeron que el hijo no mantenía relaciones con nadie. – Quizá no se lo contó -dijo Frank. – Es posible -asintió Jeffrey-. Pero si Schaffer se acostaba con Andy, ¿por qué ayer no le reconoció? – Estaba con el culo al aire -dijo Frank-. Si Carter no le hubiera reconocido, entonces sí sospecharía. Jeffrey le lanzó una mirada de advertencia. – Vale. -Frank levantó las manos-. De todos modos, la chica estaba afectada. Y Andy se hallaba a quince metros de distancia. ¿Cómo iba a reconocerle? – Cierto -concedió Jeffrey. – ¿Crees que podría tratarse de algún pacto de suicidio? – Se habrían suicidado juntos, no con un día de diferencia -señaló Jeffrey-. ¿Hemos averiguado algo sobre la nota de suicidio? – Todo el mundo la ha tocado, hasta su madre -dijo Frank, y Jeffrey se preguntó si estaba haciendo un chiste. – De haberse tratado de un pacto, lo diría en la nota. – A lo mejor Andy rompió con ella -sugirió Frank-. Y ella se vengó tirándole del puente. – ¿Te pareció lo bastante fuerte para hacerlo? -preguntó Jeffrey, y Frank se encogió de hombros-. No me lo trago -dijo Jeffrey-. Las chicas no actúan así. – Tampoco podía divorciarse. – Ojo -le advirtió Jeffrey, tomándose el comentario como algo personal. Y antes de que Frank les avergonzara a ambos intentando disculparse, añadió-: Las muchachas no hacen eso -se corrigió-. Avergüenzan al chaval, o cuentan mentiras de él a sus amigos, o se quedan embarazadas, o se tragan un tubo de pastillas… – ¿O se vuelan los sesos? -le interrumpió Frank. – Todo esto suponiendo que Andy Rosen fuera asesinado. Todavía está la opción del suicidio. – ¿Hay alguna novedad al respecto? – Esta mañana Brock tomó algunas muestras de sangre. Mañana tendremos el informe del laboratorio. De momento no hay pruebas de que hubiera nada raro. La única razón por la que investigamos todo esto es Tessa, y cualquiera sabe si existe relación entre ambos hechos. – Si no la hubiera sería mucha coincidencia -aseguró Frank. – Voy a conceder un par de días a Keller para ver si se pone nervioso, y cuando llegue el momento le interrogas en serio. Esta mañana quería decirme algo, pero no delante de su mujer. A lo mejor después de que Sara haga la autopsia esta noche tenemos más información. – ¿Vuelve esta noche? – Sí -contestó Jeffrey-. Esta tarde voy a buscarla. – ¿Cómo lo lleva? – Es un momento difícil -dijo Jeffrey, y enseguida cambió de conversación-. ¿Dónde está Schaffer? – Por aquí -le dijo Frank, abriendo las puertas de la salita-. ¿Quieres hablar primero con su compañera de habitación? Jeffrey iba a decirle que no, pero cambió de opinión al ver a la mujer que lloraba sentada en un asiento empotrado en la ventana, al final del salón. La flanqueaban dos chicas que intentaban confortarla. Parecían copias la una de la otra, ambas con el pelo rubio y los ojos azules. Cualquiera de ellas habría podido pasar por hermana de Ellen Schaffer. – Señorita -dijo Jeffrey en un tono que pretendía ser consolador-. Soy el jefe Tolli… La mujer le interrumpió con un sollozo. – ¡Es horrible! -gritó la chica-. ¡Esta mañana estaba perfectamente! Jeffrey le lanzó una mirada a Frank. – ¿Ésa fue la última vez que la vio? La chica asintió, moviendo la cabeza como si fuera un sedal. – ¿A qué hora fue? -preguntó Jeffrey. – A las ocho -dijo ella, y Jeffrey recordó que a esa hora él estaba con los Rosen-Keller. – Tuve que ir a clase… -contestó la chica-. Ellen dijo que iba a acostarse. Estaba tan afectada por lo de Andy… – ¿Conocía a Andy Rosen? -preguntó Jeffrey. En ese momento la chica volvió a prorrumpir en un sollozo, y su cuerpo se estremeció. – ¡No! -gimoteó-. Eso fue lo trágico. Estaba en su clase de arte, ¡y ni siquiera le conocía! Jeffrey intercambió una mirada con Frank. La policía se encuentra a menudo con gente que se siente mucho más próxima a la víctima de un crimen de lo que estaba cuando ésta vivía. En el caso de Andy, supuestamente un suicidio, el melodrama se intensificaba. – ¿Así que -comenzó Jeffrey- vio a Ellen a las ocho? ¿La vio alguien más? Una de las chicas que estaban junto a la compañera de habitación de Ellen dijo: – Todas tenemos clase a primera hora. – ¿Y Ellen? Las tres asintieron al unísono. – Igual que todas las de la residencia -aseguró una de ellas. – ¿Cuál era su especialidad? -quiso saber Jeffrey, preguntándose si la chica tendría alguna relación con Keller. – Biología celular -informó la tercera chica-. Mañana tenía