"Nostromo" - читать интересную книгу автора (Conrad Joseph)Primera Parte La plata de la mina Cap ítulo Primero En la época de la dominación española, y por muchos años después, la ciudad de Sulaco -de cuya antigüedad da testimonio la lujuriante belleza de sus huertos de naranjos- no había tenido nunca más importancia comercial que la de un puerto de cabotaje con un tráfico local, bastante amplio, en pieles de buey y añil. Los pesados galeones de alto bordo usados por los conquistadores, naves cortas y anchas que necesitaban para moverse el empuje de un viento tempestuoso, solían yacer encalmados allí donde los modernos barcos, construidos al estilo de Algunos puertos del globo son de difícil acceso por sus traidores bajíos y arrecifes y por las tempestades de sus costas. Sulaco había hallado un santuario inviolable contra las tentaciones de un mundo comerciante en el augusto silencio del profundo Golfo Plácido, en cuyo fondo quedaba protegido, como dentro de un enorme templo semicircular y sin techumbre, abierto al océano, con sus muros de altas montañas, que ostentan por colgaduras enlutados cortinajes de nubes. En un lado de esta dilatada curva, en el litoral rectiforme de la República de Costaguana, el último saliente de la sierra costera forma un cabo insignificante, llamado Punta Mala. Esa lengua de tierra no es visible desde el centro del golfo; pero puede divisarse débilmente, como una sombra proyectada en el cielo, la mole de una escarpada colina. En el lado opuesto flota levemente sobre la clara línea del horizonte algo que parece una mancha aislada de bruma azul. Es la península de Azuera, caos bravío de agudas rocas y pétreos llanos, cortados aquí y allá por simas verticales. Yace a gran distancia mar adentro, presentando el aspecto de un tosco cabezo de piedra, que se extiende desde una costa vestida de verdor en el extremo de una delgada faja de arena, cubierta de densos y espinosos chaparros. Es un lugar de desolada aridez, porque las lluvias ruedan inmediatamente al mar por todas partes, y carece de tierra que produzca una sola hoja de hierba -según se dice-, como si pesara allí el esterilizador influjo de una maldición. Los pobres, asociando por un vago instinto de consuelo las ideas del mal y de riqueza, os dirán que aquel sitio es fatal a causa de sus vedados tesoros. La gente ordinaria de las cercanías, La tradición refiere que en lo antiguo perecieron en su busca muchos aventureros. Cuéntase también que en época reciente dos marineros vagabundos -norteamericanos tal vez, y seguramente La segunda tarde se vio, por vez primera a lo que recuerdan los nacidos, una espiral de humo (no podía proceder sino de la hoguera del vivaque) erguida verticalmente proyectando su borrosa silueta sobre el cielo encima de un agudo risco que se alzaba sobre el rocoso cabezo. La tripulación de una goleta de cabotaje, que yacía encalmada a tres millas de la costa, la contempló con asombro hasta que anocheció. Un pescador negro que vivía en una choza solitaria, construida en una caleta de las inmediaciones, había visto partir la expedición y estaba al acecho de alguna señal. Llamó a su mujer, precisamente cuando el sol estaba a punto de ponerse; y los dos observaron el extraño portento con envidia, incredulidad y terror. Los impíos aventureros no dieron más señales de vida. No se volvió a ver jamás a los marineros, ni al indio, ni al En cuanto al Tales son los legendarios moradores de Azuera, guardianes de su riqueza prohibida. Y, volviendo ahora a nuestra descripción, la sombra proyectada sobre el cielo en un lado, con la mancha redonda de bruma azul que borra el brillante borde del horizonte en el otro, marcan los dos puntos extremos del arco que lleva el nombre de Golfo Plácido; denominación que le cuadra a maravilla, porque no hay noticia de que ningún viento tempestuoso haya perturbado jamás la paz de sus aguas. Al cruzar la línea imaginaria trazada desde Punta Mala hasta Azuera, los barcos, salidos de Europa con destino a Sulaco, pierden al punto las recias brisas del Océano, y son presa de caprichosos vientos que juegan con ellos, a veces por espacio de treinta horas seguidas. Los tripulantes de esos barcos pueden contemplar cómo la mayoría de los días del año el fondo del dormido golfo se llena de una gran masa de inmóviles y opacas nubes. En las raras mañanas de ambiente despejado, otra sombra cae sobre la tranquila superficie. La claridad del día rompe en lo alto por detrás del colosal y aserrado murallón de la Cordillera, ofreciendo una visión nítidamente perfilada