"La dama número trece" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

IV. LAS DAMAS

– Creo que me comprenderéis mejor cuando os cuente esto. Sucedió hace mucho tiempo, pero recuerdo todos los detalles… Además, Salomón nos ha dado su palabra de revelarnos cómo ha encontrado este papel y esta fotografía, así que yo… Es justo que yo os explique de dónde proceden…

Volvió a llevarse la copa a los labios, como buscando fuerzas para proseguir. Cuando habló de nuevo, se había convertido en el profesor que ambos conocían, de voz diáfana, grave, asombrosamente bella.

– Yo tendría unos nueve o diez años y aún vivía en el pueblo donde nací, en Roquedal… De mi pueblo sí creo haberos hablado: de sus leyendas, sus misterios, su mar inagotable… Pero esto no atañe a Roquedal, aunque ocurrió allí, sino a mi abuelo materno, Alejandro Guerín… Mi abuelo Alejandro era carpintero, pero enviudó cuando mi madre nació, y quizá esta tragedia desató en él el repentino deseo de dedicarse a lo que de verdad le gustaba, que era la poesía. La gente que lo conocía afirmaba que llevaba los versos en las venas. Hasta Manuel Guerín, el poeta roquedeño actual, que es hijo de un sobrino de mi abuelo, afirma que heredó su oficio de su tío Alejandro… Esa pasión le llevó a hacer algo poco menos que inconcebible para la época: se marchó del pueblo dejando a su hija recién nacida al cuidado de una hermana que no tenía hijos y que la adoptó encantada. A través de remotas cartas supieron que se había establecido en Madrid y que, al tiempo que ganaba algún dinero con su oficio, intentaba publicar poemas. Luego, siempre incansable, hizo los bártulos y se fue a París. Pero entonces estalló la guerra y dejaron de recibirse noticias suyas. Pasaron los años, Francia fue ocupada y todos en Roquedal pensaron que mi abuelo habría muerto o estaría encarcelado. Cuando terminó la contienda creyeron que jamás volverían a saber de él. Y entonces ocurrió algo aún más increíble que el hecho de que se marchara: regresó. -Hizo una pausa y deslizó el dedo índice por la superficie de la foto, como si fuese ciego y quisiera leer palabras en relieve-. Debéis comprender la sorpresa con que lo acogieron. Mucha. gente se marchaba, muchos se quedaban, pero pocos regresaban a aquella España de posguerra. Mi abuelo Alejandro fue la excepción. Un día lo vieron bajarse de un tren en la estación con una maleta, de igual forma que lo habían visto subir a otro años atrás. La excusa era la boda de su hija, que por entonces iba a casarse. Huelga decir que, su retorno no agradó a nadie. Todos pensaban que pondría reparos al matrimonio, pero él les sorprendió otra vez, porque lo único que deseaba, dijo, era establecerse en Roquedal y vivir en paz hasta el fin de sus días. Y traía dinero, detalle no poco importante. Le entregó, una parte a su hija, otra a la hermana que la había adoptado y se reservó una modesta suma para abrir un pequeño taller de carpintería. Prometió no molestar y cumplió su palabra. La gente volvió a abrirle los brazos. Comprendieron que venía en son de paz. Solo dos detalles parecían extraños: no quería, ni por asomo, hablar de su experiencia en París, y tampoco hablaba de poesía. «No soy poeta», decía «Nunca he sido poeta. Soy carpintero.» Y te miraba de una forma tan especial al decirlo que se te quitaban las ganas de volver a preguntar.

»Pasaron los años, nací yo, y crecí maravillado con la historia de mi abuelo Alejandro, "el de París". Me acostumbré a pasar las tardes en su taller, a la salida del pueblo, y mi abuelo, al principio renuente, terminó aceptándome. Yo tenía ínfulas literarias y le decía que quería hacer lo mismo que él: marcharme de Roquedal para convertirme en escritor. Le enseñaba mis poemas, pero él nunca los leía. Simplemente, me admitía en su soledad. Me llamaba Gurí, y decía cosas bonitas sobre mis ojos y mi figura. En fin, trabamos una fuerte amistad, y gracias a ella pude darme cuenta de algo que los demás ignoraban: mi abuelo no se encontraba desengañado de la "vida bohemia", o amargado por un giro inesperado de la veleidosa fortuna que le hubiera obligado a regresar. En realidad, mi abuelo vivía atemorizado. Era un miedo largo y difuso, como una enfermedad. Se acostumbró a la bebida, a los silencios, a las miradas breves… Era como si esperara que sucediera algo y lo temiese al mismo tiempo…

»Yo tenía, como os he dicho, nueve o diez años cuando ocurrió todo. Era un día de verano y estaba de vacaciones, lo cual me permitía ver a mi abuelo con más frecuencia. Aquella mañana había ido a su taller, como casi todas, y…


Le sorprendió ver la puerta cerrada.

Aunque el viejo no tuviera clientes (podía pasarse días enteros sin tenerlos) nunca cerraba por las mañanas, ni siquiera los festivos. El niño temió que estuviera enfermo. Llamó con los nudillos y aguardó. Luego golpeó el cristal de la ventana.

– ¿Abuelo?

Dentro se escucharon ruidos, lo cual le tranquilizó un poco. Quizá el viejo se había quedado dormido. Últimamente bebía mucho y se mostraba renuente a abandonar las sábanas. Por otra parte, no hacía un día propicio para asomarse al exterior. El cielo era gris y el calor, sofocante. El viento arrastraba llamaradas saharianas apenas templadas por la presencia del mar, y los montes, erizados de ladas, temblaban a lo lejos. Un par de heliotropos que el viejo había capturado en un macetero parecían tan sañudos como el día. Probablemente habría tormenta, pensó el niño, uno de esos violentos aguaceros veraniegos que destripan las nubes. Le alegraba tal posibilidad: si llovía, sería maravilloso bajar a la playa por la tarde. El mar torturado por la lluvia siempre se mostraba oscuramente hermoso, con las gaviotas chillando enloquecidas en el espigón. Además, sus amigos aprovecharían la salvaje soledad para disparar a las negretas toscos ojaranzos afilados. Quizá hasta el viejo querría acompañarle.