que entregar sus prácticas de laboratorio. – ¿Tenía de profesor al doctor Keller? -preguntó Jeffrey. Las tres negaron con la cabeza. – ¿Ése es el padre de Andy? -quiso saber, pero Jeffrey no contestó. – Consigue copias de su horario y veamos qué clases ha tenido desde que está aquí -dijo a Frank. A las chicas les preguntó-: – ¿Ellen salía con alguien? – Mmm -dijo la primer chica, mirando a sus amigas nerviosa. Antes de que Jeffrey intentara sonsacarla, contestó-: Ellen se veía con muchos chicos diferentes. El énfasis quería decir miles. – ¿Alguno tenía algo contra ella? – Claro que no -la defendió la primera chica-. Todos la adoraban. – ¿Visteis a alguien sospechoso merodeando por la residencia esta mañana? Las tres negaron con la cabeza. Jeffrey se volvió hacia Frank. – ¿Has interrogado a todo el mundo? – No había casi nadie -dijo Frank-. Estamos reuniéndolos a todos. Nadie oyó el disparo. Jeffrey levantó las cejas sorprendido, pero no comentó nada delante de las chicas. – Gracias por su tiempo -les dijo y les entregó su tarjeta por si recordaban algo más que pudiera ser útil. Cuando Frank le condujo por el pasillo hasta la habitación de Schaffer, situada en la planta baja, Jeffrey le preguntó: – ¿Qué arma utilizó? – Una Remington 870. – ¿La Wingmaster? -exclamó Jeffrey. Se preguntaba qué hacía una chica como Ellen Schaffer con un arma como ésa. Se trataba de una escopeta de corredera, una de las armas más populares utilizadas por los agentes de la ley. – Practica el tiro al plato -dijo Frank-. Está en el equipo. Jeffrey recordó vagamente que Grant Tech tenía un equipo de tiro, pero no le cuadraba que esa rubia descarada que había conocido el día antes se dedicara al tiro al plato. Frank le señaló una puerta cerrada. – Está ahí dentro. Jeffrey no había imaginado lo que se iba a encontrar al abrir la puerta, pero se quedó boquiabierto ante lo que vio. La muchacha estaba en el sofá; rodeaba la culata de la escopeta con las piernas. El cañón apuntaba a la cabeza… o a lo que quedaba de ella. Le llegó un fuerte olor que le hizo llorar los ojos. – ¿Qué es ese olor? Frank señaló la bombilla desnuda que había sobre el escritorio. Un trozo de cuero cabelludo estaba pegado al vidrio blanco, y el humo llegaba hasta el techo, como si el calor lo estuviera cociendo. Jeffrey se cubrió la boca y la nariz con la mano. Se acercó a la ventana, abierta unos treinta centímetros. Daba a la parte de atrás de la residencia, desde donde se veía el césped y una glorieta en una zona pensada para sentarse. Más allá había un bosque estatal, y un camino que se adentraba en él y que probablemente utilizaban la mitad de los estudiantes del campus. – ¿Dónde está Matt? – Haciendo preguntas por ahí -le informó Frank. – Que busque huellas en esta ventana por la parte de fuera. Frank llamó con su móvil mientras Jeffrey estudiaba la ventana centímetro a centímetro. La inspeccionó un minuto, pero no encontró nada. Estaba a punto de dar media vuelta cuando la luz se reflejó en una línea de grasa junto al pasador. – ¿Has visto eso? -preguntó. Frank se acercó, doblando las rodillas para verlo mejor. – ¿Aceite? -preguntó, y a continuación señaló hacia el escritorio que estaba junto al sofá. Una escobilla metálica para la recámara, tela para los tacos y un pequeño frasco de aceite para limpiar armas marca Elton se alineaban sobre la mesa. En el suelo, un trapo que sin duda se había utilizado para limpiar el cañón de la escopeta estaba arrugado, formando una bola. – ¿Limpió la escopeta antes de pegarse un tiro? -preguntó Jeffrey, pensando que eso era lo último que haría él. Frank se encogió de hombros. – A lo mejor quería asegurarse de que funcionaba bien. – ¿Tú crees? -preguntó Jeffrey, de pie delante del sofá. Schaffer vestía unos tejanos ajustados y una camiseta corta. Estaba descalza, y el dedo gordo del pie estaba atrapado en el gatillo. El sol que llevaba tatuado en torno al ombligo quedaba visible bajo un reguero de sangre. Las manos descansaban en la boca de la escopeta, probablemente para que apuntara a la cabeza. Jeffrey se sacó un bolígrafo del bolsillo y apartó la mano derecha de la víctima. La palma, allí donde se había cerrado en torno a la escopeta, estaba limpia de sangre, lo que significaba que Schaffer tenía agarrada el arma cuando se disparó. O le dispararon. Al examinar la otra mano descubrió lo mismo. Incrustado entre los cojines del sofá estaba