"La Caja De Marfil" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

QUIRÓS

1

El mar tenía el color de los ojos de la muchacha; el pueblo, las curvas suaves de su cuerpo. Quirós había visto algunos mares y pueblos así, a la muchacha solo la conocía por las fotos. Ignoraba cuánto tardaría en encontrarla, si es que la encontraba alguna vez, pero al divisar aquel paisaje desde la carretera pensó que, al menos, ya había llegado al lugar donde debía iniciar la búsqueda.

O eso suponía, porque algún patán descerebrado había tachado el nombre del pueblo en el letrero con esvásticas de aerosol. Para empeorar las cosas, a la entrada estaban tendiendo guirnaldas de luces entre las farolas, quizá debido a una fiesta local, y un policía obligó a Quirós a desviarse por un callejón. Era cuesta abajo y serpenteaba entre las casas hasta finalizar en un descampado de dunas. Quirós decidió dejar el coche junto a una valla y seguir a pie. Por fortuna, encontró el hostal enseguida, al doblar la primera esquina. Estaba pintado de azul claro; su oscuridad era fresca y olía a boquerones.

– Una señora ha estado preguntando por usted -le dijo la mujer de recepción, redonda como una tortuga y miope como un topo, con gafas de culo de vaso, hablando con un acento del sur que era como tender un velo sobre las palabras-. Se hospeda aquí, ¿sabe? Me encargó que le diera esto.

Quirós desdobló la cuartilla y la leyó despacio, porque casi nunca leía nada y porque la caligrafía menuda le obligaba a entornar los ojos. «¿Le parece bien que nos veamos esta tarde, en la terraza del hostal, a las seis? Muchas gracias.» También Quirós se lo agradeció: así podría echar la siesta.

La habitación olía a lo que jamás debe oler una habitación: a habitación. Era minúscula y no daba al mar ni a la sierra del norte sino a las casuchas de enfrente. La ventana estaba trabada y el picaporte se desprendió al intentar abrirla, pero Quirós había dormido en sitios mucho peores.

Tras refrescarse en el lavabo, se concentró en su equipaje. Consistía en un sombrero y una bolsa de hule. El sombrero era de fieltro blanco, copa baja y ala ancha, adornado con una cinta negra. De la bolsa rescató una americana color crema que hacía juego con sus pantalones. La puso al lado del sombrero y comprobó que en el bolsillo interior se hallaba el estuche con las gafas de sol, de cristales pequeños y redondos, sin montura. Se trataba de su uniforme de trabajo. Llevaba años usándolo: le daba buena suerte.

A continuación se sentó en la cama a pensar qué otra cosa haría. Para ilustrar sus reflexiones sacó un sobre marrón de la bolsa y repasó las fotos.

Mostraban a la muchacha en uniforme de colegio o camiseta y vaqueros, con otras compañeras o sola, en un jardín o un cuarto, ante una barbacoa o una tarta con velitas, de frente o de perfil. Suaves curvas, montículos de adolescencia, cabello trigueño, óvalo de un rostro que nunca sonreía y unos ojos que, ciertamente, tenían el color del mar.


– Mi hija ha muerto -dijo Julián Olmos-, pero quiero encontrarla. No es la primera vez que muere a lo largo de su vida. Murió cuando murió su madre, hace diez años, porque dejó de ser la niña que yo había conocido. Y murió el verano pasado, cuando se fue de casa por primera vez. La excusa entonces era que quería cambiar de colegio. Yo no veía motivos para ese cambio: Valdelosa es un centro liberal, laico incluso, y los profesores estaban muy contentos con ella. Discutimos, claro. O discutió ella, porque yo, ya me conoces, Quirós, no suelo hacerlo. Luego agarró una mochila y se largó. Unos hombres que contraté la hallaron dos semanas después en un albergue de un pueblo de Gerona. Este verano, por lo visto, ha elegido un albergue de un pueblo del sur. ¿Puedes darme un vaso de agua, Pedro?

