"La Serpiente Sutil" - читать интересную книгу автора (Tremayne Peter)Capítulo IEl gong sonó doce veces, y su vibración despertó a sor Brónach de su meditación. Luego volvió a oír una vez más el gong; una sola nota, clara y aguda. Exhaló un suspiro al darse cuenta de lo avanzado de la hora y, arrodillada ante la estatua del Cristo Doloroso, se puso rápidamente en pie e hizo una genuflexión. Fue un movimiento automático, hecho deprisa, sin pensar, luego se giró y salió de la Se detuvo en el pasillo enlosado situado en el exterior de la capilla, pues percibió el curioso chancleteo de unas sandalias con suela de cuero sobre las piedras. Desde la esquina lejana, por el lóbrego pasillo iluminado con candiles de grasa humeantes sujetos a las paredes con receptáculos de hierro, se acercaba una procesión de personas encapuchadas y con hábitos oscuros, caminando de dos en dos. Las figuras encapuchadas de las hermanas, conducidas por la matriarca de la orden, alta e imponente, parecían una fila de espectros rondando por el sombrío pasillo. Las hermanas de la comunidad de El Salmón de los Tres Pozos, un eufemismo para nombrar a Cristo, avanzaban arrastrando los pies con las cabezas gachas; ninguna de ellas alzó la mirada al pasar ante sor Brónach, que se encontraba junto a la puerta abierta de la capilla. Ni siquiera la abadesa Draigen se dio cuenta de su presencia. Las hermanas se dirigieron, sin hablar, hacia el interior de la capilla para realizar las oraciones del mediodía. La última de las hermanas se detuvo para cerrar la puerta tras la procesión. Sor Brónach había esperado, con las manos cruzadas delante y la cabeza respetuosamente inclinada, mientras pasaban ante ella. Sólo cuando la puerta de la capilla se cerró suavemente con un ruido sordo detrás de la procesión, levantó la cabeza. Resultaba evidente por qué tenía ese nombre sor Brónach. Su contención era, ciertamente, triste. La religiosa de mediana edad nunca sonreía. De hecho, no demostraba nunca emoción alguna, sus rasgos parecían grabados permanentemente con arrugas de afligida meditación. Corría un dicho irreverente entre sus compañeras religiosas: si Brónach la Triste sonriera sería el anuncio de la «segunda venida» del Salvador. Brónach llevaba cinco años de El gong acababa de dar la hora del mediodía, momento en que sor Brónach tenía la obligación de sacar agua del pozo y llevarla a los aposentos de la abadesa Draigen. Después de las oraciones y la comida de mediodía, a la abadesa le gustaba bañarse con agua caliente. Por tanto, en lugar de asistir a los servicios con el resto de las hermanas, Brónach se retiraba para sacar el agua. Con las manos cruzadas bajo su hábito, sor Brónach avanzó rápido, mientras sus sandalias de cuero golpeaban las piedras de granito del pasillo que iba hasta la antigua capilla de madera, la Aunque el día era frío y ventoso, el cielo era de un azul translúcido, con un sol pálido colgado arriba en medio de unas volutas de nubes desparramadas. Pero aquí y allá, en el horizonte, flotaban unas nubes bajas y plomizas llenas de nieve, y Brónach sentía el aire frío en los extremos de sus orejas. Se ajustó el tocado a la cabeza. En el extremo del patio de la abadía había una alta cruz de granito, que conmemoraba la fundación. Brónach atravesó una pequeña abertura que había detrás de la cruz y que daba a una diminuta superficie rocosa con vistas a la cala abrigada sobre la cual se alzaba la fundación religiosa. Sobre aquella tarima natural y rocosa, que estaba a tan sólo diez pies por encima de la cala, y surgiendo de una abertura en el agreste terreno, santa Necht había encontrado un manantial. Había bendecido el pozo, cosa por otro lado necesaria, pues ciertas historias contaban que anteriormente había sido un lugar sagrado de los druidas que también extraían agua de ese lugar. Sor Brónach caminó lentamente hacia la boca del pozo, que estaba protegida por un pequeño muro de piedras. Sobre éste, los miembros de la comunidad habían construido un mecanismo para bajar un cubo hasta el interior de las aguas oscuras, ya entonces muy por debajo del nivel del suelo, y que luego subían mediante una manivela que enroscaba una cuerda. Sor Brónach recordaba la época en que hacían falta dos o tres hermanas para extraer agua del pozo. En cambio, después de que se instalara el mecanismo, incluso una hermana anciana podía hacerlo sin gran dificultad. Sor