"La dama y el unicornio" - читать интересную книгу автора (Chevalier Tracy)Claude le VisteMamá le preguntó a papá por los tapices después de misa el domingo de Pascua y fue entonces cuando oí que el artista volvería. Regresábamos a casa por la rue du Four, y Jeanne y Geneviéve querían que corriera delante con ellas y saltara los charcos, pero me quedé atrás para escuchar. Es algo que sé hacer bien cuando se supone que no debería. Mamá procura siempre no molestarlo, pero papá parecía estar de buen humor: ¡probablemente contento como yo de salir al sol después de una misa tan larga! Cuando mamá le preguntó, dijo que ya tenía los dibujos y que Nicolas des Innocents vendría pronto para hablar de ellos. Hasta ahora ha dicho muy poco sobre los tapices. Incluso dar una información mínima parecía irritarlo. Creo que lamenta convertir la batalla en unicornios; a papá le encantan las batallas y su Rey. Luego nos dejó de repente, con el pretexto de que tenla que hablar con el mayordomo. Béatrice y yo nos miramos y nos dio la risa, de manera que mamá nos miró ceñuda. ¡Menos mal que tengo a Béatrice! Me lo ha contado todo: el cambio de la batalla a los unicornios, su juego de palabras tan ingenioso sobre Mamá está insoportable últimamente; sólo tiene ganas de rezar. Ahora insiste en ir a misa dos veces al día. En ocasiones tengo clases de baile durante tercia o sexta, pero me lleva a vísperas por la música, y me impaciento tanto que me dan ganas de gritar. Cuando me siento en Saint-Germain-des-Prés, los pies empiezan a movérseme y las mujeres de mi banco lo notan, pero no saben de dónde viene, a excepción de Béatrice, que me pone una mano en la pierna para calmarme. La primera vez que lo hizo di un salto y chillé, tanto me sorprendió. Mamá se inclinó hacia delante y me fulminó con la mirada. El sacerdote también se volvió. Tuve que meterme la manga en la boca para no reírme. Ahora parece que irrito mucho a mamá, aunque no sé qué es lo que tanto la molesta. También ella me irrita a mí diciéndome que me río demasiado o que ando demasiado deprisa, o que mi vestido está sucio o que se me ha torcido el tocado. Me trata como a una niña pero, por otra parte, espera que sea una mujer. No me deja salir cuando quiero; dice que soy demasiado mayor para jugar en la feria de Saint-Germain-des-Prés durante el día y demasiado pequeña para ir allí de noche. No soy demasiado pequeña: otras chicas de catorce años van a la feria de noche para ver a los juglares. Muchas se han prometido ya. Cuando pregunto, mamá me dice que le falto al respeto y que debo esperar a que papá decida cuándo y con quién me tengo que casar. No puedo más de impaciencia. Si tengo que ser mujer, ¿dónde está mi hombre? Ayer traté de escuchar la confesión de mamá en Saint-Germain-des-Prés para descubrir si tiene remordimientos por tratarme tan mal. Me escondí detrás de una columna cerca del banco donde se sienta con el sacerdote, pero bajaba tanto la voz que, a rastras, tuve que acercarme muchísimo. Todo lo que oí fue « Cuando tuve la seguridad de que Nicolas venía a casa, supe también que tenía que verlo. – No es digno de ti -me interrumpió Béatrice-. Nada más que un artista y muy poco de fiar. Deberías pensar más bien en grandes señores. – Si no fuese de fiar, mi padre nunca lo habría contratado -repliqué-. Tío Léon no lo habría permitido. León no es de verdad mi tío, sino un mercader viejo que se ocupa de los asuntos de mi padre. Me trata como a una sobrina: hasta hace poco me acariciaba la barbilla y me traía dulces, pero ahora me dice que ande derecha y que me peine. – Dime qué clase de marido quieres y veré si hay uno maduro en el mercado -le gusta decir. ¡Cómo se sorprendería si le describiera a Nicolas! No lo tiene en mucha estima, estoy segura; le oí hablar con papá, cuando trataba de desautorizar los unicornios de Nicolas, diciendo que no estarían bien para la Grande Salle. La puerta de papá no es tan gruesa, y si pego la oreja al ojo de la cerradura le oigo. Pero