– ¿Gurí? ¿Eres tú?

La puerta se abrió al tiempo que la sonrisa del niño se esfumaba por completo. Pálido y sudoroso como una vela que se derritiera sin llama, el viejo lo miraba con ojos desmesurados. La llamarada de sus palabras le hizo saber que se encontraba borracho.

– Entra, Gurí, vamos.

– ¿Qué te pasa, abuelo?

– ¡Entra…!

El viejo cerró la puerta y lo precedió hacia el interior. Cruzaron un mundo con olor a astillas habitado por herramientas terribles y madera dulce y silenciosa. Un mundo de muebles sin rostro, como niños que no han acabado de nacer. Al otro lado del taller, la habitación del viejo, su «ermita de cartujo» como él la llamaba, se hallaba invadida por igual de botellas de vino y latas de barniz y creosota. Una garrafa esparcía un denso olor a alcohol, y las huellas en el cristal de un vaso junto a ella delataban que su propietario, probablemente, llevaba bebiendo desde antes del alba.

El viejo iba de un lado a otro, vagaroso, espiando por las ventanas y asegurando las puertas. Luego se agachó y cogió al niño de los brazos.

– Gurí, hazme un favor, un gran favor… Quiero que averigües hoy mismo, ahora mismo, dónde se hospeda la mujer que llegó anoche al pueblo… Atiende, no me interrumpas… Quiero saber su nombre y de dónde viene… Es muy joven y muy bella, así que todo el mundo la habrá visto. Gurí, no me falles… Bonito mío, no me falles…

– ¿Una mujer, abuelo?

– Sí, joven, alta y hermosa. Llegó anoche. Quiero que me digas de dónde viene… Y… ¡Espera, no te vayas aún…! Lo más importante de todo. Mejor dicho, las dos cosas más importantes: averigua si lleva un broche colgado del cuello, ya sabes, un adorno dorado… Si es así, asegúrate que te digan qué forma tiene. Pero, por lo que más quieras, si en algún momento te tropezaras con ella, óyeme bien, si en algún momento la vieras… Hazme caso, gurí, niño mío… No le hables ni te acerques aunque te llame… ¡Aunque te llame! ¿Me has entendido?…

– Abuelo, no me aprietes tanto los brazos…

– ¿Me has entendido?

– Sí, abuelo.

– Ahora, vete, y vuelve cuanto antes.

No tuvo inconveniente alguno en obedecer la primera mitad de aquella orden. Estaba deseando marcharse. La conducta de su abuelo le atemorizaba. No sabía qué le ocurría, pero solo mirar sus ojos le hacía sentir escalofríos.

Regresó dos horas después. Esta vez el taller estaba abierto. La voz del viejo, desde el fondo, le invitó a pasar. Lo encontró sentado en su mecedora de enea.

– Nadie, abuelo.

– ¿Qué?

– Que no ha venido nadie al pueblo, ni ayer ni en toda la semana.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. He preguntado en la pensión, en el hostal… Y fui al bar de la Trocha. Allí lo saben todo. Y no ha venido nadie. Nadie.

No quiso añadir lo que la mayoría le había dicho a continuación, y que él mismo también creía: que el viejo tenía que dejar de beber tanto. Hubiera sido incapaz de decírselo. Amaba con locura a aquel hombre de cerrada barbita cana, calvicie lenta y ennoblecida por la simetría y ojos que parecían, en sus mejores momentos, ventanas abiertas de par en par al mundo que él estaba deseando conocer. Pensó que su abuelo se alegraría con aquella noticia, pero comprobó que no era así: de hecho, parecía más desesperado que antes. Pero, de improviso, su semblante cambió. Sonrió, le guiñó un ojo.

– Me da muchísima vergüenza pedirte otro favor. Si no te apetece, me lo dices y en paz, ¿vale…?

– Vale, abuelo.

– Eres un chavalito maravilloso. Lo que me gustaría es… que pidieras permiso a tus padres para venir esta noche a mi casa. Jugaremos a las cartas, o a lo que quieras… Luego, si no tienes que marcharte pronto, te dejaré la cama y yo dormiré en el sofá… No te molestaré, te lo juro…

– Pero, abuelo…

– Sé que es un plan muy aburrido para ti, pero…

– ¿Aburrido, dices…? ¡Es estupendo…! ¡Voy a decírselo a mamá!

No tuvo problema alguno, y lo sabía. Su familia, como todo el mundo en Roquedal, había terminado por comprender que el viejo era inofensivo. Es verdad que su madre no quería saber nada de aquel remoto carpintero de quien solo había recibido una sonrisa, un beso y una buena cantidad de dinero, pero no se oponía a que el niño lo visitara con frecuencia.

Sin embargo, al llegar la hora, un acontecimiento estuvo a punto de arruinar el plan. El grumo de calor que el cielo retenía descerrajó una descarga sobre el mar y arrastró arena y polvo por las callejuelas. El niño tuvo la prudencia de salir antes de lo previsto para que sus padres no se lo impidieran más tarde. Aun así, llovía intensamente cuando llegó al taller. Algo parecido al resplandor de una luciérnaga encerrada en un fanal flotaba en la ventana. El viejo le dejó paso.

– Estás empapado, gurí. Entra y sécate.

Lo primero que le llamó la atención fue que su voz había cambiado. Ya no temblaba, ya no manifestaba miedo ni emoción alguna. Su aliento seguía oliendo a alcohol, pero no más que por la mañana. Y sus gestos eran precisos, rígidos, seguros. Dedujo de todo ello que se encontraba completamente sobrio. Después, mucho más tarde, llegaría a darse cuenta de su error. Pero en aquellos días el niño ignoraba la existencia de estados de embriaguez más allá del temblor, el tartamudeo y la burla; borracheras absolutas que eran como la locura, y podían ocultarse tras la mirada.

El viejo cruzó el taller sin tambalearse ni una sola vez, llegó a su «ermita», iluminada por un par de velas colocadas en botellas vacías, y se sentó rígidamente en su mecedora de enea. Sus ojos miraban al vacío.

