"El nombre de los nuestros" - читать интересную книгу автора (Silva Lorenzo)7 AfrauMolina había empezado a hacer averiguaciones unos días atrás. Desde primeros de julio, venían registrándose incidentes durante la diaria expedición al pozo para traer el agua que consumía la posición. Nada de verdadera importancia, tan sólo algunas provocaciones por parte de pequeños grupos de moros y algún tiro suelto que hasta la fecha no les había costado ningún herido. El hecho era que Molina había podido comprobar, en los últimos días, que había ciertos nombres que se repetían una y otra vez en la lista de los soldados asignados a la descubierta de protección de la aguada. Y al mismo tiempo se daba la circunstancia de que otros nombres no aparecían nunca. Cuando estuvo seguro de que no podía ser casualidad, encomendó a Amador, que tenía mejor acceso a la tropa, la misión de confirmar sus sospechas. Amador vino esa misma tarde con la explicación. Se la habían dado con toda naturalidad los que hacían una y otra vez el servicio. – Hay unos cuantos que pagan por no salir de descubierta -le contó Amador a Molina-.Y otros, los que andan cortos de dinero, se ofrecen a hacerla por ellos. El negocio lo tienen tasado en una peseta por salida. – Una peseta -repitió Molina, incrédulo. Media hora después, el sargento tenía formada a toda la tropa en la explanada de Afrau. Los soldados se preguntaban a qué vendría aquella llamada a formación, a deshora y por iniciativa de Molina, quien pese a su prestigio, reconocido por todos, no dejaba de ser un sargento pelado. En aquel momento, y habiéndose marchado de permiso el capitán que normalmente mandaba la compañía, el jefe era el teniente de los artilleros, a quien no le atraía en especial la tarea de mantener la disciplina entre los infantes. Como muestra de su desinterés, durante el rato que Molina los tuvo a todos formados aquella tarde, el teniente ni siquiera hizo acto de presencia. – Me he enterado de que hay quien paga por no salir de descubierta -dijo Molina, sin preámbulos-. Una peseta, por lo visto. Un compacto silencio sucedió a la acusación. – No me importa lo que haya pasado hasta ahora -aclaró el sargento-. Lo que me importa es lo que va a pasar a partir de hoy. En adelante nadie sale de descubierta en lugar de otro. Ni por una peseta ni por quince. Los soldados contenían el aliento. Especialmente los que habían alimentado con su sobrante monetario aquel comercio. – Hay una cosa que más vale que comprendan -continuó Molina, dirigiéndose a los pudientes-. En África cada bala tiene un nombre, y ninguna bala va a equivocarse. Porque a cualquiera que se lo lleve un balazo, su madre lo va a llorar. Pero ustedes, los que pagan, deben ser ricos, y éstos, los que les cogen la peseta, son pobres. Y sus padres, además de llorarlos, se van a quedar sin nadie que los cuide, que para eso los están esperando. Quienes escuchaban a Molina no entendieron demasiado aquellas razones. Ni siquiera las entendió del todo Amador, que estaba a su lado. Para cogerles bien el sentido, deberían haber sabido que por la cabeza del sargento cruzaba en aquel instante el recuerdo de sus propios padres, que eran ancianos y se habían quedado en el pueblo, pobres y desasistidos tras la marcha de su vástago. Molina ahorraba todo lo que podía de su sueldo de sargento y enviaba mensualmente a sus padres un giro para ayudarles a subsistir. Ese era otro de los motivos que le habían impulsado a quedarse en el ejército, aunque nunca se lo había contado ni se lo contaría a Amador. El propio Molina debió percatarse de la desorientación que había sembrado y rectificó su explicación: – Lo que quiero decir es que el nombre de la bala ni se compra ni se vende, porque será el que tenga que ser y nadie se va a llevar la desgracia de otro. Se puede comprar un abrigo o se pueden comprar unos zapatos. Pero querer comprar el dolor de una familia es una indignidad. Y ahora pueden romper filas. Mañana se vienen conmigo los que se han estado librando. Algunos palidecieron con el anuncio. Otros, los que hasta entonces cobraban por salir, pensaron sobre todo en la fuente de ingresos que acababan de perder. Quizá unos