"Viaje Por Tres Mundos" - читать интересную книгу автора (Abramov Alexander, Abramov Serguei)

EL SEGUNDO PASO A LO DESCONOCIDO

Caminábamos en silencio, conversando de vez en cuando. Ella, por lo visto, estaba intranquila; pero conteniéndose trataba de ocultármelo. Quizás lamentaba su aprobación a mi propuesta. A ratos, sorprendía su mirada dirigida a mí, penetrante y recelosa. ¿Qué la asustaba? ¿Y de qué sospechaba?

Reconocí en el acto la casa hacia la cual nos dirigíamos, ubicada en el callejón Staro Pimenovski. Aquí vivió en cierta ocasión mi esposa, aún antes de conocernos. A propósito, ella se llama también Galia. Mis rodillas empezaron a temblar desagradablemente.

– ¿Por qué miras así? -preguntó ella cuando entramos en la habitación.

Yo continuaba callado, mirando con atención la habitación. Como todo lo de este mundo, era parecida a la otra y, a la vez, diferente. No sé, quizás me olvidé de aquélla.

– ¿De quién es esta habitación, Lena?

– De Galia, pues. ¡Qué preguntas más extrañas haces! ¿Acaso no has estado nunca aquí?

Tragué saliva. "Ahora le haré una pregunta mucho más extraña":

– Pero, ¿ella no se mudó?

Me miró asustada como si yo hubiera pronunciado un monstruoso disparate, y apartóse de mí preguntando:

– ¿Ustedes no se ven?

– ¿Por qué no? -respondí con vaguedad-. Continuamos viéndonos.

– ¿Cuándo la viste por última vez?

Me reí y le respondí sin saber:

– Hoy por la mañana. En el desayuno.

Y lamenté lo dicho.

– No mientas. Si ella desde ayer no ha regresado del instituto.

– ¡Caramba! ¡Ya uno no puede ni bromear! -exclamé estúpidamente, comprendiendo que la tierra cedía cada vez más bajo mis pies.

– ¡Qué bromas más raras haces!

– ¿No crees que estemos hablando de diferentes personas? -le pregunté, tratando de remediar la situación.

Sin enfadarse, frunció el entrecejo como el médico que mira al enfermo sin comprender aún los síntomas de la enfermedad.

– Estoy hablando de Galina Novóseltseva.

– ¿Por qué Novóseltseva? -pregunté sorprendido.

Unos ojos fríos, los ojos expertos del médico, me miraban con atención.

– Seriozha, has perdido la memoria. Te has sorprendido por el apellido que lleva. Ellos se casaron al principio de la guerra. ¿Qué te pasa?

– No, nada -farfullé, limpiándome el sudor de la frente-. Estaba pensando que…

– ¿…Que por qué yo estoy aquí, donde la que nos separó? ¿eh? -dijo, perdiendo por un instante la expresiva curiosidad del médico-. Ni en aquel entonces me enfadé, Seriozha. ¡Qué importa que me hayan quitado el novio! Ahora hasta resulta cómico, después de tanto tiempo. Yo tuve otro después de él. Tú lo sabes bien… -suspiró profundamente y continuó-: No tengo suerte en el amor.

Es muy difícil presagiar cada paso en lo desconocido. Yo, sin pensar nada y olvidando dónde estaba y quién era, inquirí.

– ¿Y quién te impide ahora ver a Oleg?

– ¡Seriozha!

Era tanto el espanto que había en esta exclamación, que involuntariamente cerré los ojos.

– A ti te pasa algo con la memoria, Seriozha. Esas cosas no se olvidan. De su muerte se enteró Galia en el año 1944. No podías ignorarlo.

Pero, ¿qué era lo que sabía y lo que no sabía? ¿Acaso le podía relatar lo que me sucedió?

– Si no estás fingiendo, estás enfermo. Creo que estás enfermo.

– Si crees eso, entonces pregúntame, qué día es hoy, y en qué año estamos, etc., etc.

– Aún no sé qué hay que preguntar.