de oscuros picos, que yerguen sus escarpadas vertientes sobre un alto pedestal de bosque, asentado en el borde mismo de la playa. Entre ellos se alza majestuosa sobre el azul la blanca cima del Higuerota. Aglomeraciones desnudas de enormes rocas salpican con manchitas negras el alisado domo de nieve. Después, cuando el sol meridiano barre del golfo la sombra de las montañas, empiezan las nubes a rodar fuera de los valles más bajos. Envuelven en sombríos jirones las calvas de los precipicios por encima de las fragosas tajaduras, ocultan los picos, humean en fajas tempestuosas al través de las nieves del Higuerota. La Cordillera desaparece de la vista, como si se hubiera disuelto en los grandes cúmulos de vapores grises y negros, que avanzan con lentitud hacia el mar y se diluyen en el transparente aire, a todo lo largo del frente, por efecto del ardiente calor del día. El borde sometido a ese desgaste lucha siempre por llegar al medio del golfo, pero pocas veces lo consigue; el sol se le va comiendo, como dicen los marinos. A no ser que por raro accidente una sombría nube tempestuosa se desprenda del cuerpo principal y cruce la extensión del golfo internándose en el mar del otro lado de Azuera, donde de pronto estalla en llamaradas y estampidos, como siniestro barco pirata del aire, puesto en facha sobre el horizonte para dar batalla al Océano. Por la noche la mole de nubes, subiendo cada vez más hacia el cenit, sepulta la total extensión del inmóvil golfo en impenetrable oscuridad, pudiéndose oír dentro de ella, ya en una dirección, ya en otra, el comienzo y cese bruscos de recios chubascos. Esas noches encapotadas son famosas entre los marinos a lo largo de toda la costa occidental del gran continente. Cielo, tierra y mar desaparecen juntos del mundo, cuando el Plácido, según suele decirse, se retira a dormir envuelto en su negro En su vasta lobreguez el marinero no ve el barco que flota debajo de sus pies, ni las velas que aletean sobre su cabeza. El ojo del mismo Dios -añade la gente de mar con irrespetuosidad que toca en sacrilegio- no puede averiguar qué labor ejecuta allí la mano del hombre; y es dable invocar impunemente la ayuda del diablo, porque hasta su malicia seria derrotada por una cerrazón tan impenetrable. Las márgenes del golfo son escarpadas todo alrededor. Tres isletas inhabitadas, que se bañan en la luz del sol, fuera del velo de nubes, pero casi tocándole, frente a la entrada del puerto de Sulaco, llevan el nombre de "Las Isabelas". Son: la Gran Isabel; la Pequeña Isabel, que es redonda; y la Hermosa, la más pequeña de todas. Esta última no tiene más que un pie de altura y unos siete pasos de anchura, consistiendo en la calva aplanada de una roca gris, que humea como la ceniza caliente cuando la moja la lluvia, y en la que no es posible fijar la planta desnuda, antes de ponerse el sol, sin abrasarse. En la Pequeña Isabel, una vieja y astrosa palmera, de tronco grueso y deforme, verdadera bruja de las palmeras, restriega con seco rumor contra la áspera arena un lacio ramillete de hojas muertas. La Gran Isabel tiene una fuente de agua dulce que brota en el verdecido lado de una quebrada. Semejante a una cuña verde esmeralda, de una milla de largo, y tendida sobre el mar, tiene dos árboles frondosos que crecen juntos y proyectan anchurosa sombra al pie de sus lisos troncos. Una barraca, que hiende la isla en toda su longitud, está cubierta de arbustos; y después de presentar una profunda y enmarañada tajadura en el lado más alto, se ensancha en el otro hasta degenerar en una hondonada somera que termina en una pequeña faja de playa arenosa. Desde ese extremo inferior de la Gran Isabel, el observador puede contemplar directamente el puerto de Sulaco, dirigiendo la mirada por una abertura, distante unas dos millas, tan neta como si la hubieran abierto con una hacha en la superficie regular de la costa. El puerto es una masa oblonga de agua, que tiene forma de lago. En un lado los cortos espolones vestidos de boscaje y los valles de la Cordillera bajan en ángulo recto hasta la misma costa; y en el otro se abre a la vista la gran llanura de Sulaco, perdiéndose en el misterioso ópalo de las grandes distancias envueltas en árida bruma. La ciudad misma de Sulaco -conjunto de remates de muros, una gran cúpula, centelleos de miradores blancos en un vasto boscaje de naranjos- yace entre las montañas y la llanura, a cierta distancia, no grande, de su puerto y fuera de la línea directa de la vista desde el mar. |
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