el cartucho que había salido disparado de la recámara al apretar el gatillo. Jeffrey lo empujó con el bolígrafo, preguntándose por qué todo aquello no le cuadraba. Comprobó la fina marca del cañón para asegurarse y, a continuación, le dijo a Frank: – Tiene una escopeta del calibre doce y utiliza un cartucho del veinte. Frank se lo quedó mirando. – ¿Por qué utilizaría un cartucho del veinte? Jeffrey se incorporó y negó con la cabeza. La circunferencia de la boca de la escopeta era más grande que la de la bala. Una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer es, probablemente, cargar una escopeta con una munición que no le corresponde. Los fabricantes comercializan los cartuchos con revestimientos de colores distintos para evitar que eso suceda. – ¿Cuánto hace que estaba en el equipo de tiro al plato? -preguntó Jeffrey. Frank sacó su cuaderno y buscó entre las páginas. – Empezó este año. Su compañera de habitación dijo que quería participar en el decatlón. – ¿Era daltónica? -preguntó Jeffrey. Era difícil confundir el cartucho amarillo brillante con el verde de calibre veinte. – Lo comprobaré -dijo Frank, anotándolo. Jeffrey examinó el extremo del cañón, conteniendo el aliento al mirarlo de cerca. – Tenía un reductor de tiro al plato -observó. La obstrucción constreñiría el cañón, por lo que era probable que utilizara un cartucho de menor tamaño. Jeffrey se puso en pie. – Esto no me cuadra. – Mira la pared -dijo Frank. Jeffrey rodeó un charco de sangre que había junto a la cabecera del sofá para examinar la pared que quedaba detrás del cadáver. La explosión del disparo había destrozado gran parte del cráneo, fragmentando trozos de la cabeza y lanzándolos contra, la pared a gran velocidad. Jeffrey apretó los ojos. Intentaba distinguir algo entre la sangre y el tejido que se desperdigaba por la pared. Los perdigones de plomo habían dejado algunos agujeros grandes, y alguno había atravesado la pared. – ¿Algo en la habitación de al lado? -preguntó Jeffrey, pronunciando una breve oración de gracias porque no hubiera nadie en el otro cuarto cuando apretaron el gatillo. – No me refería a eso -dijo Frank-. ¿Ves lo que hay en la pared? – Un momento -le contestó Jeffrey. Se concentró cuanto pudo hasta que comprendió que algo lo estaba mirando a él. El ojo de Ellen Schaffer estaba incrustado en la pared. – Cristo -exclamó Jeffrey, apartando la mirada. Regresó a la ventana, e intentó abrirla del todo para que saliera el olor. Estar dentro de aquella habitación era como quedarse atrapado dentro de un retrete el último día de la feria estatal. Jeffrey volvió a mirar a la muchacha, procurando analizar las cosas con frialdad. Debería haber hablado con ella antes. A lo mejor si hubiera ido a primera hora de la mañana, aún estaría viva. Se preguntó qué más se le había pasado por alto. La discrepancia en el calibre de la escopeta era sospechosa, pero cualquiera podía cometer un error, sobre todo si esa persona no iba a estar ahí para limpiar la porquería. Pero también, como en el caso de Andy, aquello podía ser un montaje. ¿Alguien más tenía una diana pintada en la frente? – ¿Cuándo la encontraron? -preguntó Jeffrey. – Hace una media hora -le dijo Frank, secándose la frente con un pañuelo-. No tocaron nada. Cerraron la puerta y nos llamaron. – Cristo -repitió Jeffrey, sacando su pañuelo. Volvió a mirar en dirección al escritorio. -Ahí está Matt -dijo Frank. Jeffrey vio a Matt entrar en el patio de atrás, las manos en los bolsillos, mirando al suelo, buscando algo que le llamara la atención. Se detuvo y se arrodilló para ver mejor. – ¿Qué? -le gritó Jeffrey, en el momento en que el teléfono de Frank comenzaba a sonar. Matt levantó la voz para hacerse oír. – Parece una flecha. – ¿Una qué? -gritó Jeffrey, que no estaba para tonterías. – Una flecha -dijo Matt-. Como si alguien la hubiera dibujado en el suelo. – Jefe -dijo Frank, acercándose el teléfono al pecho. Jeffrey gritó a Matt: – ¿Estás seguro? – Venga a verlo usted mismo -respondió-. Desde luego parece una flecha. Frank repitió: – Jefe. – ¿Qué, Frank? -contestó Jeffrey de mala manera. – Una de las huellas que aparecieron en el apartamento de Rosen ha sido identificada por el ordenador. – ¿Ah, sí? -dijo Jeffrey. Frank negó con la cabeza. Miró al suelo, y pareció pensárselo mejor. – No creo que quiera saber a quién pertenece. |
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