– Bueno, ¡diagnostica! -le dije desafiante-. ¡Me enloquecí! ¡Y basta!

– Ese no es un término médico. Existen varias clases de anomalías psíquicas… ¿De qué querías hablarme?

Ya no tenía deseos de abrir la boca. Si yo le decía la verdad, me mandaría al hospital psiquiátrico. Tenía que salir del apuro.

– Sabes, sucede que… -empecé diciendo, tratando de improvisar-…ha ocurrido un hecho muy doloroso…

– Ya me lo dijiste. ¿Cuál?

– Me he ido de casa, abandonando a mi esposa. No te aclararé las causas que me impulsaron a realizar este acto. Teniendo en cuenta este hecho, te pido asilo; aunque sea por un día. "Albergus nocturnus."

Callé; también ella, mirándose las puntas de los dedos.

– ¿Es que no tienes amigos?

– Sí, pero es imposible ir adonde unos e incómodo donde otros. Tú sabes bien lo que ocurre a veces… -al hablar trataba de no mirarle el rostro.

– ¿Y si no me hubieses visto?

– Pero te vi.

Ella todavía vacilaba.

– No es cómodo, Seriozha.

– ¿Por qué no?

– Pero, ¿será posible que no comprendas?

– Bueno -propuse con aspereza-, llama al psiquiatra. Por lo menos tendré albergue seguro por una noche.

La miré a los ojos: el médico profesional había desaparecido, sólo quedaba una mujer asustada. Lo incomprensible es siempre horroroso.

– La habitación no es mía -empezó diciendo en voz baja-. Esperemos a Galia.

– ¿Y si de nuevo pasa la noche en el instituto?

– Espera, la llamaré. El teléfono está en la antesala. Siéntate, vuelvo enseguida.

Salió, dejándome solo en la habitación donde todo me era conocido. De esta habitación salí hacia el registro civil. ¿De ésta o de otra? No, no de ésta. En algunas cosas coincidían, en otras no.

Tomé de la mesa un lápiz y escribí en la libreta de apuntes:

"Si me sucede algo, por favor, informe a mi esposa Galina Grómova. Calle Griboédov Nº 43. Informe, además, a los profesores Zargarián y Nikodímov en el Instituto del Cerebro. Muy importante."

Las palabras "muy importante" las subrayé tres veces y tan fuerte, que el lápiz se rompió, imposibilitándome continuar la nota.

Metiendo la libreta de apuntes en el bolsillo, comprendí que había cometido un gran disparate, mis Zargarián y Nikodímov no recibirían jamás esta nota; así como mi esposa Calina Grómova, pues ella tenía aquí otro apellido.

En la antesala sonó el timbre de la puerta y, a través de la puerta semiabierta de la habitación, escuché el chasquido de la cerradura al abrirse y a Lena decir:

– ¡Al fin! Acabo de llamarte por teléfono.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó una voz sumamente conocida.

– Aquí está Serguéi Grómov.

– Bien, bien. Beberemos té.

– Sabes, Galia… él está un poco raro… -musitó Lena, transformando su voz en un murmullo ininteligible.

– ¿Qué le pasa? ¿Se enloqueció?

– No sé. Dice que abandonó a su esposa.

– ¡Dios mío, qué absurdo! Te está tomando el pelo, Lena. Y tú eres todo oídos. Acabo de verla hace media hora.

La puerta se abrió ante mí de par en par. Brinqué de mi asiento y quedé helado: en la puerta estaba mi mujer; el mismo rostro, la misma edad y hasta el mismo peinado. Sólo me eran desconocidos sus pendientes y su vestido, no el que había visto puesto antes. Permanecí parado en silencio frente a ella, esforzándome en contener la emoción.

– ¿Para qué has inventado toda esta historia? -inquirió. Yo seguía encerrado en mi silencio.

– Acabo de ver a Olga. Se fue a su casa. Me dijo que te esperaría hacia la hora de cenar. Según ella, piensan ir a ver el ballet leningradense.

Yo seguía en silencio.

– ¿Qué pasa? Sé que estás bromeando con Lena, ¿pero para qué?