Brónach se detuvo un momento en silencio junto a la boca del pozo y observó el paisaje que tenía a su alrededor. Era una hora extrañamente tranquila del día: un momento de silencio inexplicable en que los pájaros no cantaban, ninguna criatura se movía y se sentía como una suspensión de la vida, un sentimiento de cierta expectación; algo así como la espera de que sucediera algo, como si de repente la naturaleza decidiera recobrar el aliento. Los vientos helados habían amainado, y ni siquiera se oían entre las altas cimas de granito que se alzaban detrás de la abadía. Las ovejas seguían vagando por el terreno duro y pedregoso como cantos rodados blancos en movimiento, mientras que algunas vacas negras y nervudas roían la hierba corta. Sor Brónach percibió que en las hondonadas de las colinas había unas sombras, azules y místicas, producidas por las nubes que flotaban. No era la primera vez que sor Brónach sentía sobrecogimiento ante lo que la rodeaba y en aquella misteriosa hora de expectante tranquilidad. Tenía la sensación de que el mundo estaba preparado y a la espera de oír el toque de los antiguos cuernos invocando la aparición de los viejos dioses de Irlanda y que éstos descenderían decididos de las montañas de picos nevados. Y los grandes cantos rodados de granito gris, esparcidos por las laderas de la montaña como hombres tendidos boca abajo bajo la luz cristalina, se convertirían de repente en los héroes guerreros de antaño; se levantarían y marcharían tras los dioses con sus lanzas y espadas y escudos, para exigir saber por qué la antigua fe y las antiguas costumbres habían sido abandonadas por los hijos de Éire, la diosa de la fertilidad, cuyo nombre había recibido esta tierra primitiva. De repente, sor Brónach tragó saliva y echó una rápida mirada de culpabilidad a su alrededor, como si sus compañeras en Cristo pudieran oír sus pensamientos sacrílegos. Hizo una rápida genuflexión, como para absolverse del pecado de pensar en los antiguos dioses paganos. Sin embargo, no podía negar la sinceridad de aquel sentimiento. Su propia madre, que en paz descanse, se había negado a escuchar la palabra de Cristo y se había mantenido firme en sus creencias en los antiguos cultos. ¡Suanach! Hacía tiempo que no pensaba en su madre. Hubiera deseado no hacerlo, pues aquel pensamiento la hería como una hoja afilada en su memoria, aunque ya hacía veinte años de la muerte de Suanach. ¿Por qué le había sobrevenido el recuerdo? Ah, sí; pensaba en los antiguos dioses. Y éste era un momento en que, al parecer, los antiguos dioses y diosas hacían sentir su presencia. Ésta era la hora de la tristeza pagana, un eco amargo surgido de las mismas raíces de la conciencia de la gente; una añoranza de los tiempos pasados, un lamento por las generaciones perdidas de la gente de Éire. A lo lejos, oyó el sonido del gong de la comunidad; otro único tañido, efectuado por la vigilante del reloj de agua. Sor Brónach se sobresaltó, nerviosa. Todo un Brónach apretó ligeramente los labios, al acordarse de cuánto le disgustaba a la abadesa Draigen la indolencia, y miró a su alrededor en busca del cubo. No estaba en el lugar acostumbrado. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la cuerda ya estaba totalmente desenrollada en el interior del pozo. Frunció el ceño, preocupada. Alguien había cogido el cubo, lo había colocado en el gancho y lo había hecho descender dentro del pozo; pero entonces, por alguna oscura razón, no lo había vuelto a sacar y se había marchado sin sacarlo del fondo del pozo. Aquello era un olvido imperdonable. Con un suspiro de irritación contenida, se inclinó sobre la manivela. Estaba helada al tacto, lo que le recordó la baja temperatura de aquel día de invierno. Con gran sorpresa vio que le resultaba difícil girar la manivela, como si tuviera atado un gran peso. Volvió a intentarlo empujando con todas sus fuerzas. Era como si la manivela estuviera bloqueada de alguna manera. Con mucha dificultad, empezó a hacer girar aquel mecanismo, enroscando la cuerda lentamente, muy lentamente, hacia arriba. Hizo una pausa al cabo de un rato, y echó una mirada alrededor esperando encontrar cerca a alguna de sus compañeras para pedirle ayuda para subir el cubo. Ningún cubo de agua había pesado tanto como aquél. ¿Estaba enferma? ¿Tal vez estaba débil por algo? No; seguro que se encontraba bien y tan fuerte como siempre. Echó una mirada