papá no cambiará otra vez de idea. Eso se lo podría haber dicho yo a Léon. Cambiar una vez ya era difícil, pero volver atrás sería impensable. Cuando supe que Nicolas vendría a la rue du Four, busqué al mayordomo para saber exactamente en qué momento. Como de costumbre, estaba en los almacenes, contando cosas. Siempre le preocupa la posibilidad de que nos roben. Todavía puso más cara de horror que Béatrice cuando mencioné a Nicolas. – No queréis tener nada que ver con esa persona, mademoiselle -dijo. – Sólo he preguntado cuándo viene -sonreí con dulzura-. Si no me lo decís, tendré que ir a papá y contarle que no habéis querido serme útil. El mayordomo torció el gesto. – El jueves a la hora de sexta -murmuró-. Léon y él. – Ya veis, no era tan difícil. Debéis decirme siempre lo que quiero saber y así estaré contenta. Me hizo una reverencia, pero me siguió mirando mientras me volvía para marcharme. Parecía estar a punto de decirme algo, pero al final no lo hizo. Me pareció muy cómico y me reí mientras echaba a correr. El jueves tenía que ir con mamá y mis hermanas a Nanterre, a casa de la abuela, para pasar la noche, pero dije que me dolía la tripa para así poder quedarme en casa. Cuando Jeanne oyó que no iba, quiso fingir también, aunque no sabía por qué quería quedarme. No podía hablarle de Nicolas: es demasiado pequeña para entender. Se puso tan pesada que tuve que decirle cosas muy desagradables, hasta que se echó a llorar y se fue corriendo. Después me sentí muy mal: no debería tratar así a mi hermana. Hemos estado muy unidas toda nuestra vida. Hasta hace muy poco compartíamos la misma cama y Jeanne lloró también cuando dije que quería empezar a dormir sola. Pero es que ahora estoy muy intranquila por las noches. Doy patadas a las sábanas y no hago más que dar vueltas; e incluso la idea de tener otro cuerpo en la cama -aparte del de Nicolas- me resulta insoportable. Ahora Jeanne pasa más tiempo con Geneviéve, que es un encanto pero sólo tiene siete años, y Jeanne siempre ha preferido estar con chicas mayores. Por otra parte Geneviéve es la favorita de mamá, y eso irrita a Jeanne. Es verdad que lleva el precioso nombre de nuestra madre, mientras que a Jeanne y a mí, en cambio, nuestros nombres nos recuerdan que no somos los varones que papá deseaba. Mamá hizo que Béatrice se quedara para cuidarme, y terminó por irse con mis hermanas a Nanterre. Luego envié a Béatrice a por peladuras de naranja cocidas con miel, que es una cosa muy de mi gusto, diciéndole que me sentarían el estómago. Insistí en que fuera a comprarlas al puesto cercano a Notre Dame. Béatrice alzó los ojos al cielo pero fue. Cuando se marchó suspiré hondo y corrí a mi cuarto. Los pezones me rozaban contra la camisa; me tumbé en la cama y me puse una almohada entre las piernas, anhelando una respuesta para las preguntas de mi cuerpo. Me sentía como si fuese una oración, de las que se cantan durante la misa, que se interrumpiera y quedase inacabada. Finalmente me levanté, me arreglé la ropa y el tocado y corrí a la cámara de mi padre. La puerta estaba abierta y miré adentro. Sólo vi a Marie-Céleste que, agachada delante de la chimenea, encendía el fuego. Cuando era más pequeña y pasábamos el verano en el château d'Arcy, Marie-Céleste nos llevaba a Jeanne, a Geneviéve y a mí a la orilla del río y nos cantaba canciones subidas de tono mientras lavaba la ropa. Me apetecía hablarle de Nicolas des Innocents, sobre dónde quería que me tocara y lo que haría yo con la lengua. Después de todo, sus canciones y cuentos me habían enseñado aquellas cosas. Pero algo me detuvo. Había sido amiga mía cuando era niña, pero ahora he crecido, pronto tendré una dama de honor y empezaré a prepararme para el matrimonio, y no estaría bien hablar de cosas así con ella. – ¿Por qué enciendes el fuego, Marie-Céleste? -le pregunté en cambio, aunque sabía ya la respuesta. Alzó la vista. Tenía una mancha gris en la frente, como si todavía fuera Miércoles de Ceniza. Siempre ha