No podía encontrar las palabras adecuadas para responderle. Todas mis esperanzas se habían derrumbado. ¿Qué explicación hubiera podido satisfacerla? ¿La verdad? Pero, ¿quién en mi lugar hubiese osado contarle la verdad?

– Lena dice que estás enfermo -continuó ella, mirándome con ojos escrutadores-. ¿Acaso es verdad?

– Acaso es verdad -repetí.

Yo no conocía mi voz, parecía ajena y venida desde lejos.

– Bueno -agregué-, perdónenme. Quizás me marche ahora.

– ¿Adonde? -quiso saber Galia, abandonando su calma.

– No permitiremos que te vayas solo. Te llevaré a tu casa.

– Allí está todavía mi taxi. Lena, corre, quizás tienes tiempo de retenerlo.

Lena salió, y quedamos a solas.

– ¿Qué significa todo esto, Seriozha? No comprendo nada.

– Yo tampoco -afirmé.

– No obstante, ¿qué sucede?

– Si no me equivoco, eres física, Galia -declaré al azar.

Ella se puso en guardia.

– Bueno, ¿y qué?

– ¿No tienes ideas sobre la multiplicidad de los mundos? ¿De mundos que coexisten? ¿Misteriosamente lejanos y al mismo tiempo asombrosamente cercanos?

– Admitámoslo. Existen tales hipótesis. ¿Y qué?

– Entonces, supongamos que uno de esos mundos contiguos es semejante al nuestro. Que en él existe también Moscú, sólo que un poquito diferente; estas mismas calles, aunque con otras ornamentaciones; estas mismas casas, con otros números indicadores. Que en él existimos tú, yo y Lena, pero en otras relaciones…

Ella aún no comprendía nada. Pero, ¿de qué otra forma podía hablar? Yo ya estaba harto de seguir manteniendo esta máscara mental, por lo que decidí hablar claro.

– Supongamos que en el otro Moscú a ti te llaman Galia Grómova y no Galia Novoséltseva; que desde esta misma habitación salimos hacía el registro civil hace seis años. Y que ahora sucedió un milagro: me cambié la camisa… eché una mirada a vuestro mundo. He aquí un buen enredo para nuestra limitada inteligencia.

Ella me miraba aterrorizada, pensando, quizás, como Lena: "está loco, tiene delirios".

– Bueno, terminemos este espectáculo -farfullé torciendo la boca-. ¡Llévame adonde quieras! Me da igual. Y no te asustes, que no te voy a besar ni ahorcar. ¡Vamos! Allí está Lena llamándonos con la mano.


¿QUIÉN ES JEKILL Y QUIÉN HIDE?


También en este mundo, tenía Galia un carácter firme. Tras unos minutos, se tranquilizó.

– Espero que no nos dediquemos a hablar de ciencia ficción en presencia del chofer, -musitó a mi oído, cuando nos acercábamos al taxi.

– ¿Crees que es una ciencia? -inquirí sin poder contenerme.

– ¡Quién sabe!

En su rostro no había nada que pudiese inquietarme. Se conducía como cualquier mujer inteligente: ojos atentos, interés respetuoso hacia el interlocutor -cuando no aburría-, coquetería inconsciente y jocosidad.

– ¿Por qué tienen ustedes la estatua de Pushkin en el centro de la plaza? -le pregunté, al pasar por delante.

– ¿Y dónde la tienen ustedes? -quiso saber Galia.

– En el bulevar.

– Mientes en todo. También mentiste al hablarme del registro civil. ¿Y por qué salimos precisamente hace seis años para el registro civil?

– El destino, Galia, el destino -respondí con una sonrisa en los labios.

– ¿Dónde estaba yo hace seis años? -se interrogó pensativa-. ¡Ah! Estuve en Odessa, en primavera.

– Y yo también.

– Mientes. Tú no fuiste con nosotros.

– Aquí no fui con ustedes, pero allá sí.

– ¡Qué ex-tra-ño! -profirió silabeando y, mirándome ceñuda, agregó-: Sin embargo, no parece que estés enfermo.