pocos pensaron en las familias que habían quedado atrás. Pero aun de éstos, pudo oírsele renegar a uno: – Cojonudo, el sargento. Qué más le dará a mi familia que me maten gratis o cobrando. Y lo que cobro para mi cuerpo se queda, por lo menos. A la mañana siguiente, como todas las mañanas, se formó el convoy de la aguada. Solía componerse de tres mulos con sus correspondientes acemileros y un pelotón al mando de un sargento y un cabo. Molina llevaba aquella mañana a Amador, que revisaba concienzudo, antes de salir, el estado en que se hallaba el armamento de la apocada y avergonzada tropa. – No pongáis esa cara de entierro, hombre -trató de animarlos-. Si no pasa nada ahí fuera. Ya veréis que os estaban timando los cuatro reales. Los acemileros cargaban las cubas para el agua en los mulos. Había que hacerlo con astucia, porque los mulos se aprendían las voces con las que los cargaban y al reconocerlas lo mismo se arrancaban que se ponían a cocear. Palabras como «arriba» o «vamos allá» estaban vedadas entre los acemileros, porque ésas hasta los mulos menos despiertos se las sabían. – Fuerza -dijo aquella mañana el que dirigía la maniobra. Los dos kilómetros que separaban Afrau del pozo al que se iba a hacer la aguada eran de camino dificultoso y discurrían entre alturas de entre cien y doscientos metros. Algunos tramos imponían, porque se tenía la sensación de estar a merced de cualquiera que se encaramara a las peñas. Había uno que no tenía miedo, sin embargo, y que hasta se apuntaba voluntario, sin cobrar, a todas las descubiertas en las que iba Molina. Era Luisito, el mono de la posición. Aquella mañana se acercó corriendo como una liebre y saltó limpiamente a la grupa de uno de los mulos. Pronto se vio la razón de su precipitación. En la posición había un perro esquelético e infestado de reznos, al que los soldados habían puesto el nombre de Macuto. Una de las malvadas diversiones de Luisito consistía en acercársele cuando estaba dormido y tirarle del rabo o mordérselo. Algo le habría hecho, porque Macuto, que llegó detrás del mono, se le quedó mirando y gruñendo con los dientes bien visibles. Luisito, que era un insensato, también enseñaba los dientes desde su inalcanzable refugio. Molina le acarició el lomo al perro. – Vamos, Macuto, no le des gusto a ese cabronazo. El convoy se puso en marcha. Las dos escuadras que componían el pelotón marchaban desplegadas a los flancos, lo que obligaba a los soldados a subir y bajar los accidentes que había a ambos lados del camino, sólo un poco más ásperos, en honor a la verdad, que el camino mismo. Molina iba al frente, pero se volvía constantemente para comprobar que los soldados no perdían la posición que a cada uno le correspondía. Amador iba atrás con los dos mejores tiradores, los que en caso de apuro debían cubrir los movimientos de sus compañeros. Amador siempre recordaba en estas ocasiones lo que le había dicho Molina, la primera vez que habían salido juntos: – Si se hace bien, nunca pasa nada. Los moros se dan perfecta cuenta si lo llevas controlado y andas pendiente, y también se la dan si el que manda el convoy está despistado y la gente campa por su cuenta. Los moros, Amador, podrán ser muchas cosas, pero tontos no son. Al que sabe defenderse le dejan en paz, y del que ven flojo, en cambio, se aprovechan siempre. Por eso Molina avanzaba con esa precaución meticulosa, y cuando veía a alguien que se descuidaba, le llamaba al orden de inmediato: – Eh, chaval, cubriendo tu flanco. Se trata de que tu compañero pueda darte la espalda sin arriesgarla. Aquella mañana Molina y Amador tuvieron más trabajo que de ordinario. Aquellos hombres habían hecho descubiertas antes de que empezaran a pagar a otros por sustituirlos, pero la falta de práctica reciente y el amedrentamiento los volvían singularmente torpes. Mientras caminaba entre los montes, Molina se sentía en cambio en su elemento. Era lo que había hecho desde niño, en su tierra natal, y los instintos que ejercitaba eran, ligeramente modificados por las técnicas militares, los que había adquirido cuando por aquellos otros montes acechaba liebres para cazarlas. Ahora el acecho era recíproco, porque