sido una chica descuidada. – Una visita, mademoiselle -contestó-. Para vuestro padre. La leña empezaba a echar humo, y llamitas que la lamían aquí y allí. Marie-Céleste se agarró a una silla y se puso en pie con un resoplido. Tenía la cara más redonda que antes. Y me fijé en su cuerpo, horrorizada. – ¿Marie-Céleste, estás encinta? Bajó la cabeza. Era extraño: todas las canciones que nos había cantado sobre doncellas engañadas, y nunca debió de pensar que pudiera sucederle. Todas las mujeres quieren hijos, por supuesto, pero no así, ni sin marido. – ¡Tonta, más que tonta! -la reñí-. ¿Quién es? Marie-Céleste movió la mano como para despedir la pregunta. – ¿Trabaja aquí? Negó con la cabeza. – Marie-Céleste torció el gesto. – No. – ¿Y qué vas a hacer tú? – No lo sé, mademoiselle. – Mamá se pondrá furiosa. ¿Te ha visto? – La evito, mademoiselle. – No tardará en enterarse. Al menos deberías llevar una capa para ocultarlo. – Las criadas no llevan capa, mademoiselle; no se trabaja bien con capa. – No podrás seguir trabajando mucho tiempo de todos modos, tal como estás. Necesitas volver con tu familia. – No puedo ir a hablar a vuestra madre con este aspecto, mademoiselle; sabrá de inmediato lo que me pasa. – Se lo diré yo, entonces, cuando vuelva de Nanterre -me daba lástima y quería ayudarla. Marie-Céleste se animó. – Muchísimas gracias, mademoiselle. ¡Qué buena sois! – Más valdrá que te vayas en cuanto puedas. – Gracias, muchísimas gracias, mademoiselle. Nos veremos cuando regrese -se volvió para marcharse, pero cambió de idea-. Si es una niña le pondré vuestro nombre. – Eso estará bien. ¿Si es niño le pondrás el nombre del padre? Marie-Céleste entornó los ojos. – Nunca -dijo desdeñosamente-. ¡No quiere saber nada de la criatura y yo tampoco quiero saber nada de él! Cuando se hubo marchado estuve viendo con calma la cámara de papá. No es un sitio cómodo. Las sillas de roble no tienen cojines, y crujen si te mueves. Creo que papá las ha hecho así para que nadie se entretenga mucho con él. Me he fijado en que tío Léon nunca se sienta cuando viene a ver a papá. Las paredes están cubiertas de mapas de nuestras propiedades -el château d'Arcy, nuestra casa de la rue du Four, la casa de la familia Le Viste en Lyon-, así como de otros de tierras en litigio, conflictos en los que papá trabaja para el Rey. Los libros que posee se guardan aquí en un arcón cerrado con llave. Hay dos mesas en la habitación: una en la que papá escribe, y otra de mayor tamaño sobre la que extiende mapas y documentos para reuniones. La mesa está vacía casi siempre, pero esta vez había allí varias hojas de papel grandes. Miré a la que estaba encima y retrocedí sorprendida. Era un dibujo y allí estaba yo. Me hallaba entre un león y un unicornio, y sostenía un periquito sobre una mano enguantada. Llevaba un vestido y un collar muy hermosos, con un sencillo pañuelo para la cabeza que me dejaba suelto el pelo. Miraba de soslayo al unicornio y sonreía como si estuviera pensando en un secreto. El unicornio era grato de ver, rollizo y blanco, y se alzaba sobre las patas traseras, con un largo cuerno en espiral. Tenía vuelta la cabeza para no mirarme, como si temiera dejarse cautivar por mi belleza. Llevaba una capa pequeña con el escudo de Le Viste y el viento parecía atravesar el dibujo, alzándoles la capa a él y al león rugiente, así como el pañuelo que yo llevaba en la cabeza y el estandarte de Le Viste que sostenía el león. Estuve mucho tiempo mirando el dibujo. No fui capaz ni de apartar los ojos ni de moverlo para ver los de debajo. Me había pintado. Nicolas pensaba en mí como yo en él. Sentí un cosquilleo en los pechos. Entraron dos hombres y se acercaron directamente a la mesa. Uno llevaba la larga túnica marrón de los mercaderes, y debía de ser tío Léon. El otro vestía una túnica gris hasta las rodillas y calzas de color azul marino. Las pantorrillas estaban bien proporcionadas, y supe quién era antes incluso de que hablara. No en vano me había pasado