"Siete Días Para Una Eternidad" - читать интересную книгу автора (Levy Marc)

Sexto día

Se había acercado de puntillas a la ventana mientras Lucas seguía durmiendo. Había descorrido las cortinas para descubrir el amanecer de una mañana de noviembre. Miró el sol que atravesaba la bruma y se volvió para contemplar a Lucas, que estaba desperezándose.

– ¿Has dormido? -preguntó el joven.

Ella se ajustó el albornoz y apoyó la frente en el cristal.

– Te he pedido el desayuno, no tardarán en traerlo. Voy a arreglarme.

– ¿Tan urgente es? -dijo él, asiéndola de la muñeca para atraerla hacia sí.

Zofia se sentó en el borde de la cama y le pasó una mano por el cabello.

– ¿Sabes lo que es el Bachert? -le preguntó.

– Me suena, he debido de leer esa palabra en algún sitio -respondió Lucas, frunciendo el entrecejo.

– No quiero que nos rindamos.

– Zofia, el infierno nos pisa los talones, sólo nos queda hasta mañana y ningún lugar a donde huir. Quedémonos aquí los dos y vivamos el tiempo de que disponemos.

– No, yo no me plegaré a su voluntad. No soy un peón en su tablero y quiero encontrar el movimiento que ellos no hayan previsto. Siempre hay un rebelde que se esconde entre los imposibles.

– Estás hablando de un milagro, y ésa no es precisamente mi especialidad.

– ¡Pero se supone que es la mía! -dijo ella, levantándose para abrir al camarero del servicio de habitaciones.

Firmó la nota, cerró la puerta y empujó la mesa con ruedas hasta el dormitorio.

– Ahora estoy demasiado lejos de sus pensamientos para que puedan oírme -dijo.

Zofia llenó una taza de cereales y los cubrió con tres sobrecitos de azúcar.

– ¿De verdad no quieres leche? -preguntó Lucas.

– No, gracias, los ablanda.

Miró por la ventana la ciudad que se extendía a lo lejos y sintió que la cólera la invadía.

– ¡No puedo mirar estas paredes a mi alrededor y decirme que ahora son más inmortales que nosotros! ¡Me pone a cien!

– ¡Bienvenida a la Tierra, Zofia!

Lucas entró en el cuarto de baño y dejó la puerta entornada. Zofia apartó la bandeja, pensativa. Se levantó, se puso a caminar por el saloncito, regresó al dormitorio y se tendió en la cama. El libro que estaba sobre la mesilla de noche atrajo su atención y se puso en pie de un salto.

– ¡Conozco un sitio! -gritó.

Lucas asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Una nube de vaho le envolvía el rostro.

– Yo también conozco un montón de sitios.

– Hablo en serio, Lucas.

– Yo también -dijo él en tono guasón-. ¿Piensas darme algún detalle más? En esta posición estoy la mitad caliente y la mitad frío. Hay una gran diferencia de temperatura entre las dos habitaciones.

– Conozco un sitio en la Tierra donde abogar por nuestra causa.

Parecía tan triste y tan alterada, tan frágil en su esperanza, que Lucas se inquietó.

– ¿Qué sitio es ése?

– El verdadero techo del mundo, la montaña sagrada donde todos los cultos conviven y se respetan, el monte Sinaí. Estoy segura de que, desde allá arriba, podré seguir hablándole a mi Padre y tal vez El me oiga.

Lucas miró el reloj del vídeo.

– Averigua los horarios. Me visto en un momento.

Zofia se precipitó hacia el teléfono y marcó el número de información de transportes aéreos. El contestador automático le prometió que un operador la atendería. Impaciente, miró por la ventana a una gaviota que emprendía el vuelo. Un rato después, tenía varias uñas mordisqueadas y nadie había atendido su llamada. Lucas se le acercó por la espalda y la rodeó con los brazos para murmurar:

– Quince horas de vuelo como mínimo, a las que hay que añadir diez de diferencia horaria… Cuando lleguemos, ni siquiera podremos decirnos adiós en la acera del aeropuerto porque ya nos habrán separado. Es demasiado tarde, Zofia, el techo del mundo está demasiado lejos de aquí.

