"La dama número trece" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)II. LA CASAEl ambulatorio se hallaba atestado aquella tarde. Ballesteros aún no había terminado de ver a la mitad de los pacientes que tenía citados. Estaba despidiendo a uno y aguardando a que entrara el siguiente cuando escuchó una algarabía de protestas, la puerta se abrió y penetró «el hombre de las pesadillas», como lo llamaba Ana, la enfermera, vestido con el descuido que le caracterizaba. Unas profundas ojeras labraban sus párpados inferiores. Se plantó frente a Ballesteros y espetó con tranquilidad: – Los pedos de la mente a veces producen pura mierda. Lamento la comparación, pero usted mismo fue quien la empleó. El médico lo miró de arriba abajo. – ¿Qué quiere decir? – La casa con la que soñaba es real. Y el crimen también. Desde la puerta entornada, voces airadas amenazaban con poner denuncias y presentar quejas a la gerencia del centro. Ana miraba al doctor, pero éste parecía aislado en un mundo íntimo en el que solo tenían cabida aquel joven barbudo y él. – ¿Cómo lo sabe? – Lo he visto. Puedo demostrárselo. Ballesteros se reclinó en el asiento y respiró hondo. – Escuche, me queda todavía una hora de trabajo. ¿Qué le parece si regresa dentro de, pongamos, una hora y diez minutos y charlamos con tranquilidad? El hombre permaneció un instante mirándolo. Luego, sin decir nada, dio media vuelta y salió. Una hora y diez minutos después se oyeron golpes en la puerta. Ballesteros, que acababa de despedirse de la enfermera, dijo: «Pase». – Lamento haber interrumpido su consulta esta tarde -murmuró el hombre al entrar, algo cohibido. – Es igual. Tiene usted un aspecto deplorable. ¿Ha seguido con la pesadilla? – No, pero apenas he dormido. He pasado la noche frente al ordenador. – Siéntese y cuéntemelo todo. Rulfo depositó una pequeña carpeta sobre la mesa. Ballesteros se preguntó por un momento -solo por un momento- si aquel tipo en el que aún confiaba podía estar mal de la cabeza. A lo largo de su carrera había visto ejemplos más sorprendentes. – La casa está aquí, en Madrid, en una urbanización de las afueras. – ¿Cómo sabe que es la misma? – Es la misma. – ¿Ha ido a ella? – No, aún no. – ¿Dónde la ha visto entonces? Rulfo abrió la carpeta y sacó varios papeles impresos. Lo deslizó todo por encima de la mesa hacia Ballesteros. – He ido coleccionando noticias. Le advierto que los detalles son desagradables. – Estoy acostumbrado a los detalles desagradables. -Ballesteros se caló sus gafas de lectura. Fotos. Una foto de la víctima. Una sonrisa. Una casa de columnas blancas. Casi todos los reportajes habían sido extraídos de páginas – Creo recordarlo. Fue un crimen espantoso, como tantos otros. ¿Y qué? – Es el crimen con el que vengo soñando desde hace dos semanas. – Pudo haber visto la noticia. Aquí dice que sucedió la noche del veintinueve de abril de este año. No hace ni seis meses todavía. Y la dieron por televisión. – No me interesan las noticias. Le juro que jamás supe nada sobre esto hasta que empecé a soñar. Ballesteros se mesó la barba, pensativo. Luego señaló una de las fotos. – ¿Es ella? – Sí. Es la mujer con la que sueño. La que me pide ayuda. Se llamaba Lidia Garetti. Era una italiana de treinta y dos años, rica, soltera, que vivía en Madrid desde hacía tiempo. No la conozco. No la había visto nunca antes y jamás había oído hablar de ella. Rulfo miraba fijamente a Ballesteros, como desafiándolo a mostrarse incrédulo. El repunte de un escalofrío, una ligera bocanada de terror, se abrió paso entre hormigueos por la espalda y la nuca del médico. De nuevo volvió a preguntarse si aquel tipo estaba en sus cabales, si no se trataba todo de una broma o de la obsesión enfermiza de un desequilibrado. Pero algo le impulsaba a confiar: quizá aquella mirada castaña que revelaba mucho más miedo que todo el que él pudiera sentir. – ¿Y el chico que la asesinó? -Indicó otra foto. – Tampoco lo había visto nunca. Era un joven drogadicto llamado Miguel Robledo Ruiz, con antecedentes penales por pequeños hurtos. – A saber por qué se le ocurriría cometer esta atrocidad de repente… -murmuró Ballesteros-. Se volvería loco… ¿Y qué me dice de