muchos días pensando en Nicolas. Tenía bien guardados en el recuerdo todos los detalles: la anchura de sus hombros, los rizos que le acariciaban el cuello, el trasero como dos cerezas y el tenso contorno de sus pantorrillas. Mi memoria tendría que acumular ahora más detalles, porque mientras los dos recién llegados empezaban a hablar no les veía más que las piernas. Sólo podía imaginarme el rostro de Nicolas: las arrugas de concentración en la frente, los ojos entornados mientras me miraba en el dibujo, los largos dedos recorriendo el áspero papel utilizado. Todo aquello lo fui almacenando, sentada en la oscuridad casi total, escuchándolos. – Monseigneur llegará enseguida -dijo tío Léon-. Repasemos unas cuantas cosas mientras esperamos -oía los crujidos del papel. – ¿Le han gustado los dibujos? -preguntó Nicolas-. ¿Los ha elogiado mucho? -el sonido de su voz, lleno de confianza, fue directamente a mi doncellez, como si me hubiera tocado allí con la mano. Léon no respondió y Nicolas insistió. – Sin duda ha dicho algo. Cualquiera se daría cuenta de que se trata de dibujos excepcionales. Tiene que estar encantado con ellos. Léon rió entre dientes. – No corresponde a la manera de ser de monseigneur Le Viste estar encantado con nada. – Pero habrá dado su aprobación. – Te estás precipitando, Nicolas. En este negocio hay que esperar a que el cliente dé su opinión. – Pero ¡si hace una semana que los tiene! – Sí; y dirá que los ha examinado con todo cuidado, pero la verdad es que no los ha visto. – ¿Por qué no, en el nombre de Nuestra Señora? – Monseigneur Le Viste está muy ocupado en estos momentos. Sólo reflexiona sobre algo cuando tiene que hacerlo. Entonces toma rápidamente una decisión y espera que se le obedezca sin peros de ninguna clase. Nicolas resopló. – ¿Es así como un noble de su categoría resuelve un encargo tan importante? Me pregunto si un hombre de sangre verdaderamente noble haría las cosas de esa manera. Tío Léon bajó la voz. – Jean le Viste está perfectamente al tanto de opiniones como ésa acerca de su persona -advertí en su voz que torcía el gesto-. Y se sirve del mucho trabajo y de la lealtad a su Rey para compensar la falta de respeto que le manifiestan, incluso, artistas que, como tú, trabajan a su servicio. – Mi respeto no es tan escaso como para negarme a trabajar para él -dijo Nicolas más bien precipitadamente. – Claro que no. Hay que tener sentido práctico. Un Los dos rieron. Moví la cabeza, casi golpeándomela con el tablero de la mesa. No me gustaban sus risas. No quiero demasiado a mi padre -conmigo es tan frío como con todo el mundo- pero me desagradaba que su nombre y su reputación se arrojaran como un palitroque para que lo fuese a buscar un perro. En cuanto al tío Léon, nunca había pensado que pudiera ser desleal. Ya me encargaría de darle un buen pisotón la próxima vez que lo viera. O algo peor. – No voy a negar que los dibujos son prometedores… -dijo a continuación. – ¡Prometedores! ¡Son más que prometedores! – Si guardas silencio un momento, te ayudaré a lograr que mejoren mucho; que sean mejores de lo que nunca has podido imaginar. Estás demasiado cerca de tu creación para entender cómo mejorarla. Necesitas otro par de ojos para ver los fallos. – ¿Qué fallos? -Nicolas se hizo eco de lo que yo pensaba. ¿Cómo se podía mejorar el dibujo que había hecho de mí? – Son dos las cosas que he pensado al mirar los dibujos, y sin duda Jean le Viste tendrá otras sugerencias. – ¿Qué dos cosas? – Se han de hacer seis tapices para decorar las paredes de la Grande Salle, – Sí. – Y siguen el proceso de la seducción del unicornio por la dama, – Así lo acordé con monseigneur. – La seducción no presenta problemas, pero me pregunto si no has ocultado algo más en los dibujos. Otra manera de verlos. Los pies de Nicolas se agitaron inquietos. – ¿Qué queréis decir? – Me parece que se reconocen aquí sugerencias de los cinco sentidos -Leen golpeó varias veces uno de los dibujos, y el sonido repiqueteó cerca de