las presas que buscaba en los montes de África podían cazarle a él a su vez. Sin embargo, sus piernas trabajaban con gusto aquellos desniveles, y su mirada se deleitaba, pese al peligro, en pasearse por laderas y barrancos. Le gustaba tropezarse con las jaras, sentir la tierra caliente en las suelas o en las manos al apoyarse, y aspirar el olor que las plantas destilaban bajo el furioso sol Africano. Todas aquellas sensaciones le hacían sentirse vivo, incluso sabiendo que a la vez estaba jugándoselo todo. Mirándolo bien, y aunque nadie en sus cabales lo pudiera buscar de propósito, aquel jugársela venía a ser la forma más rotunda de sentirla, la vida. Amador estaba más bien habituado a caminar por el llano y el campo le era mucho menos familiar que al sargento. Aceptaba su suerte y trataba de no agravarla, nada más. Ir con Molina era al menos una garantía. Con ningún otro sargento iba tan seguro, porque ninguno le ponía a la faena lo que le ponía Molina, el alma y las tripas y a la vez la cabeza siempre fría y despejada. A veces, Amador llegaba a pensar que el sol caía sobre todos menos él. Jamás le había visto perder la concentración. Y tenía algo que era infrecuente entre quienes daban órdenes en África: no gritaba casi nunca. A medio camino, avistaron un grupo de moros sobre una colina. – Atentos a la derecha -dijo el sargento. Los moros estaban quietos, observándolos. Al menos tres de ellos llevaban el Lebel terciado a la espalda. El sargento no los perdió de vista. Mientras siguieran así, convenía dejarlos estar, pero si en algún momento aquellos hombres hacían ademán de tomar el arma tendría que detener el convoy y organizar una posible respuesta. La experiencia de los últimos días no permitía andarse con demasiadas contemplaciones. Alguno de los soldados tenía las manos crispadas sobre el máuser, mientras vigilaba a los moros impertérritos. Habríase dicho que estaban unidos al terreno, como los almendros o las chumberas que crecían a duras penas en aquellos montes. Para los europeos, sobre todo después de las últimas noticias que les llegaban desde el frente, unos moros como aquellos, posiblemente afectos a la harka, representaban una amenaza tan molesta como impredecible. Pero los moros no atacaron. Poco antes de que los soldados los perdieran de vista tras un recodo del camino, se retiraron rápidamente. Todos respiraron, momento que Molina aprovechó para advertir: – Ojo, que esto no se acaba hasta que estemos de vuelta en la posición. Llegaron al fin al pozo. Los acemileros y algunos de los soldados se encargaron de llenar las cubas. El agua era bastante salobre y sólo de relativa confianza. Siempre resultaba aconsejable hervirla, pero lo bueno que podía decirse de ella era que en Afrau se bebía y las consecuencias no pasaban de alguna descomposición general de vez en cuando. En otros sitios el agua no podía ni probarse, porque daba directamente las palúdicas. Mientras los acemileros remataban la operación, Molina cambiaba impresiones con el cabo. Habían dispuesto a los restantes elementos del pelotón alrededor del pozo y andaban enfrascados en preparar el regreso. – Ve muy atento, cabo -decía Molina-. Si yo fuera uno de los que nos hemos encontrado antes, tendría muy claro cuándo me interesa atacar. Mejor a la vuelta, cuando vamos cargados y preocupados de no perder el agua. – No parecían demasiado decididos -objetó Amador. – Nunca te fíes de lo que parecen. Tienen la obligación de confundirnos. Aunque seamos menos vivos y ellos tengan la ventaja del terreno, también saben que somos más y vamos mejor armados. No todo eran preocupaciones y tareas penosas entre los integrantes del convoy. Aprovechando la parada, Luisito había bajado del mulo y exploraba los alrededores del pozo. Después de corretear en todas direcciones, había trepado a un árbol y se descolgaba alegremente de rama en rama. – Qué envidia me da el mono -confesó Amador-. A veces me parece que es el único que está acostumbrado a todo esto. – Tiene los sesos chicos, nada más juzgó abstraído Molina. Cansado de dar saltos, el mono se recostó contra el tronco del árbol. El muy sinvergüenza era el único que tenía sombra y