– Quítate esa camisa y ponla a secar. Tengo algo de queso, por si quieres matar el gusanillo.

– Acabo de cenar, abuelo.

Durante un rato se miraron en completo silencio con el ruido de fondo de la lluvia, y el niño percibió la extrema palidez del rostro del viejo. Era como si, en el intervalo en que habían dejado de verse, toda la sangre que pintaba su cabeza hubiese escapado por algún orificio. Por fin, le oyó hablar de nuevo.

– Te agradezco tanto que hayas venido… Quería hablar contigo, contarte algo… A decir verdad… -Se inclinó hacia él y sonrió-. A decir verdad, quiero contártelo todo. -Hizo una pausa, pero la sonrisa no cedió: parecía incrustada en su rostro como esos adornos que colocaba en los muebles del taller-. Muchas veces me has preguntado si he vuelto a escribir poesía, ¿no es cierto…? Pues te confesaré un secreto… -Tendió la mano hacia la estantería que había a su espalda y sacó un cuaderno de tapas arrugadas-. Esto no se lo he enseñado a nadie nunca. En estas páginas está todo lo que he escrito últimamente… Todo.

El niño estaba a punto de sonreír extasiado cuando se dio cuenta de algo.

Fue una revelación tan violenta, tan adulta, que casi la sintió como una bofetada contra su rostro.

Su abuelo estaba enfermo. Muy enfermo. Y no era que hubiese enfermado de repente, en aquel momento: tan solo había permitido que la densa enfermedad que albergaba se abriese paso, por fin, a través de sus cansados rasgos, sus ojos como torbellinos incomprensibles de luz, sus labios plateados de saliva.

Se quedó paralizado en el asiento. Le pareció que aquel rostro arrugado que estaba contemplando era el de un desconocido, un anciano que hubiese perdido por completo la chaveta, una vieja cabra. Su abuelo era una vieja cabra, eso era.

– ¿Quieres leer un poema de tu abuelo, gurí, el poema que he estado escribiendo desde hace años…? ¡Oh, venga, no me digas que no, chavalín, siempre has deseado leer un poema de tu famoso abuelo Alejandro…! ¿Quieres leerlo…? -Y de improviso, en medio de dos truenos, aquel grito-: ¡Contesta, puñetero! -El niño dijo «sí» sin que sus propios oídos lo oyesen-. Pues aquí está.

El cuaderno no temblaba, pero empezó a hacerlo cuando el niño lo cogió.

– Léelo. Lee mi poema, chaval.

Con trémula cautela, el niño lo abrió por la primera página. No había palabras sino un dibujo torpe ejecutado con lápices de colores: una flor amarilla. En la segunda, un pájaro azul. En la tercera, una mujer atada a las patas de una cama con las piernas abiertas y


las damas


en las siguientes, cabezas humanas con carúnculas rojas emergiendo del cráneo; un rostro de ojos blancos; una niña rubia con las manos amputadas introduciéndose uno de los muñones por


las damas son trece


una muchacha de dientes afilados; un palo de escoba hundido hasta el haz en unos genitales


las damas son trece:

la número uno Invita


borrones, manchas, bocas abiertas; un rostro cubierto de gusanos; un hombre ahorcado; una mujer con el vientre abierto; una culebra deslizándose por el ojo de un bebé


las damas son trece:

la número uno Invita

la número dos Vigila


– ¿Te gusta mi poema, chaval?

El niño no dijo nada.

– ¿Te gusta mi poema? -insistió el viejo.

– Sí.

– Sigue leyendo. Lo mejor es el final.

Pasó las páginas con rápido aleteo, como el sonido de su propio corazón. Un mundo de locuras coloreadas le abanicó el rostro. La última hoja no pertenecía al cuaderno y estaba suelta. Era la única que se hallaba escrita. Reconoció la caligrafía de su abuelo. Era un poema muy raro. Parecía más bien una lista de nombres.


Las damas son trece:

La número uno Invita,

La número dos Vigila,

La número tres Castiga

La número cuatro Enloquece

La número cinco Apasiona

La número seis Maldice…


– La número siete Envenena -recitaba el viejo, al tiempo que el niño leía, sin un solo tartamudeo, sin un solo error-. La número ocho ConjuraLa número nueve InvocaLa número diez EjecutaLa número once AdivinaLa número doce Conoce. -Se detuvo y sonrió-. Son las damas. Son trece, siempre son trece, pero solo se citan doce, ¿lo ves…? Solo debes mencionar doce… Nunca, ni en sueños, te atrevas a hablar de la última… ¡Ay de ti, si se te ocurriera mencionar a la número trece…! ¿Crees que estoy mintiendo?

Una vieja cabra. Tu abuelo es una vieja cabra. Hizo un esfuerzo por contestar mientras contemplaba aquel rostro fracturado por la locura:

– N-no…

El viejo se reclinó en el asiento como si la respuesta le hubiese complacido o, al menos, tranquilizado de alguna forma. Durante un instante no dijo nada. La tormenta era el grito de una muchedumbre. Luego volvió a hablar, en un susurro.

– Yo conocí a una de ellas, en París… Mejor dicho, ella quiso conocerme. Siempre son ellas las que te eligen. Se llamaba Leticia Milano. Por supuesto, ése no era su nombre, ni su apariencia ésta. -Con un gesto de mago extrajo de algún sitio una arrugada fotografía y se la entregó al niño-. ¿Me ves ahí…? Esa foto fue tomada hace muchos años, en la costa bretona. Ella es Leticia Milano. Podría hablarte mucho sobre esa mujer, pero no lo haré. Solo te hablaré de su mirada. ¿Sabes lo que había en su mirada, gurí…? Lo que acabas de ver en ese cuaderno. Todo eso había.

El niño estaba cada vez más asustado. No entendía nada de lo que su abuelo decía, solo sabía que había cometido un grave error al venir aquella noche a su casa. Algo más inquietante que la palidez vagaba por el interior del rostro del viejo, tensando las facciones, haciendo girar los globos oculares, contrayendo las comisuras en breves muecas mientras hablaba.