su acuario de luz verde? Rulfo negó con la cabeza. – Nadie lo menciona. – ¿Cómo ha conseguido tanta información? – Vi una imagen de la casa en televisión. Fue anoche, por casualidad. Ofrecían un debate sobre el mal y, para ilustrarlo, mostraban noticias de crímenes recientes. llamé a la cadena que emitía el debate y obtuve algunos nombres. Luego busqué en la red. Fue un asesinato bastante morboso y ocurrió hace poco, de modo que había muchos datos disponibles. – En cualquier caso, el crimen ha sido resuelto y el culpable está tan muerto como las víctimas. Aquí mismo lo dice -Ballesteros depositó un índice grueso sobre los papeles-: Robledo se cortó las venas después de quemar los trozos del cuerpo de esa pobre italiana en el jardín… La policía encontró su cadáver en la casa, junto con los de las criadas y los restos carbonizados de la dueña… No tenía cómplices, no hay nada más que hacer… ¿Por qué…? -Se detuvo de repente al comprender que estaba a punto de preguntar una incoherencia; algo parecido a: «¿Por qué le pediría Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Por la ventana penetraba una luz grisácea. La puerta de la consulta se abrió en ese momento y un vigilante de seguridad advirtió que el ambulatorio iba a cerrar. El médico se dio por enterado con un gesto. Cuando volvieron a quedarse solos, preguntó: – ¿Por qué ha venido a contármelo? Rulfo se encogió de hombros. – No lo sé. Quizá por una especie de Ballesteros lo miró un instante. Entonces golpeó la mesa con el capuchón del bolígrafo, como si hubiese tomado una decisión. – Debo irme. Pero esta tarde estoy libre. ¿Qué le parece si vemos esa casa de cerca? Aquí figura la dirección… Comprobó, casi divertido, que por primera vez el sorprendido no era él. – Yo pensaba ir, pero… – Pues vamos juntos. Cogeremos mi coche. -La cara de Rulfo le hizo reír. Agregó-: Puede llamarlo reciprocidad. El viaje fue silencioso. Rulfo solo despegó los labios para pedir permiso para fumar y, a ratos, guiar al médico a través del laberinto de alamedas solitarias con ayuda de un callejero. Ballesteros comprendió que no tenían nada de que hablar aparte del extraño tema que los había unido. Por otra parte, la ausencia de diálogo le permitió entregarse a la reflexión. A diferencia de Rulfo, él se consideraba un hombre cauto. Le asombraba la rapidez con que había empezado a confiar en aquel desconocido, así como lo insólito de su propia y repentina ocurrencia de visitar la casa. En lo relativo al primer punto, sin embargo, toda su experiencia profesional le aseguraba que Rulfo no estaba loco y no mentía. Podía estar engañado, pero no trataba de engañar a nadie: la palidez de su expresión era legítima y parecía encontrarse tan desconcertado, tan arrojado de lleno a lo incomprensible como él. En cuanto a su propia idea de venir a la casa… Bien, sospechaba que, a su edad, aún podía sorprenderse a sí mismo. Era una urbanización de las afueras. Sus calles tenían nombres que evocaban cuentos de hadas: «Vereda de las Araucarias», «Calle de los Olmos»… Pero el paisaje, pese a la vegetación y el silencio, desmentía de inmediato aquella apariencia: muros enormes, verjas, vigilantes, alarmas y cámaras lo cercaban todo bloqueando la visión de las viviendas. Éstas, a su vez, se hallaban ocultas de forma muy variable, apenas un poco cuando eran pequeñas, casi invisibles en el caso de las grandes, como si el grado de intimidad fuera más lujoso que un sistema domótico completo. La Vereda de los Castaños era una senda angosta flanqueada, en efecto, por castaños y alfombrada de hojas. La luz del atardecer era mortecina cuando Ballesteros estacionó su Volvo frente al número tres. Era el último número de la calle, de modo que formaba una especie de plazoleta consigo mismo. Un muro de considerable altura y una solemne puerta metálica se encargaban de desalentar a los curiosos. Ráfagas de viento removían las hojas pulsándolas delicadamente, como cuerdas de cítara. En algún lugar ladró un perro grande, quizá un dogo. – Ya estamos -dijo Ballesteros innecesariamente. Luego salió del coche y se acercó con Rulfo a la puerta metálica-. ¿Por dónde entraría el tal Robledo? – Todas las teorías