se adormiló allí. Sólo su rabo, enroscándose a un lado y a otro, daba señales de vida. Una vez cargada el agua, el convoy se rehízo. Los mulos echaron a andar de mala gana con el peso añadido que ahora colgaba sobre sus costillas. Los acemileros les tiraban sin misericordia del ronzal y los soldados se abrieron atropelladamente a los lados. Todos tenían prisa por deshacer los dos kilómetros, que la condición del terreno hacía parecer cinco. – Despacito y buena letra -los reprendió Molina-. Y desplegados. No quiero ver a uno solo que tenga en la línea de fuego a su compañero. Los soldados obedecieron y el convoy fue superando rampas y obstáculos en su lento regreso hacia el mar. No se veía a nadie, lo que en aquella tierra era acaso más intranquilizador que lo contrario. Un ave rapaz pasó volando por encima de ellos. Describió lentamente un par de círculos y subió impulsándose con sus anchas alas hasta lo alto de uno de los riscos. Allí se posó y se quedó contemplando majestuosa y altiva el panorama. – Es un águila -dijo uno. – Grande es, desde luego -admitió otro. El propio Molina se quedó fascinado con el bicho. Nunca había visto uno semejante, y su instinto de cazador era difícilmente reprimible ante una aparición como aquélla. Uno de los que iban junto, a Amador, que además de buen tirador y veterano de frica era conocedor de la puntería del sargento, reparó en su interés y se atrevió a proponerle: – Tírele usted, mi sargento. Seguro que la tumba. Molina sopesó la propuesta. El águila estaba a unos trescientos metros, una distancia casi imposible para cualquiera. Por otra parte, le disgustaba la idea de parar el convoy para hacer aquella exhibición. Pero el convoy se había detenido ya y no había nadie a la vista. Tampoco tenía nada de malo, quizá, aliviar un poco la rutina de aquellos hombres. Molina no era hombre que demorase mucho las decisiones. Cogió su fusil, se enrolló la correa en el antebrazo y antes de echárselo a la cara, dijo: – Le tiro para hacer la prueba y seguimos. Sobre todo, que nadie deje de fijarse en lo que tiene que fijarse. Pero era difícil saber que Molina le estaba apuntando al águila y no mirar hacia el risco. El sargento ajustó el alza y centró el blanco en el punto de mira. El águila permanecía inmóvil. Se disponía Molina a empujar el gatillo cuando cruzó por su mente, como una ráfaga perturbadora, la imagen de los moros vigilantes en lo alto de las colinas. De pronto, reparó en la temeridad que iba a hacer. El disparo lo oirían aquellos moros y se oiría también desde la posición, donde sembraría la inquietud entre quienes los esperaban. Le fastidiaba rectificar, casi tanto como dejar irse una pieza, pero bajó el fusil. Se lo echó al hombro y declaró, con su austeridad habitual: – Demasiado lejos. Vamos, en marcha. Los soldados, desilusionados, obedecieron. A poco más de un kilómetro de Afrau se cruzaron con un viejo que iba en un borriquillo. El viejo se apartó a un lado del camino y los observó con un gesto reconcentrado mientras pasaban. Los soldados le iban esquivando, uno tras otro, y al llegar a su altura le apuntaban vagamente con los fusiles. Molina recordó que un par de meses atrás se habrían saludado sin más, y que el viejo se habría esforzado por parecer amable. Cuando lo rebasaron, Amador no dejó de espiarle de soslayo. Pero el viejo reanudó su camino y desapareció con su borrico en una revuelta cercana. El accidente ocurrió unos metros más adelante. Todos iban con la mirada puesta en las alturas, pensando en posibles tiradores. Ese era el peligro previsible, y el que determinaba el orden y la disposición en que los hombres avanzaban. Pero de repente, de detrás de uno de los matorrales que había al costado del camino salió un moro armado con una gumía, se acercó por la espalda a uno de los soldados y le dio un tajo en el cuello. Los demás, incluido Molina, tardaron en reaccionar. Nadie podía imaginar que los atacaran así, con ese riesgo y al arma blanca. El agresor trató de escapar, pero los restantes miembros de la escuadra, pasado el primer momento de estupor, hicieron fuego y el moro cayó acribillado. Se vino abajo como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Algunos