– Cada dama puede ser muchas mujeres distintas, pero los que hemos pertenecido a ellas sabemos reconocerlas. Llevan un símbolo. Un medallón colgado del cuello. ¿Lo ves…? -Señaló la foto-. Ella llevaba el medallón de Akelos, la número once, la que Adivina… Mira la foto. ¿Cuál es la forma de ese medallón, chaval…?

El niño no apartaba los ojos de la foto. Sentía un helor húmedo en su torso desnudo.

– Parece… un bicho.

– Una araña -precisó el viejo. Volvió a reclinarse en el asiento y emitió una risita-. Tú quieres ser poeta, ¿no…? ¿A que no sabes lo que es la poesía…? Supongo que en el colegio te dirán que consiste en crear frases bonitas que riman… Pero hace muchos, muchísimos años, un sacerdote depositaba a un bebé sobre un altar, abría su pequeño y redondo vientre como una sandía y, mientras tiraba de su intestino como de un gusanito largo, largo, largo, recitaba «bonitos» poemas… La verdadera poesía es horror puro: te lo dice tu abuelo… -De repente el niño comprendió algo: en la vejez, llorar era mirar como en aquel momento su abuelo lo estaba mirando a él-. No sabes… No sabes lo que ella me hizo ver… No tienes idea, chaval… ¿Cómo explicártelo…? Hay dos niveles. -Alzó la mano a la altura de los ojos, la palma hacia abajo, sin temblar-. Uno, el de arriba, en el que vivimos. Pero existe otro más profundo, muy profundo… -El niño siguió el trayecto de la mano en descenso con ojos hipnotizados-. Capas y capas de oscuridad, un subterráneo donde un poema es una cosa de ojos rojos que… -De pronto se detuvo y giró la cabeza-. ¿Has oído eso…? -Se levantó y espió a través de los postigos cerrados. Ahora parecía anegado de horror. Un rayo estampó la luz sobre su rostro tenso-. ¡Prometió que vendría a por mí…! Quiere mis versos… ¡Te eligen por alguna razón y te siembran la mente de cosas horribles para… para que produzcas un par de líneas…! -Y de repente, encorvándose con la boca muy abierta, gritó. Los alaridos estremecieron al niño de la cabeza a los pies-. ¡Por eso regresé…! ¿Crees que me importa algo este piojoso pueblo…? ¡Pero ella está aquí, la vi ayer por esta misma ventana, te lo juro…! Ahora tiene el cabello rojizo y sus ojos son como la noche de invierno… ¡Y quiere mis versos…! ¡Tengo miedo de lo que pueda hacerme! -Se derrumbó en medio de un llanto sin lágrimas, un llanto que era como una máscara de goma que alguien estirara de las mejillas. De pronto alzó la vista-. ¡Niño mis-ssserable…! -siseó-. ¡Dices que quieres ser poeta…! ¡Estúpido…!

Le pareció que el viejo se abalanzaba hacia él. Sus nervios se quebraron como un junco, soltó el cuaderno, cogió su camisa y echó a correr. Mientras abandonaba el taller en medio de la noche y la lluvia, escuchó de nuevo su voz. Nunca iba a olvidar la sensación que tuvo en ese instante: como si la conversación continuara, como si no fuera él quien se marchaba o no hubiese sido él la persona a quien el viejo había estado hablando durante todo el rato:

– Debes perdonarme… Te lo suplico, perdóname… Debes perdonarme…


– Al día siguiente, el taller no abrió. Ni al siguiente. Ni al otro. Cuatro días después, unas olas verdes y grandes como espinazos de dinosaurios dormidos trajeron su cuerpo a la playa. Mis padres no quisieron darme detalles, solo me dijeron que había muerto. Pero un amigo de mi edad, que estaba presente cuando lo sacaron, me habló de todo lo que los peces le habían hecho: el color de su lengua y su sangre, la forma en que el mar le había despojado de facciones y hombría. Estuve soñando mucho tiempo con ese cuerpo. Luego lo olvidé. La gente decía que la noche de la tormenta mi abuelo se había emborrachado, había caminado hacia el espigón y se había tirado al mar. No me hacían falta jueces ni guardias civiles para saber que era capaz de haber hecho eso. Más tarde, cuando nos entregaron sus pertenencias, encontré el cuaderno, pero no la fotografía ni el papel suelto con la lista de las damas. Supuse que se había arrojado al mar con ellos. Ahora tú, Salomón, has sido como el mar, y me los has devuelto… Confío en que nos expliques dónde los encontraste…


– Es absurdo -dijo Susana.

Había regresado con un paquete y papel de fumar, pero nadie aceptó su invitación. Entonces se quitó la rebeca, extendió las piernas sobre la alfombra y preparó un cigarrillo de marihuana para ella sola. Fumó en silencio, la cabeza apoyada en un sillón, observando el techo. Las horas de luz se angostaban. Había dejado de llover pero las nubes seguían cercenando el horizonte por encima del parque del Retiro.

– Es completamente absurdo. Seguro que existe alguna explicación racional para lo que le ha pasado a Salomón…

A Rulfo le gustó aquella voz de la cordura. Una hora antes, cuando escuchaba la historia de César, había estado a punto de perder los nervios; pero, al contar su propia aventura (que le parecía más increíble conforme más tiempo pasaba), creyó que el mundo se había vuelto loco de manera irrevocable. ¿Cómo era posible que ambos sucesos, separados por casi cincuenta años de distancia, se relacionaran? Que César hubiese mencionado el medallón con forma de araña y el nombre de Akelos le estremecía, pero no menos aprensión le causaba el hecho de haber encontrado la foto y el papel del abuelo de César en aquella casa desconocida. ¿Qué significaban todas aquellas coincidencias? Agradeció que Susana saliera en defensa del sentido común, aunque estaba seguro de que ni ella misma creía lo que decía.