apuntan a que saltó esta puerta, se introdujo en la propiedad y luego forzó una ventana. Lidia Garetti no había instalado alarmas. – Una mujer con dinero, pero poco precavida. Ballesteros comprobó que la puerta estaba firmemente cerrada y miró a su alrededor: no había nadie por ninguna parte. Pulsó el timbre de un interfono y aguardaron una respuesta que no se produjo. Por suerte, pensó, ya que ignoraba qué le habría dicho a la supuesta voz que hubiese contestado. En un recuadro de piedra junto a la puerta, bellamente adornado de teselas azules, figuraba el número tres y, debajo, en pequeñas versalitas negras sobre azulejos blancos, unas palabras. Rulfo las señaló. – LASClATE OGNE SPERANZA. Significa: «Perded toda esperanza»… Es uno de los versos que Dante colocó a la entrada del Infierno. El verso completo es – No puede afirmarse que sea una frase muy afortunada para bautizar una casa tan bonita. – Para Lidia Garetti resultó profética. – Ciertamente. -Ballesteros se frotó las manos-. En fin, aquí no vive nadie ya, estoy seguro. Esa mujer no tenía familia. Es de suponer que, cuando se aclaren los problemas de herencia, este lugar pasará a otras manos y la tragedia terminará por olvidarse… ¿Adónde va? – Aguarde un momento. Rulfo se aseguró de que la calle seguía vacía y, con un gesto ágil, subió a uno de los contenedores metálicos que reposaban en la acera. Desde esa altura podía erguirse sobre el muro y mirar más allá. Los árboles ocultaban parte de la visión, pero a través de sus ramas casi desnudas pudo distinguir el jardín, la mancha grisácea de la fuente y, al fondo, la tersa blancura del peristilo. En sus sueños, todo le había parecido de mayor tamaño, pero ésa era la única diferencia. No cabía duda: era la misma casa. Ya lo sabía (había visto las fotos), pero comprobarlo en la realidad le provocó escalofríos. El médico le observaba con nerviosismo. Su ancho semblante se había puesto grana. – ¡Oiga, baje de ahí…! Si alguien nos ve, puede… ¡Baje, caramba! – Es la misma casa de mi sueño -dijo Rulfo saltando a la acera. – Perfecto. Ya lo ha comprobado. ¿Y ahora? – ¿Ahora? – Sí, ¿se le ocurre algo más? Ballesteros se encontraba nervioso y no sabía bien el motivo. Lo que más le incomodaba era haber tomado la decisión de visitar aquel lugar con Rulfo. – Vamos, dígame -insistió-, ¿qué piensa hacer…? ¿Escalar ese muro y entrar en una propiedad privada…? Con lo impulsivo que parece usted, no me extrañaría… ¿Acaso quiere dedicarse a buscar un acuario de luz verde…? Escuche, acepté traerle hasta aquí porque supuse que, si podíamos hablar con alguien de la casa, quizá se le quitarían esas fantasías de la cabeza… Y no estoy diciendo que me haya mentido, compréndame. Estoy seguro de que ha jugado limpio. No tengo ningún problema en admitir que soñó todo eso y luego vio la noticia, y ahora se encuentra igual de asombrado que podría encontrarme yo en su lugar. De acuerdo, su caso es ideal para las revistas esotéricas. ¿Y qué?… Eso no demuestra nada. El subconsciente es un océano. Usted pudo ver la noticia del crimen en algún momento, aunque no lo recuerde. Luego la asoció con su tragedia particular. No hay más misterios. Eso es todo. -De pronto cogió a Rulfo del brazo-. Venga, vámonos. Ya sabemos que la casa era real, muy bien, usted ha ganado. Ahora dejemos de jugar, ¿quiere?… Está a punto de anochecer. Rulfo parecía vagamente irritado. Sin embargo, para sorpresa de Ballesteros, obedeció con docilidad. Incluso aceptó regresar al coche y se sentó en silencio. Dejaron atrás los ladridos de un perro que se hacía más flaco conforme más se alejaban y que terminó convertido en el espectro de un can. El médico conducía con violencia, golpeaba el volante, se impacientaba. Miraba la carretera y los coches como si nada de eso le importara, como si sus pensamientos se hallaran muy lejos. Rulfo, a su lado, permanecía silencioso y tranquilo. De repente Ballesteros comenzó a hablar. En su semblante a menudo terso se dibujaba ahora una especie de hosca determinación que no encajaba con sus palabras, pronunciadas sin elevar la voz. – Vi morir a Julia en ese accidente, ya se lo dije. Yo conducía, pero no fue mi culpa. Otro coche se