"Qué agradable es escuchar tales palabras" quise decirle, pero no pude pues una ráfaga negra golpeó mi rostro.

Todo se oscureció.

– ¿Qué te pasa? -oí el grito de Galia asustada. Y, con palabras precipitadas e inquietas, prorrumpió:

– Deténgase en cualquier, lugar, ahí en la acera. Él se siente mal…

…Abrí los ojos. En el automóvil flotaba aún la niebla. A través de ella vi el rostro de una mujer.

– ¿Quién eres? -pregunté con voz ronca.

– ¿Te sientes mal, Seriozha?

– ¡Galia! -exclamé asombrado-. ¿Por qué estás aquí?

Ella no contestó.

– ¿Te ha ocurrido algo en el bulevar? -pregunté mirándola.

– Sí -respondió Galia-. Hablaremos luego de eso. ¿Qué quieres ahora? ¿Un médico? ¿O tienes fuerzas para seguir a tu casa?

Me desperecé, y, agitando la cabeza para despejarla, me enderecé en el asiento.

Mientras recorríamos la ciudad, le contaba a Galia de mi caminata por el bulevar Tverskói, de cómo me dio vueltas la cabeza y de cómo luché mentalmente conmigo mismo en aquella niebla color lila.

– ¿Y después? ¿Qué pasó después? -preguntó Galia interesada.

Yo, indeciso, me encogí de hombros.

– ¿No recuerdas?

– No, no recuerdo.

A decir verdad, no recordaba nada. Sólo después, al llegar a casa, supe, por boca de Galia, lo que había ocurrido en su habitación.

– Fue un delirio -le dije.

Galia, amante de los términos precisos, enmendó:

– Fue un delirio muy consecuente y lógico, como en un papel bien ensayado. Así no se delira. Por lo demás, el delirio es síntoma de alguna enfermedad y tú no parecías estar enfermo.

– ¿Y qué crees que fue el desmayo en el bulevar? -objetó Olga, entrometiéndose en la conversación-. ¿Y en el taxi?

Ella, como era doctora, buscaba una explicación medica; pero Galia seguía dudando:

– Bueno, ¿qué tenía él entre estos dos desmayos?

– Una especie de sonambulismo -respondió Olga.

– ¿Qué? ¿Acaso crees que soy un sonámbulo? -dije ofendido.

– Si esto es un sueño, es demasiado real -preciso Galia burlonamente.

– Además el sueño lo vimos nosotras y no él. A propósito de sueños, ¿todavía los ves?

– Pero, ¿qué tienen que ver los sueños con esto? -rezongué-. Yo me desmayé, y no vi ningún sueño.

Sabía muy bien que Galia no trataba de mistificar. En vista de esto, su relato sobre mis aventuras en estado de sonambulismo -así explicaban mi conducta-, me intranquilizó profundamente. Yo no podía encontrar una respuesta lógica a todo lo ocurrido, porque nunca me había desmayado ni paseado por las cornisas de los edificios en noches de luna, y jamás había perdido la memoria.

– ¿Quizás estaba hipnotizado? -dije.

– ¿Y quién te hipnotizó?, -preguntó Olga, ceñuda-. ¿Y dónde? ¿En la redacción? ¿En el bulevar? ¡Es absurdo!

– Sí, es absurdo -acepté confundido.

– ¿Y no escribes tú, por casualidad, aventuras de ciencia ficción? -preguntó Galia inopinadamente-. Lo que dijiste sobre la multiplicidad de los mundos me ha interesado mucho… Sabes, Olga -dijo ella riéndose-. Existen dos mundos contiguos y semejantes, en el espacio. Aquí y allá existe Moscú. Aquí y allá existe Serguéi Grómov. Pero allá, no existes tú; allá él está casado conmigo.

– ¡Ah! Lo esotérico se ha vuelto claro -afirmó Olga riendo. Y, naturalmente, el sonámbulo es el huésped del otro mundo con la fisonomía de Seriozha.