El auricular del teléfono volvió a ocupar su sitio. Zofia se volvió para sumergir sus ojos en el fondo de los de Lucas y se besaron por primera vez.


Mucho más al norte, la gaviota se posó sobre otra barandilla. Desde su habitación del hospital, Mathilde dejó un mensaje en el móvil de Zofia y colgó.


Zofia retrocedió unos pasos.

– Sé de una manera -dijo.

– No renunciarás, ¿verdad?

– ¿A la esperanza? ¡Jamás! Estoy programada para eso. Acaba pronto de arreglarte y confía en mí.

– ¡Pero si no hago otra cosa!

Diez minutos más tarde, salieron al aparcamiento del hotel y Zofia se dio cuenta de que necesitaban un coche.

– ¿Cuál? -preguntó Lucas, desganado, mirando el parque de vehículos estacionados.

A petición de Zofia, se conformó con «tomar prestado» el más discreto. Enfilaron inmediatamente la autopista 101, esta vez en dirección norte. Lucas preguntó adonde iban, pero Zofia iba distraída buscando el móvil en el bolso y no le contestó. Antes de tener tiempo de marcar el número del inspector Pilguez para decirle que no fuese a buscarlos, sonó el aviso del buzón de voz.

«Soy yo, Mathilde, quería decirte que no te preocupes. Les he dado tanto la lata esta mañana que me dejarán salir antes de mediodía. He llamado a Manca; vendrá a buscarme para llevarme a casa, y me ha prometido que pasará todas las noches a llevarme la cena hasta que me recupere… A lo mejor lo alargo un poco… El estado de Reina no ha evolucionado, no puede recibir visitas, duerme. Zofia, hay cosas que decimos en las relaciones amorosas y no nos atrevemos a decir en las de amistad, pero bueno, allá va: has sido mucho más que la luz de mis días o la cómplice de mis noches, has sido y sigues siendo mi amiga. Vayas a donde vayas, buena suerte. Ya te echo de menos.»

Zofia pulsó el botón con todas sus fuerzas y el móvil se apagó; lo dejó caer dentro del bolso.

– Ve hacia el centro de la ciudad.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Lucas.

– Dirígete hacia el Transamerica Building, la torre en forma de pirámide de la calle Montgomery.

Lucas paró en el arcén.

– ¿A qué juegas?

– No siempre se puede contar con las vías aéreas, pero las del cielo siguen siendo inescrutables. ¡Arranca!

El viejo Chrysler siguió su camino en el silencio más absoluto. Dejaron la 101 en la salida de la calle Tercera.

– ¿Hoy es viernes? -preguntó Zofia de repente, con aire de preocupación.

– ¡Por desgracia! -contestó Lucas.

– ¿Qué hora es?

– Me has pedido un coche discreto y, como ves, éste no da ni la hora. En fin, son las doce menos veinte.

– Tenemos que desviarnos un poco, debo cumplir una promesa. Ve al hospital, por favor.

Lucas giró para subir por la calle California y, diez minutos más tarde, entraron en el recinto del complejo hospitalario. Zofia le pidió que aparcara delante de la unidad de pediatría.

– Ven -dijo tras cerrar la portezuela de su lado.

El la siguió por el vestíbulo hasta las puertas del ascensor. Ella lo tomó de la mano, entraron y pulsó un botón. La cabina subió hasta la séptima planta.


En el pasillo donde otros niños jugaban, vio al pequeño Thomas. El le sonrió, ella le devolvió el saludo con un tierno ademán y se le acercó. Zofia reconoció al ángel que estaba a su lado y se detuvo. Lucas notó entonces que le estrechaba la mano. El niño asió de nuevo la de Gabriel y continuó su camino hacia el otro extremo del corredor sin apartar ni un momento la mirada de ella. En la puerta que daba al jardín de otoño, el niño se volvió por última vez. Abrió la mano y depositó un beso en la palma para enviárselo soplando. Cerró los ojos y, sonriendo, desapareció en la pálida luz de la mañana. Zofia cerró también los ojos.