El despacho anidaba en un ático y era inmenso como la soledad de un tirano. Las persianas estaban echadas y solo quien se sentaba en el escritorio merecía el regalo de una luz cenital. Y quien allí es taba sentado era don Julián Olmos Catón de Utica. El resto eran sombras: un bargueño, un retrato del Papa y otro del rey, cruces y banderas, un óleo del padre de Olmos, el enjuto secretario Pedro Correa, que en aquel momento inclinaba una jarra de cerámica sobre un vaso, y Quirós. A Quirós le había extrañado que don Julián lo citara allí, pero luego comprobó que en agosto cualquier sitio de Madrid podía ser discreto.

Cuando Olmos apuró el segundo vaso guardó silencio, como si con la sed también se le hubiese ido el sonido. Pasaron unos cuantos minutos. A Quirós no le importaba, incluso le parecía muy propio. El silencio, como la ropa, opinaba Quirós, a los ricos sienta de maravilla y a los pobres casi siempre mal, y preciso era reconocer que don Julián quedaba bien así, enmudecido, con el pelo níveo y las cuatro medallitas de virtudes empresariales y religiosas destellando en la solapa de la chaqueta. Los grandes señores necesitaban grandes pausas; a Quirós le agradaba trabajar para ellos.

– A veces me pregunto por qué me odia tanto -dijo Olmos de repente-. Encuentro muchas razones, claro. Lo que sobra en esta vida son motivos para odiar. Quizá empezó cuando maté a su gato. Lo hice en defensa propia, debo advertirte. Un socio que vivía rodeado de gatos me invitó a cenar un día y contraje una toxoplasmosis. Me transformé en una especie de Herodes de los gatos. No dejé uno con cabeza a mi alrededor, y al fin le tocó el turno a Zafiro. Ella no me lo perdonó. Pero, no creas, ya tenía temperamento desde antes. Es una niña que ha salido mal. Los niños son cosas que pueden salir mal o bien, como los negocios. Admito que no he sido buen padre, y desde luego no he podido ocupar el lugar de la madre que perdió, pero creo haber sido un gran padre. Nadie puede ser grande y bueno al mismo tiempo. -Tras una reflexión, Olmos añadió-: A lo mejor ella también es una gran hija.

– Si me permite decirlo, don Julián -intervino Correa en el silencio siguiente-, su hija tiene algunas virtudes. -Sonrió como si no supiera qué añadir. Miró a Quirós-. Le gusta escribir -dijo.

– Sí. -Olmos repitió como si escupiera-: Le gusta escribir. Es un diablo.

– Es escritora -dijo Correa casi al unísono.

– Es un demonio -dijo Olmos-. Me ha dejado una nota esta vez: «Nunca regresaré, y si me buscas, me hallarás muerta». Parece la paradoja del gato. ¿Conoces algo de física cuántica, Quirós…? No te preocupes, yo tampoco. Es mi hijo mayor, que es físico, quien me habla de estos temas. Por lo visto, la ciencia ha demostrado que si metes un gato dentro de una caja y le disparas un tiro, solo morirá si abres la caja y lo miras. Hasta ese momento no estará muerto ni vivo, o estará ambas cosas a la vez. Naturalmente, se trata de una metáfora para explicar el comportamiento de no sé qué partículas. En la vida real eso no ocurre. De hecho, yo maté a Zafiro dentro de una caja con una inyección letal, y te aseguro que la palmó en cuestión de segundos. Quizá fue eso lo que… ¿Por qué estaba contando esto?

– Lo de la nota que ella le ha dejado -acudió Correa, solícito.

– En efecto. «Si me buscas, me hallarás muerta.» Como la paradoja del gato, pienso yo. Solo si miro dentro de la caja la hallaré muerta. Y la conozco lo bastante para saber que no exagera. ¿Tú mirarías, Quirós? Con otras palabras: ¿la preferirías viva y perdida o encontrada y muerta?

Quirós, que no esperaba tener que hablar en aquel momento ni en ningún otro, tartamudeó.

– Me pone usted en un aprieto, don Julián -dijo al fin.

– Vamos, hombre, dime. No me enfadaré.