mi oreja-. La dama que toca el órgano para el unicornio sugiere el oído, por ejemplo. Y la mano que descansa sobre el cuerno del animal representa sin duda el tacto. Aquí… -golpeó de nuevo la mesa-, la dama teje claveles para formar una corona y eso es el olfato, aunque quizá no resulte tan obvio. – Las novias llevan coronas de claveles -explicó Nicolas-. La dama está tentando al unicornio con la idea del matrimonio y el lecho nupcial. No representa el olfato. – Ah, vaya. Supongo que no eres tan inteligente. Los sentidos son una casualidad, entonces. – He… – Pero ¿te das cuenta de que puedes incorporar fácilmente los sentidos? Haz que el unicornio huela los claveles. U otro animal. Y en el tapiz en el que el unicornio descansa en el regazo de la dama, podrías hacer que le mostrara un espejo, para representar así la vista. – Pero eso haría que el unicornio pareciera vanidoso, ¿no es cierto? – ¿Y? Si que parece un poquito vanidoso. Nicolas no respondió. Tal vez me había oído, casi estallando de risa bajo la mesa al pensar en él y en su unicornio. – Veamos, tienes la dama con la mano en el cuerno del animal, y eso es el tacto. Cuando toca el órgano es el oído. Los claveles, el olfato. El espejo, la vista. ¿Qué es lo que queda. El gusto. Nos faltan dos tapices: el de Claude y el de madame Geneviéve. ¿Mamá? ¿Qué quería decir Léon? Nicolas emitió un sonido curioso, como un resoplido y una exclamación juntos. – ¿Qué queréis decir, Claude y madame Geneviéve? – Vamos, vamos, sabes exactamente lo que quiero decir. Ésa es mi otra sugerencia. El parecido está demasiado marcado. A Jean le Viste no le va a gustar. Sé que estás acostumbrado a pintar retratos, pero en los dibujos definitivos has de hacer que se parezcan más a las otras damas. – ¿Por qué? – Jean le Viste quería tapices de batallas. En lugar de eso le presentas, como espectáculo, a su esposa y a su hija. No tiene comparación. – Aceptó los tapices del unicornio. – Pero no tienes que ofrecerle una oda a su esposa y a su hija. Es verdad que simpatizo con madame Geneviéve. Jean le Viste no es un hombre indulgente. Pero también sabes que su esposa y Claude son dos espinas que tiene clavadas. No querría verlas representadas en algo tan valioso como esos tapices. – ¡Oh! -exclamé, y esta vez me golpeé la cabeza contra el tablero de la mesa y me hice daño. Hubo gruñidos de sorpresa y luego dos rostros aparecieron debajo de la mesa. Léon estaba furioso, pero Nicolas sonrió al ver que era yo. Me tendió la mano y me ayudó a salir. – Gracias -dije cuando estuve de pie. Nicolas se inclinó sobre mi mano, pero la retiré antes de que pudiera besarla y fingí arreglarme el vestido. No me sentía del todo dispuesta a perdonarle las groserías que había dicho de mi padre. – ¿Qué estabas haciendo ahí, descarada? -dijo tío Léon. Por un momento temí que me diera un manotazo como si tuviera la misma edad que Geneviéve, pero pareció recapacitar y se abstuvo-. Tu padre se enfadaría mucho si supiera que nos estabas espiando. – Mi padre se enfadaría mucho si supiera lo que habéis dicho de él, tío Léon. Y vos, monsieur -añadí, mirando un momento a Nicolas. Nadie dijo nada. Vi que ambos repasaban mentalmente la conversación, tratando de recordar lo que pudiera ser ofensivo para papá. Me parecieron tan preocupados que me fue imposible contener la risa. Tío Léon me miró ceñudo. – Eres de verdad una chica muy descarada. Parecía menos severo esta vez: mas bien como si tratara de aplacar a un perrillo faldero. – Sí, ya entiendo. Y a vos, monsieur, ¿también os parece que soy una chica muy descarada? -le dije a Nicolas. Era maravilloso poder contemplar un rostro tan bien parecido. No sabía cómo iba a contestar, pero me encantó que dijera: – Sois sin duda la joven más descarada que conozco, mademoiselle -por segunda vez, su voz me tocó la doncellez y sentí que se me humedecía el bajo vientre. Tío Léon resopló. – Ya está bien, Claude, tienes que irte. Tu padre llegará enseguida. – No; quiero ver el retrato