– Ven -murmuró Lucas, tirando de ella.

Cuando el coche salió del aparcamiento, Zofia sintió náuseas.

– ¿Hablabas de ciertos días en los que el mundo se nos echa encima? -dijo-. Hoy es uno de esos días.


Circularon por la ciudad sin intercambiar una palabra. Lucas no tomó ningún atajo, al contrario, escogió los caminos más largos. Condujo por la costa y se detuvo. La llevó a caminar por la playa ribeteada de espuma.

Una hora más tarde, llegaron al pie de la torre. Zofia dio tres vueltas al edificio sin encontrar un sitio para aparcar.

– Las multas de los coches robados no se pagan -dijo Lucas, alzando los ojos al cielo-. Aparca en cualquier sitio.

Zofia estacionó junto a la acera reservada para carga y descarga. Se dirigió hacia la entrada este y Lucas la siguió. Cuando la baldosa se desplazó, Lucas retrocedió instintivamente.

– ¿Estás segura de lo que haces? -preguntó, inquieto.

– ¡No! ¡Sígueme!

Recorrieron los pasillos que conducían al gran vestíbulo. Pedro estaba detrás del mostrador y se levantó al verlos.

– ¡Menudo descaro, traerlo aquí! -exclamó, indignado.

– Necesito tu ayuda, Pedro.

– ¿Es que no sabes que todo el mundo te está buscando y que todos los guardianes de la Morada andan detrás de vosotros? ¿Qué has hecho, Zofia?

– No tengo tiempo de explicártelo.

– Es la primera vez que veo a alguien con prisa aquí.

– Tienes que ayudarme, sólo puedo recurrir a ti. Debo ir al monte Sinaí, déjame acceder al camino que conduce allí por Jerusalén.

Pedro se frotó la barbilla mirándolos a los dos.

– No puedo hacer lo que me pides, no me lo perdonarían. En cambio -dijo, alejándose hacia la otra punta del vestíbulo-, es posible que tengas tiempo de encontrar lo que buscas mientras informo al servicio de seguridad de que estáis aquí. Mira en el compartimiento central de la consola.

Zofia se precipitó detrás del mostrador y abrió todos los cajones. Confiando en su instinto, escogió una llave y arrastró consigo a Lucas. Cuando la introdujo en la puerta camuflada en la pared, ésta se abrió. Entonces oyó la voz de Pedro a su espalda:

– Zofia, es un camino sin retorno, ¿sabes lo que haces?

– ¡Gracias por todo, Pedro!

El hombre meneó la cabeza y tiró de una empuñadura que colgaba en el extremo de una cadena. Las campanas de Grace Cathedral sonaron y Zofia y Lucas apenas tuvieron tiempo de entrar en el estrecho corredor antes de que todas las puertas del gran vestíbulo se cerraran.

Unos instantes más tarde, salieron por una abertura practicada en la valla de un solar.

El sol inundaba con sus rayos la pequeña calle bordeada de edificios de tres o cuatro pisos con la fachada descolorida. Lucas puso cara de preocupación al mirar a su alrededor. Zofia se dirigió al primer hombre que pasó por su lado.

– ¿Habla nuestra lengua?

– ¿Tengo pinta de idiota? -repuso el hombre, ofendido, alejándose.

Zofia no se desanimó y se acercó a otro peatón que se disponía a cruzar.

– Estoy buscando…

Antes de que tuviera tiempo de acabar la frase, el hombre ya había llegado a la acera de enfrente.

– ¡La gente no es muy acogedora para vivir en una ciudad santa! -dijo Lucas con ironía.

Zofia hizo caso omiso del comentario y abordó a una tercera persona, un hombre completamente vestido de negro, sin duda alguna un religioso.

– Padre -dijo-, ¿puede indicarme el camino para ir al monte Sinaí?

El sacerdote la miró de arriba abajo y se marchó encogiéndose de hombros. Lucas, apoyado en una farola con los brazos cruzados, sonreía. Zofia se volvió hacia una mujer que caminaba en su dirección.

– Señora, estoy buscando el monte Sinaí.