– Vamos, por favor… ¿Es que pensáis en serio que la tal Lidia Garetti se comunicó en sueños con Salomón y esa otra chica? ¿Y que Leticia Milano y Lidia Garetti tenían algo que ver con la tal «Akelos»…? Excitante, pero absurdo. De acuerdo, la foto y el papel estaban en su casa, pero ¿y qué? Quizá Leticia era una antepasada suya. Además, César, ¿cómo puedes estar tan seguro de que ese papel es el mismo que tu abuelo te enseñó? Hace mucho tiempo de eso…

– Ciertas cosas no se olvidan nunca.

– Y tampoco se comentan, por lo visto. Jamás me hablaste del tema.

Susana había vuelto la cabeza hacia César para decir aquello.

– No le concedí importancia. Siempre pensé que mi abuelo se había vuelto loco… hasta que he escuchado hoy la historia de Salomón.

– La historia de Salomón puede tener muchas explicaciones, igual que la tuya.

– Yo no dudo de su palabra.

– Ni yo. De lo que dudo es de la interpretación que le das. -Se volvió hacia Rulfo y sonrió-. Perdona, pero tiene que haber alguien que diga algo coherente en algún momento de la tarde, ¿no?

– Por supuesto -aceptó Rulfo.

– Creo que tuviste esos sueños y encontraste en esa casa todo lo que dices que encontraste, pero, en primer lugar, la chica que te acompañaba…

– Raquel.

– Exacto. ¿No podría estar ocultando algo? Quizá a estas horas se esté riendo de tu ingenuidad.

– No lo creo. -Rulfo intentó disimular el enojo que le producía aquella opinión. No había querido dar muchos detalles sobre Raquel, se había limitado a presentarla como «testigo»-. Parecía tan afectada como yo. Había soñado lo mismo y estaba allí por el mismo motivo.

– ¿Y de repente coincidís los dos la misma noche y, pum, la casa se abre para vosotros…? ¡Vamos, Salomón, por favor…! -Dio una calada al cigarrillo y se mordió una uña-. Todo ha sido… un cúmulo de casualidades que tú has interpretado a tu modo… -Enarboló su sonrisa de secreto compartido-. Te conozco, y sé que siempre has sido un romántico. Estabas deseando que cosas como ésta te pasaran alguna vez, ¿a que sí…?

Cosas extrañas, pensó Rulfo. Las que a Ballesteros no le gustaban. Pero Susana se equivocaba: a él tampoco.

– César no es ningún romántico -objetó-. Y ha sido él quien ha confirmado mi historia. De hecho, acudí a ti, César, porque creí recordar algo… ¿Acaso no mencionaste alguna vez el tema de las damas…?

Sauceda asintió con expresión enigmática.

– Cierto, y he aquí el otro extremo de este curioso asunto que ambos desconocéis. Haz memoria: congreso sobre Góngora, hace cinco años, aquí en Madrid… Vino gente de todas partes…

– Ahora recuerdo: el almuerzo con aquel profesor austriaco…

– Herbert Rauschen. Era un tipo singular, el tal Rauschen. En la comida coincidimos en asientos enfrentados y se dedicó a hablarme de la inspiración poética. Su teoría me atraía. Opinaba, como los griegos, que el poeta resultaba «poseído» desde el exterior. No hablaba de demonios, por supuesto, sino de «influencias externas». Entonces, en un momento dado, me preguntó si yo sabía algo sobre la leyenda de las trece damas. Fue casi un déjà vu: recordé de golpe la noche con mi abuelo en el taller y quedé… Bueno, decir «aturdido» es poco. Confesé que había oído algo al respecto. Tú estabas a mi lado, Salomón, y preguntaste qué era eso…

– Y ninguno de los dos me respondió.

– En efecto. Rauschen cambió de tema y yo estaba tan desconcertado que no supe qué decir. Pero nunca te conté la continuación. Después de la comida, me invitó a dar un paseo. Acepté, ansioso, esperando grandes revelaciones. Sin embargo, al principio, su conversación me defraudó: me habló de lo bien que se sentía en España, de su deseo de establecerse en nuestro país (vivía en Berlín), de los profesores españoles a los que conocía… En fin, daba vueltas alrededor de varios temas como si no se decidiera a descender en picado sobre el asunto que, estoy seguro, nos interesaba a ambos. Entonces me preguntó qué sabía sobre esa leyenda. Le dije que apenas nada, como así era. Siempre había creído que se trataba de una fantasía de mi abuelo. Me miró de una manera extraña y prometió enviarme un libro. «Es un ensayo irreverente y divertido», afirmó, «pero creo que usted sabrá sacarle provecho.» Nos despedimos ese mismo día y una semana después recibí un ejemplar en castellano de Los poetas y sus damas, de autor anónimo, publicado originalmente en inglés y alemán a mediados del siglo XX… Aún lo conservo en alguna parte, luego lo buscaré… Puedo aseguraros que Rauschen no exageraba: se trataba de una obra delirante. La abandoné a la mitad, un poco enfadado. A lo largo de ella se desarrollaba, con supuestos ejemplos históricos, una curiosa teoría: la existencia de una secta dedicada a inspirar en secreto a los grandes poetas. El autor no explicaba el motivo por el cual hacían esto, solo contaba casos. -Hizo una pausa para servirse coñac. Rellenó también la copa de Rulfo, que lo escuchaba con mucha atención-. Sus miembros principales son trece, y se les conoce con el nombre de «damas». Cada dama ocupa un escalafón en la secta y recibe un símbolo y una especie de nombre secreto. Su misión es inspirar a los poetas. ¿Con qué fin?, me preguntaba yo. Pero, repito, creo que el libro no lo aclaraba. Algunas damas habían pasado a la historia: Laura, la que inspiró a Petrarca; la Dama Morena, de Shakespeare; Beatriz, la de Dante; la Diotima de Hölderlin… Leí los primeros capítulos. Recuerdo que Laura, la inspiradora del Canzionere de Petrarca, era, según aquel libro, la dama número uno, «la que Invita», cuyo nombre secreto era Baccularia y cuya apariencia era la de una niña de unos once o doce años, de cabellos rubios, muy hermosa, aunque el autor advertía que ésa era solo su apariencia… Porque, si bien no explicaba de dónde procedían, afirmaba que las damas eran criaturas sobrenaturales… En fin, las historias me parecieron burdas fantasías. Una semana después, Rauschen me llamó de nuevo. Estaba muy interesado en conocer mi opinión sobre el libro. Yo preferí mostrarme cauto. Le dije que la teoría de un grupo secreto encargado de inspirar a los poetas del mundo era, cuando menos, curiosa. Entonces insistió en verme otra vez. Me dijo que había algo que el libro no mencionaba, y que era importante que yo supiera. Le pregunté qué era. «La dama número trece», dijo. Recordé lo que mi abuelo me había contado y le pregunté por qué nunca se podía mencionar esa dama y la razón por la que era tan importante. Pero Rauschen deseaba hablar de todo eso con tranquilidad. Le expliqué que estaba muy ocupado, y postergamos nuestra siguiente entrevista.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Susana.