siguieron disparándole todavía cuando ya estaba en el suelo. Molina corrió hacia donde había quedado tendido el soldado herido, mientras le pedía a Amador: – Cabo, ocúpate de la cobertura. Amador organizó en seguida a la otra escuadra. Si en ese momento les disparaban desde arriba podían liquidarlos a todos, a menos que alguien siguiera pendiente de cubrir a los demás. Molina se inclinó sobre el cuerpo convulso del soldado caído. El moro se había salido con la suya. Le había rebanado la arteria y todos sus esfuerzos por contener la hemorragia fueron estériles. Era el primer hombre que perdía Molina desde que había llegado a Afrau. Aunque le dolía, comprendió que en aquel momento sólo podía pensar en los otros quince que seguían dependiendo de él. Lo que había en el suelo ya no era más que un cadáver, y como tal debía tratarse. – Cargadlo sobre uno de los mulos -ordenó a los acemileros. Uno de los soldados, presa de la histeria, se había acercado al cuerpo sin vida del moro y la emprendía a patadas con él: – Hijo de la gran puta -gritaba. Molina, que intentaba restablecer el orden entre los miembros de la escuadra atacada, se fue hacia el soldado y le sujetó por los hombros. – Está muerto -le dijo, con firmeza-. No le puedes hacer más. El peor de los temores del sargento era que el suicida de la gumía no estuviera solo, y que sus compañeros aprovecharan el desconcierto en que habían quedado sumidos los soldados para sepultarlos bajo una lluvia de plomo. Pero aquel temor no se cumplió. Tal vez no había nadie apostado en las colinas, o tal vez los que lo estaban apreciaron que los que mandaban el pelotón no habían dejado que se descompusiera del todo y no quisieron correr riesgos. Fuera cual fuera la razón, el convoy reanudó su marcha y cubrió el trecho que le separaba de Afrau sin volver a ser hostilizado. Entraron en la posición ofreciendo una triste estampa: los soldados desencajados, los acemileros taciturnos, el muerto sobre el lomo del mulo y el sargento con aire amargo y caviloso. Rompieron filas y el sargento fue a darle novedades al teniente jefe accidental. El artillero le recibió con prevención, alertado por el revuelo que había despertado el convoy a su llegada. – Una baja, mi teniente -refirió Molina-. Por arma blanca, en el camino de vuelta. Hemos abatido al atacante. – ¿Por arma blanca? -preguntó el teniente. – Un loco, mi teniente -explicó el sargento, en tono de fatalidad-. Salió de pronto y no pudimos hacer nada. Cuando se resignan a que los matemos, es difícil que no se nos lleven a alguno por delante. El teniente no quiso pedir más explicaciones. Aquel Molina pasaba por ser el mejor sargento de Afrau, así que a él le valía lo que dijera. Lo del muerto era una lástima, pero así solía suceder en infantería y sobre todo en aquella guerra, en la que apenas había grandes movimientos de tropas. Las escaramuzas eran de un puñado de hombres contra otro puñado de hombres o incluso contra uno solo, como había ocurrido aquella mañana. El maldito terreno forzaba esa guerra mínima y cruel, tan distinta de la que el teniente había estudiado en la academia de artillería. Era una guerra chapucera y fastidiosa, por la que no sentía ninguna curiosidad intelectual. Molina salió de la tienda del teniente y se encaminó hacia donde estaban los soldados que le habían acompañado en aquel funesto convoy. Habían tendido al muerto sobre una manta y al ver llegar al sargento se apartaron. Molina notó que aquellos soldados le guardaban rencor. El muerto era uno de los que había estado pagando por no hacer la descubierta, como la mayoría de los supervivientes, y era inevitable que éstos responsabilizaran al sargento. El propio Molina se sentía responsable, pero de otro modo. – Escribiré a sus padres para contárselo dijo, sin apartar la vista del cadáver-. Les diré que murió a mis órdenes y les pediré perdón por no haber sabido cuidarlo. Sé lo que pensáis. Que él venía hoy porque yo lo puse en la lista. Pero eso a mí no me importa. Si no hubiera sido él, habría sido cualquier otro, y también me tocaría escribir a sus padres. Hoy hemos aprendido algo, vosotros y yo. Lo primero, que