– Él me lo aclaró así: Moscú es como éste, sólo que un poquito diferente. Aquí, la estatua de Pushkin está en la plaza, allá, en el bulevar. Cuando escuché esto, casi me desternillé de risa.

Olga quedó pensativa.

– ¡Ah! ¿Sabes lo que podemos suponer? -dijo animada. Ella trataba de encontrar una explicación lógica, como yo-. Escuchen esto. ¿Sabía Seriozha que la estatua fue trasladada del bulevar a la plaza? Sí, lo sabía. Bueno, entonces, ¿por qué no pensar que este conocimiento grabado en su cerebro determinó el surgimiento del delirio? Vemos aquí la excitación, la señal y, como resultado, el mito sobre los mundos contiguos y semejantes.

Estos razonamientos me provocaban sólo indignación.

– Estoy harto de oírlas. Lo presentan todo como si fuera una variante de la novela de Stevenson: doctor Jekyll y mister Hide. Pero, ¿quién es Jekyll, y quién Hide?

– ¿Quién?

– Está claro, quién es quién -prorrumpió Galia-. Tú mismo, por supuesto, no te vas a acusar.

– ¿De quiénes están hablando? -preguntó Olga, sin comprender aún.

– Olga -le respondí-, agentes desconocidos del imperialismo internacional me lanzaron en avión.

– ¡Bah! Estoy hablando en serio.

– Yo también. Hubo un escritor inglés llamado Stevenson y sus libros han sido leídos por todos los jóvenes… hasta por los médicos. Para los galenos, a propósito, este cuento del cual hablo es casi un manual de psiquiatría, pues Jekyll y Hide son en realidad una misma persona. En ella convergen la bondad elevada a la quintaesencia y la maldad rayana en lo absurdo. Gracias a su elixir, el magnánimo Jekyll se transforma en el canalla Hide. ¿Está claro? -pregunté dirigiéndome a Galia.

– Sin lugar a dudas, Seriozha. Regístrate los bolsillos, posiblemente Hide dejó algo al transformarse.

Hurgué en mis bolsillos, y lancé a la mesa un paquete de tabletas para el dolor de cabeza.

– Posiblemente esto. Yo no he comprado troichatka.

– ¿No se la pusiste tú? -le preguntó Galia a Olga.

– No. Seguramente la compró él.

– Yo no he comprado nada -objeté furioso-. Hace mucho que no he visto una farmacia.

– Quiere decir, que esto lo dejó Hide. ¿Y no dejó otras huellas?

Maquinalmente introduje mi mano en el bolsillo del pecho.

– Un momento. La libreta de apuntes no está en su sitio -saqué mi libreta y la abrí-. Aquí hay algo escrito. ¿Dónde estarán mis anteojos?

– Dámela -pidió Galia, tomando de mis manos la libreta y, tras arrancarle una de las hojas, leyó en voz alta:

– "Si me sucede algo, por favor, informe a mi esposa Galina Grómova. Calle Griboédov Nº 43. Informe, además, a los profesores Zargarián y Nikodímov en el Instituto del Cerebro. Muy importante". Hasta señaló que era muy importante -agregó riendo-. Y yo, naturalmente, tengo el apellido Grómova. Ya les dije que el delirio era muy lógico.

– ¿Y quién es Zargarián? -inquirió Galia con curiosidad-. Yo conozco sólo a Nikodímov, un físico, y, a propósito, bastante eminente. Sin embargo no trabaja en el Instituto del Cerebro sino en el de Nuevos Problemas Físicos.

– ¡Pero si no fue Seriozha quien lo escribió! -exclamó de pronto Olga-. ¡Mira! ¡Mira! A pesar de tener la "ve" el mismo ganchito y la "t" la misma rayita, es una escritura completamente diferente de la de Seriozha.

Me ajusté los anteojos y, después de leer la nota, aseveré:

– Esta escritura se asemeja un poco a la mía. Así escribía cuando era estudiante. Estos papeluchos periodísticos me la dañaron, ya no tengo esa letra.

Repetí en la libreta el apunte: se diferenciaba grandemente del primero.