nos cruzó y nos lanzó contra un camión. Resulté ileso, pero el techo del lado de mi mujer se hundió. Recuerdo con mucha nitidez su expresión entonces… Aún estaba viva: respiraba y me miraba sin pestañear, entre los hierros retorcidos. No decía nada, solo me miraba. De las cejas hacia arriba ya no existía, pero sus ojos tenían la misma dulzura de siempre y sus labios casi sonreían. Al principio, quise ayudarla como médico, le aseguro que lo intenté. Ahora comprendo que fue una estupidez, porque ella iba a morir sin remedio. De hecho, ya estaba casi muerta… Pero en aquel momento no pensé en eso e intenté ayudarla. Por suerte, comprendí enseguida que lo único que podía hacer no tenía nada que ver con mis conocimientos. Entonces la abracé. Me quedé allí, dentro del coche, abrazándola y diciéndole cosas al oído mientras ella se moría en mi hombro, como un pájaro… Extraño, ¿no cree? El vehículo se deslizaba por calles oscuras. Ambos hombres miraban hacia delante con intensa concentración, como si los dos estuvieran conduciendo, pero solo Ballesteros hablaba. – La vida tiene cosas extrañas, Salomón. ¿Por qué un chaval de veintidós años entró una noche en esa casa, degolló a las criadas, se dedicó a torturar a una pobre italiana a la que ni siquiera conocía y luego se quitó la vida…? ¿Y por qué ha soñado usted con todo eso sin haberlo visto antes…? Cosas extrañas. Tan extrañas como la muerte de mi mujer… O como la poesía que usted lee… Frente a ellas, caben dos opciones. Yo he elegido, quizá, la más fácil: intento ser feliz hasta que Dios quiera y cierro los ojos frente a las cosas extrañas, las dejo fuera. O, mejor dicho, me quedo fuera yo. Porque esas cosas existen y nos invitan a entrar, pero yo he elegido no entrar. Y le aconsejo lo mismo. Soy médico y sé lo que me digo. No debemos entrar. En ese mismo instante, sin saber cómo, Rulfo tomó la decisión. Pidió a Ballesteros que le dejara cerca del ambulatorio, donde tenía su propio coche. Al bajar del automóvil, se volvió y cruzó una mirada con el médico. Fue una mirada mucho más larga de lo que ambos se habían propuesto en un principio. Entonces Rulfo sintió el impulso de decir algo. Pensó que era una frase absurda, casi ridícula, pero la dejó salir de sus labios colmadamente, como si respirara: – Yo soy poeta y quiero entrar. Ballesteros abrió la boca para replicar algo, pero se detuvo como si hubiera cambiado de opinión. – Cuídese -murmuró. Rulfo vio alejarse lentamente el coche. Encontró su viejo Ford blanco en el lugar donde lo había dejado, subió y arrancó. Llegó a la urbanización en plena noche. Se encontró rodeado de árboles y tinieblas, dulcamaras altas y húmedas, espinos oscuros y sombras que trepaban como hiedra por los muros. Estacionó en la esquina de Vereda de los Castaños y caminó hacia el final de la calle con las manos en los bolsillos. Aquellas palabras sobre los azulejos le parecieron irónicas, porque había decidido que entraría como fuese. Ya pensaría después qué iba a hacer a continuación, pero albergaba la certeza de que, si no lograba penetrar una sola vez en aquella casa de forma real, estaría condenado a hacerlo muchas más durante sueños terribles, sin escapatoria. El razonamiento de Ballesteros era correcto: la espantosa muerte de Lidia Garetti no tenía nada que ver con él ni con su vida. Era una desconocida, y su tragedia un crimen más, una atrocidad de las muchas que deslumbran los ojos del público como horrores fugaces y luego se apagan en el olvido. Sin embargo, de alguna forma, aquellos sueños eran una deuda pendiente: y sabía que solo podría saldarla entrando en la casa y buscando un acuario de luz verde. Se detuvo a concretar un plan. Pensó que lo más práctico sería saltar por la puerta sirviéndose de alguno de los contenedores de basura. Mientras estudiaba la mejor manera de trasladar el contenedor sin alertar al vecindario, se levantó una repentina ráfaga de viento con algo de lluvia. Los faldones de su chaqueta se alzaron, la llovizna le sembró la cara de besos gélidos y la puerta metálica se separó unos centímetros de la cerradura sin hacer el menor ruido. Estaba abierta. |
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