de mi madre. ¿Dónde está? Me volví hacia los dibujos y los extendí sobre la mesa. Eran un revoltijo de damas, estandartes de Le Viste, leones y unicornios. – Claude, por favor. Hice caso omiso de tío Léon y me volví hacia Nicolas. – ¿Cuál es, monsieur? Quisiera verlo. Sin pronunciar una palabra empujó hacia mí uno de los dibujos desde el otro lado de la mesa. Me tranquilizó ver que mamá no resultaba tan bonita como yo. Tampoco su vestido era tan elegante como el mío. Ni soplaba el viento a través de la escena: el estandarte no ondulaba, y el león y el unicornio parecían mansos en lugar de adoptar una postura rampante, como en mi dibujo. De hecho, todo estaba muy quieto, si se exceptúa que mamá sacaba un collar del cofrecillo que sostenía una de sus damas de honor. Ya no me importó que también mamá estuviera en los tapices: la comparación me favorecía. Pero si tío Léon se salía con la suya, ni el rostro de mamá ni el mío sobrevivirían. Tendría que hacer algo, pero ¿qué? Aunque había amenazado a Léon con repetir a mi padre sus palabras, estaba segura de que papá no me escucharía. Era terrible oír que a mamá y a mí se nos consideraba espinas, pero Léon tenía razón: mamá no había traído al mundo un heredero, puesto que mis hermanas y yo no éramos varones. Siempre que papá nos veía se acordaba de que toda su fortuna pasaría algún día a mi marido y a mi hijo, que no llevarían el apellido ni utilizarían el escudo de armas de Le Viste. Aquella certeza lo había vuelto aún más frío con nosotras. También estaba yo al tanto, por Béatrice, de que papá no compartía ya la cama con mi madre. Nicolas trató de salvarnos a mamá y a mí. – Sólo cambiaré sus rostros si monseigneur me lo pide -afirmó-. No me basta con que lo pidáis vos. Hago cambios para el cliente, no para el representante del cliente. Tío Léon lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera responder oímos pasos en el corredor. – ¡Vete! -susurró Léon, pero ya era demasiado tarde para escapar. Nicolas me puso la mano en la cabeza, me empujó suavemente, y tuve que arrodillarme. Durante un momento mi cara quedó cerca de su abultada entrepierna. Alcé los ojos y vi que sonreía. Luego me metió debajo de la mesa. Esta vez el sitio estaba aún más frío, más duro y más oscuro que antes, pero no tendría que soportarlo mucho tiempo. Los pies de papá vinieron directamente hacia la mesa, donde se situó junto a Léon, con Nicolas a un lado. Me quedé mirando las piernas de Nicolas. Parecía tener otra postura distinta ahora que me sabía allí debajo, aunque no sabría decir en qué consistía exactamente la diferencia. Era como si sus piernas tuvieran ojos y me vigilaran. Las de papá eran como todo él: tan rectas e indiferentes como las de una silla. – Mostradme los bocetos -dijo. Alguien buscaba entre los dibujos, moviéndolos por la mesa. – Aquí están, monseigneur -dijo Nicolas-. Como veis, es posible mirarlos en este orden. Primero la dama se pone el collar para seducir al unicornio. En el siguiente toca el órgano para atraer su atención. Aquí da de comer a un periquito y el unicornio se ha acercado más, aunque todavía mantiene la posición rampante y la cabeza vuelta. Casi está seducido, pero necesita más tentaciones. Me fijé en la pausa antes de que Nicolas dijera «da de comer». De manera que me he convertido en el gusto, pensé. Paladéame, entonces. – Luego la dama teje una corona de claveles para una boda. Su propia boda. Como podéis ver, el unicornio está tranquilamente sentado. Por fin -Nicolas golpeó la mesa-, el unicornio se recuesta en el regazo de la dama y los dos se miran. En el último de los tapices lo ha amansado y lo sujeta por el cuerno. Como veis, los animales del fondo están ahora encadenados: se han convertido en esclavos del amor. Cuando Nicolas terminó hubo un silencio, como si esperase que hablara mi padre. Pero papá no dijo nada. Lo hace con frecuencia, se calla para que la gente se sienta insegura. También funcionó en esta ocasión, porque al cabo de un