a las lejanas montañas y tiritó. El escalofrío no era de frío sino de un temor supersticioso. ¿La estaría castigando Dios por su reflexión herética respecto a la antigua religión? Miró hacia arriba con ansiedad y luego volvió a inclinarse sobre su tarea murmurando una oración de contrición. – ¡Sor Brónach! Una joven y atractiva hermana avanzaba desde los edificios de la comunidad hacia el pozo. Sor Brónach gruñó en su interior al reconocer a la dominante hermana Síomha, la Sor Brónach volvió a hacer una pausa y apoyó todo su peso en la manivela para sujetarla. Respondió a la expresión de desaprobación de la recién llegada con un semblante afable. Sor Síomha se detuvo, la miró y sorbió por la nariz con un gesto reprobatorio. – Os estáis retrasando en coger el agua para nuestra abadesa, sor Brónach -la reprendió la joven hermana-. Incluso me ha tenido que mandar a mí a buscaros y recordaros la hora que es. Brónach no se inmutó. – Me doy cuenta de la hora, hermana -respondió en voz baja. Que le dijesen que «uno ha de rendirse al tiempo» cuando su vida está continuamente gobernada por el sonido del gong del reloj de agua resultaba irritante incluso para su timorata personalidad. Ese comentario era el más rebelde que sor Brónach se atrevía a decir-. Sin embargo, tengo problemas para sacar el cubo. Parece que hay algo que lo atasca. Sor Síomha volvió a sorber por la nariz como si creyera que sor Brónach estaba buscando una excusa para justificar su tardanza. – Tonterías. Yo he usado el pozo antes esta mañana. El mecanismo iba bien. Es muy fácil subir el cubo. Avanzó, y su lenguaje corporal hizo que la hermana mayor se hiciera a un lado sin que se tocaran. Sus manos delicadas pero fuertes agarraron la barra de la manivela y empujó. Una expresión de sorpresa atravesó por un momento su rostro al encontrarse con la obstrucción. – Tenéis razón -admitió asombrada-. Tal vez las dos podamos moverla. Venid, empujad cuando yo lo diga. Juntas pusieron toda su fuerza en la labor. Lentamente y con gran esfuerzo, empezaron a hacer girar la manivela, deteniéndose de vez en cuando para descansar un poco. De sus bocas surgían unas nubes de vaho, producidas por el esfuerzo, que desaparecían en el aire frío y cristalino. Los constructores del mecanismo habían puesto un freno para que cuando la cuerda estuviera totalmente arriba se pudiera bloquear y una persona sola pudiera descolgar el cubo del gancho, sin que el peso devolviera el balde al interior del pozo. Las dos hermanas se esforzaron y estiraron hasta que la cuerda alcanzó el punto más alto y sor Síomha puso el freno. Al retroceder, sor Síomha percibió una curiosa expresión en el usualmente compungido y contenido rostro de su compañera. Nunca había visto una expresión de terror como la que mostraba sor Brónach mientras permanecía mirando hacia la boca del pozo. La única expresión que le conocía era sin duda la de obediencia fúnebre. Sor Síomha se giró lentamente preguntándose qué era lo que miraba Brónach con ese gesto de horror. Lo que vio hizo que se llevara una mano a la boca, como para sofocar un grito de pánico. Colgado de un tobillo y sujeto a la cuerda en lugar del cubo, había el cuerpo desnudo de una mujer. Todavía relucía su blancura tras salir de las aguas heladas del pozo. El cadáver pendía boca abajo, así que la parte superior del torso, la cabeza y los hombros no quedaban a la vista, sino ocultos en el interior de la boca del pozo. Pero resultaba obvio que era un muerto, dada la palidez de la carne de las partes del cuerpo que veían, una carne manchada de barro rojizo y pegajoso que no se había limpiado con el agua del pozo, y cubierta con numerosas heridas que parecían arañazos. Sor Síomha hizo una lenta genuflexión. – ¡Santo Dios! -murmuró. Entonces se acercó-. Rápido, sor Brónach, ayudadme a cortar la cuerda a esta pobre desgraciada. Sor Síomha se dirigió hacia la boca del pozo, miró en su interior y echó las manos hacia delante para sacar el cuerpo del pozo. Luego, lanzó un grito agudo que no pudo reprimir y se apartó; su rostro parecía una máscara de horror. Sor Brónach se acercó y miró con curiosidad en el interior del pozo. En la semipenumbra de éste vio que donde debía de estar la cabeza no había nada. El cuerpo había sido decapitado. Lo que quedaba del cuello y los hombros estaba manchado de sangre oscura. Se apartó bruscamente y le vinieron unas arcadas; intentó