Juan Ramón Jiménez Platero y yo Prologuillo Capítulo primero Platero Capítulo segundo Mariposas blancasCapítulo tercero Juegos del anochecerCapítulo cuarto El eclipse Capítulo quinto Escalofrío Capítulo sexto La miga Capítulo séptimo El loco Capítulo octavo Judas Capítulo noveno Las brevas Capítulo diez ¡Ángelus! Capítulo once El moridero Capítulo doce La púa Capítulo trece Las golondrinasCapítulo catorce La cuadra Capítulo quince El potro castradoCapítulo dieciséis La casa de enfrenteCapítulo diecisiete El niño tonto Capítulo dieciocho La fantasma Capítulo diecinueve Paisaje grana Capítulo veinte El loro Capítulo veintiuno La azotea Capítulo veintidós Retorno Capítulo veintitrés La verja cerrada Capítulo veinticuatro Don José, el cura Capítulo veinticinco La primavera Capítulo veintiséis El aljibe Capítulo veintisiete El perro sarnoso Capítulo veintiocho Remanso Capítulo veintinueve Idilio de abril Capítulo treinta El canario vuela Capítulo treinta y uno El demonio Capítulo treinta y dos Libertad Capítulo treinta y tres Los húngaros Capítulo treinta y cuatro La novia Capítulo treinta y cinco La sanguijuela Capítulo treinta y seis Las tres viejas Capítulo treinta y siete La carretilla Capítulo treinta y ocho El pan Capítulo treinta y nueve Aglae Capítulo cuarenta El pino de la coronaCapítulo cuarenta y uno Darbón Capítulo cuarenta y dos El niño y el agua Capítulo cuarenta y tres Amistad Capítulo cuarenta y cuatro La arrulladora Capítulo cuarenta y cinco El árbol del corral Capítulo cuarenta y seis La tísica Capítulo cuarenta y siete El rocío Capítulo cuarenta y ocho Ronsard Capítulo cuarenta y nueve El tío de las vistas Capítulo cincuenta La flor del camino Capítulo cincuenta y uno Lord Capítulo cincuenta y dos El pozo Capítulo cincuenta y tres Albérchigos Capítulo cincuenta y cuatro La coz Capítulo cincuenta y cinco Asnografía Capítulo cincuenta y seis Corpus Capítulo cincuenta y siete Paseo Capítulo cincuenta y ocho Los gallos Capítulo cincuenta y nueve Anochecer Capítulo sesenta El sello Capítulo sesenta y uno La perra parida Capítulo sesenta y dos Ella y nosotros Capítulo sesenta y tres Gorriones Capítulo sesenta y cuatro Frasco Vélez Capítulo sesenta y cinco El verano Capítulo sesenta y seis Fuego en los montes Capitulo sesenta y siete El arroyo Capítulo sesenta y ocho Domingo Capítulo sesenta y nueve El canto del grillo Capítulo setenta Los toros Capítulo setenta y uno Tormenta Capítulo setenta y dos Vendimia Capítulo setenta y tres Nocturno Capítulo setenta y cuatro Sarito Capítulo setenta y cinco Última siesta Capítulo setenta y seis Los fuegos Capítulo setenta y siete El vergel Capítulo setenta y ocho La luna Capítulo setenta y nueve Alegría Capítulo ochenta Pasan los patos Capítulo ochenta y uno La niña chica Capítulo ochenta y dos El pastor Capítulo ochenta y tres El canario se muere Capítulo ochenta y cuatro La colina Capítulo ochenta y cinco El otoño Capítulo ochenta y seis El perro atado Capítulo ochenta y siete La tortuga griega Capítulo ochenta y ocho Tarde de octubre Capítulo ochenta y nueve Antonia Capítulo noventa El racimo olvidadoCapítulo noventa y uno Almirante Capítulo noventa y dos Viñeta Capítulo noventa y tres La escama Capítulo noventa y cuatro Pinito Capítulo noventa y cinco El río Capítulo noventa y seis La granada Capítulo noventa y siete El cementerio viejo Capítulo noventa y ocho Lipiani Capítulo noventa y nueve El castillo Capítulo cien La plaza vieja de torosCapítulo ciento uno El eco Capítulo ciento dos Susto Capítulo ciento tres La fuente vieja Capítulo ciento cuatro Camino Capítulo ciento cinco Piñones Capítulo ciento seis El toro huido Capítulo ciento siete Idilio de noviembre Capítulo ciento ocho La yegua blanca Capítulo ciento nueve Cencerrada Capítulo ciento diez Los gitanos Capítulo ciento once La llama Capítulo ciento doce Convalecencia Capítulo ciento trece El burro viejo Capítulo ciento catorce El alba Capítulo ciento quince Florecillas Capítulo ciento dieciséis Navidad Capítulo ciento diecisiete La calle de la ribera Capítulo ciento dieciocho El invierno Capítulo ciento diecinueve Leche de burra Capítulo ciento veinte Noche pura Capítulo ciento veintiuno La corona de perejil Capítulo ciento veintidós Los Reyes Magos Capítulo ciento veintitrés Mons-urium Capítulo ciento veinticuatro El vino Capítulo ciento veinticinco La fábula Capítulo ciento veintiséis Carnaval Capítulo ciento veintisiete León Capítulo ciento veintiocho El molino de viento Capítulo ciento veintinueve La torre Capítulo ciento treinta Los burros del arenero Capítulo ciento treinta y uno Madrigal Capítulo ciento treinta y dos La muerte Capítulo ciento treinta y tres Nostalgia Capítulo ciento treinta y cuatro El borriquete Capítulo ciento treinta y cinco Melancolía Capítulo ciento treinta y seis A Platero en el cielo de MoguerCapítulo ciento treinta y siete Platero de cartón Capítulo ciento treinta y ocho A Platero en su tierra
Prologuillo Suele creerse que yo escribí “Platero y yo” para los niños, que es un libro para niños.
No. En, “ La Lectura ”, que sabía que yo estaba con ese libro, me pidió que adelantase un conjunto de sus páginas más idílicas para su “Biblioteca Juventud”. Entonces, alterando la idea momentánea, escribí este prologo:
“Advertencia a los hombres que lean este libro para niños: Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para… ¡qué se yo para quién!… para quien escribimos los poetas líricos… Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien! “Dondequiera que haya niños-dice Novalis-existe una edad de oro.” Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarlo nunca.
¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te hallé yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer!
Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren. También habrá excepciones para hombres y para mujeres, etc.