momento Nicolas empezó a hablar de nuevo, dando sensación de nerviosismo. – Deseo señalaros, monseigneur, que en todos los casos el unicornio está acompañado por el león, como representante de la nobleza, la fortaleza y el valor, que complementan la pureza y la timidez del unicornio. El león es un ejemplo de noble fiera domada. – Por supuesto el fondo se llenará de Otra pausa. Descubrí que estaba conteniendo el aliento mientras esperaba a saber si papá se fijarla en los retratos de mamá y mío. – No hay suficientes escudos de armas -dijo por fin. – El unicornio y el león sostienen banderas y estandartes de Le Viste en todos los tapices -dijo Nicolas. Parecía molesto. Le di un codazo en la pierna para recordarle que no tenía que utilizar semejante tono con mi padre y movió los pies. – En dos de los dibujos sólo hay un estandarte -dijo papá. – Podría añadir escudos para que los llevaran el león y el unicornio, monseigneur -Nicolas debía de haber captado mi insinuación, porque parecía más sereno. Empecé a acariciarle la pantorrilla. – Las astas de los estandartes y las banderas deberían acabar en punta -afirmó papá-. No en redondo como los habéis dibujado. – Pero… las lanzas son para la guerra, monseigneur -Nicolas habló como si alguien lo estuviera estrangulando. Me reí sin hacer ruido y subí la mano hasta el muslo. – Quiero astas en punta -repitió papá-. Hay demasiadas mujeres y flores en estos tapices. Las astas han de tener aire militar, y algo más que nos recuerde la guerra. ¿Qué sucede con el unicornio cuando la dama lo captura? Afortunadamente, Nicolas no tuvo que responder, porque no podría haber hablado. Había colocado mi mano sobre su bulto, que estaba tan duro como la rama de un árbol. – ¿No lo lleva la dama hasta el cazador que cobra la pieza? -continuó papá. Le gusta responder a sus propias preguntas-. Deberíais añadir otro tapiz para completar la historia. – Creo que no hay sitio en la Grande Salle para otro tapiz -dijo tío Léon. – Entonces habrá que reemplazar a una de esas mujeres. La de los claveles, o la que da de comer al pájaro. Bajé la mano. – Es una idea excelente, monseigneur -dijo tío Léon. Se me escapó un grito ahogado. Por suerte Nicolas también hizo un ruido, de manera que no creo que papá me oyera. Acto seguido tío Léon demostró exactamente por qué es tan bueno para los negocios. – Una idea excelente -repitió-. Sin duda el vigor de la escena de caza contrastaría bien con la insinuación más sutil de las lanzas. Porque no queremos pasarnos de sutiles, ¿verdad que no? – ¿Qué queréis decir con pasarnos de sutiles? – Se puede insinuar, por ejemplo, la caza o, si se prefiere, la batalla, con las lanzas (un toque muy adecuado, monseigneur, si se me permite decirlo), los escudos guerreros que Nicolas ha sugerido que se añadan, y tal vez algo más. ¿Qué tal una tienda, como la que se instala en las batallas para el Rey? Eso nos recordaría al Rey además de la guerra. Pero, claro está, quizá fuera demasiado sutil. Quizá fuera mejor un cazador que matara al unicornio. – No; quiero la tienda del Rey. Me senté sobre los talones, llena de asombro ante la habilidad de tío Léon. Acababa de enganchar a papá como un pez, sin que papá se diera cuenta y lo había llevado exactamente a donde quería. – La tienda ha de ser muy grande y deberá estar en uno de los tapices de mayor tamaño -dijo Léon con rapidez y energía, para evitar que papá cambiara de idea-. La dama con las joyas o la dama con el periquito. ¿Qué preferís, monseigneur? Nicolas intentó hablar pero papá lo interrumpió. – Las joyas…, más majestuosa que la otra. Antes de que yo pudiera gritar de nuevo, Nicolas buscó bajo la mesa con el pie e hizo presión sobre uno mío. No hice ningún ruido y dejó el pie allí, dándome golpecitos. – De acuerdo, Nicolas, añade una tienda a éste -dijo tío Léon. – Por supuesto, monseigneur. ¿Querría monseigneur un dibujo especial en la tienda? – Un escudo de armas. – Eso no hace falta decirlo, monseigneur. Pero estaba pensando