– No tiene ninguna gracia, señorita -contestó la transeúnte, alejándose.

Zofia se acercó al vendedor de salazones que estaba arreglando el escaparate de su tienda mientras hablaba con un repartidor.

– Buenos días, ¿alguno de ustedes podría indicarme cómo ir al monte Sinaí?

Los dos hombres se miraron, intrigados, y reanudaron su conversación sin prestar la menor atención a Zofia. Al cruzar la calle, ésta estuvo a punto de ser atropellada por un automovilista, que le dio un sonoro bocinazo.

– Son de lo más encantadores -dijo Lucas en voz baja.

Zofia giró sobre sí misma en busca de alguna ayuda. Sintió que la sangre se le subía a la cabeza, recogió una caja de madera vacía del comercio, bajó a la calzada para plantarse en medio del cruce, se subió al pequeño estrado improvisado y, con las manos en jarras, gritó:

– ¿Tendría alguien la amabilidad de prestarme atención un minuto? Tengo que hacer una pregunta importante.

La calle se paralizó y todas las miradas convergieron en ella. Cinco hombres que pasaban en comitiva se acercaron y dijeron al unísono:

– ¿Cuál es la pregunta? Nosotros tenemos una respuesta.

– Debo ir al monte Sinaí. Es urgente.

Los rabinos formaron un círculo a su alrededor. Se consultaron unos a otros y, gesticulando mucho, intercambiaron opiniones sobre la dirección más apropiada que indicar. Un hombre bajito se deslizó entre ellos para acercarse a Zofia.

– Acompáñeme -dijo-, tengo un coche, puedo llevarla. Acto seguido, se dirigió hacia un viejo Ford aparcado a unos metros de allí. Lucas se apartó de la farola y se sumó al cortejo.

– Dense prisa -añadió el hombre, abriendo las portezuelas-. Deberían haber dicho de entrada que se trataba de una urgencia.

Lucas y Zofia tomaron asiento detrás y el coche salió disparado. Lucas miró a su alrededor, frunció de nuevo el entrecejo y se inclinó hacia Zofia para decirle al oído:

– Sería más prudente tumbarse en el asiento. Me parece una estupidez dejar que nos descubran cuando estamos a punto de llegar.

Zofia no tenía ningunas ganas de discutir. Lucas se encogió y ella apoyó la cabeza en sus rodillas. El conductor echó un vistazo por el retrovisor. Lucas le devolvió una amplia sonrisa.

El coche circulaba a toda velocidad, zarandeando a los pasajeros. Una media hora más tarde, frenó en seco en un cruce.

– Al monte Sinaí querían ir y al monte Sinaí los he traído -dijo el hombre volviendo la cabeza, encantado.

Zofia, sin salir de su asombro, se incorporó. El conductor le tendía una mano.

– ¿Ya? Creía que estaba mucho más lejos.

– Pues resulta que estaba mucho más cerca -contestó el conductor.

– ¿Por qué me tiende la mano?

– ¿Que por qué? -dijo el hombre, levantando la voz-. ¡Porque de Brooklyn al 1.470 de la avenida Madison son veinte dólares!

Zofia miró por la ventanilla y abrió los ojos con asombro al descubrir que la gran fachada del hospital Monte Sinaí de Manhattan se alzaba ante ella. Lucas suspiró.

– Lo siento, no sabía cómo decírtelo.

Pagó al taxista e hizo salir del vehículo a Zofia, que no decía ni media palabra. Fue tambaleándose hasta el banco de la parada del autobús y se sentó, alelada.

– Te has equivocado de monte Sinaí -dijo Lucas-. Has escogido la llave de la pequeña Jerusalén de Nueva York.

Se arrodilló ante ella y tomó sus manos entre las suyas.

– Zofia, déjalo ya… Si en miles de años no han conseguido resolver cuál debe ser la suerte del mundo, ¿de verdad crees que teníamos alguna posibilidad en siete días? Mañana a mediodía nos separarán, así que no perdamos ni un minuto del tiempo que nos queda. Conozco muy bien la ciudad. Déjame convertir este día en nuestro momento de eternidad.