– Si debo ser… Si le soy totalmente honesto…

– Viva y perdida -cortó Olmos con graves y simétricos cabeceos-. Ya lo sé, no es preciso que me lo digas. Ahí está el quid, el nudo gordiano. Tú no eres padre, y por eso opinas así. Pero, para mí, «perdida» equivale a «muerta». Mi dilema no está entre la vida y la muerte sino entre hacer algo o no, y no conozco a ningún padre digno de tal nombre que no haga algo. De modo que quiero buscarla. Tiene solo quince años, aún es menor de edad, una mocosa muy creída. Cuando sea mayor, que se largue si le apetece; mientras tanto me odiará en casa y en silencio, como lo hemos hecho siempre todo en mi familia: en casa y en silencio. Viajarás mañana a ese pueblo y la traerás, pero con discreción. No quiero involucrar a la policía ni cebar a los periodistas con las aventuras de esa marrullera. -Los ojos de Olmos tenían la dureza de una conciencia reprobatoria-. Te estarás preguntando por qué te he llamado a ti para esto. -Hizo una pausa-. A ti, precisamente. -Una pausa mayor-. A ti, Quirós.

Quirós no dijo nada. Siguió inclinado hacia delante, los codos en los muslos, el sombrero en las manos, respirando por la boca abierta. Había preguntas que era mejor dejar que se las preguntasen solo quienes podían responderlas, pensaba.

– Ya sé que no eres la clase de hombre en quien alguien pensaría para un trabajo así -añadió Olmos-, pero es que ha surgido un pequeño problema adicional…


Había decidido caminar un poco antes de comer. Optó por ponerse el uniforme de trabajo. Al salir del hostal eligió conocer el centro en lugar de ir hacia la playa.

No es que Quirós caminara con mucha agilidad: ya tenía algunos años, y sus piernas, obligadas como estaban a cargar con su corpachón, zanqueaban ligeramente. Por si fuera poco, las calles de aquel pueblo parecían confabuladas para situarse cuesta arriba en la dirección en la que iba. Empezó a sudar a las dos cuestas, pero, pese a todo, no quiso quitarse la chaqueta ni el sombrero. Se trataba de su imagen, y Quirós era muy consciente de su imagen. La chaqueta denunciaba la hechura mural del torso y el sombrero remataba el farallón de un rostro pétreo, bezudo, bordado de finas venas en la nariz y mejillas y subrayado por las gafitas negras y un bigote de tiralíneas. Bajo este mascarón, una figura enorme con brazos de los que pendían manoplas de carne y pies encerrados en zapatos de puntera cuadrada. Así era Quirós. Había vivido cincuenta y ocho años con aquel cuerpo, veinte de ellos con ese aspecto, y ya estaba acostumbrado. Sabía que su apariencia producía cierto temor, pero se había ganado la vida a costa de producirlo.

Sin embargo, en las pocas criaturas que encontró durante su paseo -dos niños, unas viejas, un perro que le ladró-, comprobó que su presencia no despertaba, no ya miedo sino siquiera curiosidad. En los últimos años le pasaba igual en todas partes. Sabía que se trataba de la edad, que le rebajaba en gran medida la capacidad de provocar pasmo. Un espantapájaros gastado no asusta a las aves, le había dicho alguna vez un ex socio. Por tal motivo ya solo le ofrecían trabajos estúpidos. A lo largo de su vida Quirós había hecho de todo y lidiado con gente de todo tipo, pero ahora, ¿por qué se hacía ilusiones? Ahora tenía que vérselas con una profesora de colegio y una adolescente díscola.

No sabía por dónde ir. Durante un rato siguió con docilidad ciertas señales que indicaban: «Casco Histórico», pero tras aturdirse en un laberinto de calles curvas, cuestas que parecían montículos, ventanas morenas y casas como pequeñas cajas blancas, se desanimó y dio media vuelta. Estaba claro que el centro de aquel pueblo seguiría siendo un secreto para él. Almorzó salmonetes en el comedor del hostal servido por una camarera joven, morena, alta como un junco, con una ajorca en el tobillo formada por diminutas llaves doradas unidas entre sí. Más que la ajorca, a Quirós le interesó su camiseta, una prenda simple que no alcanzaba a cubrir el ombligo, pero gracias a la cual pudo leer, por primera vez desde que se topara con el letrero tachado, el nombre del pueblo en letras a todo color.

«Roquedal», yendo y viniendo frente a sus ojos, inclinándose, flotando sobre él, tan próximo, tan inaccesible.