más en una divisa para una batalla. Algo para indicar que se trata de una batalla por amor. – No sé nada de amor -gruñó papá-. ¿Qué se os ocurre? Sospecho que os resulta mucho más familiar. Tuve una idea y di unos golpes a Nicolas en la pierna. Un momento después uno de los dibujos cayó al suelo. – Perdonad mi torpeza, monseigneur. -Nicolas se agachó para recuperar el dibujo. Me incliné y le susurré al oído: « Nicolas se puso en pie. – ¿Le sangra el oído? -preguntó papá. – – Eso servirá -le interrumpió papá. Conocía el tono y quería decir que la reunión se había prolongado más de lo necesario-. Mostradle los cambios a Léon y dos semanas después del Primero de Mayo traed aquí las pinturas terminadas. No más tarde, porque salimos para el château d'Arcy hacia el día de la Ascensión. – Sí, monseigneur. Las piernas de papá se alejaron de la mesa. – Léon, venid conmigo: hay cosas de las que tenemos que hablar. Podéis acompañarme hasta la Conciergerie. La túnica de Léon se balanceó al empezar a moverse, pero luego se detuvo. – Quizá deberíamos quedarnos aquí, monseigneur. Más cómodo para hablar de negocios. Y Nicolas se marchaba ya, ¿no es así, Nicolas? – Sí, por supuesto, tan pronto como recoja los dibujos, monseigneur. – No, tengo prisa. Venid conmigo. Papá salió de la habitación. Tío Léon vaciló aún. No quería dejarme sola con Nicolas. – Marchaos -susurré. Así lo hizo. En lugar de salir de debajo de la mesa me quedé allí de rodillas. Al cabo de un momento, Nicolas se reunió conmigo. Nos miramos. – Sonreí. No era en absoluto la clase de hombre que mis padres querían para mí. Me alegré de que así fuera. – ¿No me vas a besar, entonces? Me había derribado y estaba encima de mí antes de darme cuenta. Muy pronto me había metido la lengua en la boca y me apretaba los pechos con las manos. Fue muy extraño. Había soñado con aquel momento desde que lo conocí, pero ahora que tenía su cuerpo encima, el bulto que se me clavaba en el vientre, la lengua húmeda en el oído, me sorprendía que todo fuera tan diferente de lo que había soñado. A una parte de mí le gustaba, quería que el bulto empujara todavía con más fuerza y sin tantas capas de ropa. Quería tocarlo entero con las manos: apretarle el trasero y abarcar aquella espalda tan ancha. Mi boca encontró la suya como si estuviera mordiendo un higo. Pero también fue una sorpresa encontrarme en la boca otra lengua, húmeda, que empujaba la mía, sentir tanto peso encima que me dejaba sin aliento, notar cómo las manos de Nicolas me tocaban partes que ningún varón había tocado nunca. Y tampoco esperaba pensar tanto cuando un hombre estuviera conmigo. Con Nicolas encontré palabras para acompañar a todo lo que sucedía. «¿Por qué hace esto? ¡Qué húmeda su lengua en mi oído!», «Su cinturón se me clava en el costado» y «¿Me gusta lo que hace ahora?». También pensaba en mi padre: en estar debajo de la mesa de su habitación y en el valor que concedía a mi doncellez. ¿Podía de verdad tirarla por la borda en un momento, como había hecho, por ejemplo, Marie-Céleste? Quizá fue aquello, más que ninguna otra cosa, lo que me impidió disfrutar de verdad. – ¿Está bien esto que hacemos? -susurré cuando Nicolas había empezado a morderme los pechos a través de la tela del vestido. – Lo sé, estamos locos. Pero quizá no tengamos otra oportunidad -Nicolas empezó a tirarme de la falda-. Nunca te dejan sola, jamás van a dejar sola a la hija de Jean le Viste con un simple pintor -me levantó la falda y la enagua y subió con la mano muslo arriba-. Esto, preciosa, esto es – ¡Claude! Miré detrás de mí y vi el rostro de Béatrice, cabeza abajo, que nos miraba con indignación. Nicolas sacó la mano de debajo de mi falda, pero no se retiró al instante. Aquello me gustó. Miró a Béatrice y luego me besó con fruición antes de sentarse despacio sobre las rodillas. – Por esto -dijo Béatrice-, de verdad que me casaré con vos, Nicolas des Innocents. ¡Juro que lo haré! |
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