La arrastró y caminaron por la Quinta Avenida en dirección a Central Park.

La llevó a un pequeño restaurante del Village. El jardín trasero estaba vacío en aquella época del año y pidieron que les sirviesen allí una comida de fiesta. Fueron hasta el SoHo, entraron en todas las tiendas, se cambiaron diez veces de ropa y les dieron las prendas del instante anterior a los vagabundos que encontraban por la calle. A las cinco, a Zofia le apeteció pasear bajo la lluvia; Lucas la hizo bajar por la rampa de un aparcamiento, encendió el mechero debajo de una alarma contraincendios y subieron tomados de la mano bajo un chaparrón único. Escaparon corriendo al oír las primeras sirenas de los bomberos. Se secaron ante la reja de un gigantesco extractor de aire y se refugiaron en un multicine. ¡Qué importaba el final de las películas! Para ellos, sólo contaba el principio. Cambiaron siete veces de sala sin perder ni una sola palomita durante sus carreras por los pasillos. Cuando salieron, la noche ya había caído sobre Union Square. Un taxi los dejó en la calle Cincuenta y siete. Entraron en unos grandes almacenes que cerraban tarde. Lucas escogió un esmoquin negro; ella se inclinó por un moderno traje de chaqueta.

– Los pagos con tarjeta no los cargan hasta final de mes -le susurró al oído al ver que no se decidía a quedarse una estola.

Salieron por la Quinta Avenida y atravesaron el vestíbulo del gran edificio que bordeaba el parque. Subieron hasta el último piso. Desde la mesa que les asignaron, la vista era sublime. Probaron todos los platos que ella no conocía y Zofia saboreó los postres.

– Esto no te hace engordar hasta pasados unos días -dijo, escogiendo el soufflé de chocolate.

Eran las once de la noche cuando entraron en Central Park. Soplaba una suave brisa. Pasearon por los caminos bordeados de farolas y se sentaron en un banco, bajo un gran sauce. Lucas se quitó la chaqueta y le cubrió a Zofia los hombros. Ella miró el puentecito de piedra blanca cuya bóveda quedaba justo sobre el paseo y dijo:

– En la ciudad a la que quería llevarte hay un gran muro. Los hombres escriben deseos en trozos de papel y los introducen entre las piedras. Nadie está autorizado a retirarlos.

Un vagabundo pasó por el camino, los saludó y su silueta desapareció en la penumbra, bajo el arco del puentecito. Transcurrió un rato en silencio. Lucas y Zofia miraron el cielo; una inmensa luna redonda difundía alrededor de ellos una luz plateada. Sus manos se juntaron. Lucas depositó un beso en la palma de Zofia, aspiró el perfume de su piel y murmuró:

– Un solo instante de ti valía todas las eternidades.

Zofia se acurrucó contra él.

Luego, Lucas tomó a Zofia entre sus brazos y, en la intimidad de la noche, la amó tiernamente.


Jules entró en el hospital. Fue hasta los ascensores sin que nadie reparara en él; los Ángeles Verificadores sabían hacerse invisibles cuando querían… Pulsó el botón de la cuarta planta. Cuando pasó por delante de la sala de guardia, la enfermera no vio la silueta que avanzaba en la penumbra del pasillo. Se detuvo ante la puerta de la habitación, se colocó bien los pantalones de tweed con estampado príncipe de Gales, llamó suavemente y entró de puntillas.

Se acercó, levantó la gasa que rodeaba la cama donde Reina dormía y se sentó a su lado. Reconoció la chaqueta que estaba en el perchero y la emoción le nubló la mirada. Acarició el rostro de Reina.

– Te he echado tanto de menos… -susurró Jules-. Diez años sin ti son muchos.

Depositó un beso en sus labios y la pequeña pantalla verde que estaba sobre la mesilla de noche rubricó la vida de Reina Sheridan con una larga raya continua.

La sombra de Reina se levantó y los dos partieron de la mano…


… En Central Park era medianoche y Zofia se dormía con la cabeza apoyada en un hombro de Lucas.


Y atardeció y amaneció…