– Que no me llamó más. Y me olvidé del tema y de Herbert Rauschen. En aquella época estaba intentando abandonar todas mis actividades universitarias, y le perdí la pista por completo. Supongo que seguirá en Berlín. Pero, en cualquier caso, imagino que la explicación de lo que le ha ocurrido a Salomón no tiene que ser sobrenatural… Puede tratarse, por ejemplo, de una secta que ha sobrevivido hasta nuestros días. Los rosacruces, los masones y muchos otros grupos proceden, a su vez, de sociedades más antiguas… Es posible que exista algo parecido en el caso de las damas. Un grupo de trece mujeres, quizá. Y una de ellas puede haber sido Lidia Garetti.

– Esa teoría me parece más admisible -dijo Susana-. Vivimos en el siglo de las sectas.

César se frotó las manos, muy animado.

– Propongo que intentemos reunir toda la información posible sobre este asunto. Yo trataré de encontrar ese libro y averiguar el paradero actual de Rauschen… Susana, creo que conoces a varios periodistas: me pregunto si podrías obtener algunos de esos datos que nunca salen en la prensa acerca de Lidia Garetti. Sea real o no todo esto, lo cierto es que esa mujer tenía una foto y un texto de puño y letra de mi abuelo en su casa… ¡Es increíble…! Nada más que por esa razón me gustaría saber algo sobre ella…

– Hum -rezongó Susana-, de acuerdo, acepto convertirme en investigadora. -Y añadió, sonriendo hacia Rulfo-: Aunque solo sea por los viejos tiempos…


Se marchó pronto, al anochecer. Durante el trayecto, la historia que César les había contado bullía en su cabeza. Se le había ocurrido algo muy extraño: le parecía como si aquella fotografía y aquel papel hubiesen estado allí, en la casa de Lidia, para que él los encontrase y, de este modo, César recordara todo lo sucedido con su abuelo y con Herbert Rauschen. Como si los acontecimientos que había vivido desde que había empezado a tener pesadillas fuesen piezas dispersas que debía ir encajando para obtener una imagen final.

Llegó a Lomontano en plena noche. Dejó el coche sobre el bordillo y caminó hacia su casa por la calle casi vacía. Se preguntó si llamaría a Raquel nada más llegar, solo para preguntarle si se encontraba bien, o aguardaría al día siguiente. Se sentía extenuado.

Había sacado la llave del portal


arriba, abajo


cuando lo escuchó: un ruido constante, un


arriba, abajo, arriba


golpeteo a su espalda, un sonido trivial entre tantos otros.


Arriba, abajo, arriba, abajo…

Se volvió y vio a la niña de pie en la acera de enfrente. Su pelo era muy rubio y algunos mechones le ocultaban parte de la cara. Vestía como una pordiosera. Hacía rebotar una pelota de color rojo. En su pecho brillaba algo, una especie de medallón dorado.

La niña lo miraba.

Y sonreía.

La pelota seguía rebotando desde su mano a la acera: arriba, abajo, arriba, abajo…

De repente cogió la pelota y echó a caminar.


Una niña de cabellos rubios, aunque ésa es solo su apariencia.

No sabía si se estaba volviendo loco, pero decidió seguirla.

Las estrechas calles céntricas de Madrid eran un espejismo de lugares idénticos y distintos. Sin embargo, la niña parecía conocer perfectamente su destino. Salió de Lomontano, tomó una perpendicular y sorteó una moto aparcada en la acera y a un grupo de jóvenes que venía en dirección opuesta.

Rulfo se mantuvo a prudente distancia. En un momento dado, después de verla doblar dos esquinas consecutivas, la perdió. Miró a un lado y a otro y la descubrió junto a una tienda de comestibles cuyo escaparate exhibía orzas de miel. En ese instante ella reanudó la marcha. Me ha esperado, pensó. No hay duda, quiere que la siga.

El pelo de la niña brillaba como iridio bajo la luz de las farolas y su imagen se escindía en el níquel de los charcos. Rulfo tuvo la enloquecedora impresión de que se trataba de una figura que solo él podía contemplar, pero de repente una pareja de ancianos se puso a llamarla, sin duda con la intención de preguntarle si se había perdido o necesitaba ayuda. La niña hizo caso omiso y siguió su camino. Así pues, no era ningún producto de su mente, ninguna aparición fantasmal: era una niña, y él la seguía.

Atravesaron una plazoleta, se introdujeron en una calle poco concurrida y luego en otra aún más desierta. Entonces la pequeña se escabulló en un destartalado edificio de ladrillos verdosos. Rulfo lo examinó y contó cuatro plantas. Entró en el vestíbulo y pulsó un viejo interruptor de plástico, encendiendo la única bombilla. Desde la escalera le llegó un rumor de pies descalzos. Se asomó a tiempo de ver el cabello de la niña por encima del pasamanos. Subió tras ella. Al llegar al tercer piso, y después de tantear un rato en las paredes, volvió a inaugurar la luz. La niña no estaba allí pero sus pasos seguían oyéndose. Subió al cuarto y se paró en seco. También se hallaba vacío. Sin embargo, la escalera y las pisadas continuaban. Quizá había una azotea o una buhardilla.