– Sí, son diferentes. Se nota aun sin expertos grafológicos -afirmó Galia. Y dirigiéndose a Olga preguntó-: ¿Acaso la letra cambia en estado de sonambulismo?

– No sé. Esto es un problema de la psiquiatría. Lo único que sé es que el sonambulismo es un trastorno psíquico violento. No lo puedo explicar de otro modo. Por lo demás a mí no me gusta este asunto.

– Ni a mí tampoco -afirmó Galia, quien leía y releía los dos apuntes de la libreta. En su rostro se reflejaba no sólo el trabajo concentrado de su pensamiento, sino también la inquietud contenida que la atormentaba: su intelecto claro y lógico no quería ceder ante lo inexplicable. Y agregó-: ¡Caramba! No comprendo nada. Si soy incapaz de entenderlo científicamente, ¿por qué no lo logro en base a la lógica? ¡Una persona normal, que de pronto se transforma en sonámbulo!

Los desmayos se comprenden y cualquier doctor encontraría su explicación. Pero el delirio con la multiplicidad de los mundos no es más que una cita de una novela de ficción. ¿Y los ruegos de que lo trajera a mi habitación, a pesar de tener su apartamento propio?

– Mi Hide buscaba asilo -afirmé riendo-, porque no podía alojarse en hotel alguno sin documentos.

– Es esto precisamente lo que no me gusta. La hipótesis sobre Hide lo aclara todo; pero prefiero la ciencia a la fantasía. A pesar de que… aquí sólo hay fantasía. ¿Y por qué le rogaste a Lena que te invitara a mi casa, si no sabías que ella vivía conmigo?

– No lo sé. Hace diez años vi a Lena por última vez. Ni sé cómo es ahora.

Lo que relató Galia de mi conducta con Lena me sorprendió sobremanera, pues, en realidad, no tenía ninguna clase de relaciones con ella desde hacía diez años. Posiblemente, habíamos olvidado mutuamente que existíamos.

– ¿Es ésa la mujer de su pasión? -preguntó Olga.

– Escucha. Antes de la guerra, estudiábamos juntos en la escuela -empezó a relatar Galia-, y nos preparábamos para ingresar en la facultad de medicina; pero no sucedió como queríamos, porque al estallar la guerra, Seriozha y Oleg marcharon al frente, en tanto que yo decidí ingresar en la facultad de física. Tan sólo Lena estudió medicina. Si no me equivoco, estaba enamorada de ti.

– De Oleg, repliqué.

– Todas las muchachas querían atraparlo -afirmó Galia suspirando-; pero no lo lograron. Sólo yo lo conquisté; sin embargo, fui más desdichada que ellas, porque tras conquistarlo lo perdí. -Y levantándose agregó-: ¡Que reine la paz! Me voy. El consejo de detectives levanta la sesión. Sherlock Holmes propone una excursión a los campos de la física.

– De la psiquis, querrás decir.

– No, exactamente de la física. Sería interesante hablar con Nikodímov y Zargarián y saber qué hacen en el Instituto de los Nuevos Problemas Físicos.

– Pero, ¿para qué? -inquirió Olga asombrada-. Sería mejor recurrir a un psiquiatra. Así se aclararía todo.

– No, propongo que veamos a Zargarián -continuó Galia-. ¿Quién es Zargarián? ¿Qué estudia? ¿Tiene relación con Nikodímov? Y si tiene, entonces, ¿en cuáles ramas del conocimiento? -se decía, y dirigiéndose a mí preguntó-: ¿Has oído alguna vez esos apellidos?

– Nunca.

– ¿Y no los leíste en algún lugar y los olvidaste?

– Ni los leí ni los olvidé.

– He ahí lo más interesante de tu historia de sonámbulo. Es física, querido mío, física. Este es el Instituto de los Nuevos Problemas Físicos. -Y subrayó-: nuevos. Olga, llama a Zoia y pregúntale sobre Zargarián. Ella conoce a todos.

Resolvimos llamarla al otro día por la mañana.