en África no sólo las balas tienen nombre. Lo segundo, que nunca sabes lo que te puede pasar. El sargento no dijo nada más. Se dio media vuelta y se dirigió a su tienda. Ni siquiera Amador se atrevió a acompañarle. Estaba claro que en aquel instante Molina quería estar solo. Cuando llegó a la tienda, se tropezó con tres cabras que triscaban olímpicamente entre los catres. Una de ellas arrojaba en ese momento sobre su petate una lluvia de excrementos. – Me cago en… -estalló, furioso-. ¿Qué hacen aquí estas cabras? Al oír sus gritos, un soldado acudió a la carrera. -Las cabras son del suboficial, mi sargento -le informó, apurado. Molina estaba al tanto de aquella corruptela. El suboficial, además de los negocios que se traía con el cantinero y con la intendencia de la compañía, tenía aquellas tres cabras, que le cuidaban los soldados. – ¿Del suboficial? Vamos a ver. ¿Quién las cuida? Vosotros, ¿no? Pues estas cabras son vuestras, hombre. Y mientras lo decía empezó a empujar a las cabras hacia el corral. Una vez que las tuvo encerradas, llamó a los rancheros y les pidió un cuchillo de carnicero. En cuanto se lo trajeron, sin pensarlo, cogió la primera cabra y la degolló expeditivamente. La misma suerte corrieron las otras dos, aunque con la última tuvo que emplearse a fondo para poder hacerse con ella. Después limpió el cuchillo con un trapo y concluyó: – Las cabras son vuestras, así que hoy que os las pongan para comer. Ya está bien de pescado en conserva y de judías rancias. – Pero, mi sargento, el suboficial… -farfulló uno de los soldados, aterrado. – El suboficial me va a tocar los cojones -bramó Molina, mientras se alejaba. Nadie le había visto nunca tan iracundo, y muchos aguardaron con expectación el inevitable choque con el suboficial tras la masacre de todo su ganado. Pero ya fuera porque se hiciera cargo del impacto que al sargento le había producido lo sucedido en la descubierta, ya porque sabía que la cría de aquellas cabras por la tropa era una infracción de las ordenanzas, el suboficial se guardó su contrariedad y no exigió represalia alguna. Aunque el teniente le afeó perezosamente a Molina su acceso de cólera, al final las cabras enriquecieron el rancho, para disfrute de todos. Gracias a la furia del sargento, aquel día hubo en Afrau algo digno de ser saboreado. Sin embargo, la baja de aquella descubierta hizo mella. Era la primera irrupción severa de la guerra en la adormecida placidez de Afrau. Por añadidura, aquel mediodía el correo del regimiento trajo una mala noticia. La compañía de Afrau debía prestar un pelotón para reforzar la posición de Talilit – Ya ve, mi sargento. Me ha castigado Dios, que va a resultar que existe. Por pensar que los de Talilit iban a hacer la guerra por nosotros. ¿Se acuerda? «Antes de llegar aquí tendrán que pasar por Talilit», me animaba. Pues allá voy, al disparadero. La mala suerte, siempre lo digo, que una vez que la pruebas te coge querencia. Primero África, y ahora a Talilit. – No seas idiota, Amador -le reprochó Molina-. Lleva los ojos abiertos y ganas de volver, que no hay peor mala suerte que la que uno se busca. – Ganas de volver las llevo todas -aseguró Amador-.Y de lo otro procuraré acordarme. He tenido buen maestro. – No está el día para que me digas eso, cabo. Mira, ya que nos quedan unas horas para separarnos, nos olvidamos de la guerra. Vamos a la cantina, y nos bebemos unos vasos de esa ponzoña química que sirve el gordo. A condición de que no te me derrumbes, que no se me da consolar borrachos. A media tarde, el centinela del puesto principal vio una pequeña figura que se aproximaba a toda velocidad hacia la posición. Al principio no la identificó y llegó a prevenir el arma. Pero cuando estuvo más cerca bajó el fusil y se echó a reír. Era Luisito, que se había quedado dormido junto al pozo y había tenido que recorrer el camino por sus medios. Quizá por eso, o por el simple hecho de que le hubieran dejado, entró en la posición hecho un basilisco, enseñando los dientes a un lado y a otro. Cuando se lo contaron, Molina, ya con unos vasos de vino a las espaldas, comentó: – El |
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