Recorrió aquel nuevo tramo y alcanzó otro rellano envuelto en tinieblas. Allí no encontró ningún interruptor, pero, con los restos del resplandor amarillo de los pisos inferiores, pudo advertir una puerta al fondo. Abierta.

De pronto ocurrió algo.

Un suceso banal, pero lo sumió en la irracionalidad del miedo.

La pelota saltó desde la negrura de la puerta, rebotó tres veces, golpeó sus piernas como un gato pequeño, dio contra la pared y la baranda de la escalera. Rulfo siguió su trayectoria como un jugador de billar la de una bola que puede decidir la partida. Cuando la esfera se detuvo, pensó que la niña saldría detrás. Pero no ocurrió así.

El silencio era absoluto.

Sin saber muy bien qué hacer, se inclinó y cogió la pelota.

– ¿Me la das? -dijo entonces una voz sin asperezas procedente de las tinieblas más allá de la puerta, una voz con cierta diáfana cualidad de luz audible.

Era, innegablemente, la voz de la niña.

Rulfo escuchó su propia respiración, como si sus oídos estuvieran taponados.

– ¿Me la das? -volvió a oír.

– No puedo verte. ¿Dónde estás?

– ¿Me la das? -repitió la niña.

El espacio más allá del umbral era de una negrura sin matices. Debía de tratarse de una habitación clausurada, quizá un desván.

– ¿Por qué no me dejas verte?

No hubo respuesta esta vez. Dio un paso y penetró en la oscuridad, sintiendo que el centro de su estómago se había convertido en una lengua de glaciar.

Entonces la descubrió, o creyó descubrirla, frente a él: un difuso bulto de pelo a la altura de su pecho. Tendió la mano con que sostenía la pelota y la esfera roja pareció levitar desde sus dedos hacia otras manos más pequeñas.

No podía ver las facciones de la niña, pero distinguía ahora, además de su pelo (una ondulación de luz), algo parecido a una sombra blanca bajo la cabeza -quizá la esclavina del mugriento vestido antiguo que llevaba-, un destello (¿el medallón?) y la redondez de la pelota.

Su silencio era perfecto. Ni siquiera la oía respirar.

– ¿A quiénes buscas? -preguntó de repente la niña.

– ¿Qué?

– ¿A quiénes buscas?

Se detuvo a pensar en la extraña pregunta. ¿Qué buscaba él en realidad? ¿Acaso buscaba algo? ¿Había estado buscando algo desde que todo aquello comenzara?

El plural le hizo sospechar que solo había una respuesta posible.

– A las damas -dijo. Un sudor gélido se derramaba por su espalda.

El bulto de pelo se movió, pasó junto a él, salió al rellano. La escalera volvió a quejarse con las pisadas de unos pies descalzos.

Las luces se habían apagado y Rulfo tuvo que descender al cuarto piso en completa oscuridad. Cuando pulsó el interruptor y se asomó por el hueco de la escalera, vio el bracito desnudo deslizándose sobre el pasamanos.

La niña le llevaba bastante ventaja, por lo que bajó los peldaños de dos en dos, pero al llegar al vestíbulo no la encontró. Maldiciendo entre dientes, salió a la calle. La había perdido, increíblemente.

Confuso, volvió a entrar en el portal. Más allá de la hilera de buzones descubrió otras escaleras que se hundían en una puerta cerrada. Se trataba, sin duda, de un pequeño sótano destinado a albergar los contadores, a juzgar por el ruido de cronómetro que resonaba dentro. Se le ocurrió algo absurdo: ella le había hecho una pregunta en el lugar más alto del edificio, ¿y si ahora le aguardaba allí, en el más bajo?

Arriba, abajo.

Era una idea irracional. La niña no podía haber entrado en aquel sótano sin que él lo hubiese percibido. De hecho, estaba convencido de que la puerta se hallaría cerrada con llave.

Arriba, abajo.

Pese a todo, supuso que no perdía nada con probar. Bajó la pequeña escalera e hizo girar el pomo. La puerta no estaba cerrada.

Se trataba, en efecto, del cuarto de los contadores. Un mecanismo repicaba programado para apagar en poco tiempo el alumbrado del vestíbulo. La habitación era minúscula, y, a diferencia del desván, visible en su totalidad debido a la bombilla que colgaba del techo y que Rulfo encendió pulsando una llave en la pared. Un cubo y varios accesorios de limpieza se aglomeraban en una esquina. Olía a lejía y a moho.

La niña no estaba allí.

¿Y a su espalda?

Se volvió, preparado para verla. Pero se había equivocado otra vez. No había nadie. Respiró hondo, empujó la puerta para cerrarla

y descubrió

a la niña de pie

en el cuarto de los contadores, bloqueando con su cuerpecito la visión de las cosas que una fracción de segundo antes había contemplado sin ningún impedimento. Sofocó un grito, como si hubiese sorprendido la presencia de una tarántula en algún rincón familiar. Le pareció que el aire se había coagulado para formar aquella figura menuda.

La niña ya no sonreía.

– ¿Por qué las buscas?

La luz de la bombilla le permita contemplarla mejor que nunca. Era algo mayor de lo que había supuesto, unos once o doce años, con el cabello rubio derramándose en apretados mechones sobre sus hombros y los ojos azul aciano, de escleróticas casi vacuas. El vestido, verde oscuro con esclavina blanca, estaba roto en varios lugares, particularmente en la falda, a través de cuyas aberturas se distinguían unas piernecitas rectas y flacas. El medallón dorado tenía la forma de una rama de laurel. La pelota roja que sostenía formaba un curioso contraste con el verde del vestido y con la piel, blanca como nada que Rulfo hubiese visto antes, de una albura de mineral frío, de ácido bórico, donde los hilos de las venas destacaban como las fisuras de una porcelana rota y vuelta a pegar.

Era inmensamente bella.

– ¿Por qué las buscas? -repitió la voz bien timbrada, sin énfasis.

– Quiero conocerlas -murmuró.