contener las náuseas. Al cabo de un rato, sor Brónach se dio cuenta de que Síomha estaba demasiado aturdida para tomar cualquier otra decisión. Brónach se avanzó, armándose de valor para controlar su repugnancia, e intentó estirar del cuerpo hacia el borde del pozo. Pero era un trabajo muy pesado para ella sola. Echó una mirada rápida a sor Síomha. – Tendréis que ayudarme, hermana. Si agarráis el cadáver, yo cortaré la cuerda que sostiene a la desgraciada -instruyó con suavidad. Sor Síomha tragó saliva y trató de recomponerse, asintió con la cabeza brevemente y, a desgana, agarró el cuerpo frío y mojado por la cintura. Cuando aquella carne helada y exánime entró en contacto con la suya no pudo evitar expresar su repugnancia. Sor Brónach hizo uso de la navajita que llevaban todas las hermanas, y cortó la cuerda que sujetaba el tobillo del muerto. Luego ayudó a sor Síomha a arrastrar el cuerpo decapitado hasta el suelo, por encima del muro que rodeaba el pozo. Las dos religiosas se quedaron un buen rato contemplándolo, sin saber qué hacer. – Una oración por la muerta, hermana -murmuró Brónach, inquieta. Ambas entonaron una oración con palabras carentes de sentido. Cuando acabaron se quedaron en silencio unos minutos. – ¿Quién pudo hacer tal cosa? -susurró sor Síomha, al cabo de un rato. – Hay mucha maldad por el mundo-contestó sor Brónach, más filosóficamente-Pero la pregunta pertinente sería: ¿quién es esta desgraciada? Es el cuerpo de una joven; en realidad, no puede ser más que una niña. Sor Brónach consiguió apartar sus ojos de la carne ensangrentada y despedazada alrededor de la cual debía de estar la cabeza. La visión de aquel amasijo sangriento la fascinaba y sin embargo la horrorizaba y repugnaba. El cuerpo era sin duda el de una joven saludable, tal vez recién salida de la pubertad. La otra única desfiguración, aparte de no tener cabeza, era una herida en el pecho. Había un morado azulado en la carne a la altura del corazón que, visto más de cerca, rodeaba una herida hecha con una punta de hoja afilada o algún instrumento cortante. Pero hacía tiempo que la herida había dejado de sangrar. Sor Brónach hizo el esfuerzo de agacharse y coger uno de los brazos del cadáver para cruzarlo sobre el cuerpo antes de que la rigidez de la carne lo impidiera. De repente soltó el brazo y dejó ir un grito como si hubiera recibido un golpe en el plexo solar. Sorprendida, sor Síomha siguió la dirección que indicaba la mano extendida de Brónach, que señalaba el brazo izquierdo del cadáver. Había algo atado alrededor del brazo que había quedado oculto por la posición de la muerta. Era un trozo de madera, poco más que una varilla con muescas talladas en ella. Sor Brónach supo que era Sin embargo, al agacharse a examinar la varita de madera, vieron algo agarrado en la otra mano del cadáver. Una pequeña correa de cuero gastado estaba atada alrededor de la muñeca derecha y llegaba hasta el puño apretado. Sor Brónach volvió a hacer un esfuerzo, se arrodilló junto al cuerpo y levantó las pequeñas manos blancas. No podía separar los dedos; la rigidez de la muerte ya había cerrado la mano de forma permanente. Sin embargo, los dedos estaban algo separados y se podía ver que la tira de cuero llevaba atado un pequeño crucifijo de metal; era eso lo que la mano derecha exánime agarraba con tanta fuerza. Sor Brónach dejó escapar un gruñido y lanzó una mirada por encima del hombro hacia sor Síomha, que estaba inclinada y observaba fijamente lo que acababa de descubrir. – ¿Qué significado puede tener esto, hermana? -dijo sor Síomha con voz tensa, casi ruda. El rostro de sor Brónach mostraba gravedad. De nuevo volvía a controlar totalmente sus emociones. Respiró profundamente antes de responder con tono mesurado, mientras dirigía la mirada hacia abajo al pobre crucifijo de cobre forjado y bruñido. Obviamente aquel objeto tan barato no pertenecía a ninguna persona rica o de rango. – Significa que hemos de llamar a la abadesa Draigen, buena hermana. Quienquiera que fuera esta pobre chica decapitada, yo creo que era una de las nuestras. Era una hermana de la fe. Lejos, procedente de la diminuta torre de su comunidad, oyeron el tañido del gong que señalaba el paso de otro período de tiempo. De repente las nubes se fueron espesando. Unos fríos copos de nieve volvían a amontonarse en las montañas. |
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