La niña se movió de nuevo. Avanzó hacia él. Rulfo le dejó paso. Recordó un regalo que sus padres le habían hecho cierta vez: una especie de juego de preguntas básicas con una pequeña figura que señalaba con un puntero las respuestas correctas sobre un papel gracias a la presencia de un imán. Pensó en aquel momento que la niña se comportaba igual. No había emoción alguna en sus gestos: él respondía y ella iba de un lugar a otro. La diferencia era que ahora ignoraba si sus respuestas eran correctas.

Baccularia. La que Invita.

La niña salió a la calle y Rulfo la siguió. Hacía frío. La vio detenerse en la acera, abrazando la pelota roja.

– ¿Cómo las buscas? -preguntó cuando él se acercó.

Son preguntas rituales. Es como si valorara si puedo ser «invitado».

– Siguiéndote a ti -dijo Rulfo sin asomo de duda.

En ese instante, la niña atravesó la calzada y empujó una doble puerta de gran tamaño situada frente al edificio. A Rulfo le pareció un viejo garaje, pero, al alzar la vista, pudo leer el letrero de bombillas apagadas que colgaba de la entrada: «Teatro».

Se acercó y se asomó al interior. Contempló un vestíbulo polvoriento. Al fondo vio otra puerta batiente de donde provenía cierta luz. La niña había desaparecido. Avanzó hacia allí, abrió la puerta y penetró en una sala de pequeño aforo con un escenario invadido de andamios y pivotes de metal. Las luces del escenario estaban apagadas, solo brillaban tenuemente las del patio de butacas. Había otra persona en el teatro: un hombre sentado en primera fila, en el extremo de la derecha. El silencio casi parecía un presagio. Rulfo caminó por el pasillo y, al llegar a la primera hilera, observó al desconocido. Era de edad madura, pelo cespitoso y grisáceo, gafas de montura dorada y una semibarba favorecedora. Vestía con elegancia: chaqueta de mezclilla azul, camisa a rayas azules y corbata amarilla.

– Siéntese, señor Rulfo -ofreció el hombre sin mirarle, educadamente, indicándole la butaca contigua.

No le intrigó demasiado que conocieran su nombre y se comportaran como si estuvieran esperándolo. Obedeció. Erguido y rígido contra el respaldo, el hombre siguió hablando sin mirarle, en un tono mecánico.

– ¿Qué desea de ellas?

Rulfo creyó que empezaba a comprender aquel juego de preguntas y respuestas.

– No sé -contestó-. ¿Quizá conocerlas…?

El hombre sacudió la cabeza.

– Oh, no, no, no. Son ellas las que quieren conocerle a usted. Así funcionan las cosas: siempre son ellas las que quieren y nosotros los que obedecemos… Le advierto que es todo un honor. Nadie accede tan pronto. Pero a usted van a abrirle la puerta. Es un gran honor para un ajeno.

– ¿Qué tiene usted que ver con ellas?

– Todos tenemos algo que ver con ellas -replicó el hombre-. Mejor dicho, ellas son parte de todo. Pero, en su caso, no se haga muchas ilusiones: usted tiene algo que les pertenece, y ellas desean recuperarlo. Así de fácil.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó, aunque sospechaba de qué se trataba.

– La imago.

– ¿La figura que sacamos del acuario?

– Claro, qué otra cosa va a ser, me sorprende usted. -Mientras hablaba, el hombre sonreía. Pero, al estudiar mejor su expresión, Rulfo se dio cuenta de que era forzada: como si alguien lo encañonara por la espalda-. ¿Puedo preguntarle qué han hecho usted y esa chica con la imago, señor Rulfo?

Rulfo meditó su respuesta. No quería revelar que la figura se hallaba en casa de Raquel.

– Ya que lo saben todo, ¿por qué no saben también eso?

– La imago debe seguir dentro del saco de tela, bajo el agua -dijo el hombre eludiendo la respuesta-, en completa anulación. Es muy importante. Devuelva la figura, y todo irá bien… Ellas le dirán cuándo y dónde se reunirán con usted. Pero quieren hacerle una advertencia más -continuó, en el mismo tono impersonal-. A la cita solo podrán acudir usted y esa chica con la figura. ¿Me ha comprendido, señor Rulfo? Deje a sus amigos fuera de esto. Este asunto solo concierne a usted, a esa chica y a ellas. ¿Me he explicado con claridad?

– Sí.

Se estremeció. ¿Cómo sabían que acababa de hablar con César y Susana?

Entonces el hombre se volvió hacia Rulfo por primera vez y lo miró.

– Ellas quieren que le diga que yo las traicioné una vez… y mi hija pagó las consecuencias. Mi nombre es Blas Marcano Andrade, soy empresario teatral.

Como si esas palabras fueran la señal acordada, una fastuosa orquesta de músicos invisibles iluminó de metales el escenario al tiempo que estallaban candilejas cegadoras. Entonces una silueta apareció por un lateral. Era una adolescente de pelo castaño y cuerpo delgado. Vestía una ceñida malla color carne y aparentaba unos quince o dieciséis años. Sus facciones mostraban cierta vaga semejanza con las de Marcano. Adoptando una graciosa postura, se inclinó y saludó como si el teatro se hallara repleto.

– Ésa era mi niña -dijo Marcano en un tono distinto, como si por primera vez se le hubiese permitido mostrar sus emociones.

La muchacha saludaba y repartía besos a la platea, entre bellos cimbrados, al ritmo de un vals estridente, pero, mientras la observaba, la mente de Rulfo se anegó con una inusitada y espantosa certidumbre.

Estaba muerta.

Se inclinaba, sonreía, besaba el aire,

pero estaba muerta.

Aquella chica había muerto. Lo supo en ese preciso instante.

La joven terminó de saludar e hizo mutis por el mismo lateral por el que había entrado. Entonces la música finalizó con un golpe abrupto de platillos y el escenario volvió a quedar a oscuras.

– Los castigos de ellas son terribles -dijo Marcano en el poderoso silencio que siguió-. Devuelva la figura, señor Rulfo.

Las luces de la sala empezaron a apagarse al tiempo que Marcano quedaba paralizado, como si un mecanismo en su interior hubiese llegado al final.

Rulfo se levantó, buscó la salida y llegó a la calle jadeando.